I

El reloj de la estación, cuyo cuadrante iluminaba un reflector, marcaba las tres y veinte. Bajo la marquesina que cubría el andén, de unos cien metros de largo, iban y venían sombras resignadas a la espera. A lo lejos, en la oscuridad del campo, no se veía más que la luz roja de una señal.

Dos de los que paseaban se detuvieron. El más alto era el reverendo Fourcade, padre de la Asunción y director de la peregrinación nacional, y había llegado el día antes; hombre de sesenta años, arrogante bajo su esclavina negra de gran capuchón, su hermoso semblante, de ojos claros y dominadores y barba tupida y agrisada, era el de un general inflamado por la voluntad inteligente de la conquista. Sin embargo, arrastraba algo una pierna, por efecto de un súbito ataque de gota, y se apoyaba en el hombro de su compañero, el doctor Bonamy, médico adscrito a la oficina de comprobación de los milagros. Era éste bajo, de cara afeitada, ojos empañados y como enturbiados y facciones angulosas y tranquilas.

El padre Fourcade interpeló al jefe de la estación, que salía corriendo de su oficina:

—¿Viene muy retrasado el tren blanco, caballero?

—No, reverendo padre, diez minutos. Estará aquí a la media… Lo que me preocupa es el tren de Bayona, que ya debiera haber pasado.

El jefe reanudó su carrera para dar una orden. Luego volvió, nervioso, con aquella agitación febril que lo mantenía en pie de día y de noche, cuando llegaban las grandes peregrinaciones. Para aquella mañana esperaba, además del servicio habitual, dieciocho trenes, con más de quince mil viajeros. El tren gris y el tren azul, los primeros salidos de París, habían llegado ya a la hora reglamentaria. Pero el retraso del tren blanco lo complicaba todo, tanto más cuanto que el expreso de Bayona tampoco había sido anunciado. Por tanto, eran comprensibles la constante vigilancia y el estado de alerta forzoso en que vivía el personal.

—Diez minutos, ¿eh? —repitió el padre Fourcade.

—Sí, diez minutos, a menos que nos veamos obligados a cerrar la vía —farfulló el jefe de la estación al mismo tiempo que echaba a correr hacia el telégrafo.

El religioso y el médico reanudaron lentamente su paseo. Les sorprendía que nunca hubieran ocurrido accidentes graves en medio de semejante barullo. En tiempos pasados, sobre todo, reinaba un desorden increíble. El padre complacíase en evocar la primera peregrinación que había organizado y conducido en 1875. En primer lugar, el terrible e interminable viaje sin almohadas ni colchones, con enfermos medio muertos, a quienes no se sabía cómo reanimar; por último, la llegada a Lourdes, el desconcierto general, sin ningún material preparado, sin camillas, sin carruajes. Hoy existía una poderosa organización y hospitales que esperaban a los enfermos, que no se veían ya obligados a acostarse bajo cobertizos y sobre paja. ¡Qué trastorno para aquellos desgraciados! ¡Qué fuerza de voluntad en el hombre que los llevaba hacia el milagro! El buen padre sonreía dulcemente pensando en la obra que había llevado a cabo.

Siempre apoyado en el hombro del doctor, le preguntaba ahora:

—¿Cuántos peregrinos hubo el año pasado?

—Cerca de doscientos mil. Se mantiene este término medio. El año de la coronación de la Virgen el número se elevó a quinientos mil. Pero se trataba de una ocasión excepcional, de un esfuerzo de publicidad considerable. Naturalmente, multitudes tan grandes no se reúnen todos los días.

Después de una pausa, el fraile murmuró:

—No hay duda. La bendita obra prospera, sin embargo, cada vez más. Hemos reunido alrededor de doscientos cincuenta mil francos para este viaje. Y Dios estará con nosotros. Estoy seguro de que mañana tendrá usted que registrar muchas curaciones.

Y añadió, después de una breve interrupción:

—Pero ¿no ha venido el padre Dargelès?

El doctor Bonamy replicó con un gesto vago, como indicando que lo ignoraba. Este padre Dargelès era el encargado de la redacción del «Diario de la Gruta». Pertenecía a la orden de los padres de la Inmaculada Concepción, instalados por el obispado en Lourdes, donde eran amos absolutos. Pero como los padres de la Asunción llevaban desde París la peregrinación nacional, a la que se unían los fieles de las ciudades de Cambrai, Arras, Chartres, Troyes, Reims, Lens, Orleans, Blois, Poitiers, ponían una especie de afectación en desaparecer completamente, pues no se les veía ni en la gruta ni en la basílica, como si entregaran todas las llaves con todas las responsabilidades. Su superior, el padre Capdebarthe, hombre de cuerpo enorme y nudoso, como tallado a hachazos, una especie de campesino cuya dura cara conservaba el reflejo rojizo y sombrío del terruño, no se dejaba tampoco ver. El padre Dargelès, pequeño e insinuante, era el único a quien se encontraba por todas partes, en busca de notas para su periódico. Pero, si los padres de la Inmaculada desaparecían, se les adivinaba detrás de la vasta tramoya, como la fuerza oculta y soberana que se procuraba dinero y trabajaba sin descanso por la triunfal prosperidad de la casa. Utilizaban hasta su misma humildad.

