II

Desfilaban ahora las verdes campiñas del Poitou. El abate Pedro Froment, fijos los ojos en el campo, miraba cómo huían los árboles, que poco a poco dejaba de distinguir. Un campanario apareció y desapareció: todos los peregrinos se santiguaron.

Seguía avanzando el tren en medio de la creciente pesadez de aquel día tempestuoso; no llegaría a Poitiers hasta las doce y treinta y cinco. El joven sacerdote, sumido en profunda meditación, no oía ya el cántico sino como un lejano murmullo de olas.

Olvidado del presente, la emoción del pasado invadía todo su ser. Retrocedió cuanto pudo en alas del recuerdo. Se veía de nuevo en Neuilly, en la casa solariega donde había venido al mundo, la misma en que aún vivía, mansión de paz y de trabajo, con su jardín de pocas pero hermosas plantas, separado del jardín de la mansión vecina, muy parecida a la suya, por un seto reforzado con una empalizada. Tenía entonces tres años, quizá cuatro.

Volvía a ver, sentados en torno a una mesa y a la sombra del magnífico castaño, un día de verano, a su padre, a su madre y a su hermano mayor, que estaban almorzando. No recordaba bien el rostro de su padre, Miguel Froment; Pedro lo veía vago y borroso, pero con su fama de químico ilustre y su título de miembro del Instituto, refugiado en el laboratorio que había hecho instalar en el fondo de aquel barrio desierto. En cambio, veía claramente a su hermano Guillermo, que entonces tenía catorce años, y que esa mañana había salido del liceo para comenzar sus vacaciones. Y veía sobre todo a su madre, tan dulce y tan silenciosa, con los ojos llenos de infinita bondad. Más tarde conoció las angustias de aquella alma religiosa, de aquella creyente que por estimación y por gratitud se había resignado a casarse con un incrédulo que tenía quince años más que ella y de quien su familia había recibido grandes favores. Él, fruto tardío de aquella unión, llegado al mundo cuando su padre frisaba en los cincuenta, no había conocido a su madre sino respetuosa y sumisa ante su marido, a quien se dispuso a amar ardientemente, con el terrible tormento de saberlo en estado de perdición.

Súbitamente le asaltó otro recuerdo, el recuerdo terrible del día en que su padre falleció, muerto en su laboratorio por un accidente, la explosión de una retorta. Aunque entonces tenía cinco años, recordaba los menores detalles, el grito de su madre al ver el cuerpo destrozado entre los escombros, así como su espanto, sus sollozos y sus oraciones al pensar en que Dios acababa de fulminar al impío, condenándolo por toda la eternidad. No atreviéndose a quemar los libros y los papeles, la viuda se contentó con cerrar el gabinete, donde no entraba nadie. Y desde aquel instante, obsesionada por la visión del infierno, no tuvo otra idea que apoderarse de su hijo menor, tan tierno todavía, para darle una severa educación religiosa y hacer de él una especie de rehén para obtener el perdón para el padre. Ya había dejado de pertenecerle Guillermo, el hijo mayor, formado en el colegio y ganado por el siglo; pero el pequeño no saldría de casa y tendría un sacerdote como preceptor. Su sueño secreto, su ardiente esperanza, era verle un día sacerdote, diciendo su primera misa, consagrado a la tarea de salvar las almas que sufrían eternamente.

Otra viva imagen se apoderó de su mente: entre ramajes verdes, acribillados por el sol, Pedro vio de pronto a María de Guersaint, tal como la había conocido una mañana por un hueco del seto que separaba las dos propiedades vecinas.

El señor de Guersaint, perteneciente a la pequeña nobleza normanda, era un arquitecto con humos de inventor que se ocupaba entonces en la fundación de ciudades obreras, con iglesia y escuela: empresa importante, pero mal estudiada, en la que aventuraba sus trescientos mil francos de fortuna con su habitual fogosidad y con su imprevisión de artista fracasado. La misma fe religiosa había aproximado a la señora de Guersaint y a la señora de Froment. Pero la primera, estricta y rígida, era en su casa una verdadera dueña que con mano de hierro impedía la bancarrota doméstica. Ella misma educaba a sus hijas, Blanca y María, en una estrecha devoción; la mayor era ya seria, como ella, y la pequeña, no obstante ser muy piadosa, se hacía notar por una intensa propensión a la alegría de vivir, entre juegos y risas sonoras.

Desde temprana edad, Pedro y María jugaban juntos, franqueando continuamente la cerca. Las dos familias se trataban con intimidad. En aquella mañana de claro sol, en que Pedro la volvió a ver separando las ramas, María tenía ya diez años. Él, que contaba dieciséis, debía ingresar en el seminario al martes siguiente. Jamás le pareció María tan bella. Sus cabellos de oro puro eran tan largos que cuando se desataban la cubrían por completo. Con extraordinaria precisión, Pedro volvía a evocar ahora su rostro de entonces, con sus mejillas redondas, sus ojos azules, su boca roja, y, sobre todo, con el esplendor de su cutis de nieve. Era alegre y brillante como el sol. Estaba deslumbradora. Sollozaba porque no ignoraba la partida del joven. Ambos se habían sentado a la sombra de la cerca, en el fondo del jardín. Sus dedos se entrelazaban; sus corazones estaban enternecidos, a pesar de que en sus juegos jamás habían cambiado juramentos: tan absoluta era su inocencia. Pero, en vísperas de la separación, la emoción se les subía a los labios y hablaban desatentadamente, jurándose pensar continuamente el uno en el otro y encontrarse un día, como se encuentran las almas en el cielo, para ser felices. Luego, sin darse cuenta cómo, se habían abrazado fuertemente y se besaban en el rostro derramando ardientes lágrimas. Había en todo esto un recuerdo delicioso que Pedro llevaba siempre consigo, y que estaba aún vivo en su corazón después de tantos años y de tantos renunciamientos.

