IV
Pedro arrastró el carrito de María hasta llegar delante de la gruta y lo instaló lo más cerca posible de la verja. Era más de medianoche; había todavía allí unas cien personas, algunas sentadas en los bancos y la mayoría de rodillas, como abismadas en la oración. Desde afuera resplandecía la gruta, llameante de cirios; era como una capilla ardiente en que no se podía distinguir otra cosa que aquel polvillo de oro de estrellas, del que emergía, en su nicho, la estatua de la Virgen, de una blancura de ensueño. Las plantas colgantes tenían un brillo de esmeralda, y el millar de muletas de que estaba tapizada la bóveda parecía una inextricable red de madera muerta, próxima a retoñar otra vez.
Aquel resplandor vivísimo hacía más negra la oscuridad de la noche; las proximidades estaban sumergidas en una negrura espesa, en la que todo se borraba: las paredes y los árboles, y sólo se oía, bajo aquel cielo entenebrecido, recargado con una pesadez de tormenta, el continuo estruendo del Gave.
—¿Se encuentra usted bien, María? —preguntó Pedro amablemente—. ¿No tiene frío?
La había visto estremecerse. Pero no era sino el airecillo del más allá, que le parecía que soplaba de la gruta.
—¡No, no; estoy muy bien! Pero póngame el chal sobre las rodillas. Muchas gracias, Pedro; y no se preocupe por mí; no necesito ya de nadie, puesto que estoy con Ella.
Su voz desfallecía; caía ya en éxtasis, con las manos juntas, los ojos elevados hacia la estatua blanca, en una transfiguración beatífica de todo su pobre rostro demudado.
Sin embargo, Pedro se quedó todavía algún rato junto a ella. Hubiera querido envolverla en el chal, porque veía temblar sus manos enflaquecidas, pero temió contrariarla y se limitó a arrimarle las ropas al cuerpo, como a una niña. Ella no le veía ya, apoyada con los codos en los bordes de su carretón.
Había allí cerca un banco, y acababa Pedro de sentarse en él cuando sus ojos se posaron en una mujer que estaba arrodillada en la penumbra. Vestía de negro, y aparentaba tanta discreción, tanta humildad, que no la reconoció en el primer momento, de tal manera se confundía con las tinieblas. Pero enseguida adivinó que era la señora de Maze. Recordó la carta que había recibido aquel mismo día, y la compadeció; comprendió el abandono de aquella mujer solitaria, que no tenía que curar ninguna llaga física, y que había ido allí únicamente para pedir a la Virgen que aliviase las penas de su corazón, convirtiendo a su infiel marido. La carta debía contener alguna respuesta dura, porque la pobre mujer parecía completamente anonadada; tenía la cabeza inclinada hacia el suelo con humildad de pobre animal azotado. Sólo se olvidaba de sí misma allí, durante la noche, feliz de desaparecer y poder llorar a solas durante horas enteras, sufriendo su martirio, implorando el retorno de las caricias perdidas, sin que nadie sospechase cuál era su doloroso secreto. Ni siquiera movía los labios: era su corazón desgarrado el que rezaba, el que reclamaba desesperadamente su parte de amor y de felicidad.
También Pedro sentía que le secaba la garganta aquella sed inextinguible de felicidad que los llevaba allí a todos, a los enfermos del cuerpo y del alma, a los que sentían el ardiente anhelo de gozar de la vida. Hubiera querido caer de rodillas, pedir la ayuda divina, con la misma humilde fe que aquella mujer. Pero sentía que sus miembros estaban como trabados y que le resultaba difícil dar con las palabras necesarias. Fue para él un verdadero alivio sentir que una mano le tocaba suavemente en el hombro.
—Señor abate, venga usted conmigo, si no conoce la gruta. Le situaré a usted dentro de ella; se está muy bien allí a esta hora.
Pedro levantó la cabeza y reconoció al barón de Suire, director de la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud. Evidentemente, aquel hombre bondadoso y llano le había tomado afecto. Aceptó y le siguió a la gruta, en la que no había nadie. El barón, una vez dentro, volvió a cerrar la verja, cuya llave tenía.
—Como le dije, señor abate, ésta es la hora en que se encuentra uno bien aquí. Yo, cuando vengo a pasar en Lourdes unos días, es raro que me acueste antes del amanecer, porque tengo la costumbre de acabar aquí la noche. No hay nadie, está uno completamente solo y a gusto, como en la casa misma de la Santa Virgen.
Sonreía bonachonamente, y hacía los honores de la gruta como visitante habitual, como hombre un poco debilitado por la edad y que siente una verdadera afición por aquel rincón encantador. Por lo demás, a pesar de su intensa devoción, no se sentía allí cohibido, sino que hablaba y daba toda clase de explicaciones con la familiaridad de un hombre que está seguro de su amistad con el cielo.
—Observe usted estos cirios. Hay cerca de doscientos ardiendo a un tiempo, noche y día, y eso acaba por entibiar el aire aquí dentro. En invierno se está calentito.
Pedro, en efecto, se ahogaba un poco, con aquel tibio olor de cera. Deslumbrado por la viva claridad en que penetraba, miraba el gran candelabro central, en forma de pirámide, erizado de diminutos candeleros, semejante a un árbol refulgente, constelado de estrellas. Al fondo, a ras del suelo, había un candelabro horizontal en que ardían los cirios gruesos en línea; parecían los tubos de un órgano, de altura desigual, y algunos tenían el grosor de un muslo. Había otros gruesos candelabros colocados en los salientes de la roca. La bóveda de la gruta era más baja hacia el lado izquierdo, y la piedra estaba allí como recocida y tiznada por aquellas eternas llamas que la caldeaban desde hacía años y años. La cera caía continuamente como imperceptible nevada y chorreaba de las arandelas de los candelabros, como capa de polvo que se hacía cada vez más espesa; toda la roca estaba untada de cera y grasienta al tacto, y, sobre todo, el piso estaba tan encerado que ya se habían producido accidentes, por lo que hubo necesidad de cubrirlo con esteras para evitar los resbalones.
