IV

En viaje de regreso, el tren blanco rodaba otra vez camino de París. En el vagón de tercera clase, donde el Magnificat, cantado en una descarga de voces agudas, cubría el traqueteo de las ruedas, se veía la misma aglomeración, la misma sala de hospital portátil, común a todos, que se abarcaba de una sola ojeada sobre los tabiques bajos, en todo su aspecto desordenado y confuso de ambulancia improvisada. Medio ocultos debajo de los asientos, se hallaban desparramados por el piso vasos de noche, palanganas, escobillones y esponjas. Aquí y allí se apilaban bultos, se veía un lamentable amontonamiento de toda clase de cosas raídas y usadas; hacinados en igual confusión, colgaban de las perchas de cobre paquetes, cestos y bolsas en continuo balanceo.

Estaban allí las mismas hermanas de la Asunción, las mismas damas hospitalarias, con sus enfermos, entre el apiñamiento de los peregrinos sanos, que empezaban ya a sufrir los efectos del calor sofocante y del olor insoportable. Como siempre, al fondo, se hallaba el compartimiento ocupado únicamente por las diez peregrinas que se apretujaban unas contra otras, jóvenes, viejas, todas igualmente feas, de una fealdad triste, cantando violentamente, de un modo lamentable y desafinado.

—¿A qué hora llegaremos a París? —preguntó el señor de Guersaint a Pedro.

—Creo que llegaremos mañana a las dos de la tarde —contestó el sacerdote.

Desde que salieron de Lourdes, María miraba a Pedro con expresión de inquietud y preocupación, como acosada por un brusco pesar que ella callaba. Recobró, sin embargo, su sonrisa de salud exuberante recién conquistada.

—¡Veintidós horas de viaje! Pero ahora nos parecerán menos largas y fatigosas que cuando vinimos.

—Además —acotó su padre—, como se han quedado algunos en Lourdes, viajaremos más holgados.

En efecto, la ausencia de la señora de Maze dejaba un rincón libre en un extremo del banco en el que María, que ahora iba sentada, no estorbaba tampoco con su cochecito; había hecho pasar también a la pequeña Sofía al compartimiento contiguo, donde ya no iban ni el hermano Isidoro ni su hermana, Marta, la que, según se decía, se había quedado en Lourdes al servicio de una señora piadosa. Del lado opuesto, la señora de Jonquière y sor Jacinta se beneficiaban igualmente con un asiento, el de la señora de Vêtu. Tuvieron asimismo la idea de desembarazarse de Elisa Rouquet, a la que instalaron junto a Sofía, quedándose únicamente con el matrimonio Sabathier y la Grivotte. Gracias a esta nueva distribución, no iban tan apretujadas, y tal vez podrían dormir un poco.

Terminado el último versículo del Magnificat, las señoras acomodáronse lo más confortablemente posible, ordenando bien sus cosas. Pusieron cuidado, sobre todo, en dar una colocación adecuada a los recipientes de agua, que les molestaban las piernas. Habían bajado las cortinas de todas las ventanillas del lado izquierdo, porque el sol caía oblicuamente sobre el tren y penetraba en oleadas de fuego.

Las últimas tormentas habían barrido el polvo de la atmósfera y durante la noche, seguramente, refrescaría. Además, era menor el sufrimiento: la muerte había llevado a los más enfermos y los que quedaban se hallaban como aletargados, embotados por la fatiga y próximos a caer en una pesada modorra. Pronto se produciría la reacción en forma de anonadamiento que sigue siempre a las grandes conmociones morales. Estaban rendidos de tanto esfuerzo hecho, los milagros se habían realizado y comenzaba el descanso en el embrutecimiento de un alivio profundo.

Hasta Tarbes, cada cual se ocupó en los menesteres de su instalación, tomando posesión de su sitio. Cuando el tren salía de aquella estación, sor Jacinta se levantó y dio unas palmadas.

—Hijas mías, no hay que olvidar a la Santa Virgen, que se ha mostrado tan buena con nosotras. Empecemos el rosario.