—La verdad es —siguió diciendo el padre Fourcade— que ha habido necesidad de levantarse temprano, a las dos de la madrugada… Pero no quería faltar. ¿Qué hubieran dicho mis pobres hijos?

Así llamaba a los enfermos, carne de milagros. Nunca había dejado de encontrarse en la estación, cualquiera que fuese la hora de la llegada, para esperar el tren blanco, aquel tren lamentable, lleno de grandes sufrimientos.

—Las tres y veinticinco. Aún faltan cinco minutos —advirtió el doctor Bonamy, que ahogó un bostezo mientras miraba el reloj. En el fondo, a pesar de su aire obsequioso, estaba de mal humor, por haber abandonado la cama tan temprano.

Por el andén, parecido a un paseo cubierto, continuaron ambos su lenta marcha, entre la densa oscuridad de la noche, apenas aclarada por los manchones de luz amarilla de los mecheros de gas. Sombras imprecisas formando pequeños grupos —sacerdotes, caballeros de levita, un oficial de dragones—, iban y venían, cuchicheando. Otros, sentados en los bancos adosados a la fachada de la estación, hablaban también o esperaban simplemente, con la mirada hundida al frente, en el campo entenebrecido. Las oficinas y las salas de espera, intensamente iluminadas, recortaban sus puertas claras, y el bar resplandecía ya con sus mesas de mármol y el mostrador lleno de canastillas con pan y frutas, botellas y vasos.

Pero, principalmente a la derecha, en el extremo del andén, había un confuso hormigueo de gente. Por allí, por la puerta de la mensajería, era por donde se hacía salir a los enfermos. Una aglomeración de camillas y cochecitos, entre pilas de almohadas y colchones, obstruía la ancha acera. Había tres equipos de camilleros, integrados por hombres de todas las clases sociales, especialmente jóvenes de la mejor sociedad, que llevaban sobre la ropa la cruz roja ribeteada con trencilla de color anaranjado y el tirante de cuero amarillo. Muchos se tocaban con boina, cómoda prenda vernácula. Algunos, equipados como para una lejana expedición, llevaban magníficas polainas que les subían hasta las rodillas. Unos fumaban, mientras otros, instalados en sus cochecitos, dormían o leían un periódico a la luz de los faroles de gas cercanos. Había un grupo aparte, en que se discutía una cuestión de servicio.

De pronto, los camilleros saludaron a un hombre de aspecto paternal, todo vestido de blanco, de rostro lleno y bonachón, con grandes ojos azules de niño crédulo, que acababa de llegar. Era el barón Suire, presidente de la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud y uno de los hombres más ricos de Tolosa.

—¿Dónde está Berthaud? —preguntó a todos con aire preocupado—. ¿Dónde está Berthaud? Necesito hablarle.

Respondieron de manera contradictoria. Berthaud era el director de los camilleros. Mientras unos acababan de ver al señor director con el reverendo padre Fourcade, otros afirmaban que debía de estar en el patio de la estación, revisando los coches y las ambulancias.

—Si el señor presidente desea que vayamos a buscar al señor director…

—¡No, no; gracias! Yo mismo lo buscaré.

Mientras tanto, Berthaud, que acababa de sentarse en un banco en el otro extremo de la estación, conversaba con su joven amigo Gerardo de Peyrelongue, esperando la llegada del tren. Era un hombre de unos cuarenta años de edad, de rostro hermoso y regular y cuidadas patillas de magistrado. Aunque pertenecía a una familia legitimista militante y profesaba personalmente opiniones muy reaccionarias, fue procurador de la República en una ciudad del Mediodía hasta el 24 de mayo, al día siguiente del cual, a raíz de los decretos contra las congregaciones, presentó espectacularmente la dimisión en una carta insultante dirigida al ministro de Justicia, ingresando después en la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud a guisa de protesta, y asistiendo todos los años a la romería de Lourdes, convencido de que las peregrinaciones eran desagradables y perjudiciales para la República y de que sólo la Santa Virgen podía restablecer la monarquía con uno de aquellos milagros que prodigaba en la gruta. Por lo demás, era un hombre de muy buen sentido y risa fácil y hacía gala de una caridad jovial para con los pobres enfermos, cuyo traslado tenía que asegurar durante los tres días de la peregrinación nacional.

—¿De modo, mi querido Gerardo —preguntaba al joven sentado junto a él—, que te casas este año?

—Desde luego, si encuentro la mujer que necesito —contestó éste—. Dame un buen consejo, primo.

