V
Enseguida, al bajar por las rampas, el doctor Chassaigne dijo a Pedro:
—Acaba usted de ver el triunfo, voy a mostrarle ahora dos grandes injusticias.
Y lo condujo a la calle de Petits Fossés, a visitar la habitación de Bernadette, la habitación baja y oscura de donde salió el día en que se le apareció la Santa Virgen.
La calle de Petits Fossés arranca de la antigua calle del Bosque, hoy de la Gruta, y va a cortar la del Tribunal. Es una callejuela tortuosa, en suave pendiente, de una gran tristeza, y muy poco frecuentada. La bordean largos muros, casas miserables, fachadas sombrías, en las que no se abre una sola ventana. Toda su alegría la constituye un árbol enclavado en un patio.
—Ya hemos llegado —exclamó el doctor.
La calle, en aquel sitio, se estrechaba, haciéndose muy angosta, y la casa se hallaba frente a una alta pared gris, la pared lisa de un granja. Los dos alzaron la cabeza y se quedaron contemplando la casita que parecía muerta, con sus ventanas estrechas y su grosero enjalbegado, violáceo, de una fealdad vergonzosa de pobre. El portal era muy oscuro y lo cerraba una verja antigua y débil; había que subir un escalón, hasta el que llegaba el agua de la calle los días de tormenta.
El doctor prosiguió:
—Pase usted, amigo mío, pase. No tiene usted más que empujar la verja.
El zaguán era profundo, y Pedro avanzó palpando con las manos la pared húmeda, por miedo de dar un paso en falso. Le parecía que bajaba a una bodega, en plena oscuridad, y sentía bajo sus pies una sensación de suelo resbaladizo, impregnado siempre de agua. Al llegar al extremo del zaguán, y siguiendo otra indicación del doctor, torció hacia la derecha.
—Agáchese usted si no quiere dar un cabezazo, porque la puerta es baja. Bueno, ya estamos.
La puerta del cuarto, lo mismo que la de la calle, estaba abierta de par en par, con una despreocupación de abandono. Pedro, parado en el centro de la habitación, vacilante, porque sus ojos estaban todavía llenos de la claridad exterior, se encontró de pronto en plena noche y no distinguía absolutamente nada. Sintió en los hombros un escalofrío, como si le hubiese caído encima un paño impregnado de agua helada.
Sus ojos se fueron habituando poco a poco. Las dos ventanas, desiguales, daban a un patio hasta el que no llegaba sino una luz verdosa, como en el fondo de un pozo; para leer en aquella habitación, aun al mediodía, era preciso encender una vela. El piso de la habitación, de unos cuatro metros por tres y medio, era de grandes losas ásperas; la viga maestra y los tirantes del techo estaban a la vista, y con el tiempo se habían ennegrecido, tomando un color sucio de hollín. Frente a la puerta estaba la chimenea, una pobre chimenea de yeso, a la cual servía de repisa una vieja tabla apolillada. Las paredes, cuya pintura se desprendía en escamas, estaban manchadas de humedad y desconchadas, y habían tomado, como el techo, un color de suciedad repugnante. No había muebles; la habitación parecía abandonada y sólo se entreveían confusamente algunos objetos raros, imposibles de identificar en las sombras espesas que borraban sus contornos.
Después de un largo silencio, el doctor volvió a hablar:
—Sí, ésta es la habitación. Todo ha salido de aquí. Nada ha cambiado; sólo los muebles faltan. He intentado reconstruir su disposición primitiva; seguramente que las camas estaban aquí, contra esta pared, frente a las ventanas. Tres camas por lo menos, porque los Soubirous eran siete: el padre, la madre, dos chicos y tres chicas. ¡Imagínese usted! ¡Tres camas dentro de una sola habitación! ¡Siete personas viviendo en unos pocos metros cuadrados! ¡Era como si se enterrasen vivos, sin aire, sin luz, sin pan casi! ¡Qué miseria extrema, qué humildad de pobres seres, dignos de lástima!
Interrumpiose. Había penetrado en la habitación una sombra, que Pedro tomó al principio por una vieja. Sin embargo, era un sacerdote, el vicario de la parroquia, que ocupaba en la actualidad aquella casa. Ya conocía al doctor.
—He oído que hablaba usted, señor Chassaigne, y he bajado… Ha traído, por lo visto, una nueva visita a la habitación.
—En efecto, señor abate, me he tomado esa libertad. No le molesto, ¿verdad?
—De ningún modo, de ningún modo. Venga usted siempre que quiera y traiga gente.
Con sonrisa cordial saludó a Pedro, que le preguntó, asombrado de su tranquila despreocupación:
—Pero ¿realmente no le resultan molestas las personas que vienen?
El vicario, sorprendido a su vez, respondió:
—¡Pues no, señor! ¡Si no viene nadie! Todo esto es muy poco conocido aquí. Las gentes no se dirigen más que a la gruta. Yo dejo la puerta abierta para que no me molesten, pero pasan días enteros sin que se oiga por aquí el ruidito de un ratón.
Los ojos de Pedro se acostumbraban más y más a la oscuridad, y empezó a distinguir en aquellos objetos vagos e inquietantes que se amontonaban en los rincones viejos toneles, restos de jaulas de gallinas, herramientas rotas; en una palabra, todos los cachivaches inservibles que se arrojan al sótano de una casa. Luego distinguió, colgadas de las vigas, algunas provisiones, una canasta llena de huevos y algunas ristras de grandes cebollas de color rosa.