—Fíjese en esos cirios tan gruesos —continuó explicando con su amabilidad característica el barón Suire—; son los más caros: cuestan sesenta francos y tardan un mes en consumirse. Los más pequeños, que cuestan veinticinco céntimos, duran sólo tres horas. Puede usted creerme que no los economizamos y que nunca se agotan las existencias. Vea usted aquí mismo dos canastas llenas que no ha habido tiempo de llevar al depósito.
Enseguida se puso a detallar el mobiliario: un armonio, cubierto con una funda; una cómoda, de grandes cajones, en la que se guardaban las vestiduras litúrgicas; bancos y sillas reservados para el público privilegiado, al que se permitía permanecer allí durante las ceremonias religiosas, y finalmente, un bellísimo altar portátil, revestido de plata dorada, ofrenda de una gran señora, altar utilizado solamente en las peregrinaciones muy solemnes, por temor de que lo estropease la humedad.
Pedro se sentía molesto por aquella charla. Su emoción religiosa perdía con aquello su encanto. A pesar de su falta de fe, al entrar en la cripta había experimentado cierta turbación, una especie de vacilación, como si estuviese a punto de serle revelado el misterio. Era un estado espiritual de tensión ansiosa y de emoción placentera a la vez. Veía cosas que le emocionaban infinitamente: montones de ramos de flores depositados al pie de la Virgen, exvotos infantiles, zapatitos usados, un coselete de hierro, una muleta de muñeca, que parecía un juguete. Al pie de la ojiva natural en que se produjo la aparición, en el sitio en que los peregrinos frotaban los rosarios y las medallas que querían conservar, la roca estaba roída y pulimentada. Millones de bocas ardorosas se habían posado allí, con tal vehemencia amorosa que habían llegado a calcinar la piedra, veteada de negro y brillante como un mármol.
Pedro se paró al llegar al fondo, delante de un hueco en que había un montón considerable de cartas y papeles de toda clase.
—¡Me olvidaba! —exclamó el barón Suiree dando una viva entonación a su voz—. He aquí lo más interesante de todo. Son cartas que los fieles echan diariamente en la gruta, a través de la verja. Las recogemos y las colocamos ahí; yo mismo me entretengo durante el invierno en revisarlas. Comprenderá usted que no es posible quemarlas sin abrirlas antes, porque frecuentemente contienen dinero, monedas de medio franco, un franco y, sobre todo, estampillas postales.
Mientras decía esto, revolvía las cartas, tomaba algunas al azar, mostraba el sobre y las abría para leerlas. Casi todas eran cartas de pobres gentes ignorantes, con la dirección: «A Nuestra Señora de Lourdes», escrita en letras gordas e irregulares. Muchas contenían peticiones o agradecimientos, expresados en frases incorrectas, de una ortografía horrible; y nada más conmovedor que el tono de aquellos ruegos: la salvación de un hermano enfermo, el fallo favorable de un pleito, la fidelidad de un amante, la realización de un compromiso matrimonial. Otras cartas eran de resentimiento y se formulaban en ellas quejas a la Santa Virgen por no haberse dignado siquiera contestar a la primera carta, colmando los deseos del firmante. Había otras de escritura más fina, de fraseología cuidada, que contenían confesiones, plegarias fervientes, almas de mujer que escribían a la Reina de los Cielos lo que no se atrevían a decir al sacerdote en la penumbra del confesonario.
El último sobre que abrieron traía simplemente una fotografía: una muchachita enviaba a Nuestra Señora de Lourdes su retrato con esta dedicatoria: «A mi bondadosa Madre». Era, en suma, la correspondencia de una poderosísima reina, que llegaba todos los días, trayéndole súplicas y confidencias, a las que ella debía contestar con gracias y beneficios de toda especie. Las monedas de medio franco y de un franco eran simplemente una ingenua prueba de amor, para hacerla más propicia; en cuanto a los sellos postales, era seguramente la manera más cómoda de enviar el dinero, aunque también podían ser manifestaciones de pura inocencia, como en la carta de una campesina, que decía en la posdata que incluía el sello para la contestación.
—Le aseguro a usted —terminó diciendo el barón— que hay cartas verdaderamente encantadoras, mucho menos triviales de lo que pudiera creerse. Durante tres años me he encontrado yo con la interesantísima correspondencia de una señora que le contaba a la Virgen todo cuanto ella hacía. Era una señora casada, que sentía una peligrosa pasión por un amigo de su marido. Pues bien, señor abate, ella consiguió triunfar mediante la ayuda de la Santa Virgen, que le envió el cinturón de castidad, la fuerza sobrenatural para resistir a su corazón.
Cambió bruscamente de conversación para decir:
—¡Pero venga usted a sentarse, señor abate! ¡Ya verá qué bien se está aquí!
Pedro fue a sentarse al lado del barón, en el banco de la izquierda, en el sitio en que la roca era más baja. Era aquél, en efecto, un rincón de paz delicioso. Ya no habló ninguno de los dos; reinaba un profundo silencio. De pronto, Pedro oyó a sus espaldas un murmullo confuso, una débil voz cristalina que parecía venir de lo invisible. Hizo un movimiento, que el barón Suire comprendió al punto.
—Lo que usted oye es el manantial. Brota ahí, detrás de este enrejado. ¿Quiere usted verlo?
Y sin esperar siquiera a que Pedro dijese que sí, se inclinó para abrir una de las escotillas que lo protegían, haciéndole observar que se tomaba la precaución de cerrarla de aquella manera por temor a que los incrédulos arrojasen allí algún veneno.
Esta fantástica suposición dejó un instante estupefacto al sacerdote; pero acabó atribuyéndola al barón, quien en verdad tenía mucho de niño.
Mientras tanto el barón se esforzaba por abrir el candado, sin lograrlo.
—¡Qué cosa más extraña! —murmuraba—. La palabra es Roma, y tengo la seguridad de que nadie la ha cambiado. La humedad acaba por pudrirlo todo. Cada dos años nos vemos obligados a cambiar las muletas que usted ve allá arriba, y que se caen hechas polvo. Haga el favor de alumbrarme con un cirio.