Una sacudida más violenta le arrancó de su ensueño. Mirando al interior del vagón, vislumbró confusamente a los seres que sufrían: a la señora de Maze, inmóvil y agobiada por la pena; a Rosita en las faldas de su madre, exhalando un débil gemido; a la Grivotte, sofocada por ronca tos. Por un instante lo dominó todo la alegre silueta de sor Jacinta.

Seguía el penoso viaje, bajo el rayo de divina esperanza que brillaba a lo lejos. Luego, poco a poco, todo quedó confundido nuevamente bajo otra oleada del pasado lejano. Sólo subsistió el cántico arrullador en medio de confusas voces de ensueño que salían de lo invisible.

Pedro evocó entonces su vida en el seminario. Las aulas y el patio con sus árboles surgían claramente en su memoria. De pronto sólo vio, como en un espejo, la imagen del joven que él era entonces. La contempló atentamente, examinándola en detalle, como si se tratara de un ser extraño. Alto y delgado, tenía una cara alargada, con la frente muy desarrollada, alta y recta como una torre, mientras las mandíbulas eran finas y terminaban en aguda barbilla. Parecía todo cerebro; sólo la boca, de notable relieve, denotaba ternura. Cuando el rostro perdía su seriedad, la boca y los ojos adquirían una ternura infinita, mostrando un ansia insaciable de amar, de darse y de vivir.

Pero todo eso era pasajero. Pronto renacía la pasión intelectual, aquella pasión que siempre le había devorado con la preocupación de comprender y de saber. Y recordaba con sorpresa aquellos años de seminario. ¿Cómo había podido aceptar por tanto tiempo aquella dura disciplina de la fe ciega, aquella obediencia para creerlo todo sin examen? Le habían pedido el total abandono de su razón, y, empeñándose, había conseguido ahogar la torturante preocupación de la verdad. Indudablemente, impresionado por las lágrimas de su madre, sólo tenía el deseo de proporcionarle la gran alegría soñada. Ahora, sin embargo, se acordaba de ciertos estremecimientos de rebelión y encontraba en el fondo de su memoria noches pasadas en llanto sin que supiera por qué, noches pobladas de imágenes inciertas, en medio de las cuales galopaba la vida libre y viril del exterior y entre las que la figura de María reaparecía sin cesar, tal como la había visto una mañana, radiante y anegada en lágrimas, besándola con toda su alma. Esto era lo único que ahora permanecía en pie, pues los años de sus estudios religiosos, con sus lecciones tediosas, con sus ejercicios y sus ceremonias, se habían perdido entre la misma niebla, envueltos en una semiclaridad borrosa y llena de silencio mortal.

Luego, el estrépito fugaz que hacía el tren al pasar por una estación a toda marcha suscitó en Pedro una sucesión de cosas confusas. Se veía en un gran cercado desierto, a los veinte años. Sus pensamientos se extraviaban. Una grave enfermedad, que le había atrasado en los estudios, hizo que fuera enviado al campo. Había estado mucho tiempo sin ver a María, pues las dos veces que fue a Neuilly, con motivo de las vacaciones, no la pudo encontrar porque ella se hallaba continuamente de viaje. Sabía que padecía mucho a consecuencia de una caída de caballo que sufrió a los trece años, cuando iba a convertirse en mujer; y su madre, desesperada, en el desconcierto que le producían las opiniones contradictorias de los médicos, llevaba cada año a su hija a un establecimiento de baños diferente. Luego recibió Pedro el golpe de una noticia inesperada: la muerte brusca de aquella madre tan severa, pero tan útil a los suyos, producida en condiciones trágicas. Paseando una tarde por la Bourboule, al quitarse el abrigo para echarlo sobre los hombros de María, que se hallaba allí en tratamiento, contrajo una pulmonía que la llevó en una semana. El padre hubo de trasladarse a Bourboule para recoger a su hija medio loca y el cadáver de su mujer. Lo peor era que, desde la desaparición de la madre, los negocios de la familia andaban mal y se embrollaban cada vez más en manos del arquitecto, que arrojaba su fortuna insensatamente en el abismo de sus empresas. María no se movía ya del diván, y sólo quedaba Blanca para dirigir la casa, absorbida ella también por la preocupación de sus últimos exámenes, pues se empeñaba en hacerse de diplomas previendo que algún día tendría que ganarse el pan.

Súbitamente tuvo Pedro la sensación de una visión clara que se desprendía del montón de aquellos hechos confusos y semiolvidados. Fue durante unas vacaciones que hubo de tomar debido al mal estado de su salud. Acababa de cumplir veinticuatro años y estaba muy retrasado, pues hasta entonces no había recibido más que las cuatro órdenes menores; cuando regresara al claustro recibiría el subdiaconado, lo que le ligaría para siempre a su ministerio mediante un juramento inviolable.

La escena que sucedió en el jardincillo de los Guersaint en Neuilly, adonde antaño iba a jugar tan a menudo, volvía a su mente, reconstruida con toda precisión. Habían llevado el diván de María bajo los grandes árboles del fondo, próximos a la cerca medianera. Estaban solos en medio de la paz triste de esa tarde otoñal. María, medio tendida, con las piernas inertes, llevaba luto riguroso por su madre; él, igualmente vestido de negro, pues usaba ya sotana, estaba sentado en una silla de hierro, junto a ella. Hacía cinco años que María se hallaba enferma. Tenía dieciocho y estaba pálida y delgada, sin dejar de ser adorable con su regia cabellera dorada, que la enfermedad respetaba. Por lo demás, Pedro la creía enferma para siempre, condenada a no ser nunca mujer, herida en su sexo mismo. Los médicos, que no acertaban con la enfermedad, la abandonaban.

Sin duda, aquella tarde melancólica en que una lluvia de hojas amarillentas caía sobre ambos, ella le hablaba de estas cosas. Pero él no recordaba las palabras; sólo tenía presentes su sonrisa descolorida y su rostro juvenil, tan encantador todavía y ya desesperado por el dolor de vivir. Luego comprendió que ella evocaba el día lejano de su separación en aquel mismo sitio, tras el cercado bañado de sol.

Y todo aquello había muerto: sus lágrimas, su abrazo, sus promesas de encontrarse algún día en la seguridad de una dicha perdurable. Ahora se encontraban de nuevo, pero ¿para qué? Ella estaba como muerta, y él iba a morir para la vida de este mundo. Desde el momento en que los médicos la condenaban, en que ella ya no sería mujer, ni esposa ni madre, bien podía él renunciar asimismo a ser hombre, anulándose ante Dios, a quien su madre le había consagrado. Sentía la dulce amargura de aquella última entrevista, en la que María sonreía dolorosamente pensando en sus pasadas niñerías y le hablaba de la felicidad que seguramente experimentaría sirviendo a Dios, con tan conmovido acento que le había hecho prometer que la invitaría a oír su primera misa.

En la estación de Saint Maure prodújose un bullicio que por un instante llevó la atención de Pedro hacia el vagón. Imaginó que sería alguna crisis, algún nuevo desmayo. Pero las doloridas caras que vio eran las mismas y conservaban la misma expresión contraída, en la anhelante espera del socorro divino, tan lento en llegar. El señor Sabathier intentaba acomodar sus piernas baldadas; el hermano Isidoro lanzaba continuamente un gemido de niño moribundo, mientras la señora de Vêtu, presa de un terrible acceso, con el estómago destrozado, ni siquiera respiraba, apretando los labios, con la faz descompuesta, negra y feroz.

Lo ocurrido era que a la señora de Jonquière se le había caído una vasija de cinc que estaba limpiando, lo cual había hecho reír a los enfermos, a pesar de sus sufrimientos, como espíritus sencillos a quienes el dolor aniñaba. Inmediatamente, sor Jacinta, que no en balde les llamaba sus hijos —unos hijos a quienes dominaba con una palabra—, les hizo reanudar el rosario, mientras llegaba la hora del avemaría que tenían que rezar en Châtellerault, conforme al programa fijado. Así, pues, se sucedieron los rezos, y todo aquello no fue más que un murmullo, un confuso rumor perdido entre el rechinar de los hierros y el estrépito de las ruedas.

Pedro tenía veintiséis años y era sacerdote. Unos días antes de ordenarse le asaltaron escrúpulos tardíos. Comprendía oscuramente que se había comprometido, sin haberlo pensado bien. Evitaba hacer un franco examen de conciencia, y vivía en el aturdimiento de su decisión, creyendo que de un tajo había cercenado en sí toda raíz de humanidad. Su carne había muerto con la inocente novela de su infancia, la novela de aquella blanca niña de cabellos de oro, a la que no volvería a ver sino acostada en su lecho de enferma y con la carne muerta, como la suya propia. Había hecho luego el sacrificio de su razón, cosa que le pareció entonces sumamente fácil, en la ingenua suposición de que bastaba querer para no pensar. Por lo demás, era demasiado tarde, no se podía retroceder a última hora. Y si bien en el trance de pronunciar el último juramento solemne se había sentido agitado por secreto terror, por una pesadumbre tan indeterminada como inmensa, lo había olvidado todo, divinamente recompensado de su esfuerzo el día en que dio a su madre la gran alegría, tanto tiempo esperada, de oírle cantar su primera misa. Aún le parecía ver a su pobre madre en la iglesia de Neuilly, elegida por ella misma porque allí se habían celebrado los funerales de su esposo; allí estaba aquella fría mañana de noviembre, casi sola en la sombría capilla, arrodillada y con el rostro entre las manos, llorando sin cesar mientras él alzaba la hostia. Fue aquélla la última felicidad de la anciana, que vivía solitaria y triste, ya que no veía a su hijo mayor, el cual se había ido, ganado por otras ideas, tan pronto como supo que su hermano había resuelto dedicarse al sacerdocio. Se decía que Guillermo, químico de gran talento como su padre, pero poseído por ensueños revolucionarios, vivía en una casita de los suburbios, donde se dedicaba a peligrosos estudios sobre materias explosivas; y añadían, lo cual acabó de romper todo vínculo entre él y su madre —tan piadosa y tan correcta—, que vivía maritalmente con una mujer salida de no se sabía dónde. Hacía tres años que Pedro no había visto a Guillermo, a quien en su infancia había adorado como a un hermano mayor paternal, bondadoso y alegre.

De pronto, Pedro sintió que se le oprimía horriblemente el corazón: era que evocaba a su madre muerta. Fue también un rayo, una enfermedad que apenas duró tres días, una brusca desaparición, como la de la señora de Guersaint. Una noche, después de correr locamente en busca de un médico, la encontró muerta durante su ausencia, inmóvil, completamente blanca. Sus labios guardaron para siempre la helada sensación del último beso. No recordaba nada más, ni del velorio, ni de los preparativos, ni del acompañamiento fúnebre. Todo eso se había perdido en la oscuridad de su atontamiento. Su dolor era tan atroz que creyó morir; al volver del cementerio sintió escalofríos y fue acometido por una fiebre que, durante tres semanas, le tuvo delirando entre la vida y la muerte. Su hermano había acudido para atenderle, y luego se había ocupado en las cuestiones de intereses, dividiendo la pequeña herencia de modo que le dejaba la casa y una modesta renta y él tomaba su parte en dinero. En cuanto lo había visto fuera de peligro, se alejó de nuevo, desapareciendo en el misterio.

¡Qué larga le pareció la convalecencia en el fondo de la casa desierta! Pedro no había hecho nada por retener a Guillermo, pues comprendía que había un abismo entre ambos. Había sufrido al principio a causa de la soledad. Luego, ésta le resultó muy grata en el profundo silencio de las habitaciones, adonde no llegaban los escasos ruidos de la calle, y bajo las sombras discretas del exiguo jardín donde solía pasar días enteros sin ver un alma. Su refugio era, sobre todo, el antiguo laboratorio, el gabinete de su padre, que su madre había tenido cuidadosamente cerrado durante veinte años, como para confirmar allí el pasado de incredulidad y condenación. Quizá, a pesar de su dulzura y su respetuosa sumisión al pasado, hubiera concluido aquella mujer por destruir un día todos los papeles y libros, a no haber venido a sorprenderla la muerte.

Pedro había hecho abrir nuevamente las ventanas y limpiar el polvo del escritorio y de la biblioteca. Arrellanado en el gran sillón de cuero, pasaba deliciosamente las horas, como regenerado por la enfermedad y devuelto a su juventud, gustando en la lectura de los libros que le caían en las manos un extraordinario placer intelectual.

No recordaba durante aquellos dos meses de lento restablecimiento haber recibido más que al doctor Chassaigne. Era un viejo amigo de su padre, médico de valía, pero que se limitaba modestamente a hacer recetas con la sola ambición de curar. Su asistencia fue inútil con la señora de Froment; pero, en cambio, se jactaba de haber salvado al joven sacerdote. Iba a verle de cuando en cuando; hablaba con él y le distraía recordándole a su padre, el gran químico, de quien le refería anécdotas curiosas con detalles inspirados en una ardiente amistad. De esa manera, poco a poco, en su lánguida debilidad de convaleciente, había visto surgir una figura de adorable simplicidad, tierna y bondadosa.

Ahora veía a su padre tal como fue en la realidad, y no al hombre de severa ciencia que antes se imaginaba oyendo a su madre. Es cierto que nunca le había enseñado sino a respetar la querida memoria del difunto; pero lo presentaba siempre como un incrédulo, como un hombre que hacía llorar a los ángeles, como un artesano de impiedad dedicado a demoler la obra de Dios. El padre era, de ese modo, como una sombría visión, como un espectro de condenado que vagaba por la casa, en tanto que ahora se convertía en una luz clara y sonriente, en un trabajador apasionado por la verdad y que nunca había querido sino el amor y la felicidad de todos. El doctor Chassaigne, oriundo de un pueblo de los Pirineos, donde se creía en las brujas, inclinábase más bien hacia la religión, aunque durante los cuarenta años que vivía en París no había puesto sus pies en una iglesia. Pero su seguridad era absoluta: si había un cielo en alguna parte, allí se hallaba Miguel Froment, sentado en un trono a la diestra del buen Dios.

Pedro revivió en algunos minutos la espantosa crisis que por espacio de dos meses le había devastado. No era que hubiese encontrado en la biblioteca libros de polémica antirreligiosa, ni que su padre, cuyos papeles ordenaba, hubiera salido de sus investigaciones técnicas de sabio. Pero, poco a poco, y a su pesar, la luz de la verdad científica brotaba de un conjunto de fenómenos comprobados que echaban por tierra los dogmas y que no dejaban en pie ninguno de los hechos en que debía creer. Parecía que la enfermedad le hubiera trastornado y que comenzara de nuevo a vivir y a aprender en aquella dulzura física de la convalecencia, en aquella debilidad que daba a su cerebro una penetrante lucidez.

En el seminario, por consejo de sus maestros, siempre había refrenado el espíritu de examen, su anhelo de saber. Encontraba sorprendente lo que le enseñaban, pero conseguía hacer el sacrificio de su razón que exigían de su piedad. Y he aquí que ahora el laborioso andamiaje del dogma se derrumbaba a los golpes de la razón soberana, que, rebelada, reclamaba sus derechos y a la que no era posible imponer silencio. La verdad bullía y se desbordaba en un oleaje tan irresistible, que Pedro comprendió que ya no le sería posible jamás rehacer el error en su cerebro. Era la ruina de la fe, total e irreparable. Si bien había podido matar las tentaciones de su carne renunciando a la novela de su juventud, si bien se sentía dueño de su sensibilidad hasta el punto de no ser ya un hombre, consideraba, en cambio, imposible el sacrificio de su inteligencia. No se equivocaba, pues en el fondo de su ser renacía su padre, que acababa triunfando en aquella dualidad hereditaria donde durante tanto tiempo había imperado su madre.

La parte superior de su cara, la frente erguida en forma de torre, parecía levantada todavía más, mientras la parte baja, la barbilla fina y la boca delicada, se hundían. Sin embargo, sufría y se sentía desolado, con la tristeza de no creer ya, con el deseo de creer todavía a ciertas horas del crepúsculo, cuando despertaban su bondad y su ansia de amar. Era necesario que se encendiera la lámpara, que viera claro a su alrededor y en sí mismo, para recobrar la energía y la calma de su razón, la fuerza del martirio, la voluntad de sacrificarlo todo a la paz de la conciencia.

Entonces estalló la crisis. Siendo sacerdote, ya no creía. Esta realidad se presentó bruscamente ante él como un abismo sin fondo. Era el fin de su vida, el naufragio de todo. ¿Qué hacer? ¿No le aconsejaba la honradez acaso quitarse la sotana y volver entre los hombres? Pero había visto sacerdotes renegados, y los había despreciado. Un sacerdote casado, a quien conocía, le llenaba de repugnancia. Sin duda, esto no era sino un resabio de su larga educación religiosa: conservaba la idea de lo indeleble del sacerdocio, es decir, que una vez entregado el hombre a Dios, no puede volver atrás. Quizá también se sentía con demasiada personalidad propia para no abrigar el temor de manifestarse torpe y fuera de sitio entre ellos. Puesto que no era ya un «hombre», quería permanecer aparte en su doloroso orgullo. Tras jornadas angustiosas, tras luchas que renacían sin cesar y en las que pugnaban su ansia de felicidad y las energías de su salud recuperada, tomó la heroica decisión de seguir siendo sacerdote, y sacerdote honesto. Se sentía con fuerzas para tal abnegación. Ya que había matado la carne, aunque no había podido matar el cerebro, jurose mantener su promesa de castidad. En su inquebrantable resolución, tenía la absoluta seguridad de vivir la vida recta y pura. ¿Qué importaba lo demás, si era sólo para sufrir, si nadie en el mundo sospechaba las cenizas de su corazón, la inexistencia de su fe, la atroz mentira en que agonizaría?

Su firme sostén sería su probidad. Cumpliría su misión de sacerdote como un hombre honrado, sin faltar a ninguno de los votos pronunciados y continuando, con arreglo a los ritos, aquel magisterio de ministro del Señor, cuyo nombre predicaría, a quien celebraría en el altar y a quien distribuiría en pan de vida a los fieles. Por tanto, ¿quién osaría imputarle como un crimen el hecho de haber perdido la fe en el caso de que esta gran desgracia fuera conocida algún día? ¿Qué más se le podía exigir, si había consagrado toda su vida a su juramento, al respeto de su ministerio y al ejercicio de todas las virtudes, sin esperanza de una recompensa futura? Así fue como acabó por serenarse. Se hallaba en pie, alta la frente, en aquella desolada grandeza del sacerdote que ya no cree, y que, sin embargo, continúa velando por la fe de los demás. No era el único, seguramente, pues adivinaba que tenía hermanos, angustiados sacerdotes que también dudaban y que permanecían al pie del altar, como soldados sin patria, pero que, sin embargo, tenían el valor de hacer brillar la divina ilusión sobre las multitudes arrodilladas.

Así que sanó por completo, Pedro reanudó sus servicios en la iglesia de Neuilly. Decía su misa todas las mañanas, pero estaba resuelto a rehusar todo cargo, todo ascenso. Transcurrieron meses y años, y se obstinaba en no ser más que un simple sacerdote, el más desconocido y el más humilde de los que van a las parroquias y desaparecen una vez cumplidos sus deberes. Aceptar una dignidad cualquiera le hubiera parecido una agravación de su mentira, un robo hecho a otros más meritorios.

Tenía que defenderse contra frecuentes ofrecimientos, porque su mérito no podía pasar inadvertido. En el palacio arzobispal se sorprendían de aquella obstinada modestia y querían utilizar la fuerza que adivinaban en él. A veces, sin embargo, sentía el amargo pesar de no ser útil, de no trabajar en alguna obra magna, como la pacificación de la tierra y la salvación y la felicidad de los pueblos, pues le atormentaba una ferviente necesidad de ello.

