I
En el tren en marcha, los peregrinos y los enfermos, hacinados en los duros asientos del coche de tercera, terminaban el Ave Maris Stella, que empezaron a entonar al salir de la estación de Orleans, a tiempo que María, medio incorporada en su mísero lecho y presa de febril impaciencia, divisó las fortificaciones.
—¡Ah, las fortificaciones! —exclamó alegremente, a pesar de su sufrimiento—. Ya estamos fuera de París. ¡Por fin hemos salido!
Su padre, el señor de Guersaint, que estaba delante de ella, sonrió al verla contenta, en tanto que el abate Pedro Froment, que la contemplaba con ternura fraternal, dijo en voz alta, llevado de su inquieta piedad:
—Tenemos ahora hasta mañana muy temprano; llegaremos a Lourdes a las tres y cuarenta. ¡Más de veintidós horas de viaje!
Eran las cinco y media. El sol acababa de salir radiante en la pureza de un espléndido amanecer. Era un viernes, 19 de agosto. En el horizonte, pesadas nubecillas presagiaban un terrible día de calor tormentoso. Y los oblicuos rayos solares atravesaban los compartimientos del vagón, llenándolos de un agitado polvo dorado.
María, recayendo en su angustia, murmuró:
—Sí, veintidós horas. ¡Dios mío, cuánto falta todavía!
Su padre la ayudó a recostarse de nuevo en la estrecha caja de forma acanalada en que llevaba viviendo siete años. En la estación habían consentido en admitir excepcionalmente como equipaje los dos pares de ruedas desmontables que se adaptaban a la caja para pasearla. Metida entre las tablas de aquel ataúd ambulante, ocupaba tres asientos del banco.
Estuvo un instante con los párpados cerrados; su rostro demacrado y terroso y su aspecto de niña enfermiza, a pesar de sus veinte años, encantaban, sin embargo, por su maravillosa cabellera rubia, cabellera de reina que la enfermedad respetaba. Vestía un sencillo traje de lanilla negra, y llevaba colgada del cuello la tarjeta de la Hospitalidad con su nombre y número de orden. Ella misma la había exigido, pues no quería ser gravosa a los suyos, caídos poco a poco en una situación apurada. Por eso se encontraba allí, en la tercera clase del tren blanco, del tren de los enfermos graves, el más triste de los catorce trenes que aquel día iban a Lourdes, y en el que se amontonaban, además de quinientos peregrinos sanos, cerca de trescientos desgraciados consumidos por la debilidad y flagelados por el sufrimiento, trasladados a toda marcha de un extremo a otro de Francia.
Disgustado por haberla entristecido, Pedro continuaba contemplándola con afectuosa mirada de hermano mayor. Acababa de cumplir treinta años, y era pálido, delgado, de ancha frente. Después de haber cuidado de los menores detalles del viaje, se empeñó en acompañarla y consiguió que le admitieran como miembro auxiliar de la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud. Por eso llevaba en la sotana la cruz roja con ribete anaranjado de los camilleros. El señor de Guersaint, en cambio, no llevaba prendida de la solapa de su chaqueta gris más que la crucecita escarlata de los peregrinos. Parecía encantado del viaje, pues no apartaba los ojos del paisaje y movía continuamente su cabeza de pájaro amable y distraído. Tenía el aspecto de un hombre muy joven, aunque había cumplido los cincuenta.
En el departamento inmediato, a pesar de la violenta trepidación, que arrancaba suspiros a María, habíase puesto de pie sor Jacinta, que notó que el sol daba de lleno en la joven.
—Baje usted la cortina, señor abate. Es necesario que nos acomodemos y pongamos en orden las cosas.
Con su hábito negro de monja de la Asunción, en el que contrastaban la cofia, el griñón y el amplio delantal blancos, sor Jacinta sonreía, activa e infatigable. Su juventud estallaba en su boca, pequeña y fresca, y en el fondo de sus hermosos ojos azules, siempre tiernos.
—Este sol nos está asando. ¡Por favor, señora, baje usted también la cortinilla!
La señora de Jonquière, sentada en un rincón, junto a la monja, llevaba sobre la falda su maletín. Lentamente bajó la cortinilla. Morena y fuerte, era aún agradable, aunque tenía una hija de veinticuatro años, Raimunda, a quien, por respeto a las conveniencias, había acomodado con dos señoras hospitalarias, la señora Désagneaux y la señora Volmar, en un coche de primera clase. Directora de una sala del Hospital de Nuestra Señora de los Dolores, de Lourdes, jamás abandonaba a sus enfermos. Por fuera, sobre la puerta del compartimiento se balanceaba el cartelito reglamentario, en el que se hallaban escritos, debajo de su nombre, los de las dos hermanas de la Asunción que la acompañaban. Viuda de un hombre arruinado, vivía modestamente con su hija de una renta de cuatro o cinco mil francos en el fondo de un patio de la calle de Vaneau. Era una mujer de inagotable caridad que dedicaba todo su tiempo a la obra de la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud, cuya roja cruz llevaba también sobre su hábito carmelitano, y en cuya obra era una de sus más activas colaboradoras. De temperamento algo altanero, gustaba de ser querida y adulada, y se sentía feliz en aquel viaje anual, que satisfacía su vanidad y su corazón.