Pedro le alumbró con un cirio que había sacado de uno de los candelabros, y el barón consiguió al fin abrir el candado de cobre, corroído por el cardenillo. El cuarterón enrejado giró, quedando a la vista el manantial. Era un chorro de agua límpida, sin efervescencia, que brotaba lentamente de una piedra cubierta de barro; parecía surgir de una superficie bastante extensa. El barón le explicó que habían tenido que canalizarla para llevar el agua hasta las fuentes por una tubería revestida de cemento. Confesó también que no había habido más remedio que excavar un poco detrás de las piscinas para recoger en él el agua durante la noche, porque el escaso caudal del manantial no hubiera bastado para las necesidades diarias.
—¿Quiere usted probarla? —preguntó bruscamente—. Aquí, al brotar de la tierra, es aún mejor.
Pedro no contestó y se quedó contemplando aquella agua tranquila, inocua, que tomaba reflejos de oro bajo la luz vacilante del cirio. Cayeron en ella algunas gotas de cera, que hicieron vibrar levemente su superficie. Y pensó en todo el misterio que arrastraba desde las vertientes lejanas de las montañas.
—¡Beba usted un vaso!
El barón llenó, sumergiéndolo en el agua, un vaso que había siempre allí, y el sacerdote no tuvo más remedio que bebérselo. Era una excelente agua pura, el agua transparente y fresca que corre de todas las altas mesetas de los Pirineos.
Volvió a cerrar el candado y tomaron de nuevo asiento en el banco de roble. Pedro continuaba oyendo a sus espaldas, de cuando en cuando, el manantial, con su tenue susurro de pájaro oculto. Luego el barón se puso a hablarle acerca de la gruta, en las diversas estaciones del año, al través de las variaciones de la temperatura, con una locuacidad enternecida, llena de detalles pueriles.
El verano era la estación brutal, la de las multitudes forasteras de las grandes peregrinaciones y del fervor bullicioso de los miles de peregrinos que acudían para rezar y chillar a un mismo tiempo. Pero con el otoño llegaban las lluvias, unas lluvias torrenciales que azotaban la entrada de la gruta durante días y días; llegaban entonces las peregrinaciones de tierras lejanas: los indios, los malayos y hasta los chinos, en grupos poco numerosos, silenciosos y extáticos, que se arrodillaban en el barro, a una señal de los misioneros.
De todas las antiguas provincias de Francia, la de Bretaña era la que enviaba las peregrinaciones más devotas: parroquias enteras llegaban, en las que abundabas los hombres tanto como las mujeres, y cuya compostura piadosa, hecha de fe sencilla y respetuosa, servía para edificación de las gentes. Luego llegaba el invierno, en el mes de diciembre, con sus fríos terribles y sus copiosas nevadas, que cegaban el camino de las montañas. Algunas familias se recluían entonces en el interior de los hoteles desiertos, pero no faltaban fieles que acudían todas las mañanas a la gruta; eran los amantes del silencio, que deseaban hablar a la Virgen en la tierna intimidad de la soledad. Había algunos entre ellos a quienes nadie conocía, que aparecían así que estaban seguros de que no había nadie más que ellos para prosternarse y para amar, como amantes celosos, y que se alejaban luego de allí, amedrentados, a la primera amenaza de la multitud. ¡Y qué agradable era estar allí durante el mal tiempo invernal! Lloviera, hiciera viento o nevara, la gruta llameaba siempre. Hasta en las noches de tormenta furiosa, cuando no quedaba ni un alma, la gruta iluminaba las tinieblas, ardiendo como brasero de amor que nada era capaz de extinguir.
Contaba el barón que él había pasado, en la época de las grandes nevadas del último invierno, tardes enteras en aquel lugar, en el mismo banco donde ahora estaban sentados. Reinaba allí una suave temperatura, a pesar de que la gruta miraba al norte y el sol jamás penetraba en ella. Aquella tibia temperatura se explicaba, sin duda, por el continuo arder de los cirios, pero esta explicación no excluía la creencia en la providencia bienhechora de la Santa Virgen, que hacía reinar allí una eterna primavera. Los pajarillos no se engañaban, y cuando sentían sus patitas heladas por la nieve, se refugiaban en la gruta, revoloteando entre las hiedras, alrededor de la estatua santa.
Y llegaba finalmente el despertar de la primavera; el Gave arrastraba con fragor de trueno las nieves derretidas, los árboles reverdecían al impulso de la savia, y volvían las muchedumbres a invadir ruidosamente el santuario centelleante, ahuyentando a las avecillas del cielo.
—Créame —repetía el barón Suire—, créame que he pasado aquí, a solas, días de invierno magníficos. No he visto más que una mujer, que se arrodillaba allí, arrimada a la verja, para no poner sus rodillas en la nieve. Era muy joven, apenas si tendría veinticinco años, y era, además, hermosísima: una morena de magníficos ojos azules. No decía nada, ni siquiera parecía que rezaba, y así se estaba horas enteras, con expresión de infinita tristeza. Nunca supe quién era, ni tampoco he vuelto a verla.
Dejó de hablar, y dos minutos después Pedro, sorprendido por su silencio, se volvió para mirarlo: estaba dormido. Dormía con las manos juntas sobre el vientre, la barba apoyada en el pecho, con una vaga sonrisa, con un sueño tranquilo de niño. Cuando afirmaba que pasaba allí las noches, quería decir, sin duda alguna, que iba a echar su primer sueño de anciano feliz que se cree visitado por los ángeles.
Pedro saboreó entonces el encanto de la soledad. En verdad, la dulzura impregnaba el alma en aquel rincón de la roca. Una dulzura que resultaba del aroma un poco fuerte de la cera y del deslumbramiento extático en que se caía en medio de aquella alucinación de los cirios encendidos. Distinguía ya muy confusamente las muletas de la bóveda, los exvotos colgados de las paredes, el altar de plata cincelada y el armonio cubierto con su funda. Invadíale una lenta embriaguez, un gradual anonadamiento de todo su ser. Experimentaba, sobre todo, la divina sensación de estar lejos del mundo viviente, en el fondo de lo increíble y de lo sobrehumano, como si aquella verja de hierro se hubiera trocado en barrera donde empezaba el infinito.