Gerardo de Peyrelongue, bajito, delgado, pelirrojo, de nariz aguileña y pómulos huesudos, era natural de Tarbes, donde sus padres acababan de morir, dejándole unos siete u ocho mil francos de renta. Muy ambicioso, no había descubierto aún en su provincia la mujer que quería, bien emparentada y capaz de llevarle muy lejos y muy alto. Por eso había ingresado en la Hospitalidad e iba todos los años a Lourdes, con la vaga esperanza de descubrir entre la muchedumbre de fieles, entre la multitud de señoras y señoritas de ideas sensatas, la mujer que le hacía falta para proseguir su camino en este bajo mundo. Permanecía perplejo, pues, aun cuando había ya puesto su atención en varias jóvenes, ninguna le satisfacía por completo.

—Tú, que eres hombre de experiencia —decía a su primo—, aconséjame. La señorita de Lemercier, que viene con su tía, es, sin duda, una candidata. Según dicen, es muy rica, pero no pertenece a nuestro mundo y me parece algo alocada.

Berthaud movió la cabeza.

—Ya te he dicho que yo me quedaría con Raimunda, la señorita de Jonquière.

—¡Pero si no tiene un céntimo!

—Es verdad. Apenas tienen para comer. Pero es una chica simpática, correctamente educada, y sobre todo, económica. Esto tiene mucha importancia, porque ¿de qué te servirá casarte con una chica rica si se te come todo lo que te lleva? Mira, conozco mucho a esas señoras, porque en invierno las encuentro en los salones más influyentes de París. Además, no olvides al tío, al diplomático que ha tenido el triste valor de permanecer al servicio de la República, y que hará de su sobrino lo que quiera.

Conmovido un instante, Gerardo volvió a su perplejidad.

—No… Sin un céntimo, ¡imposible! Lo pensaré, de todos modos; pero la verdad es que me da mucho miedo.

Berthaud se echó a reír francamente.

—Vaya; si eres ambicioso, has de arriesgar algo. Te digo que esto representa una secretaría de embajada. Madre e hija vienen en el tren blanco que estamos esperando. Decídete a hacerle la corte.

En aquel momento fueron interrumpidos. El barón Suire, que había pasado ya una vez por delante de ellos sin advertirlos, a causa de las sombras que los envolvían en aquel apartado rincón, acababa de reconocer la risa franca del exprocurador de la República. Inmediatamente, con la volubilidad del hombre cuyo cerebro reacciona fácilmente, le dio varias órdenes referentes a los coches y a los traslados, deplorando que no se pudiera llevar a los enfermos a la gruta en cuanto llegaran, por ser tan de madrugada. Los instalarían, pues, en el Hospital de Nuestra Señora de los Dolores, lo que les permitiría descansar un poco después de tan duro viaje.

Mientras el barón y el jefe de los camilleros acordaban las medidas adecuadas al caso, Gerardo estrechaba la mano a un sacerdote que vino a sentarse junto a él en el banco. El abate Des Hermoises, de apenas treinta y ocho años de edad, tenía una hermosa cabeza de cura mundano, peinada con esmero. Olía bien y era adorado por las mujeres. Hombre muy amable, acudía a Lourdes, como muchos de sus colegas sin obligaciones determinadas, por puro gusto, y conservaba en el fondo de sus bellos ojos la chispa viva, la sonrisa de un escéptico, superior a toda idolatría. Creía, eso sí, y obedecía; pero como la Iglesia no se había pronunciado acerca de los milagros, parecía dispuesto a discutirlos. Conocía a Gerardo por haber vivido en Tarbes.

—¿Qué tal? —le dijo—. No deja de ser impresionante esto de esperar trenes de noche. Aquí me tiene usted por una señora, una de mis antiguas penitentes de París; pero no sé con certeza en qué tren llegará. Como usted ve, tanto me apasiona esto que me quedo.

Luego, otro sacerdote, un viejo cura de aldea, que también se había sentado allí, se puso a hablarle bonachonamente de la belleza de la comarca de Lourdes y del efecto teatral que poco después producirían las montañas al mostrarse cuando saliera el sol.

De nuevo hubo una brusca alarma. El jefe de la estación corría dando órdenes. El padre Fourcade, a pesar de su pierna gotosa, retiró la mano del hombro del doctor Bonamy para acercarse vivamente.

—Es ese dichoso expreso de Bayona, que puede estar en peligro —respondía el jefe de la estación a las preguntas—. Hasta que sepa bien lo que pasa no estaré tranquilo.

En aquel momento se oyó un timbre, y el empleado de la estación desapareció en las tinieblas, balanceando una linterna, mientras a lo lejos se veía brillar una señal luminosa. El jefe de la estación exclamó:

—¡Ah, es el tren blanco! Veremos si tenemos tiempo de bajar a los enfermos antes de que pase el expreso.