Todo el vagón rezó con ella el primer rosario: los cinco misterios gloriosos, la Anunciación, la Visitación, la Natividad, la Purificación y Jesús perdido y hallado. Luego se entonó el cántico «Contemplemos al celeste arcángel» con voz tan estridente que los campesinos entregados a sus labores de labranza alzaban la cabeza para mirar aquel tren que pasaba cantando.

María iba contemplando con un sentimiento de admiración la extensa campiña, el cielo inmenso, que se iba despejando poco a poco de su bruma cálida, a la vez que adquiría un tono azul brillante. Era el final delicioso de un hermoso día. Luego volvió sus ojos hacia Pedro y estuvo mirándole con la misma tristeza muda que ya antes había puesto en ellos un velo. De pronto alguien rompió a llorar furiosamente, delante de ella. Era la señora de Vincent, que, terminado el cántico, balbuceaba palabras confusas, entrecortadas por las lágrimas:

—¡Pobre hijita mía! ¡Mi tesoro, mi bien, mi vida!

Hasta entonces había permanecido hundida en su rincón. Su rostro tenía una expresión huraña, con los labios apretados y los párpados cerrados, como para aislarse cada vez más en su tremendo dolor. Pero reabriendo los ojos vio la correa de cuero que colgaba junto a la ventanilla y la vista de aquel objeto, con el que su hija se había entretenido, la conmovió con una desesperación tan frenética que arrastró su firme resolución de guardar silencio.

—¡Pobre Rosita mía! Su manecita tocaba esto, le daba vueltas y lo miraba; fue el último juguete que tuvo. Aquí estábamos las dos; ella vivía todavía; yo la tenía en mis brazos, sobre mis rodillas. ¡Era eso tan consolador, tan consolador, a pesar de todo! Pero ya no la tengo, ya no la tendré nunca más. ¡Mi Rosita querida, mi pobre Rosita!

Miraba extraviada, sollozante, sus rodillas desocupadas, sus brazos vacíos, con los que no sabía qué hacer. Había llevado y mecido a su hija durante tanto tiempo que se sentía como amputada en su ser, con un órgano menos, disminuida, ociosa, desesperada de no saber qué hacer. Le molestaban los brazos, le molestaban las rodillas.

Pedro y María, profundamente conmovidos, acudieron a su lado, buscando palabras de cariño, esforzándose por consolar a aquella pobre madre. Poco a poco, a través de las frases deshilvanadas que le salían entre lágrimas, se enteraron del calvario que había tenido que pasar desde la muerte de su hija. La víspera por la mañana, cuando se la llevó ya muerta en sus brazos en medio de la tormenta, parece que caminó largo rato, ciega y sorda a todo, azotada por la lluvia torrencial. No recordaba ya los sitios por donde había andado, las calles que había seguido a través de aquel Lourdes odioso, de aquel Lourdes asesino de niños, al que ella maldecía.

—No sé, no recuerdo nada. Sí, unas personas me recogieron y se compadecieron de mí; no sé quiénes son ni dónde viven. No me acuerdo si fue ahí, o allá arriba, muy lejos, al otro extremo de la ciudad. Eran seguramente gentes muy pobres; me parece que me estoy viendo ahora mismo en una habitación pobre, con mi nena querida completamente fría, a quien acostaron en su cama.

Al evocar aquella escena, la sacudió una nueva crisis de sollozos que la ahogaban.

—¡Yo no quería separarme por nada de su cuerpecito querido, no quería dejarlo en aquella ciudad aborrecida! No podría decirlo exactamente, pero creo que aquellas buenas gentes me guiaron. Anduvimos de visita en visita, de gestión en gestión, interminables veces, ante esos señores de la peregrinación y del ferrocarril. Yo les repetía a todos: «Pero ¿qué más les da a ustedes? Déjenme que la lleve a París, en mis brazos. La traje así viva; bien puedo llevármela muerta del mismo modo. Nadie notará nada, creerán que está dormida». Y toda esa gente, todas esas autoridades, se pusieron a gritar, y me despidieron con malos modos, como si yo les hubiese ido a pedir cosas indignas. Entonces no pude aguantarme más y les dije unas cuantas verdades. Ya que se andan con tantas historias y se traen tantos enfermos que vienen a agonizar aquí, deberían encargarse, por lo menos, de la conducción de los muertos, ¿verdad? Averigüé en la estación, ¿y sabe usted cuánto me pidieron? ¡Trescientos francos! Parece que ése es el precio. ¡Señor mío! ¡Trescientos francos a mí, que he venido con franco y medio en el bolsillo y que no dispongo ya sino de cinco céntimos! No los gano en seis meses de costura. Si me hubiesen pedido mi vida, se la habría dado de buena gana. ¡Trescientos francos! ¡Trescientos francos por ese pobre cuerpecito de pájaro, que me habría consolado tanto llevar sobre mis rodillas!