Un ruido que venía de su izquierda le alarmó. Era que el manantial seguía borboteando, borboteando siempre, con un parloteo de pajarillo. ¡Cómo hubiera querido caer de hinojos, creer en el milagro, adquirir la certidumbre obstinada de que aquella agua divina había brotado de la roca únicamente para curar a la humanidad doliente! ¿No había acudido allí para prosternarse e implorar a la Virgen que le devolviese la fe de los niños? ¿Por qué, pues, no le rezaba ahora; por qué no le suplicaba que le otorgase aquel don soberano de la gracia? Se ahogaba cada vez más; los cirios le deslumbraban hasta causarle vértigo. Y recordó entonces que se había olvidado de decir la misa desde hacía dos días, dejándose llevar por la gran libertad de que gozaban los sacerdotes en Lourdes. Se hallaba en pecado, y era tal vez este peso lo que le oprimía el corazón. Causole esto tal pesar que resolvió irse de allí. Para ello no hizo sino empujar suavemente la verja, dejando al barón Suire dormido en su banco.
María no se había movido siquiera en su carrito; seguía medio incorporada sobre los codos, con expresión de éxtasis en el rostro, dirigido hacia la Virgen.
—¿Está usted bien, María? ¿No siente frío?
La joven no contestó. Pedro le palpó las manos, que encontró tibias y suaves, aunque agitadas por un leve estremecimiento.
—No tiembla usted de frío, ¿verdad, María?
—¡No, no! ¡Déjeme! ¡Soy tan feliz! ¡Voy a verla, siento que voy a verla! ¡Ah, qué delicia!
Pedro, entonces, le subió un poco el chal y se alejó, hundiéndose en la noche, acometido por una turbación inexplicable. Saliendo de las vivas claridades de la gruta, reinaba una noche negra como tinta, un caos de tinieblas, por el que anduvo al azar. Sus ojos acabaron por habituarse en la oscuridad; se encontró cerca del Gave y siguió su orilla, a través de una avenida sombreada por árboles enormes, donde empezaba de nuevo la fresca oscuridad. Sentía alivio ahora en medio de aquellas sombras, bajo la acción de aquella frescura sedante. Y sólo le quedaba una sorpresa: la de no encontrarse arrodillado, la de no haber rezado, como María, con todas las fuerzas de su alma. ¿Qué obstáculo, pues, encontraba dentro de sí mismo? ¿De dónde procedía aquella irresistible rebeldía que le impedía volver a la fe, aun en aquellos instantes en que todo su ser, abatido, obsesionado, hubiera querido renunciar a sí mismo? Comprendía perfectamente que era su razón la que protestaba, y era tal su estado de ánimo en aquel trance, que hubiera deseado matarla, matar a aquella razón voraz que estaba devorando su vida, que no le dejaba ser feliz con la felicidad de los ignorantes y simples.
Si él presenciase un milagro, tal vez tendría la energía suficiente para creer. Por ejemplo: ¿no caería de rodillas, vencido al fin, si María se erguía de pronto ante sus ojos y se ponía a andar? Esa idea de ver a María salvada, curada, le emocionó de tal manera que se detuvo para elevar hacia el cielo, acribillado de estrellas, sus brazos temblorosos. ¡Dios de misericordia! ¡Qué magnífica noche, profunda y misteriosa, embalsamada y ligera, y qué bendición de gozo venía a ser aquella ilusión de recuperar la salud eterna, el amor eterno, siempre renaciente, como la primavera!
Continuo andando por la avenida hasta llegar a su término. Pero volvían a surgir sus dudas: el que para creer exige un milagro es incapaz de creer. No compete a Dios la prueba de su existencia. También se sentía invadido por el malestar cuando pensaba en que Dios no le escucharía mientras él no cumpliese con sus deberes de sacerdote, celebrando la misa. ¿Por qué no se dirigía inmediatamente a la iglesia del Rosario, cuyos altares estaban a la disposición de los sacerdotes de paso en Lourdes desde la medianoche hasta el mediodía? Volvió a bajar por otra avenida y se encontró de nuevo bajo los árboles, en aquel rincón lleno de vegetación desde donde él y María habían visto desfilar la procesión de las antorchas. Ninguna claridad quedaba ya de aquello; era un mar ilimitado de sombras.
Allí sintió Pedro un nuevo desfallecimiento; maquinalmente penetró en el refugio de los peregrinos, como si hubiese querido ganar tiempo. La puerta estaba abierta de par en par, aunque no por eso la ventilación era suficiente en aquella vasta sala, llena de gente. Desde que entró sintió en el rostro el pesado calor que se desprendía de los cuerpos amontonados, el olor espeso y rancio de los alimentos y de los sudores. Tan menguada luz daban aquellas linternas humeantes que tuvo que andar con cuidado para no poner el pie encima de aquellos cuerpos esparcidos; el amontonamiento era tan extraordinario que muchas personas que no habían conseguido sitio en los bancos se habían tendido en las losas húmedas, sucias de escupitajos y desperdicios desde por la mañana.
Reinaba allí una promiscuidad indescriptible: hombres, mujeres y curas se hallaban acostados en revuelta confusión, y rodaban al azar, vencidos por la fatiga que los tumbaba, con la boca abierta, aniquilados. Muchos estaban sentados, con la espalda apoyada en la pared, y lanzaban ronquidos, con la cabeza caída sobre el pecho. Otros se habían ido deslizando hasta el suelo; sus piernas se entremezclaban; una joven yacía atravesada encima de un cura de aldea que dormía con el sueño tranquilo de un niño que sonríe a los ángeles. Aquello era un establo, en el que se cobijaban, felices, los pobres vagabundos, todos los que no tenían casa propia donde guarecerse durante aquella hermosa noche de fiesta; habían ido a parar allí, y dormían fraternalmente unos en brazos de otros.
