IV

Al ponerse el tren en marcha, volvió a abrirse la portezuela, y un empleado empujó a una muchacha de catorce años dentro del compartimiento en que iban Pedro y María.

—¡Oiga! ¡Allí hay un sitio! ¡Apresúrese!

Todos estiraban la cara e iban a protestar, cuando sor Jacinta exclamó:

—¡Cómo! ¿Es usted, Sofía? ¿Vuelve usted a ver a la Santísima Virgen, que la curó el año pasado?

Y al mismo tiempo la señora de Jonquière decía:

—¡Hola, Sofía! ¡Hace usted muy bien en mostrarse agradecida!

—Sí, hermana; sí, señora —contestó graciosamente la muchacha.

La portezuela se había vuelto a cerrar, y era forzoso admitir aquella nueva peregrina caída del cielo en el momento de partir el convoy, que casi la deja en tierra. Era flaca, y por tanto no ocuparía mucho sitio. Además, aquellas señoras la conocían. Todas las miradas de los enfermos se dirigieron hacia ella al oír que la Virgen la había curado. Pero habían salido de la estación, la máquina resoplaba en medio del ruido creciente de la marcha, y sor Jacinta repitió, dando algunas palmadas:

—¡A ver, a ver hijos míos, el Magnificat!

Mientras ascendía aquel canto de júbilo entre el bamboleo y el estrépito del vagón, Pedro miraba a Sofía. Su aspecto denunciaba a la legua que era hija de granjeros pobres de las inmediaciones de Poitiers; sus padres la mimaban y trataban como a una señorita, desde que había sido objeto de un milagro, como elegida a quien acudían a ver los curas de la región. Llevaba un sombrero de paja con cintas de color rosa y un vestido de lana gris adornado con un volante. Su cara redonda no era linda, pero sí agradable, muy fresca, iluminada por unos ojos claros y despiertos que le daban un aire risueño y humilde.

En cuanto se terminó el Magnificat, Pedro no pudo resistir al deseo de interrogar a Sofía. Una muchacha de aquella edad, de tan cándida apariencia y sin facha de mentirosa, le interesaba vivamente.

—¿De modo, hija mía, que casi pierde usted el tren?

—¡Oh, señor abate, qué contratiempo hubiera sido para mí! Y eso que desde las doce estaba yo en la estación. Pero vi al cura de Santa Radegunda, que me conoce bien, y me llamó para darme un abrazo, diciéndome que yo daba prueba de ser una buena niña al volver a Lourdes. Mientras tanto, el tren se ponía en marcha. ¡Oh, cuánto he corrido!

Y reía, un poco sofocada todavía, como si estuviera arrepentida de haber estado a punto de cometer una falta por aturdimiento.

—¿Cómo se llama usted, hija mía?

—Sofía Couteau, señor abate.

—¿Es usted del mismo Poitiers?

—No, por cierto. Somos de Vivonne, a siete kilómetros. Mis padres poseen algunos bienes, y no lo pasaríamos del todo mal si no fuésemos ocho hijos en casa. Yo soy la quinta. Menos mal que los cuatro primeros empiezan a trabajar.

—¿Y qué hace usted, hija mía?

—¡Oh, yo, señor abate, no sirvo para gran cosa! Desde el año pasado, en que volví curada, no me han dejado un día tranquila, porque, como usted comprenderá, la gente venía a verme, y luego me han llevado al palacio del señor obispo, y después a los conventos y a todas partes. Antes de todo esto estuve mucho tiempo enferma; no podía andar más que con bastón, y a cada paso daba gritos, tanto me dolía el pie.

—¿Entonces fue ese mal del pie lo que le curó la Virgen?

Sofía no tuvo tiempo de contestar, porque sor Jacinta, que escuchaba, intervino diciendo:

—La curó de una caries de los huesos del talón izquierdo, que padecía desde hacía tres años. El pie lo tenía hinchado, deformado, con fístulas que supuraban continuamente.

Al momento, todos los enfermos que había en el vagón empezaron a interesarse. No apartaban los ojos de la muchacha del milagro, buscando en ella el prodigio. Los que podían ponerse en pie se levantaban para verla mejor, y los demás, los inválidos tendidos en sus colchones, trataban de incorporarse y volver la cabeza. En medio del sufrimiento que experimentaban de nuevo a la salida de Poitiers, atemorizados por las quince horas que aún tenían que rodar, la repentina aparición de aquella niña elegida del cielo era como un consuelo divino, rayo de esperanza que les daría fuerzas para llegar hasta el término del viaje. Ya las quejas disminuían un poco y todos los rostros se tendían ansiosamente en la ardiente necesidad de creer.

Sobre todo, María, reanimada e incorporada a medias, uniendo sus manos temblorosas, suplicaba dulcemente a Pedro:

—Por favor, pregúntele usted y ruéguele que nos lo cuente todo. ¡Curada, Dios mío, curada de un mal tan horrible!

La señora de Jonquière, emocionada, se inclinó para besar a la niña por encima del tabique.

—Naturalmente que va a decirnos todo nuestra amiguita. ¿Verdad, preciosa, que va a contarnos lo que por usted hizo la Virgen?

—¡Oh, sí, señora! Todo lo que ustedes quieran.

Sonreía humildemente, mientras sus ojos brillaban de inteligencia. Quiso empezar enseguida, levantando su mano derecha, en un ademán gracioso, como si reclamara la atención de los circunstantes. Evidentemente, había adquirido ya la costumbre de hablar en público.

Pero como no podían verla bien desde todos los asientos del vagón, sor Jacinta tuvo una idea:

—Suba usted al asiento, Sofía, y hable fuerte para dominar el ruido.

Esto le hizo gracia, y tuvo que esforzarse para recobrar la seriedad y empezar.