—Tiene usted razón, hermana; vamos a instalarnos. No sé por qué llevo en la mano este maletín.
Y lo colocó junto a sí, sobre el banco.
—¡Cuidado! —advirtió sor Jacinta—. Tiene usted el jarro de agua entre las piernas, y le está molestando.
—No, no me molesta. Déjelo; en alguna parte ha de estar.
Se pusieron las dos, entonces, a arreglar sus cosas, a fin de pasar allí lo más cómodamente posible un día y una noche con sus enfermos. Lo lamentable era que no habían podido alojar a María en su compartimiento, pues ésta prefirió estar junto a Pedro y a su padre; pero por encima del tabique de separación podían charlar a sus anchas. Por lo demás, todo el vagón con sus compartimientos de diez asientos cada uno, no era más que una sola habitación, corrida y común, que podía abarcarse de un vistazo. Entre las desnudas y amarillentas maderas de los tabiques, y bajo el blanco techo artesonado, parecía aquello una verdadera sala de hospital, con el desorden y la confusión de una ambulancia improvisada. Medio ocultos bajo los asientos, veíanse vasijas, orinales, escobas y esponjas. Además, como el tren no llevaba furgón de equipajes, había bultos apilados o esparcidos por todas partes; eran maletas, cajas de madera, sombrereras, maletines, sacos formando desordenados montones de cosas viejas sujetas con cordeles. En el espacio, el mismo revoltijo: ropas, paquetes y canastos, colgados de perchas metálicas, se balanceaban sin reposo. En medio de aquella ropavejería, los enfermos graves, tendidos en sus exiguos colchones que ocupaban varios asientos, oscilaban a causa de las ruidosas sacudidas de la marcha, mientras que los que podían mantenerse sentados se pegaban a los tabiques, apoyándose en almohadas, lívido el semblante. Reglamentariamente debía haber en cada compartimiento una dama hospitalaria. En el otro extremo se encontraba otra monja de la Asunción, sor Clara de los Ángeles. Había peregrinos sanos que se levantaban, comían y bebían ya. En el fondo, un compartimiento estaba totalmente ocupado por diez mujeres peregrinas apretadas unas junto a otras; jóvenes y viejas, todas eran de la misma fealdad lastimosa y triste. Y como nadie se atrevía a bajar los cristales a causa de los tísicos que iban allí, empezó a hacerse sentir el calor, así como un olor insoportable que parecía desprenderse poco a poco de las sacudidas de la marcha a toda velocidad.
En Juvisy se rezó el rosario. A las seis pasaba el tren vertiginosamente por la estación de Brétigny, cuando sor Jacinta se levantó. Ella era la que dirigía los ejercicios piadosos, cuyo programa seguía la mayor parte de los peregrinos en un librito de tapas azules.
—¡El Ángelus, hijos míos! —dijo sonriendo y con aire maternal, que su misma juventud hacía más encantador y dulce.
Otra vez se sucedieron las avemarías. Al terminar, Pedro y María se interesaron por dos mujeres que ocupaban los otros dos rincones de su compartimiento. Una de ellas, la que se hallaba a los pies de María, era una rubia esbelta de aspecto burgués, de algo más de treinta años, prematuramente marchita. Casi desaparecía, sin ocupar apenas sitio, entre los pliegues de su oscuro vestido, con sus cabellos descoloridos y su cara larga y angustiada, que trasuntaba un abandono sin límites y una tristeza infinita. La otra, la que estaba frente a ella, en el banco del abate Pedro, era una obrera de la misma edad, con toca negra, de rostro consumido por la miseria y la preocupación, que llevaba en el regazo una niña de siete años, tan paliducha y menuda que apenas parecía tener cuatro. Aquella niña, de nariz respingona y párpados azulados, que se cerraban en una cara de cera, no podía hablar, y sólo exhalaba un leve y débil gemido, que desgarraba el corazón de su madre, inclinada sobre ella.
—¿Comería unas uvas? —preguntó tímidamente, señalando a la niña, una señora, muda hasta entonces—. Las llevo en el cesto.
—Gracias, señora —contestó la obrera—. No toma más que leche, y eso… He tenido buen cuidado de traer una botella.
