III

Al alejarse, dominado por su disgusto, invadido por una repugnancia invencible a seguir allí, vio al señor de Guersaint arrodillado cerca de la gruta, absorto, rogando con toda su fe. No había vuelto a verlo desde la mañana, e ignoraba si había conseguido alquilar dos habitaciones; su primer movimiento fue acercarse a él. Pero vaciló, no queriendo turbarlo en su recogimiento y creyendo que oraba, sin duda, por su hija, a la que adoraba, a pesar de los constantes olvidos de su inquieto cerebro. Pasó de largo y se perdió bajo los árboles. Daban las nueve; podría disponer de dos horas.

El ribazo salvaje donde pacían en otro tiempo los cerdos había sido convertido, a fuerza de dinero, en una magnífica avenida que costeaba el Gave. Había sido necesario hacer retroceder el cauce del río para ganar terreno y construir un malecón monumental, con una ancha acera bordeada por un pretil. La avenida iba a tropezar, a los doscientos o trescientos metros, con una colina; resultaba, así, una especie de paseo cerrado, provisto de bancos y sombreado por árboles magníficos. Nadie pasaba por allí, y sólo servía para que hubiese espacio donde desbordar la muchedumbre. Todavía quedaban algunos rincones solitarios entre el muro de verdor que lo aislaba por el sur y los vastos campos que se extendían al norte, al otro lado del Gave, con sus laderas cubiertas de árboles y alegradas por las fachadas blancas de los conventos. En los ardientes días de agosto podía disfrutarse allí de una deliciosa frescura, bajo la sombra, al borde del río.

Pedro experimentó enseguida una sensación de reposo, como cuando se sale de un sueño penoso. Se interrogó a sí mismo, preocupado por los sentimientos que le agitaban. ¿No había llegado a Lourdes aquella mañana ansioso de fe, con el convencimiento de que volvía a creer, igual que en los años dóciles de su infancia, cuando su madre le obligaba a juntar las manos, enseñándole el temor de Dios? Sin embargo, no bien se encontró delante de la gruta, entre aquel culto idólatra, aquella fe violenta, aquel asalto contra la razón, sintióse fastidiado hasta el desaliento. ¿Qué iba a ser de él? ¿Por qué no había de tratar de combatir sus dudas, aprovechando aquel viaje para ver y convencerse? Aquel comienzo desconsolador le había dejado el ánimo conturbado; le venían a punto los árboles frondosos, el torrente de agua límpida, la avenida tan tranquila y fresca, para reponerlo en su conmoción.

Al llegar Pedro a la extremidad de la avenida, tuvo un inesperado encuentro. Hacía algunos segundo que veía venir hacia él un anciano de elevada estatura, con la levita ceñida y completamente abotonada y un sombrero de ala plana, e intentaba recordar a quién pertenecía aquel rostro pálido de nariz aguileña, con ojos negrísimos de mirada penetrante. También el anciano se detuvo, con expresión de asombro:

—¿Cómo es eso, Pedro? ¿Usted en Lourdes?

Bruscamente, el joven sacerdote reconoció al doctor Chassaigne, el amigo de su padre, y también viejo amigo suyo, que le había curado primero y después reconfortado durante la terrible crisis, física y moral, en que cayó a la muerte de su madre.

—¡Mi querido doctor, cuánto me alegro de verle!

Se abrazaron, hondamente emocionados. Ante la nieve de aquellos cabellos y de aquella barba, al ver aquella manera de andar lenta y aquella fisonomía infinitamente triste, recordó Pedro la obstinada adversidad que había hecho envejecer a aquel hombre. Habían transcurrido apenas algunos años, y le volvía a ver como fulminado por el destino.

—Pero ¿no sabía usted que yo me había quedado en Lourdes? No me extraña; no escribo a nadie, ya no estoy entre los vivos, porque habito en el mundo de los muertos.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, y continuó con voz entrecortada:

—¡Ea, venga usted a sentarse conmigo en ese banco! Será un inmenso placer para mí revivir un instante en su compañía, como en otro tiempo.

—¡Si usted supiera, mi buen doctor, mi viejo amigo, cómo he compartido con usted sus desgracias con todo mi corazón, con toda mi alma!

Era aquello el desastre, el naufragio de una vida. El doctor Chassaigne y su hija Margarita, una adorable y fuerte joven de veinte años, habían venido a Cauterets para instalar allí a la señora de Chassaigne, cuya salud inspiraba muchos cuidados. Pasaron quince días, y ella mejoró muchísimo, hasta el punto de proyectar algunas excursiones; pero de pronto, brutalmente, una mañana la encontraron muerta en su cama. Abrumados bajo el peso de aquel terrible golpe, padre e hija quedaron como aturdidos por la traicionera fatalidad. Al doctor, que había nacido en Bartrès y tenía en el cementerio de Lourdes la sepultura de familia, se le había ocurrido hacer construir un panteón, y en él descansaban ya sus padres. Quiso, pues, que el cuerpo de su mujer fuese a descansar también allí, junto al nicho vacío en que pensaba ir pronto a reunirse con ella.