—Decía, pues, que mi pie estaba perdido; ni siquiera podía ir a la iglesia, y tenía que llevarlo siempre envuelto en trapos, porque constantemente supuraba cosas repugnantes. El doctor Rivoire, que me había dado un corte para verlo por dentro, decía que se vería obligado a sacar un pedazo de hueso, lo que seguramente me hubiera dejado coja. Entonces, después de haber rogado mucho a la Santísima Virgen, metí el pie en el agua de Lourdes, con tanto deseo de curar, que ni siquiera me preocupé de quitarme los trapos. Todo se quedó en el agua, pues cuando saqué el pie ya no tenía absolutamente nada.

Un murmullo de sorpresa, asombro y deseo se produjo en el vagón al oír aquel prodigioso cuento, tan grato para los desesperados. Pero la niña no había concluido. Luego de una pausa, prosiguió con un nuevo ademán, abriendo un poco los brazos:

—En Vivonne, cuando el doctor Rivoire volvió a ver mi pie, dijo: «Que la haya curado Dios o que la haya curado el diablo, me es igual; el hecho es que está curada».

Esta vez se echó a reír todo el mundo. Sofía declamaba demasiado, pues tantas veces había repetido su historia que se la sabía de memoria. La frase del médico era de efecto seguro, hasta el punto de que ella misma se reía de antemano, sabiendo que iban a reírse los demás. Y seguía mostrándose tan ingenua como conmovedora.

Sin embargo, debía de haber olvidado un detalle, porque sor Jacinta, que había anunciado la frase del doctor con una mirada al auditorio, le apuntó con voz queda:

—Sofía, ¿y lo que le dijo usted a la señora condesa, directora de su sala?

—¡Ah, sí! Como no había llevado muchos trapos para mi pie, le dije: «La Santísima Virgen me ha hecho un gran favor al curarme el primer día, porque al día siguiente mi provisión de trapos estaría agotada».

Nuevamente regocijáronse todos. ¡Encontraban tan divertido el hecho de haber sido curada de aquella manera! Respondiendo a una pregunta de la señora de Jonquière, tuvo que contar la historia de las botinas, unas botinas preciosas y nuevas que le regaló la condesa, y con las cuales, loca de alegría, había corrido, brincado y bailado después del milagro. Imagínense ustedes: ¡con botinas, ella, que hacía más de tres años que no podía ponerse ni una chinela!

Invadido por un sordo malestar, Pedro, muy grave y pálido, seguía interrogándola. Le dirigió otras preguntas. Seguramente no mentía la muchacha. Pero él sospechaba en ella una lenta deformación de la verdad, un embellecimiento muy explicable, dada su alegría de verse sana y convertida en una personita importante. ¿Quién sabía ahora si la pretendida cicatrización instantánea y completa, en pocos segundos, había tardado días en efectuarse? ¿Dónde estaban los testigos?

—Yo estaba allí —repuso precisamente la señora de Jonquière—. No era de mi sala, pero aquella misma mañana la había encontrado cojeando.

Pedro le interrumpió vivamente:

—¡Ah! ¿Usted vio su pie antes y después de la inmersión?

—¡No, no! No creo que nadie haya podido verlo, porque lo llevaba envuelto en compresas. Ella misma le ha dicho a usted que las vendas se le cayeron en la piscina.

Y volviéndose a la niña, añadió:

—Pero le va a mostrar usted el pie, ¿verdad, Sofía? Sáquese el zapato.

Ésta se descalzaba ya y se quitaba la media, con una prontitud y una desenvoltura que denotaban lo acostumbrada que estaba a hacerlo. Alargó su pie, muy limpio y muy blanco, hasta cuidado, con las uñas de color de rosa cortadas con gran esmero, y lo hizo girar con graciosa complacencia para que el sacerdote pudiese examinarlo cómodamente. Debajo del tobillo tenía una gran cicatriz, cuya sutura blanquecina, muy notable, atestiguaba la gravedad del mal.

—Agarre usted el talón, señor abate, y apriételo con todas sus fuerzas. Ya no siento ningún dolor.

Pedro gesticuló, como si le satisficiera el poder de la Santísima Virgen. Permanecía inquieto en la duda. ¿Qué fuerza ignorada había intervenido? O, mejor, ¿qué falso diagnóstico del médico, qué concurso de errores y exageraciones había dado lugar a aquella hermosa fábula?

Todos los enfermos querían ver el milagroso pie, aquella prueba visible de la terapéutica divina, que todos iban a buscar. María fue la primera que lo tocó, incorporada en su lecho, sufriendo ya menos. Luego, la señora de Maze, despojada de su melancolía, lo pasó a la señora de Vincent, que lo hubiera besado, por la esperanza que hacía nacer en ella. El señor Sabathier lo había escuchado todo, con evidente beatitud. La señora de Vêtu, la Grivotte y el mismo hermano Isidoro abrían los ojos, interesadísimos. La cara de Elisa Rouquet había cobrado una expresión extraordinaria, transfigurada por la fe, y estaba casi bella. Viendo la llaga desaparecida de ese modo, ya se veía, sin duda, con la suya cerrada, sin más que una ligera cicatriz en el rostro, vuelto a la normalidad. Sofía, siempre de pie, tenía que asirse a una de las perchas de hierro y poner su pie en el borde del respaldo, ya a la derecha, ya a la izquierda, sin descansar, contenta y orgullosa de las exclamaciones que oía, de la admiración vivísima y del respeto casi religioso con que miraban aquella pequeña extremidad de su persona, aquel piececito que parecía sagrado.

—Se necesita, sin duda, una gran fe —comentó María en voz alta—. Hay que tener un alma inmaculada.

Y, dirigiéndose al señor de Guersaint, añadió:

—Papá, tengo la seguridad de que me curaría si tuviera sólo diez años, es decir, si tuviese el alma de una niña.

—¡Pero si tienes diez años, hija mía! ¿No es verdad, Pedro, que las niñas de diez años no tienen un alma más pura que ella?