Y cediendo a la necesidad de desahogarse que sienten los desdichados, contó su historia. Era viuda; su marido, llamado Vincent, dorador de oficio, había muerto tísico. Sin más compañía que su Rosita, que era su pasión, trabajaba día y noche de costurera para criar a la niña. Pero sobrevino la enfermedad. Hacía catorce meses que la tenía así, en sus brazos, cada vez más dolorida y aniquilada. Un día, ella, que nunca iba a misa, entró en una iglesia, empujada por la desesperación, para implorar la curación de su hija; y allí creyó oír una voz que le decía que la llevara a Lourdes, donde la Santa Virgen se apiadaría de ella. Sin conocer a nadie, sin saber siquiera cómo se participaba en una peregrinación, sólo tuvo una idea: trabajar, economizar el dinero del viaje, tomar un boleto y partir con el franco y medio sobrante, sin llevar más que una botella de leche para la criatura, sin pensar siquiera en comprarse para sí un trozo de pan.
—¿Y qué es lo que tiene la Pobrecita? —inquirió la señora.
—¡Ay, señora! Seguramente es tisis intestinal. No sé qué nombre le dan los médicos. Empezó por unos dolorcitos de vientre. Después éste se le hinchó, y sufría tanto que sólo el verla hacía llorar. Ahora la hinchazón del vientre ha desaparecido; no es más que piel y huesos. Ni parece que tuviera piernas, de tan flaca que está; se consume en sudores continuos…
Y como Rosita gimiera abriendo los párpados, la madre se inclinó sobre ella, pálida y turbada.
—¿Qué te pasa, cielito, tesorito mío? ¿Quieres beber?
Pero la niña, después de mostrar sus ojos vagos de un azul de cielo nublado, los cerró enseguida. Hundida en su postración, ni siquiera respondió. Llevaba un vestido blanco, suprema coquetería de la madre, que había hecho aquel gasto inútil en la esperanza de que la Virgen sería bondadosa con su enferma.
Después de un corto silencio, la señora de Vincent prosiguió:
—¿Y usted, señora, va a Lourdes por algo personal suyo? Se ve que está usted enferma.
La señora se asustó y, reacomodándose con gesto dolorido en un rincón, murmuró:
—¡No, no! No estoy enferma… ¡Quisiera Dios que lo estuviese; sufriría menos!
La señora de Maze, que tal era su nombre, llevaba en su corazón un incurable pesar. Habiéndose casado por amor con un mozo de buena posición, pero calavera, viose abandonada al cabo de un año de luna de miel. Su marido, que ganaba mucho dinero como viajante de joyería, y se hallaba por ello la mayor parte del año fuera de su casa, la engañaba de una frontera a la otra de Francia, y hasta se hacía acompañar por sus queridas. Y su esposa, que le adoraba, sufría tan horriblemente por ello que se echó en brazos de la religión. Así acabó decidiéndose a ir a Lourdes para suplicar a la Virgen que convirtiese a su marido y se lo devolviera.
La señora de Vincent, aunque sin comprenderla, adivinó, sin embargo, un gran dolor moral. Y ambas continuaron mirándose: la esposa abandonada, que agonizaba en su pasión, y la madre, que moría viendo morir a su hija.
Pedro, lo mismo que María, había escuchado la conversación. Por ello intervino, expresando su extrañeza de que la obrera no hubiera hecho hospitalizar a su enfermita. La Asociación de Nuestra Señora de la Salud había sido fundada por los padres agustinos de la Asunción, después de la guerra, con el fin de trabajar por la salvación de Francia y la defensa de la Iglesia mediante la oración común y el ejercicio de la caridad. Eran ellos, precisamente, los que, provocando el movimiento de las grandes peregrinaciones, habían creado y acrecentado sin cesar, desde hacía veinte años, la romería nacional que anualmente, a fines de agosto, se dirigía a Lourdes. De esta manera y poco a poco había ido perfeccionándose una excelente organización, a base de limosnas que se recogían en todo el mundo, de enfermos alistados en todas las parroquias y de convenios concertados con las compañías de ferrocarril. Todo ello sin contar la tan activa ayuda de las hermanas de la Asunción y la creación de la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud, vasta congregación de todas las abnegaciones, en que hombres y mujeres, en su mayoría pertenecientes a la alta sociedad, bajo las órdenes del director de las peregrinaciones, cuidaban de los enfermos, se encargaban de su traslado y velaban por la disciplina.
Los enfermos tenían que presentar una petición por escrito para obtener la hospitalización, lo cual les ahorraba los gastos menudos del viaje y la estancia; se les recogía y se les reintegraba a domicilio; por tanto, no tenían que llevar más que unos pocos alimentos para el camino. A decir verdad, en su mayoría eran recomendados por sacerdotes o personas caritativas que se ocupaban de los informes, de la formación del expediente, de los documentos de identidad necesarios y de los certificados médicos. Hecho lo cual, los enfermos no tenían que ocuparse ya de nada; eran sólo triste carne destinada a los sufrimientos y a los milagros entre las manos fraternales de los hospitalarios de uno y otro sexo.