—Por lo que veo —prosiguió con un ligero estremecimiento de sorpresa—, usted se decidió a aprovechar el cuarto, ¿no es así?
El vicario empezó a sentirse molesto.
—Sí, señor; así es. ¡Qué quiere usted! La casa es pequeña; tengo poco sitio. Además, no puede usted imaginarse lo húmeda que es esta pieza; es absolutamente inhabitable. Y ahí tiene usted cómo poco a poco, y sin quererlo, se ha ido amontonando aquí todo esto.
—Una pieza para hacer las necesidades —contestó Pedro.
—¡No; tanto como eso, no! Es una pieza desocupada. Pero, si usted se empeña, sí, un cuarto de desahogo.
Su desasosiego subía de punto, y no estaba exento de vergüenza. El doctor Chassaigne seguía callado, sin intervenir, pero a sus labios asomaba una sonrisa y no podía disimular la satisfacción que le producía aquella rebeldía de su compañero contra la ingratitud humana.
Pedro, sin poder contenerse, continuó:
—Perdone usted si insisto, señor vicario; pero piense que todo se lo deben ustedes a Bernadette, que sin ella Lourdes seguiría siendo una de las poblaciones menos conocida de Francia. En verdad, no puedo ocultárselo, creo que la parroquia, agradecida, hubiera debido convertir este cuarto en una capilla.
—¡Una capilla! —interrumpió el vicario—. No se trata más que de una persona humana, y la Iglesia no puede rendirle culto.
—Sea, no se haga una capilla; pero adórnese por lo menos esto con cirios encendidos, y flores y ramos de rosas, que la devoción de los habitantes y de los peregrinos debería renovar constantemente. En una palabra, un poco de ternura, un recuerdo emocionado, un retrato de Bernadette, algo que manifestase de una manera delicada el lugar que ella ocupa en todos los corazones. ¡Este olvido, este abandono, esta suciedad que observo aquí, son monstruosos!
El vicario, que era un buen hombre, inconsciente y asustadizo, mostróse enseguida completamente de acuerdo con su opinión.
—En realidad, tiene usted muchísima razón. Pero yo no puedo hacer nada; carezco de autoridad. Lo único que puedo asegurarle es que, si algún día vinieran a pedirme esta habitación para arreglarla, la entregaría sin dificultad alguna en el acto, y sacaría de ella mis cachivaches, aunque verdaderamente no sabría dónde ponerlos. Pero, vuelvo a repetírselo, eso es cosa que no depende de mí; yo no puedo hacer nada, absolutamente nada.
Y, so pretexto de que tenía que salir, se apresuró a marcharse, despidiéndose a toda prisa y diciendo otra vez al doctor Chassaigne:
—Quédese usted aquí todo el tiempo que le plazca. Ya sabe que no molesta nunca.
Cuando se vieron solos, el doctor tomó las manos de Pedro, con cariño.
—¡No se imagina usted, hijo mío, el alegrón que acaba de darme! ¡Qué bien ha sabido usted expresar todo lo que desde hace tiempo bulle en mi corazón! Más de una vez he tenido la idea de traer aquí rosas todas las mañanas. Me habría limitado a hacer limpiar la habitación, y me hubiera contentado con poner encima de la chimenea dos grandes ramos de rosas; ya sabe usted que siento por Bernadette un afecto infinito. Me parecía que esas rosas hubieran sido algo así como la floración, el esplendor, el perfume mismo de su memoria. Pero…
Hizo un ademán desesperado.
—Pero me ha faltado siempre valor. Óigalo, he dicho valor; porque nadie, hasta ahora, se ha atrevido a rebelarse contra los padres de la gruta. Todos vacilan y retroceden por temor a un escándalo religioso. Piense usted en la bulla lamentable que eso suscitaría; los que como yo se indignan ante este espectáculo que tenemos delante se ven obligados a callar, prefieren que se haga el silencio.
Y añadió a modo de conclusión:
—Esta ingratitud y rapacidad de los hombres me producen, hijo mío, una gran tristeza. Cada vez que vengo aquí y me encuentro en medio de esta negra miseria, me siento tan conmovido que no puedo contener las lágrimas.
Dejó de hablar; ni uno ni otro pronunciaron una palabra, invadidos ambos por la punzante melancolía que se desprendía de aquel cuarto. Estaba lleno de tinieblas, y la humedad que había causaba escalofríos, entre las paredes desconchadas y el montón de viejos trastos cubiertos de polvo. Volvieron a pensar en que sin Bernadette no se hubiera dado ninguno de aquellos prodigios que habían hecho de Lourdes una ciudad única en el mundo.
Al conjuro de su voz había brotado la fuente milagrosa, y al conjuro de su voz se había abierto la gruta, llameante de cirios. Se realizaban grandes trabajos, nuevas iglesias brotaban del suelo, surgían rampas colosales que conducían hasta las puertas del cielo, toda una ciudad nueva se alzaba como por arte de magia, con sus jardines, paseos, malecones, puentes, comercios y hoteles. Acudían en tropel los pueblos más apartados de la tierra, y era tan grande y copiosa la lluvia de millones que caía que parecía como si la joven ciudad estuviese llamada a un crecimiento indefinido hasta extenderse por todo el valle circundado de montañas. Si Bernadette no hubiese existido, todo aquello tampoco existiría; sin Bernadette no existiría la extraordinaria aventura y el viejo Lourdes seguiría durmiendo su sueño secular al pie del castillo. Bernadette había sido la obrera única, la creadora, y, sin embargo, aquel cuarto que era la cuna misma del milagro, de la maravillosa suerte futura, se veía ahora desdeñado, abandonado a la polilla, convertido en un depósito de escombros en el que se guardaban las cebollas y los toneles vacíos.