El señor de Guersaint, con su espíritu quimérico, adoraba las historias de milagros. El sacerdote, hondamente emocionado por la ardiente pureza de la muchacha, no trató de discutir y dejó que se entregase enteramente al soplo de la consoladora ilusión que pasaba.

Desde la salida de Poitiers, el tiempo se había vuelto aún más pesado; ascendía una tempestad por el cielo cobrizo y parecía que el tren rodara por entre una hoguera. Las aldeas desfilaban, tristes y desiertas, bajo aquel sol abrasador. En Couhé Verac se rezó de nuevo y se entonó un cántico. Pero los ejercicios piadosos no eran ya tan fervientes. Sor Jacinta, que no había podido almorzar, púsose a comer rápidamente un panecillo con frutas, sin dejar de cuidar a aquel hombre, cuya penosa respiración parecía haberse vuelto más regular desde hacía un instante. Hasta llegar a Ruffec, a las tres, no se recitaron las vísperas de la Santísima Virgen.

—Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix.

—Ut digni efficiamur promissionibus Christi.

Al finalizar, el señor Sabathier, que había estado mirando a Sofía mientras volvía a ponerse la media y el zapato, dijo al señor de Guersaint:

—El caso de esa niña es, sin duda, interesante. Pero no es nada, caballero, comparado con otros muchos más sorprendentes. ¿Conoce usted el caso de Pedro de Rudder, obrero belga?

Todo el mundo se dispuso a escuchar el relato.

—El hombre de mi historia se fracturó una pierna al caerse de un árbol. Ocho años después no se le habían soldado todavía los fragmentos del hueso y se veían las dos extremidades en el fondo de una llaga que supuraba continuamente, y la pierna colgaba, fláccida, moviéndose en todos sentidos. Pues bien, le bastó beber un vaso del agua milagrosa para que su pierna quedase reconstituida al instante y pudiera marcharse sin muletas. El médico se lo dijo claro: «Su pierna es como la de un niño recién nacido». Exactamente: ¡era una pierna nueva!

Nadie habló; únicamente hubo un cambio de miradas extasiadas.

—Es —continuó el señor Sabathier— como el caso de Luis Bouriette, cantero en quien se dio uno de los primeros milagros de Lourdes. ¿Lo conoce usted? Había resultado herido por la explosión de un barreno. Tenía el ojo derecho completamente perdido y corría el riesgo de perder el izquierdo. Un día envió a su hija en busca de una botella del agua fangosa de la fuente, que brotaba apenas. Orando fervorosamente, lavó sus ojos con aquel líquido cenagoso. De pronto, dio un grito. Ya veía. Sí, señor, veía tan bien como usted y como yo. El médico que lo asistía escribió un detalle circunstanciado del caso, que no deja lugar a dudas.

—¡Es maravilloso! —murmuró el señor de Guersaint, entusiasmado.

—¿Quiere que le cite otro ejemplo, caballero? Es muy conocido: me refiero a Francisco Macary, el carpintero de Lavaur. Hacía dieciocho años que tenía en la parte interna de la pierna izquierda una profunda úlcera varicosa, con infarto considerable de los tejidos. No podía moverse ya y la ciencia lo había condenado a invalidez completa, cuando he aquí que se encerró una noche con una botella de agua de Lourdes. Se quitó el vendaje, se lavó las piernas y se bebió el resto de la botella. Luego se acostó y se durmió. Al despertar, se palpa, se mira…; asómbrese usted; las varices, las úlceras, todo había desaparecido. La piel de la rodilla, señor, volvía a estar tan lisa y tan fresca como cuando Macary tenía veinte años.

Esta vez hubo una explosión de sorpresa y admiración. Enfermos y peregrinos entraban de lleno en el encantado país del milagro, donde lo imposible se realiza a la vuelta de cada esquina, donde se anda de prodigio en prodigio. Cada cual tenía su historia que contar, deseoso de aducir una nueva prueba, de apoyar su fe y su esperanza en un ejemplo.

La silenciosa señora de Maze, en un arranque de entusiasmo, fue la primera en hablar.

—Yo tengo una amiga que ha conocido a la viuda de Rizan —dijo—, aquella señora cuya curación hizo también tanto ruido. Hacía veinticuatro años que estaba paralítica del lado izquierdo. Devolvía cuanto comía, y era como una masa inerte que vivía en la cama, a tal punto que el roce de las sábanas le había escoriado la piel. Una noche, el médico anunció que moriría antes de amanecer. Dos horas después salió de su sopor, pidiendo con voz débil a su hija que fuese a buscarle un vaso de agua de Lourdes a casa de una vecina. Pero hasta la mañana siguiente no pudo conseguir aquel vaso de agua. Entonces exclamó: «¡Oh, hija mía! ¡Lo que bebo es la vida! ¡Lávame la cara, el brazo, la pierna, todo el cuerpo!». Y a medida que la niña le lavaba veía disminuir la enorme tumefacción, y los miembros paralíticos recobraban su agilidad y su aspecto natural. Pero esto no es todo: la señora de Rizan gritaba que estaba curada, que tenía apetito, que quería carne y pan, siendo así que hacía veinticuatro años que no los había comido. Se levantó y se vistió, además, mientras su hija contestaba a las vecinas, que la creían huérfana al verla tan agitada: «¡No, no, mamá no ha muerto, sino que ha resucitado!».

Los ojos de la señora de Vincent se llenaron de lágrimas. ¡Dios mío! ¡Si pudiese ver a Rosita levantarse de aquel modo, comer con apetito y correr! Le acudió a la memoria otro caso, que le habían contado en París y que había contribuido mucho a que tomase la decisión de llevar a su hija a Lourdes.