Luego no balbuceó sino sordos lamentos:

—¡Si supieran ustedes cuántas cosas razonables me dijeron aquellas buenas gentes para que me decidiese a venir! Que una obrera como yo, con una ocupación segura, debía volverse a Paris y, además, que tampoco disponía de recursos para dejar que se perdiese el billete de vuelta; que de ningún modo me convenía dejar de tomar el tren de las tres y cuarenta. Que los que no somos ricos no tenemos más remedio que aceptar las cosas como vengan; que únicamente los ricos pueden guardar sus muertos y hacer de ellos lo que les venga en gana. ¡Y no recuerdo cuántas cosas más me dijeron! No sabía ni siquiera qué hora era, y tampoco hubiera sido capaz de dar nunca con la estación. Después del entierro, allá lejos, en un lugar en que había dos árboles, esas mismas buenas gentes me trajeron, medio loca, y me empujaron hacia el vagón en el momento mismo en que salía el tren. ¡Qué desgarramiento, Dios mío! Fue como si hubiese dejado bajo la tierra mi corazón. ¡Esto es espantoso, Dios mío, espantoso!

—¡Pobre mujer! —murmuró María—. No se desanime usted. Pídale a la Virgen la ayuda que ella no se niega nunca a los afligidos.

Esto la hizo estremecerse de indignación.

—¡Eso no es cierto! —exclamó—. ¡La Santa Virgen se ha burlado de mí, la Santa Virgen es una mentirosa! ¿Por qué me ha engañado? Si yo no hubiese escuchado su voz en una iglesia no habría venido jamás a Lourdes. Mi hijita viviría aún y tal vez los médicos me la hubiesen salvado. ¡Yo, que por nada del mundo habría puesto los pies en casa de los curas! ¡Cuánta razón tenía yo! ¡No hay tal Santa Virgen! ¡Es mentira que exista Dios!

Y siguió diciendo cosas, sin resignación, sin ilusión ni esperanza, blasfemando con su grosería furiosa de mujer del pueblo, pregonando a gritos tan rudamente el dolor de su carne que sor Jacinta se creyó en el caso de intervenir:

—¡Cierre esa boca, desgraciada mujer! ¡Es el buen Dios quien la castiga, haciendo sangrar su herida!

La escena había durado ya demasiado, y como el tren pasaba a todo vapor por Riscle, sor Jacinta dio otra palmada, que fue la señal para que entonasen el Laudate, laudate Mariam.

—Vamos, hijas mías, todas al mismo tiempo y de todo corazón.

En el cielo y en la tierra,

Todas las voces en coro,

Madre mía, dulce Madre,

Pregonen siempre tu gloria.

Laudate, laudate Mariam.

Con su voz ahogada por aquel himno de amor, la señora de Vincent siguió sollozando, con la cara entre las manos, sin fuerzas para seguir rebelándose, reducida a un débil balbuceo de pobre mujer atontada por el dolor y el cansancio.

Después del cántico la fatiga se hizo sentir igualmente para todos. Únicamente sor Jacinta, llena de vivacidad, y sor Clara de los Ángeles, cariñosa, seria y menudita, estaban como cuando salieron de París, como durante su permanencia en Lourdes, con una serenidad profesional habituada a todo, triunfante de todo, en medio de la blancura alegre del griñón y de la cofia.