Había algunos, sin embargo, que no hallaban descanso, debido a lo intenso de su febril excitación, y se revolvían o se levantaban para acabar con las provisiones que traían en su cesta. Veíase a otros inmóviles, con los ojos desmesuradamente abiertos, clavados en las sombras. En medio de los ronquidos, estallaban gritos de pesadilla, lamentos de dolor. Y una inmensa piedad, una sorda compasión angustiosa producía todo aquel rebaño de miserables, caídos en montón, entre la hediondez de sus andrajos, mientras sus almas puras volaban, sin duda, muy lejos de allí, al país azul de sus místicos sueños.
Pedro se retiraba ya con el corazón acongojado; pero se detuvo al oír un gemido débil y continuo. Reconoció en el mismo sitio y en la misma postura a la señora de Vincent, que mecía a Rosita sobre sus rodillas.
—¡Ay, señor abate! —murmuró ella—. Ya la oye usted; se ha despertado hace una hora, y desde entonces no ha cesado de llorar. Le juro a usted, sin embargó, que yo no he movido ni siquiera un dedo, porque me complacía enormemente verla dormir.
El sacerdote se inclinó, examinando a la pequeña, que no tenía fuerzas ni para levantar los párpados. Los quejidos se escapaban de su boca a compás de su respiración; y Pedro la vio tan blanca, que se estremeció sintiendo llegar la muerte.
—¡Dios misericordioso! ¿Qué voy a hacer yo? —prosiguió diciendo aquella madre mártir, ya sin fuerzas para resistir. Esto no puede seguir así; yo no puedo oírla llorar así. Si usted supiera todo lo que le digo: «¡Bien mío, tesoro mío, ángel mío, no llores más, sé buenita, porque la Santa Virgen te va a curar!». Pero ella sigue gimiendo.
Sollozaba la madre, y sus gruesas lágrimas caían sobre el rostro de la niña, cuyo estertor no cesaba nunca.
—Si ya amaneciese, me habría marchado de esta casa, donde además molesto a todo el mundo. Hay aquí al lado una señora anciana que se ha incomodado. Pero temo que haga demasiado frío. ¿Y dónde voy a ir de noche? ¡Virgen Santa, Virgen Santa, ten piedad de nosotras!
Pedro, sintiendo que las lágrimas asomaban a sus ojos, depositó un beso en los cabellos rubios de Rosa y se alejó a toda prisa para no estallar en sollozos al lado de aquella madre dolorosa, dirigiéndose rectamente hacia el Rosario, como decidido a vencer a la muerte.
Ya había visto el Rosario en pleno día y le había disgustado aquella iglesia que el arquitecto, contrariado por la ubicación del sitio, metido entre las rocas, no tuvo más remedio que hacer redonda y achaparrada, con una gran cúpula sostenida por pilares cuadrados. Lo peor era que carecía de sentimientos religiosos, a pesar de su estilo bizantino arcaico. No se prestaba al misterio ni al recogimiento; parecía más bien un flamante mercado de cereales, al que la cúpula y las amplias puertas vidriadas iluminaban con luz cruda. No estaba, por lo demás, terminada: le faltaba ornamentación, los lienzos de la pared a los que estaban adosados los altares no tenían más decoración que algunas rosas de papel y unos pobres exvotos, lo cual acababa de darle aspecto de galería de pasaje, de piso enlosado, que en los días de lluvia se empapaba de humedad, como el de cualquier estación de ferrocarril. El altar mayor provisional era de madera pintada. Llenaban la rotonda central innumerables hileras de bancos; en ellos se refugiaba el público, porque podía tomar asiento allí a cualquier hora del día, pues el Rosario permanecía abierto día y noche a la muchedumbre de peregrinos. Igual que el refugio de peregrinos, aquella iglesia era el establo donde Dios acogía a sus podres.
Al entrar, Pedro volvió a sentir una sensación de pasaje cubierto atravesado por una calle. Pero a aquella hora no estaban inundadas de luz demasiado viva las paredes descoloridas; ardían en todos los altares los cirios, proyectando sombras vagas que se perdían en las bóvedas. A medianoche había habido una misa solemne con pompa desusada, entre el centelleo de luces, cánticos, ornamentos de oro y la humareda de los incensarios oscilantes; y todo lo que quedaba de aquel resplandecimiento glorioso eran los cirios reglamentarios para las misas rezadas que se celebraban en cada uno de los quince altares repartidos por toda la iglesia.
Daban comienzo las misas a medianoche y no terminaban hasta el mediodía. En esas doce horas se oficiaban en la iglesia del Rosario cerca de cuatrocientas misas. En todo Lourdes había unos cincuenta altares, y el número de misas ascendía a dos mil por día. Era tan grande la afluencia de sacerdotes, que a muchos se les hacía difícil el cumplimiento de aquel deber, viéndose obligados a hacer cola durante horas enteras antes de hallar un altar desocupado. Lo que más sorprendió aquella noche a Pedro fue el ver, entre claridades intermitentes, los altares sitiados por filas de sacerdotes que aguardaban pacientemente su turno al pie de las gradas, mientras el oficiante soltaba sus frases latinas haciendo grandes señales de la cruz. Rendidos por la fatiga, en su mayoría se habían sentado en el suelo o se dormían en las gradas, apiñados, como vencidos, esperando que el sacristán los despertase.
Pedro se paseó algún rato indeciso. ¿Esperaría como todos los demás? El espectáculo le atraía. Oleadas de peregrinos acudían presurosas a todos los altares para comulgar al galope, con una especie de fervor voraz. Los copones se llenaban y se vaciaban sin cesar, y las manos de los sacerdotes se cansaban de tanto distribuir el pan de vida. Pero sentíase de nuevo asombrado, porque no había visto jamás un rincón del mundo regado a tal punto como ése de sangre divina, y en que se manifestara la fe como en un revoloteo de almas. Parecía que las gentes hubiesen vuelto a los tiempos heroicos de la Iglesia, cuando todos los pueblos se arrodillaban movidos por la misma racha de credulidad, aterrados por su misma ignorancia, entregándose en manos de Dios Todopoderoso, de quien únicamente podían esperar la felicidad. Podía creerse transportado a ocho o nueve siglos atrás, a las épocas de gran devoción pública, cuando se creía inminente el fin del mundo. La muchedumbre de gentes sencillas, todo aquel gentío que había asistido a la misa solemne, se había quedado en sus bancos, sentado, tan a sus anchas, en la casa de Dios como en la propia. Muchos de ellos no tenían cobijo. ¿No era la Iglesia acaso su casa, el refugio en que podían hallar consuelo y descanso, noche y día? Todos los que no sabían dónde dormir, los que no habían conseguido un sitio ni siquiera en el refugio de los peregrinos, entraban en la iglesia del Rosario y acababan por acomodarse en un banco, o bien se tendían sobre las baldosas del suelo. Otros, que disponían de lecho, se demoraban allí toda la noche, abstraídos en el gozo que sentían en aquella morada celestial, que tan llena estaba de hermosos ensueños.