—Yo también conozco —dijo— la historia de una paralítica, Lucía Druon, pensionista de un orfanato, muy joven todavía, que ni siquiera podía arrodillarse. Sus miembros se habían arqueado y parecían arcos. Su pierna derecha, más corta, había concluido por arrollarse alrededor de la izquierda. Cuando alguna de sus compañeras la llevaba, veíanse sus pies balanceándose por el aire, como muertos… Fíjense ustedes que no fue a Lourdes. Hizo simplemente una novena; pero ayunó durante los nueve días, y su deseo de curar era tan grande que se pasaba las noches rezando. Por fin, al noveno día, al beber un poco de agua de Lourdes, sintió en las piernas una violenta sacudida. Se levantó, cayó, se volvió a levantar y anduvo. Todas sus condiscípulas, admiradas y casi asustadas, exclamaban: «¡Lucía anda! ¡Lucía anda!». Y era cierto, pues en pocos minutos sus piernas se habían vuelto derechas, sanas y fuertes. Atravesó el patio y pudo subir a la capilla, donde toda la comunidad, enloquecida de gozo y agradecimiento, cantó el Magnificat. ¡Oh, qué alegría tan grande la que experimentaría aquella niña!

Nuevamente silenciosas lágrimas surcaron sus mejillas, hasta caer en el pálido rostro de su hija, al que cubrió de arrebatados besos.

El interés seguía aumentando, y el intenso placer que causaban aquellos hermosos cuentos, donde a cada paso el cielo triunfaba sobre las realidades humanas, exaltaba a esas almas infantiles de tal manera que los más enfermos se reanimaban y recobraban mayores esperanzas. Detrás del relato de cada uno había la inquietud de su mal, el ardiente deseo de curar, ya que una enfermedad análoga había desaparecido como una pesadilla al soplo divino.

—¡Ah! —balbuceó la señora de Vêtu, con la boca pastosa a causa de sus padecimientos—. Había una tal Antonia Thardivail que tenía el estómago a morir, como yo. Hubiérase dicho que los perros se lo comían, y a veces abultaba más que la cabeza de un niño. Crecían en él tumores del tamaño de huevos de gallina, y durante ocho meses estuvo vomitando sangre. Con la piel pegada a los huesos, se moría de hambre, cuando bebió el agua de Lourdes y se hizo con ella un lavado de estómago. Tres minutos después, su médico, que la víspera la había dejado en la agonía, sin aliento, la encontró levantada y sentada junto al fuego, comiendo con apetito un ala de pollo tierno. Los tumores habían desaparecido; reía como a los veinte años, y su rostro acababa de recobrar el brillo de la juventud. ¡Oh, comer lo que se quiere, volverse joven, dejar de sufrir!

—¿Y la curación de sor Juliana? —exclamó la Grivotte, que se incorporaba apoyándose sobre el codo, con los ojos encendidos de fiebre—. Su enfermedad empezó con un romadizo, como la mía; luego estuvo escupiendo sangre. Cada seis meses recaía, viéndose obligada a guardar cama nuevamente. La última vez se veía claramente que no volvería a levantarse. Fueron inútiles todos los remedios que se probaron: yodo, vejigatorios, botones de fuego. En fin, una tísica declarada, reconocida como tal por siete médicos. Pero vino a Lourdes. ¡Y únicamente Dios sabe los sufrimientos que le costó el viaje! En Tolosa creyeron que se moría. En la piscina, las damas hospitalarias no querían bañarla. Era un cadáver… No obstante, la desnudaron y la metieron en el agua, sin sentido y cubierta de sudor. La sacaron tan pálida que la tendieron en el suelo, pensando que se había muerto de veras. De pronto, sus mejillas se colorearon, sus ojos se abrieron y respiró fuertemente. ¡Estaba curada! Se vistió sola y comió perfectamente, después de haber ido a la gruta a dar las gracias a la Santísima Virgen. ¿Qué les parece? Que no duden, porque ésa sí que estaba tísica y bien tísica. ¡Y, sin embargo, curó radicalmente!

Entonces el hermano Isidoro quiso hablar, pero no pudo. Contentose con decir penosamente a su hermana:

—Marta, cuenta la historia de sor Dorotea, que nos refirió el cura de Saint Sauveur.

—Sor Dorotea —comenzó diciendo torpemente la campesina— se levantó una mañana con una pierna adormecida, y a partir de aquel momento perdió la pierna, que se le puso fría y pesada como una piedra. Además, sentía un gran dolor en la espalda. Los médicos no entendían ni jota. Se hizo ver por una media docena de ellos que le metían agujas en la carne y le quemaban la piel con una serie de drogas. Pero ¡como si nada! Sor Dorotea comprendió que sólo en la Virgen encontraría remedio. Y partió a Lourdes, donde se hizo meter en la piscina. Al principio creyó que se moría, de tan fría que estaba el agua. Pero luego le pareció que el agua estaba tibia y deliciosa como la leche. Nunca había sentido nada tan agradable: sus venas se abrían y el agua penetraba en ellas. ¿Se dan cuenta ustedes? Era que la vida se le volvía a meter en el cuerpo desde el momento en que la Virgen había resuelto intervenir. Ya no sentía la menor molestia; se paseó, comió un pichón entero por la tarde y durmió toda la noche como una bienaventurada. ¡Alabada sea la Virgen Santísima! ¡Gratitud eterna a la Madre poderosa y a su Divino Hijo!

Elisa Rouquet hubiera querido contar también un milagro que sabía. Pero hablaba tan mal, con su boca deforme, que aún no había podido entrar en turno. Hubo un pequeño silencio, que aprovechó, apartando un poco el pañuelo que ocultaba el horror de su llaga.

—¡Ay, a mí —dijo— me contaron una cosa que no es de enfermedad grave, pero sí muy extraña! Se trata de una mujer, Celestina Dubois, que se había clavado una aguja en la mano enjabonando ropa. La tuvo metida durante siete años, sin que se la pudiese sacar ningún médico. No podía abrir la mano, pues se le había contraído. Fue a Lourdes, metió la mano en la piscina, pero la retiró inmediatamente dando gritos. La volvieron a meter a la fuerza en el agua, sujetándola, mientras sollozaba a gritos, con la cara bañada en sudor. Tres veces repitieron la operación, y cada vez se veía correr la aguja, que salió al fin por la punta del dedo pulgar. Naturalmente, ella gritaba porque la aguja le caminaba por la carne, como si alguien la empujase para sacarla… Jamás Celestina volvió a sufrir, y en su mano no ha quedado más que una pequeña cicatriz, con el único fin de mostrar la huella del prodigio obrado por la Santísima Virgen.