La señora de Jonquière, que casi no había dormido en cinco días, hacía esfuerzos para tener abiertos los ojos, pero volvía encantada del viaje, guardándose en el corazón la extraordinaria alegría del casamiento de su hija y la de llevar con ella el más bello milagro, la joven del suceso de que hablaba todo el mundo. Prometíase dormir a sus anchas en cuanto llegase la noche, pese a las recias sacudidas del tren, aunque empezaba a sentir una sorda preocupación a propósito de la Grivotte, que tenía un aspecto raro y estaba excitada, huraña, con la mirada turbia y las mejillas rojas con manchas violáceas. Le había pedido ya por diez veces que se estuviese quieta, sin conseguir que cerrase los ojos, juntase las manos y no se moviese. Afortunadamente, las demás enfermas no le causaban inquietud alguna, porque todas ellas, o aliviadas o rendidas, estaban ya dormitando.

Elisa Rouquet se había comprado un espejo de bolsillo, un gran espejo redondo, y no se cansaba de mirarse en él, hallándose bella, comprobando a cada minuto los progresos de su curación, con una coquetería que le hacía encoger los labios, ensayar sonrisas, ahora que su cara de monstruo iba adquiriendo perfil humano. En cuanto a Sofía Couteau, jugaba alegremente; viendo que nadie le pedía que le enseñase el pie, se había descalzado espontáneamente, diciendo que una piedrecita se le había metido en la media, y como a pesar de todo nadie hiciese caso de aquel piececito, al que había prestado atención la Santa Virgen, lo retuvo entre sus manos y lo acarició, pareciendo encantada de tocarlo y de juguetear con él.

El señor de Guersaint se había puesto de pie y, acodado en el tabique medianero, contemplaba al señor Sabathier.

—Papá, papá —le dijo de pronto María—. ¿Ves esta marca que hay en la madera? ¡Pues ha sido hecha por un herraje de mi cochecito!

El hallazgo de aquel vestigio la puso tan contenta que por un instante olvidó el secreto pesar que quería mantener oculto. Al igual que la señora de Vincent se había puesto a llorar cuando vio la correa de cuero que había tocado su hijita, también ella estalló bruscamente de alegría viendo aquella raspadura, que le recordaba su largo martirio en aquel mismo sitio, todos los horrores desaparecidos, desvanecidos como una pesadilla.

—¡Y pensar que hace de esto apenas cuatro días! Yo estaba acostada aquí sin poder moverme, mientras que ahora camino, voy y vengo, estoy a mi gusto. ¡Santo Dios!

Pedro y el señor de Guersaint la miraron sonrientes. El señor Sabathier, que lo había oído todo, dijo pausadamente:

—Es una gran verdad. Siempre dejamos en las cosas algo de nosotros mismos, de nuestros sufrimientos, de nuestras esperanzas, y cuando volvemos a verlas al cabo de algún tiempo, parece que nos hablan, que nos repiten aquellas cosas que nos entristecen o que nos alegran.

Desde que el tren dejó Lourdes había permanecido silencioso y con expresión resignada en su rincón. Su mujer misma, que, al envolverle las piernas, le preguntaba si sufría, no obtenía otra respuesta que mudos movimientos de cabeza. No tenía ningún dolor, pero se sentía invadido por una invencible desolación.

—Vea lo que me pasó a mí mismo —continuó diciendo—. Durante el largo viaje de ida yo me distraje contando los frisos que hay ahí, en el techo. Y conté trece, desde la lámpara hasta la portezuela. Hace un instante los he vuelto a contar y, como es natural, siguen siendo trece. Es como este botón de cobre que hay aquí, al lado mío. No pueden ustedes imaginarse las fantasías que me ha hecho forjar viendo cómo brillaba precisamente la noche aquella en que el señor abate nos leyó la vida de Bernadette. Me veía curado ya, y hacía el viaje a Roma, que tengo proyectado desde hace veinte años; iba y venía recorriendo el mundo… Fantasías locas y deliciosas. Y ahora ya ven ustedes: volvemos a París, vuelvo a ver los trece frisos, sigue brillando el botón y todo eso me recuerda que me encuentro otra vez en este asiento, con mis piernas muertas. No hay nada que hacerle; soy y seguiré siendo una pobre bestia inútil.

Dos gruesas lágrimas aparecieron en sus ojos. Atravesaba, seguramente, por un trance de horrenda amargura; pero al fin levantó su gruesa cabeza cuadrada, de mandíbula que pregonaba paciente obstinación.

—Era éste el séptimo año que venía a Lourdes, y la Santa Virgen no me ha escuchado. No importa; volveré el año próximo. Es posible que se digne al fin escucharme.