Por fortuna tenía mucho tiempo libre y se consolaba en su afán de hacer algo devorando con frenesí todos los volúmenes de la biblioteca de su padre, y repasando y discutiendo después todos sus estudios, dominado por una ardiente preocupación hacia la historia de las naciones y por el deseo de llegar al fondo de la cuestión social y religiosa a fin de ver en lo posible si verdaderamente no tenía remedio.

Una mañana, registrando uno de los grandes cajones de la parte baja de la biblioteca, descubrió Pedro un legajo referente a las apariciones de Lourdes. Había allí una documentación muy completa: copias de los interrogatorios de Bernadette, actas administrativas, informes policiales, dictámenes de médicos, y, además, cartas particulares y confidenciales del más vivo interés. Sorprendido por el hallazgo, interrogó acerca del asunto al doctor Chassaigne, quien recordó que su amigo Miguel Froment había estudiado en un tiempo, con apasionado entusiasmo, el caso de Bernadette. Él mismo, que había nacido en un pueblo cercano a Lourdes, hubo de intervenir para procurar al químico parte de la documentación que necesitaba.

A su vez, Pedro se apasionó durante un mes por aquel asunto, seducido por el carácter recto y puro de la vidente, pero indignado por todo lo que surgió después: el fetichismo bárbaro, las supersticiones dolorosas, la simonía triunfante. Cierto es que, en su crisis de incredulidad, aquella cuestión parecía traída a propósito para acelerar la ruina de su alma. Pero al mismo tiempo satisfacía su curiosidad, hasta el punto de que hubiera querido llevar a cabo una encuesta para establecer la verdad científica indiscutible y hacer al cristianismo auténtico el favor de librarle de aquella escoria, de aquel cuento de hadas tan conmovedor y tan pueril. Después, sin embargo, abandonó su estudio, retrocediendo ante la necesidad de un viaje a la gruta y encontrando las mayores dificultades para conseguir los datos que le faltaban. Sólo quedó en él su cariño hacia Bernadette, en la que no podía pensar sin experimentar una emoción deliciosa y una infinita piedad.

Pasaban los días. Pedro vivía cada vez más solo. El doctor Chassaigne acababa de partir hacia los Pirineos con mortal inquietud: abandonando su clientela, se llevaba a Cauterets a su mujer enferma, a la que él y su hija, una muchacha adorable, veían con angustia empeorar cada día. Desde entonces, la casita de Neuilly cayó en un silencio y en un vacío de tumba. Pedro no tenía más distracción que la de ir de vez en cuando a ver a la familia de Guersaint, que había dejado la casa contigua y a la que encontró en una estrecha habitación ubicada en una calle miserable del barrio. Tan vivo era aún el recuerdo de su primera visita, que sintió estremecérsele el corazón al evocar su emoción ante la desdichada María.

Volviendo en sí, miró y vio a María tendida sobre el banco, tal como la había encontrado entonces, ya en su camilla rodante, clavada a aquel ataúd ambulante. Ella, tan desbordante de vida en otro tiempo, siempre pronta a moverse y reír, se moría allí de inacción y de inmovilidad. Sólo conservaba sus cabellos, que la vestían con un manto de oro; y estaba tan delgada, que parecía como que se hubiera encogido y vuelto al tamaño de una niña. Lo más penoso que había en aquel pálido rostro eran las miradas vacías y fijas, la ansiedad constante, una expresión de ausencia y anonadamiento en el fondo de su enfermedad. Sin embargo, al notar que él la observaba, quiso sonreírle. Pero se le escapaban los quejidos, y había una inmensa tristeza en su sonrisa de pobre criatura herida y convencida de que va a expirar antes del milagro. Esto trastornó a Pedro, que no oía ni veía más que a ella entre los demás dolores que llenaban el vagón, como si hubiera simbolizado a todos en la prolongada agonía de su belleza, de su alegría y de su juventud.

Poco a poco, sin quitar los ojos de María, Pedro retornó a los días pasados, saboreando las horas de amargo y triste encanto que había vivido junto a ella cuando subía a hacerle compañía en su pobre alojamiento. El señor de Guersaint acababa de arruinarse soñando con renovar la estampería religiosa, cuya mediocridad le irritaba. Sus últimos centavos habían desaparecido en la quiebra de una casa dedicada a la impresión en colores. Y distraído, imprevisor, confiado en Dios, con la eterna ilusión de su alma de niño, no se daba cuenta de la atroz penuria que aumentaba, y se había empeñado en buscar la forma de dirigir a voluntad los globos, sin reparar siquiera en su hija Blanca, que tenía que hacer prodigios de actividad para ganar el pan de la reducida familia, de sus dos niños, como llamaba a su padre y a su hermana. Dando lecciones de piano y de francés, recorriendo París de la mañana a la noche, entre el polvo y el fango, era como Blanca conseguía reunir el dinero necesario para los continuos cuidados que reclamaba el estado de María. Esta solía desesperarse, deshaciéndose en lágrimas y acusándose de ser la causa principal de la bancarrota doméstica, pues hacía muchos años que por ella pagaban médicos y la llevaban a todos los balnearios imaginables: la Bourboule, Aix, Lamalou, Amélie les Bains. Ahora los médicos la habían abandonado, tras diez años de diagnósticos y tratamientos contradictorios: unos creían en la ruptura de algunos ligamentos; otros, en la presencia de un tumor, y había quienes creían en una parálisis de origen medular. Y como ella se negaba a todo examen, en una rebeldía de virgen púdica, a la que ni tan siquiera se atrevían a interrogar claramente, los médicos se atenían cada cual a su explicación, declarando que la enferma no podía curar. Por lo demás, ella, que desde que enfermó se hizo muy religiosa, no contaba más que con la ayuda de Dios. Su mayor disgusto era no poder ir a la iglesia, pero todas las mañanas leía la misa. Sus piernas inmóviles parecían muertas; una debilidad extrema la acometía, al punto de que, por algunos días, su hermana tenía que darle de comer.

En aquel momento, un recuerdo asaltó a Pedro. Era al anochecer. Estaba sentado junto a ella, en la penumbra. Súbitamente María le dijo que quería ir a Lourdes, pues estaba segura de volver curada. Él se disgustó, y, sin darse cuenta, gritó que era una locura creer en tales niñerías. Nunca hablaba con ella de religión, y se había negado no solamente a confesarla, sino también a dirigirla en sus pequeños escrúpulos de devota. Ello era, por parte de él, pudor y piedad, pues hubiera sufrido mintiéndole, y, además, se hubiera considerado un criminal, si llegaba a empañar con un soplo tan sólo aquella fe grande y pura, que la sostenía fuerte y valerosa en medio de su sufrimiento.

Así, contrariado por el grito que no había podido contener, quedó horriblemente turbado al sentir que la mano pequeña y fría de la enferma asía la suya. Y entonces ella, dulcemente, animada por la oscuridad, con voz conmovida, se atrevió a hacerle comprender que conocía su secreto, que sabía su desgracia, la espantosa miseria de un sacerdote incrédulo. En sus conversaciones, Pedro se lo había dicho todo sin quererlo, y ella había penetrado hasta el fondo de aquella conciencia gracias a una delicada intuición de amiga enferma.

María se inquietaba horriblemente por él, al punto de compadecerle por su mortal dolencia moral más de lo que se compadecía a sí misma. Y como él, sorprendido, no acertara a contestar, aunque con su mutismo confesaba la verdad, ella siguió hablando de Lourdes y añadiendo, en voz baja, que también quería encomendarlo a él a la Santísima Virgen, suplicándole que le devolviera la fe. A partir de aquella tarde, no cesó de repetir que, si iba a Lourdes, volvería curada. Pero había la dificultad de la falta de dinero, de la que ni tan siquiera se atrevía a hablar a su hermana. Así pasaron dos meses, en los que ella se debilitaba cada vez más, consumida por la espera, con los ojos vueltos hacia el resplandor de la gruta milagrosa.

Pedro pasó entonces unos días enfadosos. Al principio se había negado categóricamente a acompañar a María. Luego su voluntad empezó a vacilar al pensar que, si se decidía al viaje, podría aprovecharlo para continuar su investigación sobre Bernadette, cuya encantadora imagen llevaba en el corazón. Finalmente, se sintió invadido por una dulzura y una inconfesada esperanza al pensar que tal vez tuviera razón María, y que la Virgen podría apiadarse de él devolviéndole la fe ciega, la fe del niño que ama y no discute. ¡Oh, creer con toda la fuerza del alma y sumirse en profunda credulidad! No había, sin duda, otra felicidad posible. Aspiraba a la fe con toda la alegría de su juventud, con todo el amor que había sentido por su madre, con todo el ardiente anhelo que experimentaba de escapar a la tortura de comprender y saber, de dormirse para siempre en el seno de la divina ignorancia. Deliciosa y cobarde era aquella esperanza de no ser más que una cosa entre las manos de Dios. Así llegó al deseo de intentar el supremo experimento.

Ocho días después quedó decidido el viaje a Lourdes. Pero Pedro había exigido una última consulta de médicos para saber si María se hallaba realmente en estado de hacer el viaje. Precisamente evocaba ahora aquella escena, recordando ciertos detalles con persistencia, mientras otros se borraban ya. Dos de los médicos que habían asistido a la enferma en época lejana, uno de los cuales creía en una ruptura de los ligamentos y el otro en una parálisis debida a una lesión de la medula, acabaron por ponerse de acuerdo sobre la existencia de dicha parálisis, quizá con accidentes en los ligamentos, pues todos los síntomas conducían a esa conclusión, y el caso les parecía tan evidente que no habían vacilado en redactar dictámenes casi iguales con afirmaciones categóricas. Por lo demás, creían factible el viaje, aunque muy doloroso. Esto acabó de decidir a Pedro, que consideraba a aquellos señores muy prudentes y celosos de la verdad.

Sólo guardaba un vago recuerdo del tercer médico, Beauclair, primo suyo y joven de viva inteligencia, todavía poco conocido, pero ya con fama de extravagante. Este, después de haber observado detenidamente a María, mostrábase, al parecer, alarmado por los datos que le dieron sobre los ascendientes de la enferma, y se interesaba mucho por lo que le contaban del señor de Guersaint, el arquitecto con ribetes de inventor, de espíritu tan débil como exuberante. Enseguida quiso medir el campo visual de la enfermedad y se cercioró, palpándola discretamente, de que el dolor había acabado por localizarse en el ovario izquierdo, y de que, apretando allí, este dolor parecía subir hacia la garganta como una masa pesada que la ahogaba. Aquel médico no tenía para nada en cuenta la parálisis de las piernas. Últimamente, respondiendo a una pregunta directa, declaró que era necesario llevarla a Lourdes, donde seguramente sanaría si tenía la certeza de ser curada.

Hablaba de Lourdes seriamente, diciendo que la fe bastaba, pues dos clientes suyas, muy devotas, a quienes había enviado allí el año anterior, habían vuelto rebosantes de salud. Incluso anunciaba cómo se produciría el milagro, instantáneamente, en un despertar y una exaltación de todo el ser, mientras la enfermedad, ese maldito peso diabólico que asfixiaba a la joven, ascendería por última vez y escaparía como si saliera por la boca. Pero se negó a firmar ningún certificado. No se había entendido con sus dos colegas, que le trataron con frialdad, como a un espíritu demasiado atrevido.

Pedro recordaba confusamente frases de la discusión, reanudada en su presencia, y fragmentos de la opinión expuesta por Beauclair: una luxación del órgano, con ligeras desgarraduras de los ligamentos a consecuencia de la caída del caballo, seguida de una lenta reparación y un restablecimiento de las cosas en su lugar, y luego accidentes nerviosos consecutivos, de manera que la enferma sólo se hallaba bajo la obsesión del susto primitivo, con la atención localizada en el punto lesionado, inmovilizada por el dolor creciente e incapaz de adquirir nuevas nociones, a no ser bajo el latigazo de una violenta emoción. Por lo demás, admitía también accidentes de nutrición, aún mal estudiados y de los que no se atrevía a indicar la dirección y la importancia.

La idea de que María era una enferma imaginaria y de que los espantosos sufrimientos que la atormentaban procedían de una lesión cicatrizada hacía ya mucho tiempo pareció tan paradójica a Pedro, viéndola casi agonizante y con las piernas yertas, que no se detuvo a considerar aquello, dichoso al ver que los tres facultativos estaban de acuerdo en autorizar el viaje a Lourdes. Con la perspectiva de curar, Pedro la acompañaría hasta el fin del mundo. ¡Qué agitados fueron los últimos días pasados en París! Próxima a partir la peregrinación nacional, tuvo la idea de hospitalizar a María con objeto de evitar los gastos mayores. Enseguida tuvo que dar los pasos necesarios para ingresar en la Hospitalidad de Nuestra Señora de la Salud. El señor de Guersaint estaba encantado, porque amaba la naturaleza y ardía en deseos de conocer los Pirineos; no se preocupaba de nada y aceptaba perfectamente que el joven sacerdote le pagara el viaje y se encargara del alojamiento, como si se tratara de un niño; después de todo, como su hija Blanca le había dado algo de dinero a última hora, se creía rico. La pobre y heroica Blanca tenía unos ahorrillos; eran cincuenta francos, que Pedro hubo de aceptar, porque Blanca se habría enfadado de no ayudar así a la curación de su hermana, ya que no podía formar parte de la expedición, pues la retenían sus lecciones en París, cuyo duro pavimento continuaría pisando, mientras los suyos se arrodillaban allá lejos entre los encantamientos de la gruta. Partieron, pues, y rodaban, rodaban, camino de Lourdes.

En la estación de Châtellerault, un súbito vocerío sacudió a Pedro, arrancándolo al sopor de su ensueño. ¿Qué sucedía? ¿Es que llegaban a Poitiers?

Pero apenas era mediodía. Sor Jacinta recitaba el Ángelus, haciendo repetir tres veces las tres avemarías. Las voces se quebraban; ascendió un nuevo cántico, prolongándose en una lamentación. Todavía faltaban veinticinco minutos largos para llegar a Poitiers, donde parecía que la parada de media hora iba a aliviar todos los sufrimientos. ¡Viajaban tan incómodamente y eran tan rudamente sacudidos en aquel vagón sofocante y apestoso! ¡Cuánta miseria! Gruesas lágrimas surcaron las mejillas de la señora de Vincent. Un sordo juramento había escapado de la boca del señor Sabathier, tan resignado habitualmente, en tanto que el hermano Isidoro, la Grivotte y la señora de Vêtu parecían no existir ya, como si fueran despojos arrastrados por el oleaje. María no hablaba; tenía los ojos cerrados y no quería volver a abrirlos, perseguida por la horrible visión del rostro de Elisa Rouquet, aquella cabeza agujereada y deforma que era para ella la imagen de la muerte.

Y mientras el tren apresuraba su marcha, arrastrando aquella carga de desesperación humana, bajo el cielo pesado y a través de las llanuras abrasadas, se produjo un nuevo estremecimiento de espanto: el hombre aquel no respiraba ya.