Esta anécdota produjo aún más efecto que los milagros de grandes curaciones. ¡Una aguja que corría como si alguien la empujase! Esto poblaba lo invisible, enseñaba a cada enfermo su ángel guardián detrás de sí, dispuesto a socorrerle por orden del cielo. Y luego, ¡qué hermosa y pueril era la historia de aquella aguja que salía al contacto del agua milagrosa, después de resistirse siete años! Todos prorrumpían, encantados, en exclamaciones de alegría, colmados de gozo al ver que para el cielo no había nada imposible, y que, a querer el cielo, todos estarían sanos, rejuvenecidos y fuertes. Bastaba creer y orar con fervor para que la naturaleza se viese confundida y se realizara lo increíble. Sin embargo, todo era cuestión de suerte, porque el cielo parece elegir.

—¡Oh, papá! ¡Qué hermoso es todo esto! —murmuró María, que había escuchado hasta entonces, reanimada por la pasión y muda de emoción—. ¿Te acuerdas de lo que me contaste tú mismo de aquella Joaquina Dehaut que, venida de Bélgica, había cruzado toda Francia con la pierna torcida, cubierta de úlceras, cuyo pestilente olor hacía retroceder a todo el mundo? Primero sanó de las úlceras, pues podían apretarle la rodilla sin que ella sintiera nada; sólo quedaba una pequeña mancha roja. Luego le llegó el turno a la luxación. En el agua, la enferma se quejó, pues decía que parecía que le rompían los huesos y le arrancaban la pierna; al mismo tiempo, ella y la mujer que la bañaba vieron que el pie deforme se enderezaba con la regularidad de una aguja girando sobre un cuadrante. La pierna se extendía, los músculos se alargaban, la rodilla volvía a ponerse en su sitio, en medio de un dolor tan intenso que Joaquina acabó por desmayarse. Pero, cuando volvió en sí, se irguió, derecha y ágil, y corrió a llevar sus muletas a la gruta.

El señor de Guersaint sonreía también de admiración, confirmando con la cabeza aquel relato, que le había contado un fraile de la Asunción. Hubiera podido narrar, según dijo, veinte casos parecidos, igualmente conmovedores y extraordinarios. Apelaba al testimonio de Pedro, quien, aunque no creía en esas cosas, se limitaba a menear la cabeza. Al principio, no queriendo afligir a María, procuró, desde luego, distraerse mirando por la ventanilla los campos, los árboles y las casas, que desfilaban vertiginosamente.

Acababan de pasar por Angulema. Las praderas se extendían y las hileras de álamos se alejaban, en el movimiento de abanico de la velocidad. Debían de llevar retraso, porque el tren, lanzado a todo vapor, rugía bajo la tormenta a través del aire abrasador, devorando los kilómetros. Pero Pedro, a pesar suyo, oía retazos de historia, concentrando de vez en cuando su atención en aquellas narraciones extravagantes, mecidas por los recios barquinazos del vagón, como si la locomotora, alocada y suelta, los condujese a todos al divino país de los sueños.

Y rodaban, rodaban sin cesar. Pedro dejó de mirar hacia afuera y fue abandonándose al ambiente pesado y soñoliento del vagón, donde crecía un éxtasis delicioso, lejos del mundo real que atravesaban en tan rápida carrera. El semblante reanimado de María le inundaba de gozo. Abandonole su mano, que la muchacha había tomado entre las suyas, para expresarle, con un apretón, toda la confianza que renacía en ella. ¿Para qué entristecerla con su duda, ya que tanto deseaba la curación? Conservaba, pues, con una ternura infinita aquella mano pequeña y húmeda de enferma, conmovido por un sentimiento de fraternidad tolerante y deseoso de creer en la piedad de las cosas, en una bondad superior que mitigaba el dolor de los desesperados.

—¡Oh, Pedro! —repetía ella—. ¡Qué hermoso es todo esto!

¡Y qué gloria si la Santísima Virgen quiere incomodarse por mí! ¿Cree usted que soy verdaderamente digna de ello?

—¿Y cómo dudarlo? —exclamó él—. Es usted la más buena y la más pura de las mujeres; un alma inmaculada, como dice su padre. No hay en el paraíso bastantes ángeles buenos para servirle de escolta.

Pero no habían concluido los relatos. Sor Jacinta y la señora de Jonquière contaban todos los milagros que sabían, toda la larga serie de los que durante treinta años habían florecido en Lourdes, como la florescencia ininterrumpida de las rosas en el rosal místico. Se contaban por millares, que cada año retoñaban con ímpetu de savia prodigiosa, cada vez más brillantes. Los enfermos que escuchaban aquellas maravillas con una fiebre creciente parecían niños que después de un bonito cuento de hadas piden otro, y otro, y otro. ¡Oh, más historias, más! Historias en que la maldad de la vida aparecía escarnecida, en que Dios interviene como el médico supremo, se mofa de la ciencia y distribuye la felicidad a su antojo…

Primeramente, fueron citados los sordos y los mudos que de pronto habían oído y hablado: Aurelia Bruneau, incurable, con el tímpano roto, que súbitamente se sintió transportada por los acordes celestiales de un armonio; Luisa Pourchet, muda desde hacía cuarenta y cinco años, que, rezando ante la gruta, exclamó de pronto: «¡Dios te salve, María!», y otras muchas que fueron radicalmente curadas con sólo haber vertido algunas gotas de agua en el oído o sobre la lengua. Después desfilaron los ciegos: el padre Hermann, que sintió la suave mano de la Santísima Virgen que le quitaba el velo que tenía sobre los ojos; la señorita de Pontbriand, amenazada de perder los dos ojos y que recuperó una vista mejor que la de antes, tras una sencilla oración; un muchacho de doce años, cuyas córneas parecían bolitas de mármol y que en un instante adquirió unos ojos claros y profundos, en los que parecían sonreírse los ángeles.

Pero los que abundaban eran sobre todo los desgraciados con ambas piernas baldadas; los paralíticos que no podían moverse de su mísero lecho, y a quienes el Señor dijo: «Levántate y anda». Delaunoy, atáxico, cauterizado, requemado, colgado, con quince entradas en los hospitales de París, de donde traía los diagnósticos coincidentes de doce médicos, sintió una fuerza que le levantaba al paso del Santísimo Sacramento, al que se puso a seguir con las piernas sanas. María Luisa Delpon, de catorce años, con una parálisis que le había dejado las piernas rígidas, agarrotadas las manos y desviada la boca, vio desligarse sus miembros y desaparecer la desviación bucal, como si una mano invisible cortase las horribles ligaduras que la deformaban. María Vachiert, clavada durante dieciocho años en un sillón por una paraplejía, no solamente corrió y voló al salir de la piscina, sino que ni siquiera descubría el menor rastro de las llagas con que su larga inmovilidad le había cubierto el cuerpo. Jorge Hanquet, atacado de reblandecimiento de la medula, con una insensibilidad absoluta, había pasado casi sin transición de la agonía a la salud perfecta. Leonie Charton, otra reblandecida de la medula, con sus vértebras notablemente arqueadas, sintió fundirse su joroba como por encanto, al mismo tiempo que sus piernas se enderezaban flamantes y vigorosas.

Luego siguieron toda clase de males. En primer término, los accidentes de la escrófula, también con piernas tullidas y reanimadas al momento. Margarita Gehier, enferma de una coxalgia hacía veintisiete años, con la cadera inutilizada por el mal y con la rodilla derecha anquilosada, cayó repentinamente de hinojos para dar las gracias a la Virgen por su curación. Filomena Simonneau, joven de la Vendée, con la pierna izquierda agujereada por tres llagas horribles, en cuyo fondo los huesos cariados, al descubierto, soltaban esquirlas, vio cómo se le reconstituían los huesos, la carne y la piel.

Vinieron después los hidrópicos; la señora de Ancelin, cuyos pies, manos y cuerpo se deshidrataron sin que pudiera saberse dónde se había metido tanta agua; la señorita Montagnon, a quien en diversas ocasiones le habían sacado veintidós litros de agua, y que, de nuevo hinchada, se deshinchó con la simple aplicación de una compresa empapada en el agua de la fuente milagrosa, sin que encontraran nada ni en la cama ni en el piso.

De la misma forma, no había enfermedad del estómago que resistiese, pues todas desaparecían al primer vaso. María Souchet, que vomitaba sangre negra y era flaca como un esqueleto, se puso a comer y recobró en dos días su aspecto normal. María Jarland, que se había quemado el estómago al beberse por equivocación un vaso de agua tóxica, notó cómo se le deshacía el tumor que se le produjo a consecuencia de ello. Y así, en la piscina, desaparecían los más grandes tumores sin dejar la menor huella.

Pero lo que más llamaba la atención eran las úlceras, los cánceres, todas las horribles llagas visibles, cicatrizadas por un soplo venido de lo alto. Un judío, actor cómico, con la mano roída por una úlcera, no tuvo más que mojarla para curarse. Un joven extranjero, inmensamente rico, que tenía en la muñeca derecha un lobanillo del tamaño de un huevo de gallina, lo vio disolverse. Rosa Duval, que a consecuencia de un tumor blanco tenía en el codo izquierdo un agujero donde cabía una nuez, pudo observar el rápido crecimiento de la carne que colmaba aquel hoyo. La viuda de Fromond, cuyo labio estaba medio destruido por un cáncer, no tuvo más que lavárselo, y no le quedó ni siquiera una cicatriz. María Moreau, que sufría horriblemente a causa de un cáncer en el pecho, durmiose luego de haberse aplicado un paño mojado en agua de Lourdes, y cuando dos horas después abrió los ojos, el dolor había cesado y tenía limpia la carne, fresca como una rosa.

Finalmente sor Jacinta tocó el tema de las curaciones inmediatas y radicales de la tisis, cosa verdaderamente estupenda, pues los incrédulos desafiaban a la Virgen para que curase aquella terrible dolencia, que causaba tantos estragos entre los humanos, y la Virgen la curaba, decíase, con sólo mover el dedo meñique. Podían citarse cien casos, a cual más notable por lo extraordinario y portentoso. Margarita Coupel, tísica hacía tres años, con el vértice de los pulmones enteramente comido, se levantó y echó a andar rebosante de salud. La señora de la Rivière, que expectoraba sangre, se hallaba continuamente cubierta de un sudor frío y tenía las uñas moradas como si fuera a exhalar el último suspiro, sólo necesitó sorber una cucharada de agua, vertida entre sus dientes, para que el estertor desapareciera, y ella, sentándose, respondiera a las letanías y pidiera caldo. Julia Jadot necesitó, en cambio, cuatro cucharadas; pero era porque no se le podía sostener la cabeza, pues tenía, además, una constitución tan delicada que la enfermedad parecía haberla liquidado, a pesar de lo cual en pocos días engordó después notablemente. Ana Catry, que se hallaba en el último grado, y con el pulmón izquierdo medio destruido por una enorme caverna, se metió cinco veces en el agua fría, desafiando toda prudencia, y recuperó la salud. Otra, una joven enferma del pecho condenada por quince médicos, se arrodilló sencillamente, sin intención de pedir nada, en la gruta, y quedó sorprendida al verse curada, como quien dice por azar, seguramente a la hora en que la Santísima Virgen, compadecida, deja caer el milagro de sus manos invisibles.

¡Milagros, más milagros! Llovían como flores de ensueño en un cielo límpido y suave. Los había conmovedores; los había infantiles. Una anciana que no podía mover la mano hacía treinta años, por tenerla anquilosada, se lava, y hace enseguida la señal de la cruz. La hermana Sofía, que ladraba como una perra, se sumerge en la piscina y sale con la voz pura, entonando un cántico. A Mustafá, un turco, le bastó invocar a la blanca Señora para recobrar el ojo derecho aplicándose una compresa. Un oficial de zuavos fue protegido en Sedán, y un coracero de Reichshoffen habría muerto de un balazo en el corazón si la bala, que le había atravesado la cartera, no se hubiera detenido delante de una estampa de Nuestra Señora de Lourdes.

Los niños, los niños doloridos, también encontraban gracia. Un chiquillo de cinco años, paralítico, al que tuvieron desnudo durante cinco minutos bajo el chorro helado de la fuente, se levantó y echó a andar; otro, de quince años, que no hacía más que gruñir en la cama como un animal, se lanzó fuera de la piscina gritando que estaba curado; otro, pequeñuelo de dos años que no andaba aún, permaneció un cuarto de hora en el agua fría, y luego, erguido y sonriente, dio sus primeros pasos como un hombre hecho y derecho.

En todos, tanto en los pequeños como en los mayores, los dolores eran vivos mientras se operaba el milagro, porque la labor de reparación no podía hacerse sin un extraordinario sacudimiento de toda la máquina humana: los huesos se regeneraban, la carne volvía a vigorizarse y la enfermedad expulsada escapaba en una última convulsión. Pero ¡qué bienestar después! Los médicos no daban crédito a sus ojos, y su asombro estallaba a cada curación al ver que sus enfermos corrían, saltaban y comían con un apetito insaciable. Todos aquellos elegidos caminaban tres kilómetros, se despachaban un pollo y dormían doce horas a pierna suelta. No había convalecencia de ninguna clase, pues de la agonía se daba un salto brusco a la salud perfecta: los miembros se renovaban por completo, las llagas se cerraban, los órganos se restablecían en su integridad y retornaba la buena apariencia, todo ello en un santiamén. La ciencia era escarnecida, pues ni tan siquiera se tomaban las precauciones más elementales, ya que las mujeres se bañaban en todas las épocas del mes, los tísicos eran introducidos sudando en el agua fría y las llagas quedaban libradas a su putrefacción, sin ningún cuidado antiséptico. Luego, a cada milagro, ¡qué cántico de alegría, qué grito de gratitud y amor! El elegido se postraba de rodillas, todo el mundo lloraba, tenían lugar conversiones; protestantes y judíos abrazaban al catolicismo: eran otros tantos milagros de la fe con que triunfa el cielo. Los habitantes del pueblo del elegido iban en masa a esperarle al camino, mientras las campanas eran echadas a vuelo; y cuando le veían saltar ágilmente del carruaje, sonaban gritos y sollozos de júbilo y se entonaba el Magnificat. ¡Gloria a la Santísima Virgen! ¡Gratitud y cariño eternos a la Madre de Dios!

Lo que se desprendía de todas estas esperanzas colmadas, de todas estas fervientes acciones de gracias, era el agradecimiento a la Madre purísima, a la Madre admirable. Era Ella la gran pasión de todas las almas, la Virgen poderosa, la Virgen clemente, Espejo de justicia, Trono de la sabiduría.

Todas las manos se tendían hacia ella, Rosa mística en la sombra de las capillas. Torre de marfil en el horizonte del ensueño, Puerta del cielo abierta sobre el infinito. Brillaba en la aurora de cada día, clara estrella de la mañana, alegría de la esperanza nueva. ¿Y no era también la salud de los enfermos, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos? Francia había sido siempre su país predilecto; en él se le rendía culto fervoroso, el culto de la mujer y el de la madre, en una exaltación de ternura divina. Y era en Francia, sobre todo, en donde se complacía en aparecerse a las pastorcillas. ¡Era tan buena para con los niños! Continuamente cuidaba de ellos. A ella se dirigían todos porque sabían que era la intermediaria entre la tierra y el cielo. Todas los noches lloraba lágrimas de oro, a los pies de su Divino Hijo, impetrando gracias para los niños y el poder de hacer milagros. Y así surgía aquel jardín florido de milagros, olorosos como rosas del paraíso, tan prodigioso en su esplendor y en su perfume.

El tren rodaba, rodaba siempre. Acababa de cruzar por Coutras. Eran las seis. Sor Jacinta se levantó, golpeó las manos y repitió una vez más:

—¡El Ángelus Domini, hijos míos!

Nunca se había elevado aquella oración con una fe más viva ni más animada por el ansia de ser oída por el cielo. Entonces Pedro comprendió lúcidamente el origen verdadero de todas aquellas peregrinaciones, de todos aquellos trenes que acudían del mundo entero, de aquellas muchedumbres que iban a Lourdes, resplandeciente allá lejos, como la salud de los cuerpos y de las almas. Desde la mañana veía a todos aquellos desgraciados gimiendo de dolor y arrastrando sus míseros huesos entre las molestias del viaje. Todos estaban condenados, abandonados por la ciencia, cansados de consultar médicos y de someterse a la tortura de remedios inútiles. ¡Cómo se comprendía que, ardiendo en deseos de vivir, y no pudiendo resignarse a los rigores de la injusta e indiferente naturaleza, soñasen en un poder sobrenatural, en una divinidad omnipotente que acaso suspendiera en su favor las leyes establecidas, cambiara el curso de los astros y enmendara su creación! Si la tierra les faltaba, ¿no les quedaba acaso Dios? La realidad era para ellos demasiado abominable; de ahí la inmensa necesidad de ilusión y de mentira que sentían.