Aquel hombre no se rebelaba. Pedro, al hablar con él, quedóse atónito ante aquella tozuda credulidad, que retoñaba vivaz, a pesar de todos los pesares, en aquel cerebro cultivado de intelectual. ¿Qué ardiente anhelo de curación y de vida componía aquel rechazo de la evidencia, aquel empeño tenaz en no querer ver la luz? Se empecinaba en ser salvado, fuera de todas las probabilidades naturales, cuando el mismo experimento del milagro había fracasado tantas veces, y explicaba el nuevo fracaso atribuyéndolo a las distracciones que había tenido cuando se encontraba frente a la gruta, a una contrición sin duda insuficiente, a toda una serie de pecadillos que habían tal vez disgustado a la Santa Virgen. Se prometía para el año próximo rezar una novena en alguna parte, antes de salir para Lourdes.

—A propósito —añadió—, ya estará usted enterado de la suerte que ha tenido mi sustituto, ¿se acuerda? Aquel tuberculoso por quien yo di los cincuenta francos del billete, haciéndome hospitalizar en su lugar. ¡Pues bien, se ha curado radicalmente!

—¡Un tuberculoso! ¡Quién lo diría! —exclamó el señor de Guersaint.

—¡Sí, señor! ¡Curado como si le hubiesen quitado la enfermedad con la mano! Lo había visto a las puertas de la muerte, encorvado, amarillo, descarnado, y ha ido a visitarme al hospital rejuvenecido, vendiendo salud. Pues le di cinco francos.

Pedro tuvo que disimular una sonrisa, porque conocía el caso, por habérselo oído contar al doctor Chassaigne. El hombre del milagro en cuestión era un simulador que fue, al fin, puesto en evidencia en la oficina de comprobaciones. Era por lo menos el tercer año que se presentaba allí; la primera vez, con parálisis, la segunda con un tumor, y en uno y otro caso la curación había sido completa. Cada vez se hacía exhibir, albergar, alimentar, y volvía de Lourdes cargado de limosnas. Había sido enfermero de un hospital y sabía caracterizarse y transformarse, adoptando en su fisonomía la expresión adecuada a su enfermedad con un arte tan extraordinario que sólo por una verdadera casualidad pudo el doctor Bonamy poner al descubierto aquella superchería. Ahora bien, los padres habían exigido en el acto que no se hablase para nada de aquella aventura. ¿Qué se sacaba con entregar el escándalo a las burlas de los periódicos? Cuando los padres descubrían de ese modo alguno de estas estafas hechas al milagro, se limitaban a hacer que los culpables desapareciesen. Por lo demás, los simuladores eran bastantes raros, a pesar de las jocosas historias que han hecho circular a propósito de Lourdes los espíritus volterianos. Desgraciadamente, y aparte de la fe, había de sobra con la estupidez y la ignorancia de las masas.

El señor Sabathier estaba muy desconcertado por la idea de que el cielo hubiese querido curar a aquel hombre, que había ido a Lourdes a costa suya, en tanto que él regresaba a su casa inválido, reducido a un estado lamentable. Suspiró, y no pudo menos de agregar a guisa de conclusión, con cierta ironía, aunque resignado:

—¡En fin, qué quiere usted! La Santa Virgen sabe muy bien lo que hace. Ni yo, ni ustedes, me parece, somos quién para pedirle cuenta de sus actos. Cuando ella se digne dirigir una mirada sobre mí, me encontrará siempre a sus pies.

Al llegar a Mont de Marsan, y después de rezar el Ángelus, hizo sor Jacinta rezar el segundo rosario, los cinco misterios dolorosos: Jesús en el Huerto de los Olivos, Jesús azotado, Jesús coronado de espinas, Jesús con la cruz a cuestas, Jesús crucificado. Acto seguido cenaron todos en el mismo vagón, porque ya no se detenía el tren hasta Burdeos, adonde no llegarían hasta las once de la noche. Todos los peregrinos llevaban los cestos repletos de provisiones, sin contar la leche, el caldo, el chocolate y las frutas que sor San Francisco había enviado desde la cantina. Además, se hacían entre ellos repartos fraternales de provisiones; comían sobre sus rodillas, se trataban conversaciones entre un grupo y otro, y cada compartimiento venía a ser una mesa improvisada, una comida íntima a la que cada cual aportaba su escote. Acababan ya la cena y estaban guardando el sobrante y recogiendo los papeles grasientos, cuando el tren pasó por delante de Morcenx.