—Usted, señora —explicaba Pedro—, no tenía más que haberse dirigido al cura de su parroquia. Esta pobre niña merece todas las simpatías. Habría sido inmediatamente admitida.
—No lo sabía, señor abate.
—Y entonces, ¿qué ha hecho usted?
—He comprado un pasaje, señor abate, en un sitio que me ha indicado una vecina que lee los periódicos.
Se refería a los pasajes de precio muy reducido que vendían a los peregrinos que los podían pagar.
María, al escucharla, sintió una gran compasión y un poco de vergüenza, ya que ella, que no era ni con mucho una indigente, había conseguido que la hospitalizaran gracias a Pedro, mientras que aquella madre y su pobre hija, después de haber invertido sus exiguas economías, se habían quedado sin un céntimo.
En esto, una violenta sacudida del coche le arrancó un quejido.
—¡Ay, papá! Levántame un poco, por favor. Ya no puedo estar más de espaldas.
Tan pronto como el señor de Guersaint la hubo sentado, María suspiró profundamente. No bien pasado Etampes, el cansancio comenzó a ser general, con el sol más fuerte, el polvo y el ruido. La señora de Jonquière pósose de pie para animar a la joven, por encima del tabique divisorio, con palabras alentadoras. También sor Jacinta se levantó y dio alegremente una palmada para hacerse oír y obedecer de uno a otro extremo del coche.
—¡Ea, no pensemos más en nuestras penas! Recemos y cantemos, que la Santísima Virgen nos ayudará —y comenzó el rosario con las palabras de Nuestra Señora de Lourdes.
Todos los enfermos y peregrinos la siguieron. Era la primera parte, compuesta de cinco misterios gozosos: la Anunciación, la Visitación, la Natividad, la Purificación y la Pérdida y hallazgo de Jesús. Luego, todos entonaron el cántico «Contemplemos al celestial arcángel».
Las voces se quebraban entre el fragor de las ruedas, y no se oía sino el sordo rumor de aquel rebaño que se asfixiaba en el fondo de un vagón cerrado que corría sin parar.
El señor de Guersaint, aunque creyente, nunca podía llegar hasta el final de un cántico. Se levantaba y volvía a sentarse. Acabó acodándose sobre el tabique divisorio y hablando en voz baja con un enfermo reclinado en el mismo tabique, en el compartimiento contiguo. El señor Sabathier era un hombre de unos cincuenta años, rechoncho, de cabeza grande y completamente calvo. Enfermo de ataxia desde hacía quince años, sólo sufría en los ataques, pero tenía las piernas completamente tullidas. Su mujer, que le acompañaba, se las cambiaba de sitio cuando acababan pesándole mucho, cual si fueran lingotes de plomo.
—Sí, señor. Aquí donde me ve, soy un antiguo profesor de quinto año del Liceo Carlomagno. Al principio creí que se trataba de una simple ciática. Luego tuve dolores como estocadas de fuego en los músculos. Durante diez años me vi invadido poco a poco por el mal; he consultado a todos los médicos y he tomado todas las aguas imaginables. Ahora sufro menos, pero no puedo moverse de mi sillón. Esto explica por qué yo, que había vivido sin religión, he vuelto a Dios, pensando que era muy desgraciado y que la Virgen de Lourdes no podría menos que apiadarse de mí.
Pedro, interesado por aquellas palabras, se había acercado y escuchaba a su vez.
—¿No es verdad, señor abate —díjole el señor Sabathier—, que el sufrimiento es lo que mejor despierta las almas? Este es el séptimo año que voy a Lourdes sin desesperar de mi curación. Estoy convencido de que ahora la Virgen milagrosa me curará. Sí, todavía pienso andar, y vivo con esa esperanza.
El señor. Sabathier se interrumpió, pues quería que su mujer le colocara las piernas más a la izquierda. Pedro le miraba sorprendido de hallar tal firmeza de fe en un intelectual, en uno de esos universitarios tan volterianos por lo general. ¿Cómo había podido germinar y echar raíces en aquella mente la creencia en el milagro? Sólo un gran dolor explicaba aquella necesidad de ilusión, aquel florecer de la eterna consoladora, como el mismo interesado decía.
—Como ustedes ven, mi mujer y yo vamos vestidos como los pobres; este año he querido ser un pobre más, y me he hecho hospitalizar por humildad, para que la Santa Virgen me confunda con los desgraciados, sus hijos… Sólo que, no queriendo ocupar el sitio de un verdadero pobre, he entregado cincuenta francos a la Hospitalidad, lo cual, como ustedes no ignoran, da derecho a llevar un enfermo en la peregrinación. Ya conozco al mío. Me lo presentaron hace un momento en la estación. Parece un tuberculoso, y me ha impresionado mucho…
Hubo un nuevo silencio.