Duraban aquella mezcolanza y promiscuidad extraordinarias hasta que empezaba a clarear el día: todas las hileras de bancos estaban ocupadas; había gente dormida en todos los rincones, detrás de todos los pilares; hombres, mujeres y niños, adosados unos a otros, con las cabezas caídas sobre el hombro del vecino, mezclando sus alientos con tranquila inconsciencia. Aquello era el desmoronamiento de una santa concurrencia fulminada por el sueño; una iglesia transformada en asilo improvisado, la puerta abierta de par a la hermosa noche de agosto, para que entrasen por ella todos los vagabundos de las tinieblas; los buenos y los malos, los fatigados y los extraviados. Mientras tanto, tintineaban a cada momento las campanillas en cada uno de los quince altares, indicando el momento de la elevación; y del confuso montón de los que dormían surgían a cada instante algunos fieles que se acercaban a comulgar y que volvían a ocupar luego su puesto entre aquel rebaño anónimo y sin guía, envuelto por la penumbra como por un velo de decencia.
Pedro continuaba vagando, con expresión indecisa e inquieta, a través de aquellos grupos confusos, cuando un anciano sacerdote, que estaba sentado en las gradas de un altar, le llamó con una señal. Hacía dos horas que estaba esperando allí, y precisamente ahora que le llegaba el turno se sentía invadido por una debilidad tan grande que le hacía temer que no podría acabar de celebrar la misa, y por esto prefería ceder su lugar. Sin duda que le había conmovido la vista de Pedro, que se paseaba por la penumbra, confuso y torturado. Le indicó dónde estaba la sacristía, esperó hasta que Pedro regresó con la casulla puesta y con el cáliz, y se durmió profundamente sobre uno de los bancos próximos.
Pedro dijo entonces su misa, como la decía en París, como hombre honrado que cumple con sus deberes profesionales. Guardaba todas las apariencias exteriores de un hombre de fe sincera, pero su corazón permaneció insensible, inconmovible, como ajeno a aquellos dos días de fiebre que acababa de pasar y al ambiente extraordinario e inquietante en que vivía sumergido desde la víspera. Esperaba que cuando llegase el instante de la comunión, cuando el divino misterio se cumpliese, se desplomaría en el suelo presa de una terrible conmoción y que se sentiría bañado por la gracia, viendo abrírsele los cielos y aparecérsele la cara de Dios. Pero nada se produjo; su frío corazón no aceleró sus latidos; pronunció hasta el final las palabras habituales, y efectuó los movimientos rituales con la corrección maquinal del oficio. A pesar de sus esfuerzos fervorosos, sólo una idea preocupaba obstinadamente a su espíritu: la idea de que la sacristía era demasiado pequeña para un número tan grande de celebrantes. ¿Cómo se las componían los sacristanes para proveer de vestiduras y de paños sagrados a todos? Esto le tenía confundido y preocupaba a su mente con persistencia imbécil.
Con sorpresa suya, Pedro se encontró momentos después fuera de la iglesia. De nuevo vagó en medio de la noche, una noche que se le antojaba más negra, más callada, inmensamente vacía. La ciudad estaba muerta; no se veía brillar en ella ni una sola luz. No percibía más que el rezongo persistente del Gave, al que sus oídos estaban ya acostumbrados. De repente, surgió ante él la gruta llameante, que incendiaba las tinieblas con su fogata inextinguible, ardiendo como un amor que no se consume nunca. Había vuelto a ella inconscientemente, llevado sin duda por el recuerdo de María.
Iban a dar las tres; los bancos se desocupaban; ya no quedaba más que una veintena de siluetas negras y confusas, formas vagas de gente arrodillada; adormecimientos extáticos que hacían caer en un divino entorpecimiento. Se hubiera dicho que a medida que avanzaba la noche se espesaban las sombras, retrocediendo la gruta hacia una lejanía de ensueño. Todo se hundía en el fondo de una laxitud deliciosa, y de la inmensa campiña sombría sólo llegaba un vaho de sueño; el borboteo de las aguas invisibles era como la respiración misma de aquel purísimo sueño, en el que sonreía, blanquísima, la Virgen Santa, aureolada de cirios encendidos. Entre aquellas formas desvanecidas se hallaba la señora de Maze, siempre de rodillas, cabizbaja, con las manos juntas, tan borrosa que se hubiera dicho que se derretía en su misma ardiente oración.
Pedro se acercó inmediatamente a María. Como él estaba tiritando, creyó que ella estaría helada con la aproximación de la mañana.
—¡Por favor, María, abríguese! ¿O es que quiere usted ponerse peor?
Le subió el chal, que se le había caído, esforzándose en anudárselo al cuello.
—María, usted tiene frío. Sus manos están heladas.
Pero ella no respondía; conservaba la misma actitud que hacía dos horas, cuando él se alejó. Con los codos apoyados en los bordes del carrito, estaba incorporada a medias en actitud de ir hacia la Virgen Santa, y tenía el rostro transfigurado, radiante de gozo celestial. Movía los labios; pero no salía de ellos sonido alguno. Tal vez continuaba una conversación misteriosa, allá en la región del ensueño, soñando despierta, como lo hacía desde que estaba allí. Pedro volvió a hablarle; pero ella, continuó sin contestarle. Por fin, por propia iniciativa, murmuró con voz lejana:
—¡Oh, Pedro, qué feliz soy! La he visto, le he pedido por usted y ella me ha sonreído, me ha hecho un pequeño signo con la cabeza, para decirme que me había escuchado y que me otorgaba lo que pedía. No me ha hablado, Pedro; pero he comprendido lo que ella me decía. Hoy, a las cuatro de tarde, quedaré curada, en el momento de pasar ante mí el Santísimo Sacramento.