—¡Hijas mías —exclamó sor Jacinta levantándose—, ahora la oración de la tarde!

Hubo entonces un bordoneo confuso; se rezaron padrenuestros y avemarías; hizo cada cual un examen de conciencia, un acto de contrición, un abandono de sí mismo en Dios, en la Santa Virgen y en los santos de la corte celestial, toda una acción de gracias por la feliz jornada, que terminó con una oración por los vivos y por los fieles muertos.

—A las diez, cuando pasemos por Lamothe —volvió a decir la monja—, daré la señal de silencio. Espero que todas se comportarán juiciosamente y no habrá necesidad de arrullarlas.

Esta última frase arrancó risas. Eran las ocho y media; una noche lenta había ido cayendo sobre los campos. Únicamente los cerros guardaban todavía el vago adiós del crepúsculo, mientras la espesa capa de tinieblas había sumergido las tierras bajas. El tren desembocó a todo vapor en una inmensa llanura, y ya no se distinguió más que aquel océano de sombras, por el que iba rodando interminablemente, bajo un cielo azul profundo, florecido de estrellas.

Desde hacía un rato la actitud de la Grivotte venía llamando la atención de Pedro. Mientras los peregrinos y los enfermos caían adormecidos, tumbados entre los equipajes, que se balanceaban continuamente a causa de las sacudidas del tren, la Grivotte se había erguido y se aferraba al tabique, presa de una angustia brusca. A la amarillenta y trémula luz de la lámpara pareció como que hubiese adelgazado otra vez y que su rostro lívido denotase un agudo dolor.

—¡Señora, agárrela usted, que se va a caer! —gritó el sacerdote a la señora de Jonquière, quien, con los ojos cerrados, empezaba a dormitar.

Ésta acudió en el acto, pero sor Jacinta se había vuelto con más rapidez y pudo tomar en sus brazos a la Grivotte cuando se dejaba caer sobre el asiento, acometida por un violentísimo ataque de tos. Durante cinco minutos, la desgraciada estuvo ahogándose, sacudida por una tos tan fuerte que parecía que crujía todo su cuerpo. Luego aparecieron hilillos rojos y escupió sangre a bocanadas.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía con desesperación la señora de Jonquière—. Otra vez le ataca el mal. Ya me lo temía yo; no estaba tranquila, porque la vi con un no sé qué de extraño. Espere; voy a sentarme a su lado.

Pero la religiosa no se lo consintió.

—De ninguna manera, señora; duerma usted un poco; yo velaré. No está usted avezada a estos trances y acabará por caer también enferma.

Y sentándose, hizo que la Grivotte apoyase la cabeza sobre su hombro; luego le enjugó los labios sanguinolentos. La crisis pasó, pero volvía a ser tan grande su debilidad que apenas si la desgraciada tuvo fuerzas para balbucear:

—¡Oh, esto no es nada, absolutamente nada! ¡Estoy curada, curada, curada completamente!

Aquella recaída fulminante había dejado helados a todos los del vagón. Muchos se levantaban y miraban aterrorizados, pero luego volvieron a su rincón, y nadie dijo palabra ni se movió más. Pedro meditaba en el sorprendente caso que ofrecía aquella mujer desde el punto de vista médico: restauración de las fuerzas en Lourdes, recuperación del apetito, grandes caminatas, cara radiante, miembros vibrantes, y ahora, de pronto, vómitos de sangre, tos, una cara plomiza de agonía, la brutal reaparición de la enfermedad, victoriosa a pesar de todo. ¿Sería un caso especial de tuberculosis complicado con alguna neurosis? ¿O sería otra enfermedad distinta, una dolencia desconocida, que desarrollaba su proceso tranquilamente, mientras los médicos hacían diagnósticos contradictorios? Comenzaba allí el mar de las ignorancias y de los errores, las tinieblas en que se debate la ciencia humana. Y parecíale ver al doctor Chassaigne que se encogía de hombros desdeñosamente, en tanto que el doctor Bonamy, lleno de serenidad, continuaba con toda calma su tarea de comprobación, con la absoluta certeza de que nadie sería capaz de demostrarle la imposibilidad de los milagros, como tampoco él mismo era capaz de demostrar su posibilidad.