Y, reanudando su carrera, desapareció. Berthaud llamó a Gerardo, que era jefe de un equipo de camilleros, y ambos se apresuraron a reunirse con el resto del personal, al que ya animaba el barón Suire. Los camilleros acudían de todas partes, se agitaban y empezaban a arrastrar los cochecillos, a través de las vías, hasta el andén, descubierto y en plena oscuridad. Bien pronto se formó allí un enorme montón de almohadas, colchones y camillas, mientras el padre Fourcade, el doctor Bonamy, los sacerdotes, los caballeros y el oficial de dragones atravesaban también las vías para presenciar el descenso de los enfermos. Muy a lo lejos, en el fondo de los campos oscuros, sólo se veía el farol de la locomotora, semejante a una estrella roja que fuera creciendo. Estridentes silbidos rasgaban la noche. Luego callaron, y sólo persistieron el jadeo del vapor y el sordo ruido de las ruedas, que iba disminuyendo poco a poco. Entonces se oyó distintamente el himno de Bernadette, entonado por todos los del tren, con los Ave obsesionantes del estribillo. Y aquel tren de sufrimientos y de fe, aquel tren de cánticos y gemidos, que hacía su entrada en Lourdes, se detuvo.

Se abrieron las portezuelas, y la multitud de peregrinos sanos y de enfermos que podían caminar descendió, llenando el andén. Los escasos faroles de gas iluminaban débilmente aquella triste muchedumbre de variada indumentaria y cargada con paquetes de toda clase, cestos, maletas y cajas de madera. Entre codazos, del seno de aquel rebaño azorado, que buscaba un sitio por donde salir, partían exclamaciones, gritos de familiares perdidos que se llamaban y saludos de personas esperadas allí por sus parientes o amigos. Una mujer declaraba con aire de fingida satisfacción: «He dormido muy bien. —Un cura se iba con su maleta diciendo a una señora lisiada—: ¡Buena suerte!». La mayoría tenía la expresión atónita, fatigada y gozosa de las gentes a quienes un tren de recreo deja en una estación desconocida. Tanto era el tumulto y de tal manera aumentaba la confusión entre las tinieblas, que los viajeros no entendían a los empleados, que se desgañitaban, gritando: «¡Por aquí! ¡Por aquí!», para apresurar el desalojo del andén.

Sor Jacinta se bajó prestamente del vagón, dejando el muerto bajo el cuidado de sor Clara de los Ángeles, y corrió al furgón de la cantina algo aturdidamente, pensando que Ferrand la ayudaría. Por suerte, topose delante del furgón con el padre Fourcade, a quien contó en voz baja el suceso. Éste reprimió un gesto de contrariedad, llamó al barón Suire, que pasaba por allí, y le habló al oído. Cuchichearon unos segundos. Luego, el barón Suire partió, atravesando la multitud con dos camilleros que llevaban unas angarillas cubiertas. El muerto fue llevado así, como un enfermo simplemente desvanecido, sin que la multitud de peregrinos se ocupara más de él en la emoción de la llegada. Los dos camilleros, precedidos del barón, fueron a depositar el cadáver, provisionalmente, en la sala de la mensajería, detrás de unos toneles. Uno de los camilleros, un jovencito rubio, hijo de un general, quedó junto al difunto.

Sor Jacinta, mientras tanto, había vuelto al vagón, luego de haber rogado a la hermana San Francisco que la esperase en el patio de la estación, junto al coche reservado que había de trasladarlas al Hospital de Nuestra Señora de los Dolores. Pero como antes de marcharse hablara de ayudar a sus enfermos a bajar del vagón, María no quiso que la tocaran.

—No, no se ocupe de mí, hermana. Yo me quedaré la última. Mi padre y el abate Froment han ido a buscar las ruedas al furgón. Los espero. Saben cómo se arma esto, y me llevarán. ¡No tenga usted cuidado!

Igualmente el señor Sabathier y el hermano Isidoro deseaban que no se les moviese mientras el gentío no se hubiera dispersado un poco. La señora de Jonquière, encargada de la Grivotte, prometía cuidar también de que la señora de Vêtu fuera conducida en una de las ambulancias.

Sor Jacinta decidió partir entonces inmediatamente para prepararlo todo en el hospital. Se llevó con ella a la pequeña Sofía Couteau y a Elisa Rouquet, cuyo rostro envolvió piadosamente. La señora de Maze las precedía, mientras la viuda de Vincent forcejeaba entre la multitud, llevando en brazos a su niña, sin sentido, sin más idea que la de correr para dejar a Rosita en la gruta, a los pies de la Santísima Virgen. Ahora la multitud se agolpaba en la puerta de salida. Fue preciso abrir las de la sala de equipajes para facilitar el paso de toda aquella gente. Los empleados, no sabiendo cómo recoger los boletos, tendían sus gorras, que se llenaban con una lluvia de cartoncitos.

En el patio, un gran patio cuadrado, cerrado en tres de sus costados por las edificaciones bajas de la estación, había también una confusión extraordinaria, una barahúnda de vehículos de todas clases. Los ómnibus de los hoteles, alineados junto al cordón de la acera, llevaban en sus cartelones los nombres más venerados: Jesús y María, San Miguel, el Rosario, el Sagrado Corazón. Además, se entremezclaban coches de ambulancia, landós, cabriolés, jardineras y carritos tirados por burros, cuyos conductores gritaban y juraban entre el tumulto, aumentado por la oscuridad, solamente atravesada por los vivos destellos de los faroles. Como la tormenta se había desencadenado por la noche, las patas de los caballos, al hundirse en los baches, despedían salpicaduras de lodo líquido. Los peatones chapoteaban en los charcos hasta el tobillo.

El señor Vigneron, a quien seguían, trastornadas, su esposa y la señora de Chaise, levantó a Gustavo para acomodarle con su muleta en el ómnibus del hotel de las Apariciones, al que enseguida subieron todos. La señora de Maze, en un estremecimiento de gata melindrosa que teme ensuciarse la punta de las patas, hizo una señal al cochero de un viejo cupé, subió y desapareció discretamente, dando la dirección del convento de las Hermanas Azules. Finalmente, sor Jacinta pudo instalarse con Elisa Rouquet y Sofía Couteau en un carro grande de asientos transversales, que ya ocupaban Ferrand y las hermanas San Francisco y Clara de los Ángeles. Los cocheros fustigaban a sus briosos caballos, y los coches partían con ruido infernal entre los gritos de las gentes y las salpicaduras de barro.

Ante el gentío que se arremolinaba, la viuda de Vincent vacilaba en seguir con su preciosa carga. A veces oía reír a su alrededor. ¡Qué lodazal! Todos se arremangaban y se iban. Por fin, más despejado ya el patio, se arriesgó a seguir. ¡Qué miedo le daba pensar que podía resbalar en la oscuridad y caer en el fango! Al llegar al camino, que seguía cuesta abajo, vio unos grupos de mujeres de la localidad que estaban al acecho para ofrecer habitaciones, cama y mesa, según los recursos de cada uno.

—¿Quiere hacer el favor de decirme por dónde se va a la gruta? —preguntó a una anciana.

Ésta no respondió, sino que le propuso una habitación barata.

—Todo está lleno. En los hoteles no hallará nada. Quizá encuentre usted dónde comer; pero, créame, no encontrará ni un agujero donde acostarse.

¡Comer! ¡Acostarse! ¡Dios mío! ¿Acaso pensaba en tales cosas la señora de Vincent, que había salido con franco y medio en la cartera, que era todo cuanto le quedaba, después de los gastos que había tenido que hacer?

—Señora, haga el favor de indicarme el camino para ir a la gruta.

—Mire —le contestó una joven compasiva—, baje por este camino, tuerza a la derecha y llegará a la gruta.

En el andén de descenso, en el interior de la estación, continuaba el barullo. Mientras los peregrinos sanos y los enfermos que podían caminar fueron desalojando poco a poco el lugar, los tullidos aguardaban allí, pues era difícil bajarlos y transportarlos. Sobre todo, los camilleros se multiplicaban y corrían locamente con sus camillas y sus cochecitos para atender aquella extraordinaria tarea, que no sabían por dónde empezar.

Berthaud, que pasaba gesticulando seguido por Gerardo, vio a dos señoras y a una joven que, de pie junto a un farol de gas, parecían esperar. Al reconocer a Raimunda, detuvo vivamente con un ademán a su compañero.

—¡Oh, señorita; cuánto placer en verla! ¿Su madre está bien? Han tenido un buen viaje, ¿verdad?

Y sin esperar, añadió:

—Mi primo, Gerardo de Peyrelongue.

Raimunda miraba fijamente al joven, con sus ojos claros y sonrientes.

—¡Oh, ya tuve el gusto de conocer un poco a este caballero! Ya nos hemos encontrado en Lourdes.

Gerardo, entonces, a quien le pareció que su primo Berthaud llevaba las cosas demasiado de prisa, y resuelto a no dejarse cazar sin más, se limitó a saludar con extremada cortesía.

—Estamos esperando a mamá —dijo la joven—. Se halla muy ocupada, porque tiene enfermos graves.

La señora de Désagneaux, con su linda cabecita de alborotados cabellos, intervino diciendo que le estaba bien merecido a la señora de Jonquière por haber rehusado sus servicios. Y se enfadaba de impaciencia, ardiendo en deseos de ser útil en algo. Mientras tanto, la señora de Volmar, discreta y silenciosa, procuraba pasar inadvertida y hundirse entre las sombras, como si buscara a alguien con sus magníficos ojos, velados de ordinario, donde chisporroteaba una hoguera.

En aquel instante hubo un movimiento. Era que bajaban a la señora de Dieulafay de su compartimiento de primera. La señora de Désagneaux no pudo contener una exclamación piadosa:

—¡Pobre señora!

Daba pena, en efecto, aquella mujer joven, rodeada de gran lujo, acostada entre encajes como en un ataúd, tan consumida que parecía un pingajo, y depositada en el andén mientras esperaba que se la llevaran. Su marido y su hermana estaban de pie junto a ella, ambos muy elegantes y muy apenados, mientras un criado corría con los bártulos e iba a cerciorarse si estaba en el patio la calesa encargada telegráficamente. El abate fudaine también cuidaba de la enferma, y cuando ésta fue levantada por dos hombres, él se inclinó para decirle adiós y pronunció unas frases amables, que ella no pareció entender. Luego, viéndola partir, añadió dirigiéndose a Berthaud, a quien conocía:

—¡Pobre gente! ¡Si pudieran comprar la curación! Les he dicho que, con la Santísima Virgen, el oro más precioso es la oración. Y creo que he rezado bastante para que el cielo se apiade. Pero no por eso dejan de traer una magnífica ofrenda: una lámpara de oro para la basílica, verdadera maravilla, engarzada de pedrería. ¡Que María Inmaculada se digne favorecerla!

Como ése, muchos otros regalos llegaban para la Virgen. Acababan de pasar enormes ramos de flores, especialmente uno, que era una especie de triple corona de rosas montada sobre un pedestal de madera. El anciano sacerdote explicó que, antes de salir de la estación, quería hacerse cargo de un estandarte, donativo de la bella señora de Jousseur, la hermana de la señora de Dieulafay.

En esto llegó la señora de Jonquière, que, notando la presencia de Berthaud y Gerardo, les dijo:

—Por favor, caballeros, vayan a aquel vagón. Hacen falta hombres, porque hay que bajar tres o cuatro enfermos. Yo estoy desesperada porque no puedo hacer nada.

Gerardo, después de saludar a Raimunda, se apresuró a acudir al llamamiento, mientras Berthaud aconsejaba a la señora de Jonquière que no se quedara en el andén, y le juraba que ya no la necesitaban, que él se encargaba de todo y que ella tendría los enfermos en el hospital antes de tres cuartos de hora.

La señora de Jonquière acabó finalmente por ceder y tomó un coche en compañía de Raimunda y de la señora de Désagneaux. A última hora, la señora de Volmar había desaparecido, como cediendo a una brusca impaciencia. Alguien creía haberla visto acercarse a un caballero desconocido, sin duda para pedirle algún informe. Por lo demás, ya la encontrarían en el hospital.

Berthaud se reunió con Gerardo delante del vagón en el momento en que éste, ayudado por otros dos camaradas, trataban de bajar al señor Sabathier. Era una ardua tarea, porque se trataba de un hombre grueso y pesado; parecía que jamás podría salir por la portezuela del compartimiento. Sin embargo, había entrado. Otros dos camilleros dieron la vuelta por la portezuela trasera, y se consiguió, por fin, colocar al enfermo en el andén.

Comenzaba el día con un cielo pálido y aquel andén ofrecía un aspecto lamentable con su descarga de ambulancia improvisada. La Grivotte, desvanecida, yacía sobre un colchón, en espera de ser conducida. A la señora de Vêtu, presa de una crisis y sufriendo de tal manera que se ponía a gritar no bien se la tocaba, habían tenido que sentarla junto a un farol. Enfermeros de enguantadas manos llevaban penosamente en sus carretillas a infelices mujeres sórdidamente vestidas, con viejas cestas a los pies. Otros no podían abrirse paso con sus camillas, en las que iban cuerpos rígidos, cuerpos tristes, cuerpos mudos, con ojos de angustia. Había lisiados que conseguían deslizarse, como un joven sacerdote cojo y un muchacho con muletas, jorobado y con una pierna amputada, que se escurrían arrastrándose como un gnomo entre los grupos. Y se agolpaba la gente ante un hombre doblado por la cintura, retorcido por una parálisis, hasta el punto de que había que transportarlo así en una silla vuelta al revés, con las piernas y la cabeza hacia abajo.

En momentos en que el barullo llegaba al colmo, el jefe de la estación apareció gritando:

—¡Anuncian el expreso de Bayona! ¡Aprisa, aprisa, que sólo faltan tres minutos!

El padre Fourcade, que permanecía entre el gentío asido del brazo del doctor Bonamy, alentando con alegre actitud a los enfermos, llamó con un ademán a Berthaud para decirle:

—Bajen a todos, que ya se los llevarán después.

El consejo era muy prudente. Dieron término a la tarea. En el vagón no quedaba más que María, que esperaba pacientemente. Por fin, aparecieron el señor de Guersaint y Pedro con los dos pares de ruedas. Pedro, ayudado solamente por Gerardo, bajó rápidamente a la joven. Como María era de una levedad de pájaro aterido, sólo les dio algo de trabajo la caja. Luego, los dos hombres la colocaron sobre las ruedas, que atornillaron convenientemente. Y hubieran podido llevarse a María empujando el carricoche de no haberlo impedido la muchedumbre.

—¡Aprisa! ¡Aprisa! —repetía el jefe de la estación.

Y él mismo ayudaba, pasando una mano o sosteniendo los pies de un enfermo para que lo sacasen cuanto antes de su compartimiento. Empujaba los cochecitos y despejaba el borde del andén. Pero, en un vagón de segunda clase, una mujer, la última en apearse, acababa de ser presa de una atroz crisis nerviosa. Aullaba y se crispaba. No era posible pensar ni en tocarla en aquel momento. ¡Y aquel expreso que llegaba, anunciado por el continuo tintineo de los timbres eléctricos! Hubo que decidirse a cerrar la portezuela y a llevar el tren a un desvío, donde permanecería formado durante tres días, hasta que volvía a recoger su carga de peregrinos y de enfermos. Mientras el tren se alejaba se oyeron nuevamente los gritos de la desgraciada, que había tenido que quedarse acompañada por una religiosa; eran unos gritos cada vez más débiles, como de niño sin fuerzas al que se acaba por aquietar.

—¡Gracias a Dios! —murmuró el jefe de la estación—. ¡Ya era tiempo!

El expreso de Bayona llegaba, en efecto, a todo vapor, y pasó como un relámpago a lo largo del lastimoso andén donde se arrastraba la dolorosa miseria de aquel montón de carne de hospital. Los cochecillos y las camillas temblaron, pero no hubo ningún accidente, porque los mozos de la estación vigilaban para apartar de las vías al despavorido rebaño que continuaba atropellándose para salir. Por lo demás, la circulación se restableció inmediatamente y los camilleros terminaron el traslado de los enfermos con cuidadosa lentitud.

Aumentaba la claridad; un alba clara blanqueaba el cielo, iluminando con su reflejo la tierra, todavía oscura. Podían ya distinguirse las personas y las cosas.

—¡No, después! —repetía María a Pedro, que procuraba abrirse camino—. Esperemos a que salga la gente.

Y puso su atención en un hombre como de sesenta años, de aspecto militar, que se paseaba por entre los enfermos. De cabeza cuadrada, tenía los cabellos blancos y cortados en forma de cepillo, y se le hubiera tomado por hombre que estaba aún en la plenitud de sus energías, a no haber sido porque arrastraba el pie izquierdo, echándolo hacia adentro a cada paso que daba, a tiempo que se apoyaba en un grueso bastón que llevaba en la mano izquierda.

El señor Sabathier, que iba a Lourdes desde hacía siete años, le vio y le dijo regocijado:

—¡Hola, querido Comendador!

Quizá se llamaba así: señor Comendador. O tal vez le daban ese nombre, a pesar de que no era más que un simple caballero, porque lucía una condecoración en forma de una ancha cinta encamada.

Nadie hubiera podido decir a punto fijo su historia; debía de tener familia en alguna parte, acaso hijos; pero todo eso lo decían sin concretar. Hacía tres años que tenía a su cargo en la estación la vigilancia de las cargas, un puesto insignificante y de poco trabajo, que le habían dado de favor y que le producía un modesto sueldo, con el que vivía completamente dichoso. A los cincuenta y cinco años sufrió el primer ataque de apoplejía, y dos años después tuvo el segundo, de resultas del cual había quedado algo paralítico del lado izquierdo. Esperaba que le diese el tercer ataque el día menos pensado, y lo esperaba con absoluta tranquilidad. Solía decir que vivía pendiente de cualquier capricho de la muerte, esta noche, mañana, ahora mismo.

Todo Lourdes le conocía por su manía al llegar alguna peregrinación. Tenía, en efecto, la costumbre de ir, arrastrando el pie y apoyándose en su bastón, al encuentro de los enfermos, a la hora en que llegaba el tren, haciéndose el asombrado y echándoles en cara el ansia furiosa que sentían de verse sanos.

Como era ya aquél el tercer año que tropezaba con el señor Sabathier, descargó sobre él todo su enojo.

—¡Cómo! ¡Otra vez usted por aquí! ¿De manera que usted se aferra en vivir esta execrable vida? ¡Santo Dios! ¿Por qué no se queda usted a morir tranquilamente en su cama? ¿Puede haber acaso algo mejor que eso en este mundo?

El señor Sabathier se reía, sin enfadarse, aunque estaba quebrantado por la manera violenta en que había sido necesario descenderlo del vagón.

—Piense usted lo que quiera; yo prefiero curarme.

—¡Curarse, curarse! Todos piden lo mismo. Hacer centenares de kilómetros; llegar hecho pedazos, bramando de dolor, ¿y todo para qué? ¡Para sanar, para empezar de nuevo el calvario de dolores y sufrimientos! Vamos a ver, señor mío: supóngase que la Santa Virgen le devuelve el uso de las piernas. A su edad, con su cuerpo arruinado, ¿qué hace usted con ellas? ¡Lucido papel le espera! ¿Qué alegría encontraría usted en prolongar unos cuantos años más su abominable vejez? Escúcheme: ya que está con un pie en el estribo, ¿qué hace que no se muere de una vez por todas? ¡Ahí está la felicidad!

Y decía esto no como creyente que aspira a la recompensa de la otra vida, sino como hombre que calcula volver a la nada, a la inmensa paz eterna del no ser.

Mientras el señor Sabathier se encogía de hombros, como quien escucha las tonterías de un niño, el abate Judaine, que había dado al fin con su estandarte, se detenía al pasar para reconvenir suavemente al Comendador, a quien también él conocía.

—No diga usted blasfemias, querido señor. Rehusar la vida y despreciar la salud es ofender al cielo. Si usted me hubiera escuchado, ya habría pedido a la Virgen la curación de su pierna.

El Comendador se enfadó.

—¡Mi pierna! Bien sé que no hay Virgen que me la pueda curar. Y eso me tranquiliza. ¡Que venga, pues, la muerte de una vez, que acabe todo, y que acabe para siempre! Cuando se tiene que morir, se vuelve uno de cara a la pared, y listo. ¡Si es sencillísimo!

El anciano sacerdote le cortó la palabra y, señalando a María, que les escuchaba, tumbada en su caja, le dijo:

—¿Quiere usted que todos nuestros enfermos se queden a morir en sus casas, incluso esta señorita, que se encuentra en plena juventud y que desea vivir?

María abría sus grandes ojos y miraba ardorosamente, en su intenso afán de vivir, de tomar su sitio al sol en este vasto mundo. El Comendador, que se había acercado a ella, la contemplaba, súbitamente dominado por una profunda emoción, que le hacía temblar la voz.

—Si esta señorita llega a sanarse, yo le deseo otro milagro: que sea feliz.

Y se marchó, prosiguiendo su paseo de filósofo enojado por entre los enfermos, arrastrando el pie y haciendo resonar las baldosas con el regatón de hierro de su bastón.

Poco a poco fue despejándose el andén. Se habían llevado a la señora de Vêtu y a la Grivotte; al señor Sabathier lo condujo Gerardo en un cochecito. Mientras tanto, el barón Suire y Berthaud daban órdenes para el arribo del tren siguiente, el tren verde, que ya se esperaba. No quedaba allí sino María, de quien Pedro se encargaba celosamente.

Tirando de la caja, la había conducido hasta el patio de la estación, cuando notaron que el señor de Guersaint había desaparecido desde hacía unos instantes. Pero le vieron casi enseguida, en animada conversación con el abate Des Hermoises, al que acababa de conocer. Les había aproximado la misma admiración por la naturaleza. Asomaba el día, y las montañas circundantes se mostraban en toda su majestuosidad. El señor de Guersaint estallaba en exclamaciones de asombro.

—¡Qué hermosura de país! Hace treinta años que estoy deseando visitar el valle de Gavarnie. Pero queda lejos y es tan caro el viaje que seguramente no podré hacer nunca tal excursión.

—Se equivoca usted, señor mío. Nada más factible. Yendo entre varios, el gasto resulta módico. Precisamente tengo la intención de volver este año, de manera que si usted quiere ser de los nuestros…

—¡Desde luego, señor! ¡Ya hablaremos de eso! ¡Infinitas gracias!

Su hija le llamaba, y el señor de Guersaint acudió junto a ella, después de cambiar cordiales saludos con su interlocutor. Pedro había resuelto llevar a María hasta el hospital para evitar que la trasbordaran a otro carruaje. Los ómnibus, los landós, los camiones, estaban de regreso y llenaban el patio de la estación, a la espera del tren verde. Pedro tuvo bastante trabajo para llegar hasta la carretera con el carrito de María, cuyas pequeñas ruedas se hundían en el fango hasta los ejes. Los agentes de policía, encargados de guardar el orden, echaban pestes contra todo aquel abandono, porque el barro les salpicaba las botas. Únicamente las corredoras de casas de huéspedes, lo mismo las viejas que las jóvenes, ansiosas por alquilar sus habitaciones, se reían de los baches y se metían en ellos con sus zuecos, a la caza de peregrinos.

Al sentir que el carricoche rodaba más fácilmente por la carretera en declive, María alzó la cabeza para preguntar al señor de Guersaint, que caminaba a su lado:

—¿Qué día es hoy, papá?

—Sábado, hija mía.

—Es verdad; sábado, el día de la Santa Virgen. ¿Me curará hoy mismo?

A sus espaldas, furtivamente tendido en una parihuela cubierta, dos mozos de cordel bajaban el cadáver de un hombre, que habían ido a buscar en un rincón del depósito de cargas y equipajes, donde estaba oculto entre toneles, y se lo llevaban a un lugar secreto que acababa de indicarles el padre Fourcade.