Surgió entonces, por oposición, en el espíritu de Pedro, con viva intensidad, el recuerdo de todo aquel reciente espectáculo de apoteosis que había presenciado, la exaltación de la gruta y de la basílica, y el recuerdo de María, que marchaba detrás del Santísimo arrastrando su cochecito, entre el clamoreo de la multitud. Pero lo que más irradiaba era la gruta; no era ya el viejo agujero en una roca agreste, ante el que la niña se había arrodillado en otro tiempo, en las orillas deshabitadas del río; era una capilla muy bien arreglada, ricamente decorada, la capilla ardiente por donde desfilaban gentes de todas las naciones. Allí iban a parar todo el bullicio, toda la claridad, toda la adoración y todo el dinero, en un esplendor de continua victoria. Aquí, en la cuna de todo aquello, en este agujero helado y sombrío, ni un alma, ni un cirio, ni un cántico, ni una flor. Nadie venía, nadie se arrodillaba aquí para rezar. Solamente algunos visitantes conmovidos y deseosos de llevarse un recuerdo habían desmenuzado la tabla, medio podrida ya, que servía de repisa a la chimenea.
El clero ignoraba aquel lugar de miseria, al que hubieran debido ir las procesiones como a una estación gloriosa. Allí era donde la pobre niña había empezado a soñar, durante una noche fría, mientras estaba acostada entre sus dos hermanas y dormía pesadamente toda la familia, excepto ella, que se sentía presa de un ataque de su enfermedad; de allí era de donde había salido, poseída ya por aquel ensueño inconsciente, que pronto iba a reproducirse en pleno día, para florecer luego alegremente en una visión de leyenda. Nadie rehacía el camino de la visionaria; se olvidaba, se relegaba a la oscuridad aquel pesebre en el que había germinado la semilla minúscula y humilde que crecía hoy vigorosamente allá lejos, produciendo cosechas prodigiosas que recogían los obreros llegados a última hora, entre la pompa solemne de las ceremonias.
Pedro, enternecido hasta las lágrimas por la gran emoción humana que se desprendía de toda aquella historia, dijo al cabo de un rato, a media voz, resumiendo en una frase su pensamiento:
—Igual que Belén.
—Cierto —dijo a su vez el doctor Chassaigne—; es la vivienda miserable, el refugio fortuito en el que nacen siempre las nuevas religiones, creaciones del dolor y de la compasión. A veces me pregunto a mí mismo si no es mejor que las cosas hayan ocurrido de este modo, si no es preferible que este cuarto continúe en la indigencia y en el abandono en que se encuentra. Pienso que Bernadette no pierde nada con ello, y por mi parte siento mayor afecto por ella cada vez que vengo a este sitio a pasar un rato.
Calló, y de nuevo hizo un ademán de protesta.
—¡Pero no! No puedo perdonar esto; la ingratitud es una cosa que saca de quicio. Como le he dicho, estoy convencido de que Bernadette fue voluntariamente a enclaustrarse en Nevers. Pero, aunque sea verdad que nadie la hizo desaparecer, ¡qué descargo significaba su partida para aquellos a quienes comenzaba a molestar aquí! Y son esos mismos hombres que ansiaban ser los dueños absolutos los que ahora se esfuerzan por todos los medios en hacer el silencio en torno a su recuerdo. ¡Si yo le contara a usted todo, querido hijo!
Poco a poco fue desembuchando cuanto sabía, como si con ello se sacara un peso de encima. Aquellos padres de la gruta, que con tanta avidez explotaban la obra de Bernadette, la temían aún más después de muerta que cuando vivía. Mientras vivió, fue seguramente una pesadilla, por temor de que volviese a Lourdes a compartir con ellos su presa; mas su sola humildad los tranquilizaba, porque carecía de espíritu dominador, ya que ella misma se había llamado a la inacción, por propia voluntad, retirándose de la escena al lugar de la penumbra en que había de extinguirse. Pero ahora temblaban al pensar que una voluntad que no fuera la propia podía traer a Lourdes las reliquias de la vidente. El concejo municipal había tenido aquella idea desde el día siguiente al de su muerte: la ciudad quería consagrarle un mausoleo y se hablaba ya de hacer una suscripción. Las hermanas de Nevers se negaron rotundamente a entregar el cuerpo, que, según decían, les pertenecía. Todo el mundo se dio cuenta de que detrás de las hermanas estaban los padres, muy inquietos, maniobrando, oponiéndose secretamente a la restitución de aquellas cenizas venerables, en las que veían la posibilidad de una competencia a la gruta misma. ¿Se concebía algo más amenazador? Un panteón monumental en el cementerio; los peregrinos afluyendo allí en procesión; los enfermos besando febrilmente el mármol, y, en medio de aquel santo fervor, los milagros que se producirían. Era la competencia segura, desastrosa; el desplazamiento de la devoción y del prodigio. Era el mismo temor de siempre, el de todo momento: el temor de verse obligados a dividir, el de ver que el dinero iba a parar a otro sitio, si la ciudad, dándose cuenta del negocio, se ingeniaba para sacar partido de la tumba.