—Esto no me da miedo alguno —seguía balbuceando la Grivotte—. Todos me han asegurado en Lourdes que estoy curada, completamente curada.

El vagón rodaba y rodaba en la noche negra. Cada cual tomaba sus disposiciones y se acomodaba para dormir más a sus anchas. Obligaron a la señora de Vincent a tenderse en el banco y le facilitaron una almohada en que apoyar al fin su pobre cabeza dolorida. Se volvió dócil como una niña atontada; dormitaba con un sopor de pesadilla y de sus ojos cerrados continuaban rodando lágrimas silenciosas. También Elisa Rouquet, que disponía de un banco entero, se disponía a dormir; pero antes, sin poder despegar la cara del espejo, se hacía un complicado tocado nocturno, anudándose a la cabeza la pañoleta negra que antes le había servido para ocultar la llaga del rostro, y volvía a mirarse para ver si estaba hermosa así, con el labio deshinchado.

Nuevamente Pedro sintióse asombrado a la vista de aquella llaga en vías de curación, si no curada ya; a la vista de aquel rostro de monstruo que ahora se podía mirar ya sin repulsión. Empezaba de nuevo el piélago de incertidumbres. ¿Y si no se trataba de un verdadero caso de lupus? ¿Si no fuera más que una úlcera desconocida de origen histérico? ¿Habría que admitir que existen clases de lupus, mal estudiadas todavía, originadas por una mala nutrición de la piel, que pueden ser modificados por efecto de una gran conmoción moral? Aquello era un milagro, a menos que volviese a aparecer al cabo de tres semanas, de tres meses o de tres años, como la tuberculosis de la Grivotte.

Eran las diez. Todo el vagón dormitaba cuando salieron de Lamothe. Sor Jacinta, que sostenía sobre sus rodillas la cabeza de la Grivotte, que se había aletargado, no pudo ponerse en pie, y se limitó a decir por pura fórmula, con voz suave, que se perdió entre el sordo ruido de las ruedas:

—¡Silencio, hijas mías, silencio!

Pero alguien continuaba moviéndose en el fondo de un compartimiento cercano, produciendo un ruido que la puso nerviosa, pero que al cabo comprendió.

—Sofía, ¿por qué estás dando esos puntapiés en el asiento? Hay que dormirse, hija mía.

—¡Pero si yo no doy ningún puntapié, hermana! Es una llave que anda rodando debajo de mi zapato.

—¿Una llave? A ver, dámela.

La monja la examinó; era una llave modesta, muy vieja, negruzca, desgastada y pulida por el uso; la anilla, que había sido soldada, conservaba la marca. Todos se palparon los bolsillos, pero nadie había perdido ninguna llave.

—La encontré en el rincón —contestó Sofía—. Debe de ser de aquel hombre.

—¿De qué hombre? —preguntó la religiosa.

—Del que se murió allá, en Lourdes.

Lo habían olvidado ya. Sor Jacinta hizo memoria: claro, era seguramente de aquel hombre; recordaba ahora haber oído que se le había caído algo cuando le estaba enjugando la frente. Y daba vueltas a la llave, contemplándola. ¡Pobre llave, fea y triste; llave inútil ya, que no abriría la cerradura desconocida, la cerradura perdida en algún rincón de la tierra! Por un instante tuvo la idea de metérsela en el bolsillo, llevada por una especie de compasión hacia aquel trozo de hierro humilde y misterioso que era todo cuanto quedaba de una persona. Pero luego pensó devotamente que no había que tener apego a nada de este mundo y por la rendija de la ventana entreabierta tiró la llave, que fue a caer en la noche oscura.

—Sofía, basta de juegos; hay que dormir. ¡Vamos, silencio, hijas mías, silencio!