Pedro la escuchaba trastornado.
¿Habría dormido María con los ojos abiertos? ¿No habría sido nada más que un sueño aquella visión de la Virgen de mármol que inclinaba la cabeza y le sonreía? El pensamiento de que aquella alma pura había rogado por él le hizo estremecerse violentamente. Y caminando hasta la verja cayó prosternado, balbuceando: «¡María! ¡María!», sin saber si aquel grito que le salía del corazón iba dirigido a la Virgen o a la amiga amada de su infancia. Y allí permaneció anonadado, esperando la gracia divina.
Transcurrieron unos minutos interminables. Esta vez era el esfuerzo sobrehumano, la espera del milagro que había ido a buscar por sí mismo, la súbita revelación, el rayo que barriese sus dudas, que le devolviese la fe de los humildes, rejuvenecida y victoriosa. Se abandonaba, en un renunciamiento total de sí mismo, y hubiera querido que una fuerza soberana deshiciese todo su ser y lo transformase. Pero ahora, como antes, cuando celebraba la misa, no oyó dentro de su alma sino un silencio infinito, no sintió sino un vacío sin fondo. No le pasaba nada, pero su corazón desesperado parecía que iba a cesar de latir. Por mucho que orase, por mucho que fijase su pensamiento desesperado en la Virgen poderosa, tan buena con los infelices, su atención se le escurría, atraída por el mundo exterior, y se ocupaba de detalles pueriles.
Acababa de ver, al otro lado de la gruta, al barón Suire, dormido aún, continuando su sueño feliz, con las manos cruzadas sobre el vientre. Pero más le interesaban otras cosas: los ramilletes colocados a los pies de la Virgen, las cartas depositadas allí como en un buzón del cielo; el delicado encaje de cera que se formaba alrededor de la llama de los grandes cirios y que la rodeaba como una rica obra de orfebrería, de plata calada. Luego, sin conexión aparente, se acordó de los años de su infancia, y evocó con toda claridad la figura de su hermano Guillermo. No había vuelto a verlo desde que falleció su madre. Sabía únicamente que llevaba una vida muy retirada, dedicado exclusivamente a la ciencia, en la casita donde se hallaba como enclaustrado, en compañía de una amante y dos enormes perros; y no habría sabido nada de él de no haber leído últimamente su nombre en un periódico, con motivo de un atentado revolucionario. Se decía allí que estaba entregado apasionadamente al estudio de las materias explosivas, y que frecuentaba el trato de los jefes de los partidos más avanzados. ¿Por qué era que se le aparecía así ahora, en aquel sitio de éxtasis, en medio de la mística luz de los cirios, tal como lo había conocido en otros tiempos, tan bueno, tan cariñoso siempre, exaltado por su caridad hacia los que sufren?
Durante un rato se sintió embargado por el doloroso pesar de aquella afectuosa fraternidad perdida. Luego, sin transición alguna, se replegó sobre sí mismo, y comprendió que ya no recuperaría su fe aunque se obstinase en permanecer allí horas enteras. Sin embargo, se daba cuenta de que todo su ser vibraba transido por la última esperanza, por la idea de que si la Santa Virgen realizaba el milagro de curar a María, él recobraría la fe. Era como un último plazo que se concedía, una cita con la fe, para aquel mismo día, a las cuatro de la tarde, en el momento de pasar el Santísimo, según María había dicho. Cesó inmediatamente su angustia; siguió arrodillado, rendido de fatiga, invadido por un sopor invencible.
Transcurrían las horas y la gruta seguía proyectando en la noche su resplandor de capilla ardiente, cuyos reflejos llegaban hasta las laderas próximas, blanqueando las fachadas de los conventos. Pedro notó que el sueño se iba apoderando de él, y que sentía un ligero escalofrío: era el día que iba naciendo, en un cielo turbio, preñado de grandes y lívidos nubarrones. Comprendió que avanzaba rápidamente por el mediodía una de esas tormentas repentinas que surgen en los países montañosos. Se oía ya a lo lejos el retumbar de los truenos, y ráfagas de viento barrían los caminos. Quizá se había quedado también dormido, porque no vio ya al barón Suire y no recordaba haberlo visto alejarse. Apenas quedarían en la gruta diez personas, entre las cuales reconoció a la señora de Maze con el rostro entre las manos. Pero así que notó ella que había amanecido y que la veían, se levantó y desapareció por el estrecho sendero que conducía al convento de las hermanas azules.
Pedro, lleno de inquietud, se acercó a María para decirle que no debía permanecer allí por más tiempo, si no quería correr el peligro de quedar empapada.
—Voy a llevarla a usted al hospital.
—¡No, no! Esperaré hasta que digan misa; he prometido comulgar aquí. No tenga cuidado por mí; váyase pronto al hotel a descansar, se lo suplico. Ya sabe usted que cuando llueve vienen a buscar a los enfermos en coches cerrados.
Siguió insistiendo, mientras Pedro, por su parte, repetía que no quería acostarse. Había, en efecto, la costumbre de oficiar misa en la gruta muy de madrugada, y era una dicha excepcional para los peregrinos la de recibir en ella la comunión, después de una larga noche de éxtasis, en medio de la gloria del sol naciente. Comenzaban a caer gruesas gotas cuando apareció un sacerdote con casulla acompañado por dos clérigos, uno de los cuales mantenía abierto sobre el oficiante, para proteger el cáliz, un paraguas de seda blanca bordada de oro.
Pedro, que había conducido el carrito hasta la verja para abrigar a María contra el viento, en el saliente de la roca, sitio al que también habían ido a refugiarse las pocas personas presentes, acababa de ver el ardiente fervor con que la joven recibía la hostia; pero en aquel mismo momento su atención fue atraída por un espectáculo tristísimo que le desgarró el corazón.