—¡En fin, que la Virgen, que lo puede todo, lo salve también, y con ello se colmará mi dicha!
Los tres hombres, aislados de los demás viajeros, continuaron la conversación, tratando primeramente de medicina y pasando luego a una discusión sobre la arquitectura romana, a propósito de un campanario divisado sobre una colina, y al que todos los peregrinos saludaron con la señal de la cruz. El joven sacerdote y sus dos compañeros, abstraídos en medio de aquella pobre gente enferma, entre aquellos espíritus sencillos embrutecidos por la miseria, se entregaban a las inclinaciones de sus inteligencias cultivadas.
En la hora transcurrida se cantó dos veces. Habíase pasado por las estaciones de Toury y de Aubrais, cuando en Beaugency cortaron por fin su conversación al oír que sor Jacinta, después de haber dado unas palmadas, comenzaba con su voz fresca y sonora:
—Parce, Domine, parce populo tuo…
Y se reanudó el cántico, en el que todas las voces se unieron. Aquella oleada de preces que renacía sin cesar, ya aplacada por el dolor, ya exaltada por la esperanza, invadía poco a poco a los seres agobiados por la preocupación de las bendiciones y de las curaciones, que iban a buscar tan lejos.
Al sentarse Pedro nuevamente, vio a María muy pálida y con los ojos cerrados. Sin embargo, por la dolorosa contracción de su rostro, comprendió que no dormía.
—¿Es que vuelve a sufrir usted?
—¡Oh, sí! Horriblemente. No llegaré al final. En este traqueteo continuo…
Gimiendo, volvió a abrir los ojos. Estaba sentada, desfallecida, mirando a los demás enfermos. Precisamente, en el compartimiento contiguo, frente al señor Sabathier, acababa de incorporarse una mujer, la Grivotte, que hasta ese momento había permanecido tendida, sin aliento, como una muerta. Era una mujer soltera, de más de treinta años, derrengada y de aspecto extravagante, de cara redonda y consumida, a la que sus cabellos crespos y sus ojos centelleantes la hacían casi hermosa. Estaba tísica en tercer grado.
—¿Verdad, señorita —dijo, dirigiéndose a María, con voz ronca y apenas inteligible—, que sería muy agradable descansar un poco? Pero no hay manera, porque esas ruedan le dan vuelta a una en la cabeza.
A pesar de la fatiga que sentía al hablar, siguió haciéndolo para dar detalles de sí misma. Era colchonera, y durante mucho tiempo había ido en Bercy de patio en patio haciendo colchones con una tía suya. Atribuía su dolencia a las apestosas lanas cardadas por ella en su juventud. Hacía cinco años que rodaba por los hospitales de París, por lo que hablaba familiarmente de los grandes médicos. Las hermanas del hospital Lariboisière, viéndola tan devota, procuraron convencerla, y finalmente la convencieron, de que la Virgen la esperaba en Lourdes para curarla.
—Buena falta que me hace. Dicen que tengo un pulmón perdido y que el otro no está mucho mejor. Cavernas, ¿sabe usted? Al principio sentía dolores sólo en la espalda y escupía saliva espumosa. Después adelgacé; inspiraba lástima. Ahora estoy siempre empapada en sudor, la tos parece que me arranca el corazón, y no puedo escupir de espesa que es la saliva… Como usted ve, no puedo tenerme en pie, y ya ni como.
El ahogo la detuvo, poniéndose lívida.
—De todos modos, prefiero estar en mi pellejo que no en el del hermano que ocupa el compartimiento que está detrás de usted. Tiene lo mismo que yo, pero más avanzado.
Se engañaba. Junto a María estaba, en efecto, un joven misionero, el hermano Isidoro, tendido en un colchón, y al que no veía porque no podía levantar ni un dedo. Pero no estaba tísico, sino que se moría de una inflamación al hígado, adquirida en el Senegal. Muy alto y muy flaco, tenía una cara amarillenta, seca y mortecina, como de pergamino. El absceso formado en el hígado había terminado por salir al exterior, y la supuración le agotaba, en un continuo tiritar de fiebre, vómitos y delirios. Sólo vivían aún sus ojos, unos ojos de inextinguible amor, cuya llama iluminaba su rostro agonizante de Cristo crucificado, un rostro vulgar de campesino que la fe y la pasión hacían por momentos sublime. Era bretón, último y enteco vástago de una familia muy numerosa, y había cedido a sus hermanos la poca tierra que le correspondió en herencia. Le acompañaba una de sus hermanas, Marta, dos años menor que él, que había ido a París a ganarse la vida en quehaceres domésticos, y tan abnegada en su insignificancia de sirvienta que había dejado su colocación para seguirle y estaba consumiendo sus escasos ahorros.