Después de una corta parada en Burdeos, a las once y media, el sueño se apoderó de nuevo del vagón entero. La señora de Jonquière ya no pudo más y se durmió, con la cabeza apoyada en el tabique y el rostro fatigado, pero con expresión satisfecha. También los Sabathier dormían, sosegados, y tampoco se hacía ruido alguno en el otro compartimiento, donde Sofía Couteau y Elisa Rouquet dormían, tendidas en sus asientos, cara a cara. De vez en cuando se oía un sordo gemido, un grito ahogado de dolor o de espanto, que se escapaba de los labios de la señora de Vincent, que estaba amodorrada, martirizada por pesadillas atroces. La única que quedaba despierta era sor Jacinta, con los ojos abiertos, preocupadísima por el estado de la Grivotte, que seguía inmóvil, como derribada por un mazazo, respirando con dificultad, con un estertor continuo.

De un extremo a otro de aquel dormitorio móvil, sacudido por las trepidaciones del tren, que avanzaba a toda máquina, los peregrinos y los enfermos yacían en actitudes de abandono; colgaban aquí y allá miembros, rodaban de un lado para otro las cabezas, bajo la pálida e incierta luz de las lámparas. En el fondo, en el compartimiento de las diez peregrinas, reinaba un lamentable revoltijo de rostros feos, de jóvenes y de viejas, que parecía que hubiesen quedado estereotipados al final de algún cántico, con la boca abierta todavía; y se exhalaba como una vaharada de compasión de todas aquellas pobres gentes, cansadas, abrumadas por cinco días de locas esperanzas, éxtasis infinitos de los que despertarían al día siguiente para encontrarse con la dura realidad de la vida.

Entonces tuvo Pedro la sensación de que se encontraba a solas con María. Esta no había querido tenderse en el asiento, alegando que ya tenía bastante con haber estado echada durante siete años. Pedro, para dejar más espacio libre al señor de Guersaint, que al salir de Burdeos había reanudado su profundo sueño de niño, fue a sentarse junto a María. La claridad de la lámpara le molestaba; corrió la cortinilla y se encontraron envueltos en la penumbra, una penumbra discreta y suave. El tren atravesaba seguramente por una llanura, se deslizaba noche adentro como en un vuelo sin fin con un batir de alas enorme y regular. Por la ventanilla abierta llegábales la exquisita frescura de los campos negros, de los campos insondables, en los que no se distinguía ni la más leve lucecita de alguna aldea perdida. Pedro se volvió un instante hacia María y vio que tenía los ojos cerrados, pero adivinó que no estaba dormida, sino que saboreaba la gran tranquilidad que reinaba en medio de aquel constante retumbo de trueno, en aquella fuga a todo vapor a través de las tinieblas, y, al igual que ella, también cerró los párpados y soñó largamente.

Una vez más revivía el pasado: la casita de Neuilly, el beso que cambiaron junto a la cerca florida, bajo los árboles espolvoreados de sol. ¡Qué lejos estaba todo aquello y, sin embargo, de qué perfume había dejado impregnada su vida entera! Luego sentía nuevamente la amargura del día en que se hizo sacerdote. Ya nunca sería su mujer, porque él había consentido en dejar de ser hombre, y eso constituiría su eterna desgracia, puesto que la naturaleza, irónica, iba a convertirla ahora en esposa y madre. Si hubiera conservado su fe habría encontrado en ella un consuelo seguro. Pero todo lo había intentado inútilmente para recobrarla: el viaje a Lourdes, sus esfuerzos delante de la gruta, la esperanza que alentó un instante de que acabaría por creer si María se curaba milagrosamente y, por fin, la ruina total, irremediable de su fe, al producirse la curación en la forma científicamente predicha.

Así era como se desarrollaba su idilio, tan puro y tan doloroso, la larga historia de sus ternuras impregnadas de lágrimas. María misma, intuyendo el triste secreto de su vida, había ido a Lourdes sólo para pedir al cielo su conversión. Durante la procesión de las antorchas, cuando se quedaron solos entre los árboles, sumergidos en el perfume de las rosas invisibles, habían rezado el uno por el otro, se habían diluido el uno en el otro, a impulsos del ansia ardiente de su mutua felicidad. Y después, delante de la gruta, ella había suplicado a la Santa Virgen que la olvidara y que le salvase únicamente a él, si es que su Hijo Divino le otorgaba una sola gracia. