II

Una vez fuera del hotel, Pedro y el señor de Guersaint pusiéronse a caminar pausadamente entre el oleaje cada vez más grande de la muchedumbre endomingada. El cielo era de un azul puro y el sol abrasaba la ciudad; flotaba en el aire la alegría de vivir, el alborozo vivaz de las grandes festividades que ponen de manifiesto la vida auténtica de un pueblo. Después de bajar por la acera de la avenida de la Gruta, se vieron detenidos en una esquina de la meseta de la Merlasse, donde el gentío se arremolinaba, entre un continuo desfilar de carruajes.

—No tenemos prisa alguna —dijo el señor de Guersaint—. Yo quisiera subir hasta la plaza de Marcadal, en la parte vieja de la ciudad; la camarera del hotel me ha indicado un peluquero que tiene un hermano que se dedica a alquilar carruajes a precios acomodados. ¿Le es a usted igual venir conmigo hasta allí?

—No tengo inconveniente alguno; vamos a donde usted quiera —exclamó Pedro.

—¡Excelente! Y de paso me haré afeitar.

Llegaban a la plaza del Rosario, frente a los prados de hierba que se extienden hasta la ribera del Gave, cuando un encuentro inesperado les detuvo de nuevo. Estaban allí la señora de Désagneaux y Raimunda de Jonquière, conversando alegremente con Gerardo de Pyerelongue. Las dos llevaban vestidos claros, ropas ligeras, y sus sombrillas de seda blanca brillaban bajo los rayos del sol. Formaban un conjunto simpático, un rinconcito de amable charla mundana, rebosante de jovialidad juvenil.

—No y no —repetía la señora de Désagneaux—. No sería conveniente caer de rondón en la «sopa popular», a la hora en que todos sus camaradas están almorzando.

Gerardo insistía muy galantemente, dirigiéndose sobre todo a Raimunda, cuyo rostro, un poco macizo, se hallaba aquel día iluminado por un encanto especial de mujer llena de salud.

—Les aseguro que es cosa digna de verse y que tendrán una acogida admirable. Puede usted confiarse a mí, señorita; además, encontraremos allí a mi primo Berthaud, que se sentirá encantado de hacerles los honores de nuestra instalación.

Raimunda sonreía, y en sus ojos traviesos leíase su asentimiento a la invitación. En aquel instante se acercaron Pedro y el señor de Guersaint a saludar a las señoras. Inmediatamente les pusieron al corriente de lo que se trataba. Llamaban «sopa popular» a una especie de restaurante, de mesa común, que los miembros de la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud, los camilleros, los hospitalarios de la gruta, de las piscinas y de los hospitales habían fundado para comer juntos y barato. Muchos de ellos no eran ricos, pues procedían de todas las clases sociales, y habían conseguido así organizar un servicio de cocina de tal modo que por tres francos —aportación de cada uno por día— tenían tres buenas comidas, y hasta les sobraban alimentos, que distribuían entre los pobres. Ellos mismos lo administraban todo: compraban las provisiones, ajustaban el cocinero y los ayudantes, y no tenían reparo en dar personalmente una mano para mantener el local en buen estado de limpieza y orden.

—Debe de ser muy curioso —exclamó el señor de Guersaint—. Vamos a verlo, si es que no estorbamos.

Con esto la señora de Désagneaux ya no tuvo inconveniente.

—Si es que vamos así, en grupo, acepto. Terno que de otra manera fuera mal visto.

Dijo esto riendo, y todos hicieron coro a su risa. Aceptó el brazo del señor de Guersaint, y Pedro se puso a su izquierda, impulsado por la simpatía que sentía por aquella mujercita vivaracha y encantadora, de cabellos rubios y tez láctea.

Detrás seguía Raimunda, del brazo de Gerardo, al que daba conversación con su voz reposada, de niña juiciosa, a pesar de su despreocupado aire juvenil. Puesto que el marido con que ella soñaba lo tenía a mano, estaba resuelta a no perderlo esta vez. Por eso le mareaba con su perfume de muchacha guapa y sana, a la vez que le maravillaba con su conocimiento de la vida del hogar y de la economía doméstica, para lo cual se hacía dat explicaciones sobre la manera que tenían de hacer sus compras, demostrándole que todavía hubieran podido reducir más el gasto.

—Estará usted horriblemente cansada —preguntó el señor de Guersaint a la señora de Désagneaux.

Pero ella protestó, exclamando llena de indignación:

—¿Cansada yo? No. Imagínese usted que anoche caí muerta de fatiga en un sillón de la sala del hospital, en cuanto dieron las doce de la noche. Mis compañeras no tuvieron valor para despertarme, y me dejaron dormir tranquilamente.

Todos se echaron a reír, pero ella seguía indignada.

—Así es que me quedé dormida durante ocho horas como un lirón. ¡Yo, que había jurado no pegar los ojos en toda la noche!

La risa general acabó por hacerla reír a ella también, que lanzó una carcajada que puso al descubierto su blanquísima dentadura.

—Valiente enfermera, ¿verdad? La pobre señora de Jonquière ha tenido que velar hasta el amanecer. Yo he querido hace un rato convencerla por todos los medios para que se viniese con nosotros.

Raimunda, que había oído lo que decían, alzó la voz:

—Verdaderamente, mi madre es digna de lástima. Ya no podía tenerse de pie. La he obligado a acostarse, asegurándole que podía dormir tranquila, pues todo marcharía admirablemente.

Y al decir esto dirigió a Gerardo una mirada serena y acariciadora. Éste creyó sentir una presión imperceptible del brazo fresco y bien torneado que tenía bajo el suyo, como si ella hubiese querido darle la sensación de su felicidad al poder estar a solas con él para arreglar juntos, sin intervención de nadie, sus asuntillos. Esto le encantó; y le explicó que no había comido con sus camaradas aquel día porque una familia amiga que regresaba a su casa esa mañana le había invitado a almorzar con ellos, a las diez, en el restaurante de la estación, habiendo quedado libre desde que salió el tren, a las once y media.

—¡Ahí está la pandilla! —dijo luego—. ¿No los oye usted?

Llegaban, en efecto, y se oía una gran algarabía de voces juveniles que salía de un bosquecillo que ocultaba él viejo edificio de mampostería y cinc donde estaba instalada la «sopa popular».

Les hizo atravesar primero la cocina, que era una pieza espaciosa, muy bien dispuesta, con un gran horno y una larga mesa, sin contar las cacerolas inmensas, y les hizo notar luego que el cocinero, hombrachón rollizo y de buen humor, llevaba la cruz roja sobre su chaqueta blanca, porque formaba parte de la peregrinación. Seguidamente empujó una puerta y los introdujo en la sala común.

Era una sala grande, con una doble hilera de mesas sencillas de pino. No había otro moblaje, aparte de una mesa para los postres y unas sillas con asiento de paja. En medio de aquella austeridad propia de refectorio conventual, todo estaba limpísimo: las paredes blanqueadas y el suelo de un color rojo brillante. Lo que sobre todo regocijaba, desde el umbral mismo, era la alegría infantil que allí reinaba, los ciento cincuenta comensales, más o menos, de todas las edades, que allí comían con excelente apetito, gritando, cantando y aplaudiendo. Un sentimiento de fraternidad extraordinaria unía a aquellos hombres venidos de todos los puntos, de todas las clases, de todas las fortunas, de todas las provincias de Francia. Muchos de ellos sólo se trataban durante esos tres días, en que vivían como hermanos, y luego se separaban sin verse ni saber nada unos de otros en todo el resto del año. No podía haber nada más encantador que aquella cita de caridad, aquellos tres días de fatiga tremenda pasados en común, y también de común regocijo infantil; aquello tenía un poco el carácter de una banda de muchachos grandes en día de libertad, bajo un cielo magnífico, felices de reír y de hacer lo que les daba la gana. Y hasta la misma frugalidad de la mesa, el orgullo de administrarse por sí mismos, de comer lo que ellos mismos habían comprado y hecho cocinar, contribuía al buen humor general.

—Ya ven ustedes —explicó Gerardo— que aquí no estamos tristes, a pesar del duro oficio que desempeñamos. La Hospitalidad cuenta con más de trescientos miembros, pero los comensales que hay aquí no pasan de ciento cincuenta; hemos tenido que organizar dos mesas para mayor facilidad del servicio, tanto en la gruta como en los hospitales.

La aparición de aquel pequeño grupo de visitantes, parado en el umbral, pareció redoblar la alegría general. Berthaud, jefe de los camilleros, que comía en el extremo de una de las mesas, se levantó galantemente para hacer los honores a las señoras.

—¡Qué bien huele todo esto! —exclamó la señora de Désagneaux con su aturdimiento habitual—. ¿Por qué no nos invita usted a que vengamos a probar mañana su cocina?

—¡Ah, no; a las señoras, no! —contestó Berthaud, sonriendo—. Pero si estos señores quisiesen comer mañana con nosotros, nos darían un gran placer.

Con una mirada notó Berthaud la buena inteligencia que reinaba entre Gerardo y Raimunda; y parecía encantado, porque era el matrimonio que deseaba para su primo.

—¿No es el marqués de Salmon-Roquebert aquel señor que está allí, al fondo, entre dos jóvenes que parecen empleados de comercio? —preguntó la joven.

—En efecto —contestó Berthaud—; los jóvenes son hijos del dueño de una pequeña fábrica de papel de Tarbes. Y aquel señor es el marqués, su vecino de la calle de Lille, propietario de un regio palacio y uno de los hombres más ricos y nobles de Francia.

¡Fíjese con qué gusto ataca nuestro guiso de cordero!

Y era verdad. El marqués, con todos sus millones, parecía muy feliz de poder comer por tres francos al día y de sentarse a la mesa democráticamente, en compañía de aquellos pequeños burgueses y hasta obreros, que no se habrían atrevido a saludarle en la calle. Aquella convivencia con comensales reunidos al azar, ¿no significaría la práctica del ideal de la comunión social, la caridad plena? Esa mañana el apetito del marqués era tanto mayor cuanto que había bañado en las piscinas a más de sesenta enfermos, atacados de las enfermedades más abominables de la triste humanidad. Lo que veía a su alrededor era la realización de la comunidad evangélica; y era alegre y encantadora, sin duda, pero a condición de que no durase más de tres días.

Aunque acababa de almorzar, el señor de Guersaint tuvo la curiosidad de probar el guiso de carnero; y opinó que no se podía pedir nada mejor. Mientras tanto, Pedro, que había visto al barón Suire, director de la Hospitalidad, paseándose por allí con aire de hombre importante, como si estuviese obligado a vigilarlo todo, hasta la manera como comía su personal, se acordó de pronto del deseo que le había manifestado María de pasar la noche delante de la gruta; y pensó que el barón podía concederle por su cuenta y riesgo la autorización que necesitaba.

—No niego —le contestó el barón, poniéndose serio— que a veces lo toleramos. Pero ¡es cosa tan delicada! ¿Me garantiza usted por lo menos que esa joven no está tísica? ¡Perfectamente! Ya que usted me asegura que ella insiste tanto, hablaré un momento con el padre Fourcade y avisaré a la señora de Jonquière para que ésta le permita a usted llevarla.

Era en el fondo una buena persona, a pesar de su aire de hombre indispensable sobre el que pesaban las más graves responsabilidades. Retuvo, a su vez, a los visitantes dándoles los detalles más completos sobre la organización de la Hospitalidad: las oraciones en común, los dos consejos de administración que se reunían todos los días, y a los cuales asistían los jefes de servicio, los padres y algunos limosneros. Comulgaban con la mayor frecuencia posible. Las tareas eran complicadísimas; el movimiento del personal, extraordinario; todo un mundo que gobernar con mano firme. Hablaba como un general que todos los años obtenía una gran victoria sobre el espíritu del siglo. Ordenó a Berthaud que terminara de almorzar y tomó él a su cargo la tarea de acompañar a los visitantes hasta un pequeño patio enarenado, al que daban sombra hermosos árboles.

—¡Todo esto es realmente muy interesante, muy interesante! —repetía la señora de Désagneaux—. Permítame, señor, que le exprese nuestro agradecimiento por su atención.

—No tiene por qué, señora, no tiene por qué. Soy yo el que está encantado de haber tenido la ocasión de mostrarles mi pequeño campamento.

Gerardo no se había separado de Raimunda. El señor de Guersaint y Pedro se hacían señas con los ojos para dirigirse a la plaza de Marcadal; pero en aquel momento la señora de Désagneaux se acordó de que una de sus amigas le había encargado que le enviase una botella de agua de Lourdes, y preguntó a Gerardo acerca de la mejor manera de hacerlo.

—¿Quieren ustedes —contestó el interpelado— aceptarme otra vez como guía? Pues bien, si estos señores quieren venir con nosotros, les mostraré en primer lugar el almacén donde se cargan las botellas, para luego cerrarlas, encajonarlas y expedirlas. Es muy curioso.

El señor de Guersaint asintió en el acto, y los cinco se pusieron en camino: la señora de Désagneaux entre el arquitecto y el sacerdote; Raimunda y Gerardo, delante.

La multitud aumentaba constantemente bajo aquel sol ardiente, y la plaza del Rosario rebosaba de una muchedumbre abigarrada y ociosa, como en un día de regocijo público.

El taller estaba allí cerca, a mano izquierda, bajo uno de los arcos. Era una serie de tres salas muy sencillas. En la primera se procedía al llenado de las botellas, del modo más vulgar del mundo: un pequeño tonel de cinc pintado de verde, arrastrado por un hombre, y bastante parecido a una cuba de riego, llegaba a la gruta completamente lleno; luego se cargaban las botellas aplicándolas al grifo del tonel, una después de otra, sin que el encargado de este trabajo se preocupase mucho de que el agua se desbordase. Se formaba siempre un charco en el suelo. Las botellas no llevaban etiqueta alguna; únicamente la cápsula de plomo, que recubría el corcho de buena calidad, tenía una inscripción que indicaba su procedencia. Luego la calafateaban con una especie de albayalde, sin duda para que se conservase mejor. En las otras dos salas se llevaba a cabo la tarea del embalaje; era un verdadero taller de empaquetado, con bancos, herramientas y montones de virutas. Fabricábanse allí, sobre todo, cajas para una y dos botellas, muy bonitas, en las cuales iban éstas acostadas sobre un lecho de virutas finas, lo que hacía recordar bastante las casas de expedición de flores en Niza y de frutas confitadas en Grasse.

Gerardo dio explicaciones con aire tranquilo y satisfecho.

—Como ustedes ven, el agua procede realmente de la gruta, lo que deja sin fundamento las bromas que circulan a este respecto. No hay aquí ningún misterio; todo se hace naturalmente, a la luz del día. Les diré, además, que los padres no venden el agua, como se les acusa. Una botella llena, comprada aquí, se paga a veinte céntimos, que es el precio del envase. Si ustedes quieren que se les mande, hay que pagar, naturalmente, el embalaje y la expedición, cuyo costo es de un franco y setenta céntimos. Por lo demás, son ustedes dueños de llenar en el mismo manantial todos los botellones y recipientes que quieran.

Pedro pensaba que, en efecto, la utilidad que los padres sacaban de este negocio no era muy grande; ganaban, en cambio, en la fabricación de las cajas y en las botellas, las cuales, compradas por millares, debían de costarles bastante menos que veinte céntimos cada una. Pero Raimunda y la señora de Désagneaux, y hasta el señor de Guersaint, personas de imaginación viva, experimentaron una gran desilusión a la vista del pequeño tonel verde, de las cápsulas untadas de albayalde y del montón de virutas que había al lado de los bancos de carpintero. Se habían imaginado que el embotellamiento del agua milagrosa se hacía con acompañamiento de algunas ceremonias, que había algún rito en que intervenían sacerdotes revestidos de sus hábitos sagrados para dar la bendición, mientras resonaba un coro de voces angelicales. Pedro pensó, ante aquella vulgar operación de embotellamiento y embalaje, en la fuerza activa de la fe. Cuando una de aquellas botellas llega a su destino, muy lejos de allí, a la habitación de un enfermo; cuando la desembalan y aquél cae de rodillas, contemplándola con mirada llena de pasión, y bebe de aquella agua pura, hasta provocar la curación de su mal, es necesario que se haya producido un verdadero salto del alma hacia la ilusión que todo lo puede.

—¡No se vayan! —exclamó Gerardo cuando salían todos—. ¿Quieren ver ustedes el almacén de cirios, antes de que subamos a la administración? Está a dos pasos.

Y sin esperar siquiera la respuesta, los condujo al otro lado de la plaza del Rosario, con la intención secreta de distraer a Raimunda. En verdad, el espectáculo que ofrecía el almacén era aún menos divertido que el de los talleres de embalaje de que acababan de salir. Era una especie de bodega amplia, dividida en grandes compartimientos por medio de tabiques de tablas. En el interior de aquellos compartimientos se amontonaba una increíble provisión de cirios, apartados y clasificados por su tamaño. El sobrante de cirios donados a la Virgen dormía allí; y eran tantos, todos los días, los que los peregrinos depositaban en unos carritos especiales puestos junto a la verja, que había necesidad de llevar éstos varias veces al día al depósito para vaciarlos y volverlos a poner en su sitio, donde se llenaban otra vez rápidamente. La norma era que todo cirio ofrecido a la Virgen debía quemarse a sus pies. Pero eran demasiados los que se ofrecían, y aunque doscientos de todos los tamaños ardiesen día y noche, no había manera de agotar aquella provisión enorme, que crecía incesantemente. Esto hizo que circulase el rumor de que los padres no tenían más remedio que vender cera. Y hasta ciertos amigos de la gruta confesaban, no sin cierto orgullo, que el producto de los cirios hubiera bastado para hacer frente a todos los gastos de la empresa.

Únicamente la cantidad llenó de estupefacción a Raimunda y a la señora de Désagneaux. ¡Cuánto cirio! Los pequeños, sobre todo, los que costaban de medio franco a un franco, se apilaban en cantidad incalculable. El señor de Guersaint, que todo lo quería poner en cifras, se engolfó en una estadística, haciéndose un lío. Pedro contemplaba en silencio aquel montón de cera ofrecida para que ardiera en pleno sol por la gloria de Dios; y si bien no era hombre utilitario, y comprendía aquel lujo de alegrías y satisfacciones ilusorias que alimentan al hombre tanto como el pan, no pudo menos de pensar en las obras de caridad que se hubieran podido hacer con el dinero invertido en toda aquella cera, destinada a deshacerse en humo.

—Muy curioso todo, pero ¿y la botella que tengo que enviar? —preguntó la señora de Désagneaux.

—Vamos ahora al escritorio —le contestó Gerardo—. Es cuestión de cinco minutos.

Tuvieron que atravesar nuevamente la plaza del Rosario y subir por las graderías que conducen a la basílica. La oficina se encontraba arriba, a mano izquierda, a la entrada del camino del Calvario. Era una construcción baja y mezquina, medio derruida por el viento y la lluvia, que ostentaba un sencillo cartelón con estas palabras: «Dirigirse aquí para misas, donativos, inscripciones de cofradía. Intenciones recomendadas. Envíos de agua de Lourdes. Suscripción a los anales de N. S. de Lourdes». ¡Cuántos millones habían pasado ya por aquella sórdida oficina, que databa, sin duda, de la época de la inocencia, de cuando se empezaron a echar los cimientos de la basílica contigua!

Todos entraron, deseosos de ver. Pero no vieron más que una taquilla. La señora de Désagneaux tuvo que agacharse para dar la dirección de su amiga; pagó un franco con setenta céntimos y le entregaron un recibo, un papelito como el que dan en las oficinas de mercancías de los ferrocarriles.

Una vez fuera, volvió a hablar Gerardo, señalando un vasto edificio que se veía a doscientos o trescientos metros de allí:

—Miren: ahí habitan los padres de la gruta.

—Pero si no se les ve por ninguna parte —observó Pedro.

El joven, asombrado, permaneció unos instantes callado.

—No se les ver por parte alguna, es cierto; pero es porque mientras dura la peregrinación nacional lo dejan todo, la gruta y lo demás, a cargo de los padres de la Asunción.

Pedro contemplaba el edificio, semejante a un fuerte castillo. Las ventanas permanecían cerradas, y se hubiera dicho que la casa estaba deshabitada. Sin embargo, todo salía de allí y todo iba a parar allí. El joven sacerdote creyó oír el rastrillazo, silencioso y formidable, que se extendía por todo el valle, recogiendo al pueblo que había acudido allí y llevaba a la morada de los padres el oro y la sangre de las muchedumbres.

Pero Gerardo continuó diciendo en voz baja:

—Pero vean, ahí lo tienen ustedes. Ése es, precisamente, el director, reverendo padre Capdebarthe.

Pasaba, en efecto, un religioso, un campesino que apenas podía disimular su rústica condición, de miembros nudosos y cabeza voluminosa, como tallada a hachazos. No se leía nada en sus ojos opacos, y su cara seca conservaba una palidez terrosa, el reflejo rojizo y sombrío del terruño. Monseñor Laurence hizo una designación de gran sagacidad política al confiar la organización y la explotación de la gruta a los misioneros de Garaison, tenaces y emprendedores, hijos de montañeses casi todos ellos y amantes apasionados de la tierra.

Lentamente volvieron después los cinco a atravesar la meseta de la Merlasse y bajaron por el amplio bulevar que sigue paralelamente a la rampa de la izquierda, y que desemboca en la avenida de la Gruta. Era ya más de la una, pero el almuerzo continuaba en toda la ciudad, rebosante de gente; los cincuenta mil peregrinos y curiosos no habían podido sentarse todavía a la mesa. Pedro, que había dejado el comedor del hotel completamente lleno, y que acababa de ver a los hospitalarios alegremente a la mesa de la «sopa popular», volvía a encontrar mesas y siempre mesas por dondequiera que iba.

Por todas partes la vista tropezaba con platos humeantes y mandíbulas en acción. Pero allí, al aire libre, a ambos costados de la amplia calzada, era la gente modesta la que invadía las mesas instaladas en las aceras, simples tablones largos y desnudos, con un banco a cada lado y cubiertos con un estrecho mantel de lona. Allí se vendía caldo, café y leche a dos céntimos la taza. Los panes, apilados en grandes canastos, costaban igualmente dos céntimos. De los palos que sostenían los toldos colgaban ristras de salchichas, jamones y morcillas. Algunos de aquellos fondistas al aire libre hacían freír patatas, y otros guisaban con cebollas carnes de tercera clase. Llenaba el ambiente una humareda acre y toda clase de fuertes olores, mezclados con la polvareda que levantaba el constante pataleo de los paseantes.

Delante de aquellas cantinas esperaban con impaciencia las gentes haciendo cola, mientras los comensales se renovaban continuamente a lo largo de los tablones que hacían de mesa, y en los cuales sólo cabían a lo ancho, con dificultad, un par de tazones de sopa. Todos se daban prisa a devorar, estimulados por el cansancio, con el apetito insaciable que producen las grandes conmociones morales. Le había llegado su turno a la bestia, y ésta se daba un hartazgo, después de haberse agotado a fuerza de oraciones que no acababan nunca, y durante las cuales había quedado olvidado el cuerpo en el cielo de las leyendas. Era aquello un verdadero campo de feria, bajo el cielo deslumbrante de los domingos magníficos; era la glotonería de un pueblo que sentía la alegría de vivir, a pesar de las enfermedades repugnantes y de la escasez de milagros.

—Comen, se divierten. ¿Qué más quieren? —dijo Gerardo, adivinando los pensamientos de aquellas amables personas que le acompañaban.

—¡Es muy natural! —murmuró Pedro—. ¡Pobres gentes!

En cuanto a él, sentíase vivamente impresionado por aquel desquite de la naturaleza. Pero al llegar a la parte más baja del bulevar, en la avenida de la Gruta, le chocó el encarnizamiento de las vendedoras de cirios y de ramos de flores, que acosaban en pandillas a los transeúntes, con la rudeza de quien va al asalto de una fortaleza. En su mayor parte, eran mujeres jóvenes, tocadas con pañuelos, y hacían alarde de un singular descaro, aunque las viejas no eran tampoco más discretas. Todas llevaban un paquete de cirios bajo el brazo, y blandían en la mano el que ofrecían, llegando hasta poner su mercancía en la mano de los paseantes.

—¡Señor, señora, cómpreme un cirio, que le traerá suerte!

Un caballero, acosado y zarandeado por tres de las vendedoras más jóvenes, estuvo a punto de dejar entre sus manos los faldones de la levita. La misma escena tenía lugar con las vendedoras de ramos de flores, unos ramos enormes, toscamente atados, parecidos a un repollo.

—¡Un ramo, señora, un ramo para la Santa Virgen!

Si la señora lograba zafarse, escuchaba a sus espaldas los más groseros insultos. El negocio, el desvergonzado negocio, se agarraba a los peregrinos, persiguiéndolos hasta la boca misma de la gruta. Se instalaba triunfalmente no sólo en todas las tiendas, alineadas en ininterrumpida serie a lo largo de las calles, transformadas en otros tantos bazares, sino también en la vía pública, donde cerraban a todos el camino y paseaban en carretillas de mano rosarios, medallas, estatuitas e imágenes piadosas. El negocio estaba a la orden del día en todas partes, y las gentes no hacían más que comprar; compraban casi tanto como comían, para llevarse un recuerdo de aquella verbena sagrada. También allí la chiquillería ponía la nota de vivacidad y de alegría, entre el tumulto de los comerciantes instalados y de los vendedores ambulantes, deslizándose a través de la muchedumbre y voceando el «Diario de la Gruta». Sus voces delgadas y agudas penetraban en los oídos:

—¡El «Diario de la Gruta»! ¡La edición de esta mañana! ¡El «Diario de la Gruta», a dos céntimos!

El grupo se dispersó en medio de aquellos continuos bamboleos y remolinos de gente. Raimunda y Gerardo, que quedaron rezagados, pusiéronse a conversar afectuosamente, con expresión de sonriente intimidad. La señora de Désagneaux se creyó en el caso de detenerse y de llamarlos.

—¡Caminen más de prisa, que los vamos a perder de vista!

Al acercarse, Pedro oyó decir a la joven:

—¡Mamá está siempre atareada! Háblele usted antes de la partida.

Y Gerardo contestó:

—De acuerdo. Me hace usted muy feliz, señorita.

Era el matrimonio conquistado y resuelto durante aquel paseo encantador por entre las maravillas de Lourdes. Ella, sin ayuda de nadie, había concluido la conquista y él, por su parte, acababa de tomar una resolución, al verla asida a su brazo, tan alegre y razonable.

El señor de Guersaint, levantando la vista, preguntó:

—¿Ven ustedes allá arriba aquel balcón? Tengo para mí que son aquellos señores tan ricos que viajaron con nosotros, ¿recuerdan? Era una señora joven enferma, que iba acompañada de su marido y de su hermana.

Se refería a Dieulafay, y, en efecto, eran ellos, que estaban asomados al balcón del departamento que habían alquilado en una casa nueva, que daba sobre la pradería del Rosario. Ocupaban allí el primer piso, amueblado con todo el lujo que se pudo conseguir en Lourdes, con alfombras y cortinajes, sin contar con que habían enviado por delante desde París su personal de servidumbre. Como el tiempo era magnífico, habían acercado al balcón el sillón con ruedas en que estaba la enferma. Esta vestía un peinador de encajes. El marido, siempre vestido correctamente de levita, estaba de pie a su derecha, en tanto que la hermana, divinamente ataviada con un vestido de color malva claro, se había sentado a su izquierda, y de cuando en cuando se sonreía, inclinándose a veces hacia ella para hablarle, sin recibir contestación.

—¡Ahora recuerdo! —dijo la menuda señora de Désagneaux—. He oído hablar muchas veces de la señora de Jousseur, la joven que viste de malva. Es la esposa de un diplomático, que la ha abandonado no obstante su gran belleza; el año pasado se habló mucho de que estaba enamoradísima de un joven coronel muy conocido en la sociedad parisiense. Pero en los salones católicos se afirma que ha triunfado sobre su pasión, gracias a la religión.

Todos permanecían con las caras levantadas, mirando.

—¡Y pensar —siguió diciendo— que su hermana, la enferma que ustedes ven allá, era el vivo retrato suyo! Tenía, incluso, una expresión de bondad y de alegría infinitamente mucho más dulce.

¡Y véanla ahora! Es una muerta que han sacado al sol, un cuerpo aniquilado, lívido, que no se atreven casi a mover de un sitio a otro. ¡Desgraciada mujer!

Raimunda aseguró entonces que la señora de Dieulafay, que apenas llevaba tres años de matrimonio, había traído todas las joyas de su ajuar de novia para donarlas a Nuestra Señora de Lourdes. Gerardo confirmó este detalle, y agregó que le habían asegurado que las joyas estaban desde esa mañana en poder del tesorero de la basílica, sin contar una lámpara de oro con engarces de piedras preciosas y una fuerte suma de dinero para que fuese repartida entre los pobres. Pero, según podía verse, la Santa Virgen no parecía haberse dejado conmover todavía, porque la enferma, en vez de mejorar, más bien empeoraba.

Desde aquel momento Pedro no vio ya sino aquella mujer joven, en el lujoso balcón; aquella criatura digna de lástima, a pesar de todas sus riquezas, que contemplaba a la muchedumbre regocijada, al Lourdes que se divertía y que reía bajo el hermoso cielo de domingo. Los dos seres queridos que velaban por ella con tanta ternura —la hermana que había abandonado sus éxitos de mujer cortejada, y el marido que se olvidaba de su casa de banca, cuyos millones rodaban por todo el mundo— realzaban con su elegancia irreprochable la tristeza de aquel grupo que lo dominaba todo desde allá arriba, de cara al valle maravilloso. No había más que ellos allí, y eran infinitamente ricos e infinitamente desgraciados.

Los cinco presentes, que se habían detenido en medio de la calle, corrían el peligro de ser aplastados a cada instante. Por las anchas avenidas no cesaban de llegar los carruajes, sobre todo los lujosos landós de cuatro caballos, que hacían sonar alegremente sus cascabeles. Eran turistas y bañistas de Pau, de Barèges, de Cauterets, atraídos por la curiosidad, encantados de aquel hermoso tiempo, alegres después de un rápido viaje por las montañas; y como sólo les quedaban unas pocas horas disponibles, corrían a la gruta y a la basílica, para regresar luego entre risas, satisfechos de haber visto todo aquello. Grupos de mujeres jóvenes con sombrillas de colores brillantes también circulaban entre el gentío gris de la peregrinación, con lo que terminaban de convertirla en una pintoresca muchedumbre de feria a la que se digna mezclarse la gente distinguida en busca de diversión.

De pronto la señora de Désagneaux lanzó un grito:

—¡Pero, cómo! ¿Eres tú, Berta?

Y al decir esto besó a una mujer morena y alta, encantadora, que se apeaba de un landó, seguida de otras tres mujeres jóvenes, muy risueñas y animadas. Se cruzaban voces y exclamaciones de sorpresa, todas las manifestaciones de vivo placer ocasionadas por un encuentro inesperado.

—Estamos en Cauterets, querida, y se nos ocurrió venir las cuatro juntas, como todo el mundo. ¿Está aquí también tu marido?

—Desgraciadamente, no. Está en Trouville, ya lo sabes. Me reuniré con él el próximo jueves.

—Sí, sí, es verdad —repuso la morena, que parecía también una encantadora aturdida—. Me olvidaba de que has venido con la peregrinación. Y a propósito…

Bajó la voz para que no la oyese Raimunda, que estaba a su lado, y dijo con una sonrisa:

—Dime, ¿y ese bebé que no llega? ¿Se lo has pedido a la Santa Virgen?

La señora de Désagneaux, ruborizándose un poco, la hizo callar, diciéndole al oído:

—Ya lo creo, hace ya dos años, y estoy un poco fastidiada de no verlo venir. Pero ahora creo que va en serio, que viene. ¡No te rías! Esta mañana, cuando rezaba en la gruta, he sentido positivamente algo.

Pero se contagió de la risa de las demás, y todas lanzaban exclamaciones y se divertían como locas. Inmediatamente se puso a sus órdenes para guiarlas, prometiéndoles que les haría ver todo en menos de dos horas.

—Venga con nosotras, Raimunda. Su madre no se inquietará por ello.

Cambiaron saludos con Pedro y el señor de Guersaint. También Gerardo se despidió, estrechando cariñosamente la mano de la joven, con los ojos clavados en los de ella, como para comprometerse de una manera definitiva. Enseguida las señoras se alejaron en dirección a la gruta, felices de vivir y ostentando el delicioso encanto de la juventud.

Luego que Gerardo se alejó a su vez para volver a su trabajo, el señor de Guersaint dijo a Pedro:

—¿Y nuestro peluquero de la plaza de Marcadal? Es indispensable que vaya a verle. ¿No tiene usted inconveniente en seguir acompañándome?

—Ninguno. Le acompañaré a donde usted quiera. Ya que María no nos necesita, iremos juntos.

Llegaron al puente nuevo por las avenidas de amplios prados que se extienden delante del Rosario. También allí volvieron a tener otro encuentro, porque tropezaron con el abate Des Hermoises, que servía de cicerone a dos mujeres jóvenes que habían llegado aquella mañana de Tarbes. Paseaba entre las dos, con su apostura galante de sacerdote mundano, y les enseñaba y les explicaba todo lo que había en Lourdes, evitando tocar los aspectos desagradables: los pobres, los enfermos, todo el olor de baja miseria humana, que había casi desaparecido en aquel hermoso día de sol.

A la primera palabra del señor de Guersaint, que le habló de alquilar un carruaje para hacer la excursión al Gavarnie, se sobresaltó por miedo de perder la compañía de aquellas encantadoras paseantes.

—Como usted quiera, querido señor; encárguese usted de esas cosas. Tiene usted razón: hay que regatear el precio, porque me acompañarán dos sacerdotes que no son ricos. Seremos, pues, cuatro. No se olvide de darme aviso esta tarde sobre la hora de la partida.

Volvió a reunirse con las dos señoras, y las condujo hacia la gruta por la frondosa avenida que sigue la orilla del Gave, avenida fresca y discreta, como hecha de encargo para enamorados.

Pedro se había apartado a un lado, apoyándose, algo cansado, en el pretil del puente nuevo. Por primera vez se sorprendió de aquel extraordinario pulular de sacerdotes entre la muchedumbre. Vio que pasaban en sucesión interminable por el puente. Todas las variedades desfilaban ante él: sacerdotes correctamente vestidos que habían venido con la peregrinación, y que se distinguían por su desenvoltura y sus sotanas limpias; curas de aldea, tímidos, mal vestidos, que habían hecho un verdadero sacrificio para realizar el viaje y que caminaban azorados por las calles; y finalmente, el enjambre de eclesiásticos libres, que habían caído en Lourdes sin saber de dónde venían y que se movían con libertad absoluta, sin que se pudiese saber siquiera si decían misa todas las mañanas. Aquella libertad de que gozaban debía serles particularmente grata, y con seguridad que la mayor parte se encontraba allí de vacaciones, como el abate Des Hermoises, exentos de toda obligación, felices de poder hacer la misma vida que los demás mortales, gracias al entrevero de aquella muchedumbre entre la que pasaban inadvertidos. En resumen, allí estaba representada la especie entera; desde el vicario joven y bien arreglado y perfumado, hasta los viejos curas de sotana sucia que arrastraban toscas sandalias; los había rollizos, gruesos, enjutos, grandes, pequeños; los que venían impulsados por la fe, ardiendo de fervor, y los que cumplían simplemente con una obligación de su oficio, como personas honradas que eran, y también los intrigantes, que no acudían allí sino por cálculo político.

Pedro no acababa de volver de su asombro al ver aquella procesión interminable de sacerdotes que desfilaba ante él, movido cada cual por una pasión especial, corriendo todos a la gruta como quien va a realizar un acto de fe o a hacer un favor. Sobre todo le llamó la atención uno, pequeñito, delgado y renegrido, de fuerte acento italiano, que parecía estar levantado el plano de Lourdes con sus ojos escrutadores, como esos espías que recorren el terreno antes de la conquista; vio otro de enorme corpulencia, de expresión paternal, que resollaba de hartazgo, y que se detuvo junto a una anciana enferma, acabando por deslizarle en la mano una moneda de cinco francos.

El señor de Guersaint lo alcanzó.

—No tenemos sino que seguir por el bulevar y tomar por la calle Baja —le dijo.

Pedro le siguió sin decir nada. Estaba en aquel momento dominado por la sensación de la sotana, que también él llevaba encima, y sentía que nunca le había pesado menos que en medio de aquel tumulto de peregrinos. Vivía en una especie de aturdimiento y de inconsciencia, esperando siempre el rayo de la fe, a pesar del sordo malestar que aumentaba en él el espectáculo de todas aquellas cosas que veía. Ya no le molestaba la ola creciente de sacerdotes, y sentía cierta fraternidad hacia ellos. ¡Cuántos como él cumplirían honestamente su misión de guías y consoladores a pesar de haber perdido la fe!

El señor de Guersaint levantó la voz:

—¿Sabía usted que este bulevar es nuevo? ¡Las casas que se han construido en estos últimos veinte años! Son incontables. Ha brotado aquí verdaderamente una ciudad nueva.

El Lapaca corría a la derecha, detrás de las casas. Por curiosidad echaron a andar por una callejuela y dieron con unas viejas y raras construcciones que bordeaban el pequeño arroyo. Varios molinos antiguos alineaban sus ruedas. Les mostraron el que monseñor Laurence había regalado a los padres de Bernadette después de las apariciones. También les hicieron visitar una casucha que pretendían era la casa a que había ido a vivir la familia Soubirous al dejar la calle de Petits Fossés, aunque raras veces debió de dormir en ella la joven Bernadette, porque estaba ya de pensionista en el convento de las hermanas de Nevers. Por fin, avanzando por la calle Baja, llegaron a la plaza de Marcadal.

Era una ancha plaza triangular, la más animada y lujosa de la antigua ciudad, donde se hallaban los cafés, las farmacias y las mejores tiendas. Una había que brillaba entre todas, pintada de verde claro, guarnecida de altos cristales y coronada por un gran letrero en que se leían en caracteres dorados estas palabras: «Cazabán, peluquero».

El señor de Guersaint y Pedro entraron en el establecimiento. Pero como no había nadie en el salón, tuvieron que esperar. De la habitación contigua salía un terrible ruido de cubiertos: era la pieza que hacía ordinariamente de comedor, y en ella almorzaban una decena de personas, aunque eran ya las dos. La tarde avanzaba y todavía se comía de un extremo a otro de Lourdes. Cazabán, lo mismo que todos los demás propietarios de la ciudad, cualesquiera que fuesen sus opiniones religiosas, alquilaba sus propias habitaciones durante las peregrinaciones, refugiándose en el sótano, agujero sin aire, de tres metros de lado, donde comía, dormía y se acomodaba como podía con su familia.

La gente no sabía qué hacer para ganar dinero; la población desaparecía como la de una ciudad conquistada, entregando a los peregrinos hasta las camas de sus mujeres y de sus niños, sentándolos a sus mesas y haciéndoles comer en sus platos.

—¿No hay nadie aquí? —gritó el señor de Guersaint.

Por fin apareció un hombre pequeño, el tipo de habitante de los Pirineos, vivaracho y anguloso, de cara alargada, pómulos salientes y tez curtida con salpicaduras rojas. Sus ojazos brillantes no estaban nunca quietos, y toda su enjuta persona vibraba, estremecida por la inagotable exuberancia de sus gestos y palabras.

—¿Va a servirse el señor, verdad? ¿La barba, no? Perdone, señor; el ayudante mío ha salido, y yo estaba ahí dentro con mis huéspedes. Tenga la bondad de sentarse, y lo despacharé enseguida.

Cazabán se puso a batir el jabón y a asentar la navaja. Miraba con ojos inquietos la sotana de Pedro, quien sin decir palabra había tomado asiento y abierto un diario en cuya lectura parecía absorto.

Reinaba el silencio, pero Cazabán, no pudiendo aguantarlo y mientras enjabonaba las mejillas de su cliente, rompió a decir:

—Imagínese usted, señor, que mis huéspedes han tardado tanto en regresar de la gruta que apenas si ahora comienzan a almorzar. ¿No los oye usted? Les hacía compañía por cortesía. Pero yo me debo también a mis clientes, ¿no le parece a usted? Hay que contentar a todo el mundo.

El señor de Guersaint, a quien también le gustaba charlar, le preguntó:

—¿Da usted pensión a peregrinos?

—Sí, señor; aquí todos damos hospedaje —contestó con franqueza el peluquero—. Es la costumbre del país.

—¿Y también les acompaña usted a la gruta?

Cazabán detúvose súbitamente y permaneció con la navaja en alto, en actitud digna.

—¡Nunca, señor, nunca! Hace ya cinco años que no voy a esa ciudad nueva que están construyendo.

Se dominaba todavía, mirando la sotana de Pedro, que ocultaba el rostro detrás del periódico. También la cruz roja prendida en la americana del señor de Guersaint le hacía ser prudente. Pero, al fin, se dejó llevar por la lengua.

—Escuche usted, señor. Todas las opiniones son libres. Yo respeto la suya, pero no me dejo llevar por esas fantasmagorías. Y no lo he ocultado. Bajo el Imperio, era republicano y librepensador. En aquella época no éramos nosotros ni siquiera cuatro en esta ciudad. Sí, señor, y me enorgullezco de ello.

Y se puso a rasurar la mejilla izquierda con aire de triunfador. Desde aquel instante brotó de su boca un diluvio inacabable de palabras. Empezó por hacerse eco de las acusaciones de Majestad contra los padres de la gruta: el tráfico de objetos religiosos, la competencia desleal que hacían a los comerciantes, a los hoteleros y a los dueños de casas de pensión. También él estaba indignado contra las hermanas de la Inmaculada Concepción, porque le habían quitado dos huéspedes, dos señoras ancianas que pasaban en Lourdes quince días todos los años. Pero se adivinaba en él, sobre todo, el rencor lentamente acumulado, y que ahora se desbordaba, de la ciudad vieja a la ciudad nueva, contra aquella ciudad que había brotado de la noche a la mañana al otro lado del castillo; contra la ciudad rica, de casas que parecían palacios, adonde afluía toda la vida, todo el lujo, todo el dinero, con lo que se agrandaba y se enriquecía sin cesar, mientras que la hermana mayor, la ciudad vieja y pobre de la montaña, iba agonizando con sus callejuelas desiertas en las que crecían los yerbajos. A pesar de todo, la lucha proseguía; la vieja ciudad no se resignaba a morir, y procuraba por todos los medios obligar a su ingrata hermana menor a compartir con ella la riqueza, alojando peregrinos y abriendo tiendas ella también; pero los negocios no atraían clientela sino a condición de estar cerca de la gruta, así como también sólo los peregrinos pobres se resignaban a hospedarse lejos; y aquella desigualdad en la lucha agravaba la ruptura, haciendo que la ciudad alta y la ciudad baja fuesen enemigas irreconciliables que se devoraban sordamente, en continuas intrigas.

—¡No es ciertamente a mí a quien tendrán el gusto de verme por la gruta! —siguió diciendo Cazabán con tono irritado—. ¡No hay salsa de la cocina de esa gente en que no aparezca la dichosa gruta! ¡Parece mentira que en pleno siglo diecinueve exista un caso de idolatría y de superstición tan grosera como ése! Habría que preguntarles si en veinte años se ha curado un solo enfermo de esta ciudad. Y no es que no tengamos habitantes inválidos en nuestras calles. Al principio fueron los de aquí los que se beneficiaron con los primeros milagros. Parece, sin embargo, que el agua milagrosa ha perdido sus virtudes para nosotros hace ya bastante tiempo: estamos demasiado cerca; para que eso produzca efecto es necesario venir de lejos. ¿Se da cuenta usted? ¡Esto es demasiado estúpido, y le aseguro a usted que yo no bajaría allá abajo aunque me dieran cien francos!

La inmovilidad de Pedro debía irritarlo. Acababa de pasar la navaja por la mejilla derecha y despotricaba furiosamente contra los padres de la Inmaculada Concepción, de cuya codicia nacían todos los desacuerdos. Esos padres, que estaban en su propia casa porque habían comprado al municipio los terrenos donde proyectaban edificar, no respetaban el contrato celebrado con la ciudad, porque se habían comprometido en él de una manera solemne a no ejercer comercio de ninguna clase, ni dedicarse a la venta de agua y artículos religiosos. Había bastante motivo para entablar pleito contra ellos en cualquier momento. Pero les tenía sin cuidado, sintiéndose tan fuertes que no dejaban que fuese a parar a la parroquia ningún donativo; todo el dinero recolectado iba a desembocar como un río en las arcas insaciables de la gruta y de la basílica.

Cazabán lanzó una exclamación ingenua:

—¡Si al menos se mostrasen razonables y consintiesen en repartir!

Y luego, cuando el señor de Guersaint, después de lavarse, volvió a sentarse, continuó:

—¡Si yo le contara, señor, lo que ha cambiado nuestra pobre ciudad por culpa de esa gente! Hace cuarenta años las chicas de aquí eran todas muy honradas, créamelo. Recuerdo que, en mi juventud, cuando un mozo quería divertirse, no podía contar aquí más que con tres o cuatro desvergonzadas, a punto de que en días de feria he visto yo a los hombres haciendo cola a su puerta, ¡palabra de honor! Pero ¡cómo han cambiado los tiempos! Hoy las costumbres son muy distintas. Ahora casi todas las muchachas de la región se dedican a la venta de cirios y de ramos de flores; ya las habrán visto ustedes acosando a los transeúntes y poniéndoles a la fuerza la mercancía en la mano. ¡Se avergüenza uno de verlas tan descocadas! Ganan mucho, viven la gran vida, no trabajan, y durante el invierno se limitan a esperar la llegada de las grandes peregrinaciones. Le aseguro a usted que los jóvenes mujeriegos tienen de sobra a quien dirigirse… Añada a eso la población flotante y equívoca que nos invade en cuanto llega el buen tiempo: cocheros, vendedores ambulantes, cantineros, toda una plebe nómada que destila grosería y vicio. ¡Esa es la honesta ciudad nueva que nos han regalado, con las muchedumbres que vienen a su gruta y a su basílica!

Pedro, muy impresionado por todo aquello, había dejado caer el periódico. Le había estado escuchando, y por primera vez tuvo la intuición de aquellas dos Lourdes: la Lourdes antigua, tan honrada y piadosa en su tranquila soledad, y la Lourdes moderna, minada y desmoralizada por los millones que atraía, por tantas riquezas provocadas y acrecentadas, por la creciente oleada de forasteros que atravesaban la ciudad al galope, por la podre fatal de la aglomeración y el contagio de los malos ejemplos. ¡Pasmoso resultado, si se pensaba en la cándida Bernadette arrodillada delante de la gruta agreste y primitiva, y en la fe ingenua y en toda la pureza ferviente de los primeros artífices de aquella obra! ¿Era posible que ellos quisiesen el envenenamiento del país por el afán de lucro y por la podredumbre humana? Bastaba con que las gentes acudiesen para que se declarase la peste.

Cazabán, observando que Pedro le escuchaba, hizo un último ademán de amenaza, como para barrer toda aquella superstición corruptora. Luego se calló, mientras alisaba el cabello al señor de Guersaint.

—¡Servido, señor!

Sólo entonces habló el arquitecto de la cuestión del carruaje. El peluquero se excusó al principio, alegando que había que dirigirse a su hermano. Pero finalmente consintió en aceptar el encargo. Un landó de dos caballos para ir hasta Gavarnie costaba cincuenta francos. Pero, halagado por la conversación que había tenido con él, así como por el trato de hombre honrado que le había dado, acabó por dejarlo en cuarenta. Los excursionistas eran cuatro, de modo que correspondía a diez francos por persona. Quedó acordado que saldrían de noche, a eso de las tres de la madrugada, a fin de poder estar de regreso el lunes por la tarde, a buena hora.

—A la hora indicada estará el carruaje delante del hotel de las Apariciones —repitió Cazabán con expresión enfática—. Cuente conmigo, señor.

Se puso a escuchar. En el fondo de la pieza contigua no cesaban los ruidos de vajilla sacudida. Seguían comiendo, en aquel exceso de voracidad que se extendía de un extremo a otro de la ciudad. Se oyó una voz que pedía más pan.

—¡Perdón! —exclamó vivamente Cazabán—. Mis huéspedes reclaman mi presencia.

Y corrió al cuarto, con las manos grasientas todavía de haber manejado el peine. La puerta quedó entreabierta un momento, y Pedro pudo distinguir con sorpresa, en el comedor, algunas imágenes piadosas, un cuadro de la gruta sobre todo. Sin duda, el peluquero las colocaba allí durante las peregrinaciones para agradar a sus huéspedes.

Eran cerca de las tres. Apenas salieron a la calle, Pedro y el señor de Guersaint quedaron asombrados por el gran estrépito de campanas que vibraban en la atmósfera. Al primer toque de vísperas, dado en la basílica, acababa de responder la parroquia; y después, uno tras otro, unieron todos los conventos el tintineo de sus campanas en un repiqueteo cada vez más fuerte. Los sones cristalinos que bajaban del convento de las carmelitas se mezclaban con los graves sones de la Inmaculada Concepción, y las alegres campanas de las hermanas de Nevers y de las dominicas tocaban a vuelo al mismo tiempo.

En los hermosos días de fiesta, el vuelo de las campanas solía pasar así, desde la mañana hasta la noche, con las alas desplegadas sobre los tejados de Lourdes. No había nada más alegre que aquella canción sonora bajo el puro cielo azul, por encima de aquella ciudad glotona, que acababa por fin de almorzar, y que paseaba su plácida digestión a la luz del sol.