Se atribuía a los padres un proyecto lleno de una astucia profunda. Se aseguraba que habían tenido el propósito inconfesable de reservarse el cuerpo de Bernadette, y que las hermanas de Nevers no eran sino simples guardianes, encargadas de conservarlo en la paz de una capilla. Pero los padres esperaban, dándole largas al asunto deliberadamente; no querían traer el cuerpo a Lourdes hasta el día que comenzara a disminuir la afluencia de peregrinos. ¿Para qué traer ahora solemnemente aquel cuerpo, si las multitudes seguían acudiendo cada vez en mayor número? Cuando empezase a declinar el éxito extraordinario de Nuestra Señora de Lourdes, como declinan en este mundo todas las cosas, era de presentir que la ceremonia, solemne y resonante daría margen a un fervoroso despertar de la fe, porque la cristiandad vería que las reliquias de la elegida tomaban de nuevo posesión de la tierra sagrada donde ella había hecho brotar tantas maravillas. Y lloverían de nuevo los milagros sobre el mármol de la tumba, que estaría colocada delante de la gruta o en el coro de la basílica.
—Será inútil que usted busque —siguió diciendo el doctor Chassaigne—, porque no hallará en todo Lourdes ni una sola imagen oficial de Bernadette. Se venden retratos suyos, pero no los encontrará usted en ningún santuario. Es un olvido sistemático, es por un sentimiento de sorda inquietud por lo que se ha producido este silencio y abandono en torno de la habitación en que estamos. Del mismo modo que temen que se rinda culto a su tumba, así temen que las muchedumbres vengan a arrodillarse aquí en cuanta ardan dos cirios y dos ramos de rosas sonrían sobre esa chimenea. ¡Y qué escándalo, qué turbación para las almas de los aprovechados comerciantes de la gruta si ocurriera que una paralítica se levantara aquí del suelo gritando que estaba curada! Su monopolio se vería gravemente comprometido. Son los amos y quieren seguir siéndolo, y por nada del mundo piensan ceder una parte de la magnífica mina que han conquistado y que explotan. Pero, a pesar de todo, tiemblan; sí, tiemblan con sólo recordar a los obreros de la primera hora, a esta jovencita, muerta ilustre cuya herencia esperaron con tal codicia que, no contentos con haberla enviado a acabar sus días en Nevers, mantienen sus restos aprisionados bajo las losas de un convento, sin osar siquiera traerlos.
¡Lamentable destino el de aquella pobre criatura, apartada del mundo de los vivos, y luego de muerta, condenada a igual exilio! ¡Cuánto compadecía Pedro a aquella niña miserable, que parecía no haber tenido otro destino que el de sufrir en vida y en muerte! Aun suponiendo que no hubiese actuado una voluntad única y persistente para hacerla desaparecer y para mantener su cadáver encerrado en la tumba, ¡qué extraña serie de circunstancias! ¡Parecía como si alguien, alarmado por el inmenso poder que aquélla podía llegar a adquirir, se hubiese esforzado celosamente en tenerla alejada! Bernadette seguía siendo, a los ojos de Pedro, la elegida, la mártir; y si bien él ya no creía, si bien la vida de aquella desdichada era bastante por sí sola para dar por tierra con los restos de su fe, no por eso se sentía menos conmovido por todo lo que tenía de fraternal, porque le revelaba una religión nueva, la única que hacía latir su corazón: la religión de la vida, del dolor humano.
Pero, precisamente cuando salían de la habitación, el doctor Chassaigne le decía:
—Aquí es donde no puede uno menos que creer, hijo mío. Fíjese usted en ese sombrío agujero, piense en la magnificencia de la gruta, en la basílica gloriosa, en toda esa nueva ciudad creada, en todo ese mundo que ha surgido a la vida, en esas muchedumbres que vienen de todas partes. Si Bernadette no era más que una alucinada, una loca, ¿no resulta aún más asombrosa la aventura y más inexplicable? ¿Es posible que el sueño de una niña haya tenido poder bastante para agitar de ese modo a las naciones? ¡No! ¡De ninguna manera! Por aquí ha pasado un soplo divino, y sólo de ese modo es posible explicar el prodigio.
Pedro iba a contestarle con vivacidad. ¡Sí! Por allí había pasado un soplo, el sollozo del sufrimiento, el ansia inextinguible hacia la esperanza eterna. Si la ilusión de una niña enferma había sido bastante para atraer a los pueblos, para hacer que lloviesen los millones y que brotase del suelo una ciudad nueva, era porque aquella ilusión venía a aplacar un poco el hambre de los desvalidos, la necesidad insaciable que sienten de engaño y consuelo. Bernadette había reabierto las puertas de lo desconocido en un momento social e histórico oportuno; y las muchedumbres se habían precipitado allí. ¡Frente a una realidad demasiado dura, frente a una naturaleza eternamente cruel e injusta, el alma busca el refugio del misterio, el consuelo del milagro! Por mucho que se intente organizar el más allá, reduciéndolo a dogmas, identificándolo con religiones reveladas, no hay en el fondo de todo ello más que esta invocación de dolor, este grito de la vida, que exige la salud, la alegría, la felicidad fraternal, y que se conforma con aceptarlas en el otro mundo cuando ve que no pueden tener realidad en éste. ¿Qué objeto tiene creer en los dogmas? ¿No es bastante con enternecerse y amar?
No quiso, sin embargo, discutir. Contuvo la respuesta que le subía a los labios, convencido, por otra parte, de que la eterna necesidad de lo sobrenatural haría que reviviese siempre en la humanidad doliente la fe eterna. El milagro, imposible de demostrar, era el pan necesario a la humanidad sin esperanza. Además, ¿no había jurado, generosamente, que no daría a nadie motivos de aflicción, exponiendo las dudas de su alma?
—¡Y qué prodigio!, ¿verdad? —insistió el doctor.
—¡Enorme! —contestó al fin Pedro—. Se ha representado todo el drama humano, todas las fuerzas desconocidas han actuado en esta humilde habitación, tan húmeda y tan sombría.
Quedáronse silenciosos algunos minutos. Inspeccionaron de nuevo las paredes, alzaron la vista hacia el techo ahumado, lanzaron una última mirada al estrecho patio verdoso. Era en verdad lacerante aquella indigencia invadida por las telas de araña, aquella suciedad de toneles viejos, de herramientas inservibles, de residuos de toda especie que se pudrían amontonados en los rincones. Y sin agregar una palabra más, se alejaron por fin lentamente con un nudo de tristeza en la garganta.
Sólo cuando estuvieron en la calle pareció despertar el doctor Chassaigne. Se estremeció ligeramente y apretó el paso, al mismo tiempo que decía:
—Todavía no hemos acabado, hijo mío. Sígame usted. Vamos a ver otra gran iniquidad.
Se refería al abate Peyramale y a su iglesia. Atravesaron la plaza del Pórtico y doblaron en la calle de San Pedro; era cosa de pocos minutos. De nuevo la conversación recayó sobre los padres de la gruta, sobre la guerra terrible, sin cuartel, que había hecho el padre Sempé al antiguo vicario de Lourdes. Este, derrotado, había muerto de disgusto, en medio de la más espantosa amargura; pero después acabaron también de matar su iglesia, inconclusa todavía, sin el tejado, expuesta al viento y a la lluvia.
¡Con cuántas ilusiones gloriosas había llenado los últimos años de su existencia aquella iglesia monumental! Desde que lo habían despojado de la gruta, desde que lo habían apartado violentamente de la obra de Nuestra Señora de Lourdes, no obstante haber sido, con Bernadette, el primer artífice, aquella iglesia había de ser su desquite, su protesta, su parte propia de gloria, la casa de Dios en la que él brillaría con sus vestiduras sagradas, para convertir en realidad el deseo manifestado formalmente por la Santa Virgen. Como en el fondo era un hombre autoritario y dominador, pastor de muchedumbres, constructor de templos, saboreaba una alegría impaciente haciendo activar los trabajos, con la imprevisión de un hombre apasionado que no se preocupa de cuestiones financieras, que gasta a manos llenas, sin contabilidad, con tal de ver siempre una multitud de obreros trabajando en los andamiajes. Veía crecer su iglesia y se la imaginaba ya concluida, una mañana de verano, flamante, envuelta en los rayos del sol naciente.
Aquella visión, incesantemente evocada en su imaginación, era la que le daba fuerzas para luchar en medio del crimen que se tramaba sordamente a su alrededor, y del que él sería la víctima. Su iglesia, dominando la ancha plaza, se erguía finalmente, majestuosa y colosal. La había hecho construir de estilo románico, muy amplia, muy sencilla; la nave tenía una longitud de noventa metros, y la torre se elevaría a ciento cuarenta. Resplandecía al sol, retirado la víspera el último andamio, fresca de juventud, con sus largas hileras de piedras, que subían paralelamente. Y su pensamiento la acariciaba rondando a su alrededor, extasiado con su desnudez, con su castidad de virgen impúber, con su candorosidad gigantesca, porque no tenía ni una escultura, ni un adorno que la recargase inútilmente. Los techos de la nave, del ábside y del crucero estaban a igual altura, encima mismo del cornisamento, formado de molduras severas. De igual modo, los ventanales de las naves laterales y de la principal tenían por única decoración arquivoltas moldeadas, simple prolongación de las columnas. Se detenía ante los grandes ventanales de colores del crucero, cuyos rosetones rutilaban; daba vuelta, pasando por detrás del ábside redondo, adosado al cual surgía el pequeño edificio de la sacristía, mostrando la doble hilera de ventanitas de sus dos pisos, y volvía al punto de partida. Sus ojos no se cansaban de admirar aquella soberbia disposición, aquellas grandes líneas que se recortaban sobre el azul del firmamento, aquellos techos superpuestos, aquella masa enorme, cuya solidez desafiaba a los siglos.
Otras veces se embelesaba con una visión diferente. Se imaginaba estar viendo el interior de su iglesia, el día de la primera misa solemne que celebraría en ella. Las vidrieras de los ventanales despedían luces como si fueran de pedrería, y los cirios brillaban en las doce capillas laterales. Él estaba en el altar mayor, de mármol y oro, y las catorce columnas de la nave, bloques de mármol pirenaico de una sola pieza, donación de los fieles de toda la cristiandad, se erguían sosteniendo la bóveda, en la que resonaban los cánticos de alegría que brotaban de los órganos majestuosos. Todo un pueblo de fieles se apretujaba allí, arrodillados sobre las losas, frente al coro, que estaba rodeado de una verja ligera como un encaje y revestido de un admirable trabajo de madera tallada. El púlpito, magnífico presente de una gran señora, era una maravilla de arte, trabajado todo en roble. Las pilas bautismales habían sido talladas en granito por un artista de gran talento. Los muros estaban adornados con cuadros de grandes maestros, y las cruces, los cálices y las custodias preciosas, los ornamentos sagrados, deslumbrantes como soles, se amontonaban en el interior de los armarios de la sacristía. ¡Qué gloria ser pontífice de un templo semejante, reinar en él después de haber puesto toda el alma en su construcción, bendecir en él a las muchedumbres que acudían de todo el mundo, mientras el alegre voltear de las campanas anunciaría a la gruta y a la basílica que ya tenían allí, en el viejo Lourdes, un rival, una hermana victoriosa, en la que triunfaba también la divinidad!
Después de caminar algunos instantes por la calle de San Pedro, el doctor Chassaigne y Pedro doblaron por la callejuela de Langelle.
—Estamos llegando —dijo el doctor.
Pedro se quedó mirando, pero no veía la iglesia. No había allí más que miserables casuchas, todo un barrio de arrabal, proletario, una escombrera de edificios carcomidos y desmantelados. Al fin logró descubrir, al extremo de un callejón sin salida, un trozo de la empalizada, semipodrida, que cerraba todavía el espacioso solar cuadrado comprendido entre las calles de San Pedro, Bagnères, Langelle y los Jardines.
—Hay que doblar hacia la izquierda —siguió diciendo el doctor, al mismo tiempo que avanzaba por un estrecho pasillo, entre escombros—. ¡Ya estamos!
Aparecieron bruscamente las ruinas por entre todas aquellas fealdades y miserias que las disimulaban.
Toda la sólida armazón de la nave central y de las laterales, del crucero y del ábside, se mantenía en pie. Por todos lados las paredes se elevaban hasta el nacimiento de las bóvedas. Se entraba allí como en una verdadera iglesia; se podía pasear en ella cómodamente y reconocer las partes usuales en esta clase de edificios. Pero alzando la vista se veía el cielo: faltaban los techos, y la lluvia y el viento penetraban libremente allí.
Pronto haría quince años que las obras habían sido suspendidas; todo se encontraba en el mismo estado que cuando el último albañil dejó el trabajo. Lo que primero llamaba la atención eran las diez pilastras de la nave y las cuatro pilastras del coro, magníficos bloques de mármol de los Pirineos de una sola pieza, que estaban cubiertas con tablas para protegerlas contra toda posible avería. Las bases y los capiteles, sin labrar todavía, estaban esperando a los escultores. Las columnas aisladas, revestidas de madera, producían profunda tristeza. Mayor aún la producía todo aquel recinto abierto, las hierbas que invadían el suelo barrancoso, abollado, tanto en la nave central como en las laterales.
Pedro y el doctor Chassaigne, lentamente y sin hablar, recorrieron el interior. Las doce capillas de las naves laterales formaban como otros tantos compartimentos llenos de cascotes. El piso del coro estaba recubierto de una capa de cemento, sin duda para defender de las filtraciones la cripta, que estaba debajo; desgraciadamente, las bóvedas estaban hundiéndose. Había en el piso una depresión que se había convertido en un pequeño lago a consecuencia de la tormenta descargada la noche anterior. Por lo demás, aquellas partes del crucero y del ábside eran las que menos habían sufrido. Las piedras seguían inmóviles; los grandes rosetones centrales, encima del triforio, parecían estar esperan las vidrieras, y a juzgar por unos maderos que habían quedado olvidados en lo alto de los muros del ábside, se hubiera podido creer que se iba a empezar a poner los techos al día siguiente.
Cuando volvieron sobre sus pasos y salieron para contemplar la fachada, se les presentó todo el lamentable espectáculo de aquellas ruinas modernas. Las obras estaban menos adelantadas por aquel lado, y sólo había sido construido el pórtico de triple galería; quince años de abandono habían sido suficientes para que los rigores invernales royesen las esculturas, las columnitas, las arquivoltas, llevando a cabo un sorprendente trabajo de destrucción, como si la piedra, profundamente herida, carcomida, se hubiese diluido en lágrimas. El corazón se sentía angustiado a la vista de aquella labor demoledora que atacaba el edificio, aun antes de estar terminado. ¡No ser todavía, y desmenuzarse así bajo el cielo! ¡Inmovilizarse en su crecimiento de coloso gigante, y sembrar de escombros la hierba!
Penetraron otra vez en la nave, y volvieron a experimentar en ella la horrible tristeza de aquel monumento asesinado. El espacioso terreno, de perímetro incierto, se hallaba obstruido por los restos de los andamiajes. Se tropezaba por todas partes, entre malezas altas, con obras muertas, mechinales, cimbras, mezclados con rollos de viejas maromas, carcomidas por la humedad. Había aún mangos de pala, restos de carretillas, entre montones olvidados de materiales y ladrillos verdosos con manchas de moho, donde florecían campanillas.
El doctor Chassaigne habló por fin:
—¡Cuando uno se pone a pensar en que toda esta ruina se hubiera podido evitar con sólo cincuenta mil francos! Con cincuenta mil francos se hubieran podido colocar los tejados; con ello quedaba a salvo lo principal de la obra, y se hubiera podido esperar todo el tiempo preciso. Pero así como habían muerto al hombre, querían matar también su obra.
Y con un ademán señaló a lo lejos a los padres de la gruta, a quienes evitaba nombrar.
—¡Y decir que tienen ingresos anuales de novecientos mil francos! Pero prefieren enviar regalos a Roma a fin de disponer de amistades poderosas.
A su pesar, empezaba otra vez su ataque contra los enemigos del cura Peyramale. Toda aquella historia le llenaba de una santa cólera de justicia. Y en presencia de aquella ruina lamentable, reconstruía los hechos: el entusiasta sacerdote se lanzaba a construir su iglesia, empeñándose, prescindiendo de todo cálculo, y entre tanto el padre Sempé, en permanente acecho, explotaba en su provecho todos sus errores, lo desacreditaba ante el obispo, conseguía secar la fuente de las limosnas y paralizar los trabajos. Luego, después de la muerte del vencido, empezaban los pleitos interminables, quince años de pleitos, tiempo suficiente para que los rigores invernales hincasen el diente en la obra. En la actualidad, ésta se encontraba en tan lamentable estado, y las deudas llegaban a cifras tan voluminosas, que se podía dar todo por finiquitado.
—Sé muy bien que ellos cantan victoria, que se consideran únicos dueños. Es precisamente eso lo que tanto querían, ser los amos absolutos, guardarse para ellos solos todo el poder y todo el dinero… ¡Si hasta hicieron alejar de Lourdes a las órdenes religiosas que intentaron establecerse aquí, en su terror a cualquier competencia posible que pudieran hacerles! Jesuitas, dominicos, benedictinos, capuchinos, carmelitas, pidieron autorización para establecerse aquí; pero los padres de la gruta consiguieron siempre que fuera desestimada. Únicamente toleran las órdenes religiosas femeninas; no admiten más que un rebaño. La ciudad es cosa suya, y se dedican en ella al negocio, comerciando al por mayor y al menudeo.
A pasos lentos había vuelto al centro de la nave, entre los escombros. Hizo un amplio ademán, mostrando toda aquella desolación que le rodeaba.
Y lo mismo que cuando se encontraban en la habitación, fría y oscura, de Bernadette, vio Pedro en su imaginación alzarse la basílica, orgullosa y triunfal. No era precisamente aquí donde se realizaba el sueño del abate Peyramale, el sueño de oficiar y bendecir a las muchedumbres postradas de hinojos, en tanto que los órganos estallaban de alegría. La basílica surgía ahora en la imaginación de Pedro, rumorosa con el voltear de sus campanas, resonando con el clamoreo del gozo sobrehumano de un milagro, hecha un ascua ardiente, con sus banderas, sus lámparas, sus corazones de plata y oro, sus clérigos lujosamente revestidos, su custodia semejante al sol. Llameaba, reflejando los rayos del sol poniente; tocaba con su torre el firmamento, entre el revoloteo de los miles de plegarias que hacían estremecer sus muros. Aquí, en cambio, la iglesia, muerta antes de nacer, la iglesia puesta en entredicho por disposición episcopal, iba cayendo a pedazos, reducida a polvo, abierta a los cuatro vientos. Cada tormenta se llevaba algunos granos de las piedras; los moscardones zumbaban solitarios entre las ortigas que habían invadido la nave, y no había más fieles que las mujeres de la vecindad que venían a tender sus pobres ropas sobre la hierba.
En medio de aquel sombrío silencio parecía como si alguien sollozase, y ese alguien eran tal vez las columnas de mármol, que lloraban por la inutilidad de aquel lujo suyo, ocultas bajo su envoltorio de tablas. De vez en cuando cruzaban el ábside unos pájaros, dejando oír un pequeño chillido. Bandadas de ratas enormes, que tenían su refugio bajo los restos de los andamiajes desmoronados, reñían a mordiscos y saltaban fuera de sus agujeros, corriendo asustadas. No era posible imaginar mayor angustia y desesperación que la que producían aquellas ruinas premeditadas, frente a la basílica resplandeciente de oro, su rival triunfante.
De nuevo el doctor Chassaigne dijo simplemente:
—Venga.
Salieron de la iglesia, siguiendo el muro lateral izquierdo, y llegaron a una puerta, hecha toscamente con algunas tablas clavadas; descendieron por unas escaleras de madera media rotas, cuyos peldaños cimbraban bajo sus pies, y se hallaron en la cripta.
Era ésta una sala baja, de bóveda aplastada, que se adaptaba exactamente a la disposición del coro. También sus columnas, rechonchas y en bruto, esperaban el cincel del escultor. Al fondo se abrían tres ventanales, que tuvieron un tiempo sus correspondientes cristales, aunque ahora no les quedaba ninguno sano. Por ellos penetraba una luz cruda que hacía resaltar aún más la desnudez desconsoladora de las paredes.
En el centro de aquella sala reposaba el cuerpo del cura Peyramale. Algunos amigos habían tenido la piadosa idea de enterrarlo en la cripta de su iglesia inconclusa. La sepultura, que se alzaba sobre una ancha plataforma, era toda de mármol. Las inscripciones, en letras de oro, eran la expresión del pensamiento que guiaba a los suscriptores, y constituían un grito de reparación y de verdad que salía del monumento. En una de las caras se leía: «Con óbolos piadosos llegados de todo el universo se ha costeado y levantado este túmulo en honor y a la memoria del gran servidor de Nuestra Señora de Lourdes. —A la derecha se leía la siguiente frase, tomada de un breve de Pío IX—: Os habéis dedicado por entero a levantar un templo a la Madre de Dios». Y a la izquierda, estas palabras del Evangelio: «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia». ¿No era aquélla la lamentación misma, la legítima esperanza que había sostenido al vencido, al que había luchado tanto tiempo, animado únicamente por el deseo de cumplir al pie de la letra las órdenes de la Virgen, que le habían sido transmitidas por Bernadette? Allí estaba también Nuestra Señora de Lourdes, una estatuilla esbelta colocada encima de la inscripción funeraria, adosada al gran muro desnudo, que tenía por toda decoración algunas coronas de perlas colgadas de clavos. Había delante de la tumba, como delante de la gruta, cinco o seis bancos en línea, por si algunos fieles querían tomar asiento en ellos.
El doctor Chassaigne hizo otro ademán de conmovida piedad, y mostró silenciosamente a Pedro una mancha enorme de humedad verdosa sobre el muro del fondo. Pedro se acordó del pequeño lago que había observado en lo alto, sobre el piso del cemento resquebrajado del coro, donde se había embalsado una cantidad considerable de agua de la tormenta de la noche anterior. Evidentemente, allí había filtraciones, y en las épocas de fuertes lluvias corría hacia abajo un verdadero manantial, que inundaba la cripta. Se les angustió a los dos el corazón cuando vieron que el agua corría por la bóveda en hilillos y caía en gruesas gotas, con regularidad, rítmicamente, sobre la tumba.
El doctor no pudo reprimir un gemido.
—¡Era lo único que faltaba, que lloviera también sobre él!
Pedro estaba inmóvil, como dominado por una especie de terror sagrado. Aquel muerto sobre el que caía la lluvia, y cuya tumba barrerían en invierno las ráfagas de viento que penetraban por las ventanas sin cristales, le parecía doloroso y trágico. Adquiría una grandeza salvaje, solitario dentro de su tumba de mármol, en medio de los restos de andamiajes, al pie de las ruinas de su iglesia que se venía abajo. Era él su guardián solitario, el muerto dormido y soñador que guardaba sus contornos vacíos, sus espacios abiertos a todas las aves nocturnas. Él era allí la protesta muda, obstinada, eterna, y era también la espera. Acostado en su féretro, con toda la eternidad por delante, esperaba sin impaciencia a los obreros, que tal vez volviesen un buen día, en alguna hermosa mañana de abril. Si tardaban diez años, él estaría allí, y si tardaban un siglo, también estaría allí. Esperaba que los andamiajes, que se pudrían entre las hierbas de la nave, resucitasen como han de resucitar los muertos, y que se irguiesen, por arte de prodigio, a lo largo de los muros. Esperaba que la locomóvil, corroída ahora bajo el moho, calentada de pronto, recobrase su aliento y empezase a izar la armazón del tejado. Su obra tan amada, la construcción gigantesca, se derrumbaba sobre su cabeza, y él, con las manos juntas y los ojos cerrados, guardaba los escombros y esperaba.
El doctor concluyó, a media voz, la cruel historia, refiriendo cómo, después de haber perseguido al cura Peyramale y su obra, perseguían también su sepulcro. Había allí antiguamente un busto del cura, y algunas manos devotas cuidaban de mantener encendida ante él la llama de una lámpara. Pero un día una mujer cayó de bruces ante la tumba dando voces de que veía el alma del difunto; los padres de la gruta se estremecieron. ¿Irían a producirse allí milagros?
Algunos enfermos habían empezado ya a pasar allí días enteros ante la tumba, sentados en los bancos. Otros se arrodillaban, besaban el mármol, imploraban su curación. Aquello era alarmante. Si los enfermos sanaban, le saldría a la gruta un competidor en aquel mártir, enterrado allí, solitario, entre las viejas herramientas que habían dejado los albañiles. Advertido, el obispo de Tarbes publicó un mandamiento por el cual ponía en interdicción la iglesia, prohibiendo toda clase de culto y toda peregrinación o procesión a la tumba del antiguo cura de Lourdes.
—¡Yo, que le he conocido —murmuró el doctor— tan animoso, tan entusiasta, no puedo contener las lágrimas ante su tumba, sobre la cual hasta el agua cae ahora!
Y, arrodillándose penosamente, tranquilizó su ánimo con una larga oración.
Pedro, incapaz de orar, seguía de pie. Un hondo sentimiento de humanidad rebosaba de su corazón. Oía cómo caían una a una las pesadas gotas de la bóveda, estrellándose sobre la tumba, con ritmo lento, como si contasen los segundos de la eternidad, en medio del profundo silencio. Y pensaba en la eterna miseria de este mundo, en la predilección que muestra el dolor para herir siempre a los mejores.
Los dos grandes artífices de Nuestra Señora de Lourdes, Bernadette y el cura Peyramale, surgían ante su imaginación como dos víctimas lamentables, martirizadas en vida y desterradas después de muertas. Indudablemente, aquello hubiera bastado para matar su fe, porque la Bernadette que acababa de descubrir en el término de sus investigaciones no era sino una hermana humana, cargada con todos los sufrimientos. Pero no por eso dejaría de seguir rindiéndole un culto de fraternal ternura, y, pensando en ella, dos lágrimas rodaron por sus mejillas.