Llevaba ya una semana en Lourdes, en compañía de su hija, cuando ésta, presa repentinamente de fuertes escalofríos, guardó cama una tarde, muriendo al segundo día, sin que su padre, loco de pena, lograse saber exactamente cuál era su enfermedad. Y fue a la hija, en la flor de la juventud, radiante de belleza y de salud, a quien depositaron en el cementerio, en el nicho vacío, junto a su madre. Aquel hombre, feliz hasta la víspera; aquel hombre mimado, adorado, que tenía junto a si a dos seres cariñosos para reconfortarle el corazón, quedó convertido en un anciano desgraciado, balbuciente y desorientado, que se helaba en su soledad. Toda la alegría de su vida se había desmoronado, y cuando veía que hasta a los picapedreros que golpeaban las piedras de las carreteras les llevaban la comida sus mujeres y sus hijitas descalzas, les tenía envidia. No quiso salir de Lourdes; lo abandonó todo: su trabajo, su clientela de París, para vivir allí, cerca de aquella tumba en donde su esposa y su hija dormían el último sueño.

—¡No sabe usted, mi viejo amigo, cuánto he penado pensando en su aflicción! —repetía Pedro—. ¡Qué dolor espantoso el suyo! Pero ¿por qué no se ha acordado usted de las personas que le aman? ¿Por qué se ha encerrado usted aquí con sus penas?

El doctor hizo un ademán que abarcó el horizonte:

—No puedo marcharme de aquí; las tengo cerca, me aguardan —dijo—. No hay nada que hacer; espero ir pronto a juntarme con ellas.

Volvió a reinar el silencio. A sus espaldas, entre los arbustos del malecón, revoloteaban los pájaros; de enfrente les llegaba el fragor de las aguas del Gave. Los rayos del sol tomaban en la serranía la densidad de una lenta polvareda de oro. Pero debajo de aquellos árboles, en aquel banco, apartado, reinaba una frescura deliciosa; y a doscientos pasos de la muchedumbre se encontraban como en un desierto, porque nadie se separaba de la gruta para aventurarse hasta donde ellos estaban.

Charlaron largamente. Refiriole Pedro en qué circunstancias había llegado aquella mañana a Lourdes con la peregrinación, acompañando al señor de Guersaint y a su hija. Al escuchar ciertas frases del doctor, hizo un movimiento de asombro.

—¿Cómo dice usted, doctor? ¿De manera que ahora le parece a usted posible el milagro? ¡A usted, gran Dios! ¡A usted, que antes era un incrédulo o, por lo menos, un hombre indiferente!

Y le miraba, estupefacto por lo que acababa de oírle decir de la gruta y de Bernadette. ¡Así hablaba aquel hombre, aquella cabeza tan sólida, aquel sabio de inteligencia tan precisa, cuyas poderosas facultades analíticas había admirado él en otro tiempo! ¿Cómo era posible que un espíritu de semejante naturaleza, tan elevado y sagaz, desembarazado de todo prejuicio religioso, formado en el método y en la experiencia, llegase a admitir las curaciones milagrosas que se operaban en aquella fuente divina, que había hecho manar la Santa Virgen al contacto de los dedos de una niña?

—¡Increíble, mi querido doctor! Haga usted un poco de memoria. Fue usted mismo quien dio a mi padre ciertos apuntes relativos a Bernadette, su paisanita, como solía usted llamarla; y usted mismo fue quien habló extensamente, un tiempo después, acerca de toda esta historia que llegó a apasionarle intensamente. En su opinión, Bernadette, no era más que una alucinada, una enferma de infantilismo, una inconsciente privada de voluntad.

¡Acuérdese de nuestras charlas, de mis dudas, de sus esfuerzos para hacerme reconquistar la sólida razón!

Pedro estaba emocionado. ¿No era aquélla una aventura de lo más extraña? Él, sacerdote, resignado en otro tiempo con su fe, había concluido por perderla con el trato de aquel médico, a la sazón incrédulo; y ahora le volvía a ver convertido, conquistado por lo sobrenatural, ¡ahora, precisamente cuando él agonizaba sufriendo el tormento de no creer!

—¡Usted, que antes no creía sino en los hechos comprobados; usted, que lo basaba todo en la experimentación…! ¿Es que ha renunciado usted a la ciencia?

—¡La ciencia! ¿Sé yo acaso algo? ¿Tengo poder para hacer algo? ¿De qué me ha servido la ciencia? Hace unos instantes me preguntaba usted de qué había muerto mi pobre Margarita. ¡Pues lo ignoro en absoluto! Yo, tenido por sabio, y a quien todos creían bien armado contra la muerte, no he comprendido nada de lo que ha ocurrido, no he podido hacer nada, he sido incapaz de prolongar ni siquiera una hora la vida de mi hija. ¿Y qué me dice usted del caso de mi mujer, a la que encontré helada en su lecho, siendo así que se había acostado la víspera perfectamente bien y alegre? No fui siquiera capaz de prever lo que habría sido necesario hacer. ¡No, no! Para mí la ciencia ha fracasado. No quiero ya nada con ella; yo no soy más que un animal y un pobre hombre.

Decía esto rebelándose furioso contra todo su pasado de orgullo y de felicidad. Luego, cuando se hubo calmado, prosiguió:

—Mire usted: ya no me queda sino un espantoso remordimiento. Sí, es un remordimiento que me persigue, que me empuja sin cesar hacia estos lugares, a vagar en medio de estas gentes que rezan. Es el remordimiento de no haber venido antes a humillarme delante de esta gruta, trayendo conmigo a mis dos seres queridos. Ellas se habrían arrodillado como todas esas mujeres que usted ve; yo también me habría arrodillado sencillamente junto a ellas, y tal vez hubiera hecho que la Santa Virgen me las hubiese curado y conservado. Y yo, como un imbécil, no he sabido hacer otra cosa que perderlas. La culpa es mía.

Las lágrimas saltaban ahora de sus ojos.

—Recuerdo que en Bartrès, cuando yo era niño, mi madre, una buena campesina, me hacía juntas las manos todas las mañanas para pedir a Dios su ayuda. Cuando me he encontrado solo, débil e incapaz como un niño, ha vuelto claramente a mi memoria aquella plegaria. ¿Y quiere usted que le diga la verdad, amigo mío? Mis manos volvieron a juntarse, como en aquel entonces, al verme tan desamparado, tan abandonado; sentía con demasiada violencia la necesidad de una ayuda sobrenatural, de un poder divino que pensase, que quisiese por mí, que me meciese y me arrebatase en su omnisciencia eterna. ¡Ah, qué confusión, qué extravío hubo en mi cerebro durante los primeros días, bajo el efecto del tremendo mazazo que acababa de recibir! He pasado veinte noches sin dormir, creyendo que me volvía loco. Mil ideas bullían revueltas en mi cerebro; había momentos en que me rebelaba y amenazaba al cielo con el puño; después caía en arrebatos de humildad y rogaba a Dios que me llevara a mí también. Por fin me calmé, con la certeza de que había una justicia, de que había un amor, y eso me devolvió la fe. Porque, dígame, usted que conoció a mi hija, tan fuerte, tan hermosa, tan rebosante de vida: ¿no sería la más monstruosa de las injusticias el que no existiese un más allá para ella que no ha vivido? Tengo la absoluta convicción de que revivirá, pues la oigo a veces hablar, y me dice que volveremos a encontrarnos, que hemos de volver a vernos. ¡Ahí tiene usted la única esperanza, el único consuelo de todos los sufrimientos en este mundo: volver a ver a los seres queridos que hemos perdido, a mi querida hija, a mi querida mujer, y volver a vivir con ellos! Y me he entregado a Dios, porque sólo Dios puede devolvérmelos.

Hablaba agitado por un leve temblequeo de anciano débil. Pedro comprendió al fin y reconstituyó el proceso de aquella conversión: era el caso del sabio, del intelectual envejecido que, bajo el imperio del sentimiento, retorna a la fe. Y lo que hasta entonces no había sospechado, lo descubrió en aquel hijo de los Pirineos, en aquel descendiente de campesinos montañeses, una especie de atavismo de la fe; había sido educado en la leyenda, y la leyenda lo reconquistaba, no obstante haber pasado por encima de ella cincuenta años de estudios positivistas. Luego obraba la laxitud humana; era el caso de un hombre al que la ciencia no ha dado la felicidad y que se subleva contra la ciencia el día en que la encuentra limitada, impotente para evitar sus lágrimas. Por fin, actuaba allí el desencanto, la duda de todo, que iba a parar en un ansia de certidumbre en el caso de aquel anciano, ablandado por los años, feliz de poder adormecerse en la credulidad.

Pedro no protestaba, no se burlaba, porque aquel anciano tan duramente golpeado por la adversidad, con su dolorosa senilidad, le partía el alma. ¿No mueve a compasión, acaso, el ver a las almas mejor templadas, a las más fuertes y lúcidas, retornar a la niñez, bajo el peso de tales golpes?

—¡Ah! —suspiró con voz apenas perceptible—. ¡Ojalá que yo sufriese tanto y de tal modo que pudiese acallar también mi razón, para arrodillarme allí y creer en todas esas bellas historias!

En los labios del doctor Chassaigne reapareció la pálida sonrisa que a veces asomaba en ellos.

—Se refiere usted a los milagros, ¿verdad? Usted es sacerdote, hijo mío, y conozco su desgracia. Los milagros le parecen a usted imposibles. ¿Y cómo sabe usted que eso es imposible? Confiese usted más bien que no sabe nada, y que a cada minuto le suceden cosas que son imposibles de acuerdo con nuestros sentidos. Pero ya hemos hablado mucho rato; van a dar las once, y es necesario que usted vuelva a la gruta. Le espero a usted a las tres y media; le llevaré a la oficina médica de control, donde espero mostrarle cosas que le sorprenderán. No se olvide: a las tres y media.

Se despidieron: el médico continuó sentado. El calor había ido acentuándose; los collados ardían a lo lejos, bajo el sol que resplandecía como una hoguera. Abstraído en su pensamiento, el anciano soñaba bajo la escasa claridad verdosa de la umbría, oyendo el continuo rumor del Gave, como si una voz del más allá, una voz querida, le hubiera hablado.

Pedro se apresuró a reunirse con María. Lo consiguió sin gran trabajo: la multitud se diseminaba y mucha gente se había retirado ya a almorzar. Vio cerca de la joven, tranquilamente sentado, al señor de Guersaint, que quiso darle enseguida explicaciones acerca de su larga ausencia. Durante más de dos horas había recorrido Lourdes, aquella mañana, en toda dirección, llamando a la puerta de más de veinte hoteles, sin poder hallar un camaranchón donde dormir; hasta las habitaciones de las criadas estaban alquiladas, y no se podía encontrar ni un colchón para tenderse en un corredor. Cuando ya desesperaba en su empeño, dio con dos habitaciones, muy estrechas, por cierto, pero en un buen hotel, el hotel de las Apariciones, uno de los más frecuentados de la ciudad. Las personas que las habían hecho reservar acababan de telegrafiar diciendo que el enfermo que iban a llevar había fallecido. Esto le parecía al señor de Guersaint una suerte única, y sentíase por ello muy contento.

Daban las once, y el lamentable cortejo se puso de nuevo en marcha, a través de las plazas y de las calles soleadas. Cuando estuvieron de regreso en el Hospital de Nuestra Señora de los Dolores, María suplicó a su padre y al joven clérigo que fuesen a almorzar tranquilamente al hotel, y luego a descansar un poco, antes de volver por ella a las dos, que era la hora en que los enfermos serían nuevamente llevados a la gruta. Ya en el hotel, y luego de almorzar, subieron a sus habitaciones, y el señor de Guersaint, rendido de cansancio, se durmió con sueño tan profundo, que Pedro no tuvo valor para despertarlo. ¿Para qué? No era indispensable su presencia. Volvió, pues, solo al hospital.

El cortejo descendió de nuevo por la avenida de la Gruta, siguió a lo largo de la meseta de la Merlasse y atravesó la plaza del Rosario, entre la muchedumbre cada vez más numerosa, que se estremecía y se persignaba, poseída de la alegría de aquella admirable tarde de agosto. Era la hora gloriosa de un magnífico día.

Instalada otra vez delante de la gruta, preguntó María:

—¿Vendrá papá a reunirse con nosotros?

—Sí, se quedó a descansar un rato.

Ella hizo un ademán, como queriendo decir que había hecho bien, y con voz llena de turbación añadió:

—Escuche, Pedro: no venga a buscarme hasta dentro de una hora para llevarme a la piscina. No me siento todavía en estado de gracia suficiente; quiero orar, quiero seguir orando.

Después de haber deseado tanto encontrarse allí, se sentía ahora agitada por una especie de terror; los escrúpulos la harían vacilar en el instante mismo de tentar el milagro. Y como comentase que no había podido comer nada, se le acercó una joven, que le dijo:

—Mi querida señorita, si acaso siente usted demasiada debilidad, sepa que aquí tenemos caldo.

María reconoció a Raimunda. Había en la gruta varias jóvenes encargadas de distribuir a los enfermos tazas de caldo y de leche. En vista de que en años anteriores algunas de ellas habían incurrido en la coquetería de llevar finos delantales de seda adornados con puntilla, se les había impuesto un uniforme hecho de una modesta tela de cuadros blancos y azules. Sin embargo, Raimunda había conseguido hacerse encantadora, a pesar de aquella sencillez, por su juventud y por su aire solícito de mujercita hacendosa.

—Entendido, ¿verdad? Hágame una señal, y se lo serviré cuando guste.

María le dio las gracias y le dijo que seguramente no tomaría nada. Luego se volvió hacia el sacerdote.

—Déjeme una hora más; una hora, amigo mío.

Pedro quiso entonces quedarse a su lado. Pero todo el local estaba reservado para los enfermos, y ni siquiera se toleraba la permanencia de los camilleros. Arrastrado por la ola inquieta de la multitud, Pedro se vio llevado hacia las piscinas, donde dio con un extraordinario espectáculo que le hizo quedarse allí.

Delante de los tres pabellones en que estaban instalados los baños, distribuidos de tres en tres, seis para las mujeres y tres para los hombres, había un vasto espacio, a la sombra de los árboles, rodeado por una gruesa cuerda que lo cerrada y dejaba libre. Allí esperaban su turno algunos enfermos, en sus cochecitos o en sus camillas, mientras del lado de fuera de la cuerda se atropellaba una muchedumbre inmensa, exaltada. De pie, en mitad del espacio libre, un capuchino dirigía los rezos en aquel momento. Sucedíanse las avemarías, balbuceadas por la multitud entre un murmullo extenso y confuso.

De pronto, en el instante en que entraba, tras largo rato de espera, la señora de Vincent, pálida de angustia, teniendo en sus brazos a aquella hijita suya que parecía un Jesús de cera, el capuchino cayó al punto de rodillas, con los brazos en cruz, exclamando: «¡Señor, curad a nuestros enfermos!». Y repetía este grito diez, veinte veces, con una furia creciente, coreado por una muchedumbre exaltada que a cada grito sollozaba y besaba la tierra. Fue como un huracán de delirio que pasaba abatiendo todas las frentes. Pedro se sintió conmovido por los sollozos de angustia que partían de las entrañas de aquel pueblo, por aquella invocación cada vez más ferviente y alta, en medio de la cual estallaba luego una exigencia, una voz de impaciencia y de cólera, ensordecedora y vehemente, para mover la piedad del cielo: «¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!». Y el grito no tenía fin.

Ocurrió un incidente: la Grivotte lloraba a lágrima viva porque no querían bañarla.

—Me dicen que estoy tísica, y que está prohibido sumergir a los tísicos en agua fría. Sin embargo, esta misma mañana han sumergido a una, y yo lo he visto. ¿Y por qué a mí no? Hace media hora que me desespero diciéndoles que con ello están disgustando a la Santa Virgen. Porque yo voy a ser curada, yo siento que voy a ser curada…

Como empezaba a escandalizar, se acercó a ella uno de los capellanes de la piscina y procuró tranquilizarla. Ya se vería dentro de un momento lo que se haría; habían ido a consultar con los reverendos padres. Tal vez la sumergirían, si se portaba bien.

Entre tanto, el grito continuaba: «¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!». Pedro, que acababa de ver a la señora de Vêtu esperando también frente a una de las piscinas, no podía apartar la vista de aquella faz iluminada por la esperanza; tenía la enferma los ojos clavados en aquella puerta por donde salían los bienaventurados, las elegidas, sanas ya. Redoblaban las oraciones, las súplicas se elevaban frenéticas, cuando volvió a aparecer la señora de Vincent, llevando en brazos a su infortunada y adorada hijita, a quien acababan de sumergir, sin sentido, en el agua helada, y cuya pobre carita, húmeda todavía, conservaba la misma palidez de antes, cerrados los ojos, más dolorida y más muerta. La madre, crucificada por aquella larga agonía, desesperada ante aquella negativa de la Santa Virgen, que se mostraba insensible a la dolencia de su hija, sollozaba. Y nuevamente, al llegarle el turno a la señora de Vêtu y sumergirse ésta con el arranque de una moribunda que fuese a beber la vida, estalló el grito obsesionante, infatigable y sostenido: «¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!». El capuchino había caído con el rostro pegado al pavimento, y la multitud, con los brazos en cruz, ululante, se comía la tierra a besos.

Pedro quiso acercarse a la señora de Vincent para decirle algunas palabras de consuelo, pero una oleada de peregrinos le impidió pasar en dirección a la fuente, rodeada por un enorme gentío. Se trataba de una obra baja, con un largo muro de piedra con tejadillo tallado; y a pesar de que eran doce los grifos que alimentaban la exigua pileta, hubo que formar varias colas. Muchos llenaban allí sus botellas, recipientes de hojalata y cántaros de barro. Para evitar que se perdiera mucha agua, los grifos no funcionaban sino apretando un botón. Muchas mujeres, de manos débiles, no sabían manejarlo, y se mojaban los pies. Las que no disponían de recipientes que llenar, bebían del caño y se lavaban la cara. Pedro vio a un joven que se bebió siete copitas y se lavó siete veces los ojos, sin enjuagárselos. Otros bebían en conchas, en cubiletes de estaño y en botas. Le interesó sobre todo lo que hacía Elisa Rouquet, que, juzgando inútil ir a las piscinas por la hedionda llaga que le roía la cara, se contentaba, desde la mañana, con lavarse a todas horas en la fuente. Se arrodillaba, apartaba la pañoleta, impregnaba en el agua un pañuelo como si fuese una esponja y se lo aplicaba durante largo rato a la llaga; las gentes se apretujaban a su alrededor con fiebre tal, que, sin fijarse ya en su cara de monstruo, se lavaban y bebían en el mismo grifo en que ella mojaba su pañuelo.

En aquel instante, Gerardo, que pasaba conduciendo al señor de Sabathier a las piscinas, llamó a Pedro, viéndole ocioso, y le pidió que le siguiera para ayudarle, porque no iba a ser cosa sencilla levantar al atáxico y sumergirlo en el agua. Pedro pudo así permanecer en las piscinas de los hombres durante media hora, acompañando a su enfermo, mientras Gerardo volvía a la gruta en busca de otro. La piscina le pareció bien dispuesta. Consistían las instalaciones en tres casillas con sus correspondientes piletas, a las que se bajaba por unos escalones; estaban separadas por tabiques, y la entrada se hallaba cubierta por una cortina que se podía correr para ocultar al enfermo. Delante había un cuarto común, embaldosado, con un banco y dos sillas por todo moblaje, que servía de sala de espera. Allí se desnudaban los enfermos y se vestían luego, con desmañada prisa y una preocupación inquieta y pudorosa. Un hombre estaba allí, desnudo todavía y oculto a medias por la cortina, procurando colocarse de nuevo el vendaje con sus manos temblorosas. Otro, tísico, de una delgadez espantable, tiritaba dejando escapar un ronquido; su piel gris estaba cubierta de manchas violáceas.

Pedro se estremeció al ver al hermano Isidoro, al que sacaban en aquel instante de una de las piletas; estaba exánime, al punto de que lo creyeron muerto, y luego empezó a lanzar gemidos; daba una horrible pena aquel corpachón agotado por el sufrimiento, semejante a un despojo humano arrojado sobre el mostrador de una carnicería, con una cadera agujereaba por una profunda llaga. Los dos hospitalarios que acababan de bañarlo le ponían la camisa con el mayor cuidado del mundo, temiendo a cada momento que se les muriera entre las manos si le daban una sacudida demasiado brusca.

—¿Quiere ayudarme, señor abate? —preguntó el hospitalario que estaba desnudando al señor Sabathier.

Pedro acudió enseguida, y, al fijarse en aquel enfermero que desempeñaba funciones tan humildes, reconoció al marqués de Salmon-Roquebert; el señor de Guersaint se lo había mostrado cuando venían de la estación. Era un hombre como de cuarenta años, de cara alargada y nariz prominente de estirpe caballeresca. Ultimo representante de una de las más antiguas e ilustres familias de Francia, poseía una fortuna considerable, consistente en un regio palacio en la calle Lille, de París, y extensas tierras en Normandía. Todos los años iba a Lourdes durante los tres días de la peregrinación nacional, desempeñando aquellos menesteres por pura caridad, sin ningún fervor religioso, pues practicaba la religión solamente como hombre de buena sociedad. Y se obstinaba en no ser otra cosa que un simple hospitalario, encargándose de bañar aquel año a los enfermos hasta que sus brazos no daban más, ocupándose todo el día en remover ropas sucias y en quitar y poner vendajes.

—Tenga cuidado —recomendaba—; quítele despacio las medias. Con ese pobre hombre al que están vistiendo allí, ha ocurrido hace un momento que se le llevaran la carne también.

El marqués, apartándose un instante del señor Sabathier, se puso a calzar de nuevo al desgraciado aquel, y al introducir los dedos en el zapato del pie izquierdo sintió que estaba húmedo. Miró: el pus había corrido hasta llenar la extremidad del zapato; tuvo que salir a vaciarlo fuera, antes de colocarlo de nuevo en el pie del enfermo, cosa que hizo con infinitas precauciones, evitando el rozar la pierna, carcomida por la úlcera.

Después, volviendo al señor Sabathier, dijo a Pedro:

—Ahora tire usted del calzoncillo simultáneamente conmigo, a fin de que lo saquemos al mismo tiempo.

En la salita no había más que enfermos y hospitalarios encargados del servicio. También se hallaba un limosnero que recitaba padrenuestros y avemarías, porque las oraciones no debían interrumpirse ni un solo instante. Ocurría, además, que, debido a que la puerta que daba al ancho espacio acordonado no tenía más cierre que una cortina corrediza, las súplicas de la multitud se oían dentro como un clamor continuo, sobre el que se destacaba la voz penetrante del capuchino, que repetía sin descanso: «¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!». Por las altas ventanas bajaba una luz fría dentro del local, donde reinaba una humedad constante y un olor desagradable de sótano que rezuma agua.

El señor Sabathier quedó al fin desnudo, sin más que un pequeño mandil anudado sobre el vientre, por razones de decencia.

—Por favor —dijo el enfermo—, bájenme al agua poco a poco.

El agua fría le infundía pánico. Solía contar que la primera vez que se metió en aquella agua experimentó un miedo tan atroz que juró no volver jamás a hacerlo. Además, y esto también lo decía, aquella agua no era nada atrayente, porque los padres no consentían que se la cambiase más que dos veces al día, por temor a que la fuente no diera abasto. Ahora bien, como se sumergían en la misma agua cerca de un centenar de enfermos, es de imaginar el terrible caldo que allí se formaba. Se veía de todo allí: filamentos sanguíneos, pingajos de piel, postillas, trozos de vendajes y de hilas; un repugnante potaje de todas las enfermedades, de todas las llagas, de todas las podredumbres. Se hubiera dicho que aquello era un verdadero cultivo de gérmenes venenosos, un extracto de los contagios más temibles, y el milagro verdadero consistía en salir con vida de aquel pantano humano.

—Despacio, despacio —repetía el señor Sabathier, dirigiéndose a Pedro y al marqués, que lo habían alzado, asiéndole por debajo de los muslos, para conducirlo a la pileta.

Fijaba los ojos con terror infantil en aquella agua espesa y de aspecto lívido sobre la que flotaban manchas relucientes y sospechosas. Hacia la izquierda se veía un coágulo rojo, como si hubiese reventado en aquel sitio un tumor. Aquí y allá nadaban pedazos de trapos con el aspecto de carne muerta. Pero era tal su terror al agua fría que prefería bañarse en aquellas aguas infectas por la tarde, porque a fuerza de sumergir cuerpos enfermos acababa por entibiarse un poco.

—Dejaremos que se deslice usted por los escalones —le dijo el marqués a media voz.

Enseguida recomendó a Pedro que lo sostuviera con firmeza por las axilas.

—No tema usted —dijo el sacerdote al enfermo—. Le sostendré bien.

Lentamente sumergieron al señor Sabathier. No se veía de él más que la espalda, pobre espalda dolorida que se movía, se hinchaba, se amorataba con un escalofrío. Cuando se encontró sumergido del todo, echó hacia atrás la cabeza con un espasmo; se oyó un crujido de huesos, y el atáxico se encogió como si se estuviese ahogando.

El limosnero, que permanecía de pie en la bañera, recomenzó su plegaria con nuevo fervor:

—¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!

El señor Salmon-Roquebert repitió el ruego, conforme a lo ordenado por el reglamento a los hospitalarios en cada inmersión. Imitole también Pedro, y era tan grande la compasión que experimentaba ante tanto sufrimiento, que volvió a sentir un poco de fe: hacía mucho tiempo ya que no había rezado de aquella manera, anhelando que hubiese un Dios en el cielo capaz de aliviar con su omnipotencia a la mísera humanidad. Pero cuando, al cabo de tres o cuatro minutos, retiraron, con mucho trabajo, de la bañera al señor Sabathier, lívido y tiritando, se sintió embargado por la tristeza más desesperada viendo a aquel desgraciado completamente abatido al darse cuenta de que no había experimentado ninguna mejoría. ¡Otra tentativa inútil! Era la séptima vez que la Virgen no se había dignado escuchar sus súplicas. Cerró los ojos, y, mientras lo arropaban, las lágrimas brotaron de entre sus párpados cerrados.

Pedro reconoció después al pequeño Gustavo Vigneron, que llegaba con su muleta para tomar el primer baño. En la puerta acababa de arrodillarse la familia: el padre, la madre y la tía, señora de Chaise, todos bien ataviados y mostrando una devoción ejemplar. Entre la muchedumbre circuló la especie de que se trataba de un alto empleado del Ministerio de Hacienda. Pero cuando el niño estaba desnudándose se oyó un rumor general, al mismo tiempo que aparecían el padre Fourcade y el padre Massias dando orden de suspender las inmersiones. Iba a intentarse el gran milagro, la gracia extraordinaria tan ardientemente solicitada desde la mañana, la resurrección del hombre muerto en el tren.

Fuera continuaban las oraciones; era un furioso clamor de voces que se perdía en el aire de aquella cálida tarde de verano. Dos hombres entraron en la sala conduciendo una camilla cubierta y la depositaron en el centro. El barón Suire, presidente de los hospitalarios, y el señor Berthaud, uno de los jefes de servicio, venían detrás, porque aquella aventura tenía conmovido a todo el personal. Entre ellos y los padres asuncionistas hubo un cambio de breves palabras en voz baja. Inmediatamente éstos cayeron de hinojos con los brazos en cruz y se pusieron a orar, con la faz iluminada, transfigurada por el fervoroso deseo de ver una manifestación de la omnipotencia de Dios.

—¡Señor, oídnos! ¡Señor, conceded lo que os pedimos!

Acababan de llevar al señor Sabathier; no quedaba allí más enfermo que el pequeño Gustavo, medio desnudo y olvidado en una silla. Fue levantada la cubierta de la camilla, y apareció el cadáver de aquel hombre, rígido ya, como encogido y adelgazado: conservaba sus grandes ojos obstinadamente abiertos. Era necesario desnudarlo, pues aún estaba vestido; aquella tarea horrible hizo vacilar un instante a los hospitalarios. Pedro notó que el marqués de Salmon-Roquebert, tan solícito cuando se trataba de enfermos, ante los que no experimentaba repugnancia alguna, se había apartado, arrodillándose también, sin querer tocar el cadáver. Hizo lo propio, y se arrodilló junto a él para cubrir las apariencias.

Exaltábase poco a poco el padre Massias, cuya voz se fue elevando de tal modo que llegó a cubrir la de su superior, el padre Fourcade.

—¡Señor, devolvednos a nuestro hermano! ¡Señor, hacedlo por vuestra gloria!

Uno de los hospitalarios se decidió, por fin, a tirar del pantalón del cadáver; pero las piernas no cedían; hacía falta levantar el cuerpo. El otro hospitalario, que se había puesto a desabotonar la vieja levita, observó a media voz que sería más rápido cortarlo todo con unas tijeras. De otra manera, no se terminaría nunca aquella tarea.

Berthaud intervino. Había consultado rápidamente al barón Suire. Íntimamente, como varón prudente, no aprobaba aquella aventura intentada por el padre Fourcade. Pero ya no era posible dejar las cosas; había que llevarlas hasta el fin, pues la muchedumbre esperaba, suplicando al cielo desde por la mañana. Lo más conveniente era terminar de una vez, guardando al muerto los mayores respetos. Así, en vez de zarandearlo demasiado para desnudarlo, Berthaud pensó que era preferible sumergirlo en la piscina con toda la ropa puesta. Tiempo había, si resucitaba, de cambiarle de indumento, y, en caso contrario, lo mismo daba. Expuso vivamente a los hospitalarios estas razones, y les ayudó a pasar unas correas por debajo de las espaldas y los muslos del cadáver.

El padre Fourcade había dado su aprobación con un movimiento de cabeza, mientras el padre Massias redoblaba su fervor:

—¡Señor, infundidle vuestro aliento, y renacerá! ¡Señor, devolvedle su alma para que pueda cantar vuestra gloria!

Los hospitalarios alzaron el cuerpo tirando de las correas, lo llevaron, siempre suspendido, hasta la bañera y lo bajaron lentamente al agua, temiendo que se les escurriera de las manos. Pedro, sobrecogido de espanto, vio perfectamente cómo sumergían el cadáver con sus pobres vestiduras, y cómo éstas se pegaban a los huesos, dibujando su contorno. Flotaba como un ahogado, pero lo más abominable era ver que la cabeza, a pesar de la rigidez del cadáver, caía hacia atrás y se hundía en el agua, aunque los hospitalarios se esforzaban por alzar la correa que le sostenía por las espaldas. Hubo un momento en que el cadáver estuvo a punto de deslizarse hasta el fondo de la pileta. ¿Cómo era posible que volviese a tener aliento si su boca estaba llena de agua y sus ojos abiertos de par en par, dando la impresión de que moría por segunda vez?

Durante aquellos tres minutos interminables que duró la inmersión, los dos padres de la Asunción, lo mismo que el limosnero, se esforzaron por hacer violencia al cielo en un paroxismo de deseo y de fe.

—¡Señor: miradlo tan sólo, y resucitará! ¡Señor, haced que se levante y ande al oír vuestra voz, para convertir a todo el mundo! ¡Señor, basta con que pronunciéis una palabra para que vuestro nombre sea aclamado por el mundo entero!

Como si una vena se le hubiera roto en la garganta, el padre Massias cayó de bruces, todo sofocado, apenas con fuerza para besar las baldosas. Desde fuera llegaban el clamor de la muchedumbre y el grito, sin cesar repetido, que lanzaba el capuchino de rato en rato: «¡Señor, curad a nuestros enfermos!», todo ello tan extemporáneamente que Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir un grito de rebeldía. Sentía estremecerse a su lado al marqués. Hubo un alivio general cuando Berthaud, resueltamente disgustado por aquella aventura, dijo con brusca voz a los hospitalarios:

—¡Sáquenlo! ¿Qué hacen que no lo retiran?

Sacaron el cadáver y lo depositaron en la camilla; tenía sus pobres ropas pegadas al cuerpo, como un ahogado. Chorreaban sus cabellos, y el agua que se escurría de su cuerpo inundaba la sala. El muerto seguía muerto.

Todos se habían levantado y le contemplaban en medio de un silencio angustioso. Después lo taparon nuevamente y se lo llevaron de allí; el padre Fourcade salió detrás de la camilla, apoyándose en el hombro del padre Massias y arrastrando la pierna gotosa, cuya dolorosa pesadez había olvidado un momento. Recobró su tranquila fortaleza, y se le oyó dirigirse de este modo a la muchedumbre silenciosa:

—Amados hermanos míos; amadas hermanas mías: Dios no ha querido devolvérnoslo. Sin duda, en su bondad infinita prefirió guardarlo entre sus elegidos.

Y eso fue todo; ya no se volvió a hablar de aquel hombre. Continuaron llegando enfermos y se ocuparon las otras bañeras. Entre tanto, el pequeño Gustavo, que había seguido toda aquella escena con curiosidad y atención, sin dar muestras de amedrentamiento, acabó de desvestirse. Apareció su pobre cuerpo de niño escrofuloso, con sus costillas marcadas, la cresta espinosa de sus vértebras y sus piernas tan flacuchas que parecían bastones, sobre todo la izquierda, completamente seca, reducida a los huesos; tenía, además, dos llagas; una en un muslo y la otra en la cintura, horrible esta última por hallarse en carne viva. El niño sonreía, sin embargo; su dolencia le había afinado de tal manera que, aunque parecía tener diez años y en realidad sólo tenía quince, discurría con la razón y la filosofía de un hombre maduro.

El marqués de Salmon-Roquebert lo tomó delicadamente entre sus brazos, después de rehusar la ayuda que Pedro le ofrecía.

—Muchas gracias, no pesa más que un pajarillo. No tengas miedo, hijo; te meteré poco a poco.

—¡Oh, señor, no terno el agua fría; puede usted sumergirme cuando quiera!

Y le zambulleron en la misma bañera donde habían metido al hombre. La señora de Vigneron y la señora de Chaise, a quienes se impidió la entrada, habían vuelto a arrodillarse y oraban devotamente. El señor Vigneron fue admitido en la sala, y se santiguaba con ampuloso movimiento de mano.

Viendo que no era allí útil, Pedro se retiró. La idea de que hacía rato que habían dado las tres y de que María le estaría esperando hizo que se diera prisa. Cuando procuraba atravesar por entre la multitud, vio llegar a la joven; Gerardo, que no había cesado un momento de llevar enfermos a las piscinas, tiraba del carrito. María se mostraba impaciente, invadida de repente por la seguridad de que se encontraba al fin en estado de gracia. Tuvo una frase de reproche para Pedro:

—¡Se ha olvidado usted de mí, amigo mío!

Pedro no supo qué contestar; la vio desaparecer en las piscinas de las mujeres, y cayó de rodillas, agobiado por mortal tristeza. Así era como quería esperarla, arrodillado, para conducirla a la gruta, ya curada, cantando alabanzas. ¿No había de sanar, si ella misma estaba segura de ello? Pero en vano buscaba frases piadosas, replegándose en lo hondo de su ser, profundamente conmovido. No conseguía reponerse de la impresión de aquellas cosas terribles que acababa de ver; estaba deshecho de fatiga física, con el cerebro deprimido, sin dar ya fe a sus ojos y sin saber que verdaderamente creía. Sólo quedaba en pie la ternura infinita que le inspiraba María, y este sentimiento le impulsaba a rezar y a humillarse, con la idea de que los humildes, cuando aman mucho y ruegan a los todopoderosos, acaban por obtener sus favores. Y con gran sorpresa suya, haciendo coro a la muchedumbre, empezó a repetir con voz desesperada, que le brotaba de lo más profundo de su ser:

—¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!

Estuvo así diez minutos, un cuarto de hora, tal vez, hasta que reapareció María en su carrito. Mostraba en el rostro gran palidez y una expresión desesperada, y su hermosa cabellera, que no había sido tocada por el agua, estaba anudada sobre su cabeza en forma de una maciza rosca de oro. No estaba curada. Un estupor de infinito desaliento cerraba su boca y hacía desviar su vista, como para no encontrarse con los ojos del sacerdote, que atónito, con el corazón helado, se decidió a tomar de nuevo el carrito a fin de reconducirla a la gruta.

Mientras tanto, los fieles arrodillados, con los brazos en cruz y besando la tierra, proseguían sus clamores con un delirio cada vez mayor, azuzado por la voz estridente del capuchino:

—¡Señor, curad a nuestros enfermos! ¡Señor, curad a nuestros enfermos!

Al llegar Pedro frente a la gruta, María tuvo un desvanecimiento. Gerardo, que estaba allí, vio que Raimunda acudía inmediatamente con una taza de caldo, empeñándose ambos al punto en una lucha de celo por servir a la enferma. Raimunda era la que más insistía en hacerle tomar el caldo, que le ofrecía con todo afecto, adoptando actitudes cariñosas de enfermera complaciente. Gerardo encontraba, a pesar de todo, verdaderamente encantadora a aquella señorita sin fortuna, avezada ya a las cosas de la vida, lista para dirigir un hogar con mano firme y amable al mismo tiempo. Berthaud tenía, sin duda, razón: aquélla era la mujer que necesitaba.

—¿Quiere usted que la levante un poco, señorita?

—Gracias, señor. La podré levantar yo sola. Además, será más conveniente que le dé el caldo a cucharadas.

Pero María, obstinada en su huraño silencio, persistía en rehusar el caldo con ademán adusto. Lo que ella quería era que la dejasen tranquila, que no le hablasen. Sólo cuando se retiraron Raimunda y Gerardo, dirigiéndose una mutua sonrisa, le dijo al sacerdote con voz sorda:

—¿No ha venido mi padre?

Pedro vaciló un instante, pero tuvo que confesar la verdad.

—Cuando lo dejé estaba durmiendo, y seguramente no se habrá despertado aún.

Entonces María, recayendo en su abatimiento, le despidió con el mismo ademán con que rehusara toda ayuda. Ya no rezaba; permanecía inmóvil, con los ojos fijos en la Virgen de mármol, en la estatua blanca, en el centelleo de la gruta. Y como daban ya las cuatro, Pedro se dirigió, con el corazón lacerado, a la oficina de comprobación, recordando la cita que le había dado el doctor Chassaigne.