—Yo estaba en el suelo, en el andén, cuando lo metieron en el vagón —continuó diciendo la Grivotte—. Le sostenían cuatro hombres…
Pero no pudo hablar más. Un ataque de tos la sacudió, tumbándola sobre el asiento. Se ahogaba, y las roséolas de sus mejillas se pusieron cárdenas. Al instante, sor Jacinta le alzó la cabeza y le secó los labios con un pañuelo, que se manchó de sangre. Al mismo tiempo, la señora de Jonquière atendía a la enferma que tenía delante. Era ésta la señora de Vêtu, esposa de un modesto relojero del barrio de Mouffetard, que no había podido cerrar el negocio para acompañarla a Lourdes. Por eso se había acogido a la hospitalización, para tener la certeza de que la cuidarían. El miedo a la muerte la restituyó a la Iglesia, que no había vuelto a pisar desde su primera comunión. Se sabía condenada, roída por un cáncer en el estómago; tenía el semblante extraviado y anaranjado de los cancerosos, y estaba ya en el período de las deyecciones negras como el hollín. De repente se puso a vomitar y perdió el conocimiento. En cuanto abrió la boca, exhaló un olor espantoso, una pestilencia que revolvía las tripas.
—Esto no es posible —murmuró la señora de Jonquière, que se sentía desmayar—. Hay que hacer entrar un poco de aire para que esto se ventile.
Sor Jacinta acababa de acomodar a la Grivotte entre sus almohadas.
—Tiene usted razón —repuso—. Abramos unos minutos, pero no por este lado, pues temo un nuevo ataque de tos. Abra usted por ahí.
El calor apretaba cada vez más, y la asfixia era general en aquel ambiente pesado y nauseabundo. La ráfaga de aire puro que entró fue un alivio. Por unos momentos hubo otros cuidados, y se procedió a una limpieza general: la monja acomodaba vasijas y orinales, cuyo contenido arrojaba por la ventanilla, mientras la enfermera de turno limpiaba con una esponja el piso, reciamente sacudido por la trepidación del convoy. Hubo que arreglarlo todo de nuevo. Enseguida fue preciso atender a la cuarta enferma, que aún no se había movido. Era una muchacha delgada, con la cara envuelta en una mantilla negra, que dijo que tenía hambre.
La señora de Jonquière se ofreció con abnegación serena.
—No se moleste usted, hermana. Yo le cortaré el pan en pedacitos.
María, en su necesidad de distraerse, se había interesado por aquella cara rígida, oculta bajo el negro velo. Sospechaba que tendría alguna llaga en el rostro. Le habían dicho que se trataba de una criada. La infeliz, oriunda de Picardía y llamada Elisa Rouquet, había tenido que dejar su colocación y vivía en París en casa de una hermana suya que la maltrataba, pues no habían querido admitirla en ningún hospital por no estar precisamente enferma. Fanática, sentía desde hacía meses el ardiente deseo de ir a Lourdes. María esperaba, no sin temor, que apartara el velo.
—¿Son bastante pequeños? —preguntaba la señora de Jonquière, maternalmente—. ¿Podría introducirlos en la boca?
Bajo la mantilla negra, una voz ronca gruñó:
—Sí, señora, sí.
Por fin cayó, y María se estremeció de horror. Era un lupus, que había invadido la nariz y la boca, y seguía creciendo poco a poco; la lenta ulceración se extendía sin cesar bajo las costras, destruyendo las mucosas. La cabeza, alargada en forma de hocico de perro, con sus cabellos lacios y sus hinchados ojos redondos, impresionaba horriblemente. Los cartílagos de la nariz se hallaban casi enteramente comidos, y la boca se había contraído hacia la izquierda debido a la hinchazón del labio superior, con lo que parecía una hendidura oblicua, inmunda y deforme. Un sudor de sangre mezclada con pus se desprendía de la enorme y lívida llaga.
—¡Oh, mire usted, Pedro! —murmuró María, trémula.
El sacerdote se estremeció a su vez, al ver cómo Elisa Rouquet deslizaba con precaución los trocitos de pan en el sanguinolento orificio que le servía de boca. Todos los ocupantes del vagón se habían demudado ante el horroroso espectáculo. Y en todos aquellos corazones, henchidos de esperanza, nacía el mismo pensamiento. ¡Oh, Virgen santa, Virgen poderosa, qué milagro más estupendo si se curara aquel mal!
—Hijos míos, no pensemos en nosotros si queremos estar bien —repitió sor Jacinta.
Hizo rezar la segunda parte del rosario, con los cinco misterios dolorosos: Jesús en el huerto de los olivos, Jesús azotado, Jesús coronado de espinas, Jesús con la cruz a cuestas y Jesús moribundo en la cruz, y luego siguió con el salmo «Confío, ¡oh Virgen!, en tu auxilio».
Acababan de pasar por Blois; hacía ya más de tres horas que andaban. María, apartando la mirada de Elisa Rouquet, la fijó en un hombre que ocupaba un rincón del compartimiento de su derecha, donde yacía el hermano Isidoro. Varias veces lo había visto; iba pobremente vestido con una levita vieja negra, y era joven todavía, aunque con una barba rala y entrecana. Pequeño y magro, con la cara huesuda y sudorosa, parecía sufrir mucho. No obstante, permanecía inmóvil, hecho un ovillo en su rincón, sin hablar con nadie y mirando obstinadamente ante sí, con los ojos muy abiertos. De pronto, María notó que se le cerraban los párpados y se desvanecía.
Entonces llamó la atención de sor Jacinta.
—Parece que ese señor se siente mal, hermana.
—¿Cuál, hija mía?
—Aquel que tiene la cabeza doblada.
La emoción fue general. Todos los peregrinos sanos se pusieron en pie para ver. La señora de Jonquière gritó a Marta, la hermana del hermano Isidoro, para que golpeara con las suyas las manos de aquel hombre.
—Pregúntele qué le duele.
Marta lo sacudió y lo interrogó; pero el hombre siguió, con los ojos siempre cerrados, respirando anhelosamente.
Se oyó una voz asustada que decía:
—Creo que ese hombre se muere.
El miedo fue en aumento; todos hablaban consultándose de un extremo a otro del vagón. Nadie conocía a aquel hombre. No parecía un hospitalizado, pues no llevaba al cuello la tarjeta blanca, color del tren. Uno contó que, tres minutos antes de la partida, le había visto llegar arrastrándose, y que se había tirado con aire de inmensa fatiga en aquel rincón, donde se moría. Desde entonces no se había movido. Alguien dio con su pasaje, colocado en la cinta de su viejo sombrero de copa alta, colgado junto a él:
Sor Jacinta exclamó:
—¡Aún respira! Pregúntele cómo se llama.
Pero el hombre, interrogado nuevamente por Marta, sólo emitió un quejido, un grito apenas balbuceado:
—¡Oh, cómo sufro!
Era la única respuesta que daba. A todo lo que se le preguntaba —quién era, de dónde venía, qué enfermedad tenía, qué cuidados podían prestársele—, respondía invariablemente exhalando el mismo gemido:
—¡Oh, cómo sufro! ¡Oh, cómo sufro!
Sor Jacinta se revolvía de impaciencia. ¡Si al menos hubiera estado en el mismo compartimiento! Y se propuso cambiar de lugar. Pero el caso es que el tren no paraba hasta Poitiers. La situación volvíase tanto más terrible cuanto que la cabeza de aquel hombre se había doblado otra vez.
—¡Se muere, se muere! —repitió la misma voz de antes.
¡Dios mío! ¿Qué hacer? La monja sabía que en el tren iba un padre de la Asunción, el padre Massias, con los santos óleos para administrarlo a los moribundos, pues todos los años morían algunos por el camino. Pero no se atrevía a dar la señal de alarma. Por otra parte, en el furgón de la cantina, atendido por la hermana San Francisco, iba un médico con un botiquín. Si el enfermo llegaba hasta Poitiers, donde el tren pararía media hora, se le prodigarían todos los cuidados posibles. Lo atroz sería que muriera antes de alcanzar a Poitiers. Sin embargo, el hombre parecía calmarse, pues respiraba de una manera más regular y, aparentemente, dormía.
—¡Morir antes de llegar! —murmuró María, estremeciéndose—. ¡Morir ante la tierra prometida!
Y como su padre intentase tranquilizarla, añadió:
—¡Es que yo también sufro tanto!…
—Tenga confianza en la Santísima Virgen —dijo Pedro—, que vela por usted.
Como ya no podía seguir sentada, fue necesario acostarla de nuevo en su estrecho ataúd. Su padre y el sacerdote hubieron de proceder para ello con infinitas precauciones, porque la menor sacudida le arrancaba un gemido. María quedó casi sin respirar, como muerta, con su rostro de agonizante orlado por su magnífica cabellera rubia.
Hacía aproximadamente cuatro horas que el convoy marchaba sin detenerse. El vagón se sacudía mucho, con insoportable movimiento, porque era el último; las cadenas de amarre chirriaban y las ruedas rechinaban furiosamente. Por las ventanillas, que al fin se pudo dejar entreabiertas, penetraba un polvo acre y ardiente. Pero lo más terrible era el calor, un sofocante calor de tempestad, bajo un cielo aleonado, invadido poco a poco por espesos nubarrones. Los compartimientos se habían recalentado y todo el tren parecía una casa ambulante en que se comía y se bebía, y donde los enfermos satisfacían todas sus necesidades en un ambiente de aire viciado y entre la baraúnda de quejas, oraciones y cánticos.
María no era la única que había empeorado, pues los demás sufrían igualmente a causa del viaje. Sobre las rodillas de su madre desesperada, que la miraba con sus grandes ojos empañados en lágrimas, la pobre Rosita ya no se movía, y estaba tan pálida que por dos veces la señora de Maze se había inclinado para tocarle las manos, de miedo de encontrarlas yertas. A cada momento, la señora de Sabathier tenía que cambiar de sitio las piernas de su marido, porque, según decía él, le pesaban tanto que sentía como si le arrancaran las caderas. El hermano Isidoro había lanzado unos gritos en medio de su habitual sopor, y su hermana no pudo aliviarle más que incorporándolo y teniéndolo entre sus brazos. La Grivotte parecía dormir, pero estaba agitada por un hipo persistente, y un hilillo de sangre manaba de su boca. La señora de Vêtu expelió otro flujo negro y pestilente. Elisa Rouquet no pensaba ya en ocultar la horrible llaga abierta en su rostro. Y el hombre del rincón seguía respirando anhelosamente, como si fuera a expirar a cada momento. En vano la señora de Jonquière y sor Jacinta se multiplicaban para aliviar tantos males. Era un infierno aquel vagón de miseria y de dolor, que corría a todo vapor, sacudido por el traqueteo que balanceaba los equipajes, las ropas viejas colgadas y los cestos deshechos y ensartados con cordeles, mientras en el compartimiento del fondo las diez peregrinas, viejas y jóvenes, pero todas lastimosamente feas, cantaban sin interrupción con voz chillona, lamentable y falsa.
Entonces, Pedro pensó en los demás vagones del tren, de aquel tren blanco destinado especialmente al transporte de los enfermos graves: todos, los trescientos enfermos y los quinientos peregrinos, marchaban unidos por el mismo sufrimiento. Enseguida pensó en los otros trenes que salían de París esa misma mañana: en el tren gris y en el tren azul, que habían precedido al tren blanco, y en el tren verde, en el tren amarillo, en el tren rosa y en el tren anaranjado, que le seguían. De un extremo a otro de la línea, había trenes lanzados a todas horas. Pensó igualmente en otros más: en los que el mismo día partían de Orleans, de Mans, de Poitiers, de Burdeos, de Marsella, de Carcasona. El suelo de Francia era surcado en todas direcciones, a esa mismo hora, por trenes parecidos que se dirigían hacia la gruta sagrada conduciendo treinta mil enfermos y peregrinos a los pies de la Virgen. Pensó también en las caravanas humanas que iban allí incesantemente durante los otros días del año, en que no pasaba semana sin que Lourdes viera llegar una peregrinación, pues no era sólo Francia la que se ponía en movimiento, sino toda Europa y todo el mundo, de modo que en años de gran exaltación religiosa había trescientos mil y hasta medio millón de peregrinos y enfermos junto a la gruta.
Pedro creía oír aquellos trenes en marcha, procedentes de todas partes y convergentes hacia el mismo hueco de la roca donde ardían los cirios de la fe. Todos zumbaban entre gritos de dolor y ráfagas de cánticos. Eran los hospitales ambulantes de los enfermos desesperados, era la flecha del sufrimiento humano lanzada hacia la esperanza de la curación, era una furiosa necesidad de alivio a través de las crisis recrudecidas, bajo la amenaza de la muerte, súbita y horrorosa, entre el zarandeo de la multitud. Los convoyes rodaban, seguían rodando, rodaban sin término, transportando la miseria del mundo, camino de la divina ilusión, salud de los enfermos y consuelo de los afligidos. Y una inmensa piedad se desbordó del corazón de Pedro al pensar en la humana religión de tantos males y de tantas lágrimas, que así atormentaba al hombre débil y desamparado. Sentía una tristeza de muerte y un ardiente anhelo de hacer el bien, que era como la llama inextinguible de su solidaridad con todas las cosas y todos los seres.
A las diez y media, cuando salieron de la estación de Saint Pierre des Corps, sor Jacinta dio la señal conocida, y todos empezaron a salmodiar la tercera parte del rosario con los cinco misterios gloriosos: la Resurrección de Nuestro Señor, la Ascensión de Jesucristo, la venida del Espíritu Santo, la Asunción de la Santísima Virgen y la Coronación de Nuestra Señora. Luego entonaron el cántico de Bernadette, infinita lamentación de sesenta estrofas, interrumpida a trechos por el estribillo de la salutación angélica, arrullo prolongado, lenta obsesión que termina señoreándose de todo el ser y sumiéndolo en un sueño extático en la deliciosa espera del milagro.