Bajo aquella lluvia espesa acababa de descubrir a la señora de Vincent, con los brazos extendidos, ofreciendo a la Virgen Santa a su hijita Rosa, carga dolorosa y querida que siempre llevaba a cuestas. No pudiendo permanecer en el refugio, porque la gente empezaba a protestar contra los continuos gemidos de la criatura, la había conducido en medio de la lóbrega noche, errando entre las tinieblas durante dos horas, desatinada, enloquecida, con aquella pobre carne de su carne, que ella apretaba contra su pecho sin conseguir aliviarla. No sabía por qué caminos había andado, ni entre qué arboledas se había perdido, absorta en su rebeldía contra aquel injusto sufrimiento que tan cruelmente castigaba a una criatura tan débil, tan pura e incapaz todavía de haber pecado. ¿No era una cosa odiosa esa enfermedad atenazadora que venía torturando sin tregua desde hacía varias semanas a aquella pobre niña, cuyos lamentos no sabía ella cómo aplacar? La paseaba y la mecía por los caminos, en una carrera furiosa, con la terca esperanza de que acabaría por adormecerla, de que, al fin, cesaría aquel gemido que le partía el corazón. Y bruscamente, extenuada, agonizando con la agonía de su hijita, acababa de plantarse delante de la gruta, a los pies de la Virgen milagrosa que perdonaba y curaba.
—¡Oh, Virgen y Madre admirable, curadla! ¡Oh, Virgen y Madre de la divina gracia, curadla!
Y, cayendo de rodillas, seguía ofreciendo a su hija moribunda entre sus dos brazos extendidos y temblorosos, en una exaltación de deseo y de esperanza que parecía arrebatarla por completo. No sentía sobre sus talones la lluvia, que golpeaba la roca a sus espaldas con un redoble de torrente desbordado, mientras los truenos retumbaban entre las montañas. Hubo un momento en que creyó que la Virgen accedía a sus ruegos, pues Rosa acababa de estremecerse ligeramente, como si la hubiese visitado un arcángel, y se había quedado con los ojos y la boquita abiertos, mostrando su rostro blanquísimo; había lanzado un postrer suspiro y no gemía más.
—¡Oh, Virgen y Madre del Salvador, curadla! ¡Oh, Virgen y Madre todopoderosa, curadla!
Pero le pareció sentir a su hija más liviana aún sobre sus brazos extendidos. De pronto se alarmó al no oírla quejarse, al verla tan blanca, con los ojos y la boca abiertos, sin respiración. ¿Por qué no se sonreía si estaba curada? Y lanzó de golpe un alarido desgarrador, el alarido de una madre, dominando al trueno en medio de la tormenta cada vez más furiosa. Su hija estaba muerta. Se puso en pie, erguida, y, volviendo la espalda a aquella Virgen sorda que dejaba morir a los niños, se lanzó a andar otra vez, como loca, bajo la lluvia torrencial, caminando siempre adelante, sin saber adónde, llevando y meciendo siempre en sus brazos al pobre cuerpecito del que no se había separado durante tantos días y tantas noches. Cayó un rayo y debió hender uno de los árboles próximos como con un hachazo gigantesco, entre el crujido estrepitoso de ramas retorcidas y rotas.
Pedro se había lanzado en pos de la señora de Vincent para guiarla y prestarle ayuda, pero no pudo alcanzarla, y pronto la perdió detrás de la turbia cortina que formaba la lluvia. Cuando volvió, concluía la misa; el agua caía con menos violencia y el oficiante se marchó, al fin, al abrigo del paraguas de seda blanca bordada de oro. Una especie de ómnibus estaba esperando a los pocos enfermos presentes para conducirlos al hospital.
María estrechó las dos manos de Pedro.
—¡Oh, qué feliz soy! No venga usted a buscarme esta tarde, antes de las tres.
Pedro se quedó solo, bajo la lluvia persistente y ahora más menuda; luego penetró en la gruta y fue a sentarse en el banco, junto al manantial. No quería acostarse, a pesar de que el sueño le acosaba, a pesar de lo cansado que estaba, bajo aquella sobreexcitación nerviosa en que vivía desde la víspera. La muerte de la niña acababa de afiebrado más; no podía borrar de su mente la figura de aquella madre crucificada, que andaba errante por los caminos fangosos, con el yerto cuerpo de su hijita en brazos. ¿En qué consistían, pues, las razones que hacían intervenir a la Virgen? La idea de que Ella elegía le tenía estupefacto; hubiera querido saber cómo su corazón de madre divina podía resolverse a no curar sino a diez enfermos de cada cien, ese diez por ciento de milagros establecido por las estadísticas del doctor Bonamy.
Ya él mismo se había preguntado la víspera a quiénes habría elegido si hubiera tenido poder para salvar a diez enfermos. ¡Terrible poder, peligrosa selección! Él no se hubiera sentido con valor suficiente para llevar a cabo semejante tarea. ¿Por qué éste sí y por qué aquél no? ¿Dónde estaba la justicia? ¿Dónde estaba la bondad? ¿No rogaban todos los corazones que, puesto que Ella disponía de un poder infinito, los curase a todos? Y la Virgen se le aparecía a Pedro cruel, mal informada, tan dura e indiferente como la impasible naturaleza, que distribuye la vida y la muerte al azar, según leyes ignoradas por el hombre.
Aclaraba. Pedro llevaba allí dos horas y empezó a sentir humedad en los pies. Miró, y se quedó sorprendido: era que el manantial se desbordaba a través del enrejado de los cuarterones. El piso de la gruta estaba ya inundado y una capa de agua se extendía hacia afuera, por debajo de los bancos, y llegaba hasta el parapeto del Gave. Las últimas tormentas habían aumentado también el caudal de las fontanas vecinas. Pedro pensó que, por milagroso que fuera aquel manantial, estaba sometido a las mismas leyes que los demás manantiales, y que tenía su origen seguramente en depósitos naturales donde penetraban y se remansaban las aguas pluviales, como ocurría con todas las fuentes. Y se marchó de allí, porque el agua amenazaba llegarle a los tobillos.