¡Sí, sí! Necesitaban creer que en alguna parte hay un poder supremo y todopoderoso que corrige los errores visibles de los seres y de las cosas; necesitaban creer que hay un redentor que es el amo, que puede hacer remontar las aguas de los torrentes, dispensar consuelos, rejuvenecer a los ancianos y resucitar a los muertos. El infeliz que tiene el cuerpo llagado, los miembros retorcidos, el vientre hinchado de tumores o los pulmones destruidos, necesita pensar que eso no importa, que todo puede desaparecer y renacer a una señal de la Santísima Virgen, y que basta orar y conmoverla para obtener de ella la gracia de ser elegido. ¡Y qué manantial celeste de esperanzas cuando corría el caudal prodigioso de aquellas hermosas historias de curaciones milagrosas, de aquellos cuentos de hadas, que arrullaban y embriagaban la imaginación febril de los enfermos y de los inválidos!

Desde que la niña Sofía Couteau, con su blanco pie curado, había subido al vagón, abriendo el cielo ilimitado de lo divino y de lo sobrenatural, ¡cómo se comprendía el soplo de resurrección que pasaba, levantando poco a poco a los más desesperados en su lecho de miseria y haciendo brillar los ojos de todos, puesto que la vida era aún posible para ellos, que tal vez iban a recomenzarla!

Sí, era eso efectivamente. Si aquel tren doloroso rodaba, rodaba siempre; si aquel vagón iba lleno; si los demás vagones se hallaban también repletos; si tanto Francia como el resto del mundo, desde los puntos más remotos de la tierra, eran surcados por convoyes semejantes; si multitudes de trescientos mil creyentes arrastraban con ellas millares de enfermos en el curso de un solo año, era porque, allá lejos, la gruta irradiaba como un faro de esperanza y de ilusión, como la rebelión y el triunfo de lo imposible sobre la materia inexorable.

Nunca se había escrito novela más apasionante para exaltar las almas por encima de las duras condiciones de la existencia. Soñar aquel sueño: de ahí la gran felicidad inefable. Si los padres de la Asunción veían de año en año aumentar el éxito de sus peregrinaciones, era porque vendían a los peregrinos que acudían el consuelo y la mentira, ese pan delicioso de la esperanza del que la humanidad sufriente siente un hambre que nunca saciará. No eran sólo las llagas físicas las que reclamaban curación, pues todo el ser moral e intelectual lloraba su miseria en un deseo insaciable de felicidad. Ser dichoso, depositar la incertidumbre de la vida en la fe, apoyarse hasta la muerte en ese sólido báculo de viaje: tal era el anhelo que brotaba de todos los pechos y hacía que todos los dolores morales se abatieran, implorando la continuación de la gracia, la conversión de los seres queridos, la redención espiritual de sí mismo y de los seres amados. El inmenso grito se extendía, llenando el espacio: ¡ser para siempre bienaventurado, en la vida como en la muerte!

Pedro había visto perfectamente cómo todos aquellos enfermos que le rodeaban dejaban de percibir las sacudidas del tren y recobraban las fuerzas a medida que se acortaba la distancia que les separaba del milagro. La misma señora de Maze tornábase locuaz, en la seguridad de que la Santa Virgen le devolvería a su esposo. La señora de Vincent, sonriente, mecía con suavidad a Rosita, pareciéndole menos enferma que aquellos niños medio muertos que, al ser sumergidos en el agua helada de la fuente maravillosa, jugaban. El señor Sabathier bromeaba con el señor de Guersaint, explicándole que en octubre, cuando pudiese contar con sus piernas, haría un viaje a Roma, viaje que venía aplazando desde hacía quince años. La señora de Vêtu, calmada y atribuyendo al hambre sus dolores de estómago, suplicaba a la señora de Jonquière que le permitiera mojar pedacitos de bizcocho en un vaso de leche, mientras Elisa Rouquet, olvidándose de su llaga, se engullía un racimo de uvas con el rostro descubierto. La Grivotte, sentada en su banco, y el hermano Isidoro, que había cesado de quejarse, conservaban de todos aquellos hermosos cuentos tal fiebre de esperanza que preguntaban impacientemente la hora, deseosos de ser curados. Pero sobre todo el hombre que agonizaba resucitó un instante. Mientras sor Jacinta secaba de nuevo el frío sudor de su rostro, abrió los párpados y una sonrisa fugaz iluminó su semblante. Una vez más había esperado.

María sostenía en su mano pequeña y tibia la mano de Pedro. Eran las siete; hasta las siete y media no llegarían a Burdeos, y el tren, que iba retrasado, para recuperar los minutos perdidos aceleraba cada vez más su marcha con una velocidad vertiginosa. La tormenta había terminado por disiparse, y del inmenso cielo sin nubes descendía una dulzura de pureza infinita.

—¡Oh, Pedro, qué hermoso es esto! —exclamó María, estrechándole frenéticamente la mano.

E, inclinándose hacia él, añadió a media voz:

—Acabo de ver, Pedro, a la Virgen, y le he pedido y obtenido que le cure a usted.

El sacerdote, comprendiéndolo todo, quedó trastornado por aquellos ojos de divina luz que estaban clavados en los suyos. María, olvidándose de sí misma, había pedido la conversión de él.

Y aquel anhelo de fe, que brotaba cándido de una criatura dolorida, le sacudía el alma. ¿Por qué no había de creer algún día?

Él mismo sentíase impresionado por tantos relatos extraordinarios. El calor sofocante del vagón le había mareado; el espectáculo de las miserias amontonadas allí le desgarraba el alma.

Y el contagio comenzaba a producir su efecto; no sabía a punto fijo dónde llegaban lo real y lo posible, incapaz de tomar partido en medio de aquel cúmulo de hechos pasmosos, explicando los unos y rechazando los otros. En aquel momento elevose como un cántico nuevo que lo sacó de la corriente obstinada de su obsesión. Ya no se pertenecía; se imaginó que acababa de creer en el vértigo alucinado de aquel hospital que rodaba y rodaba a todo vapor.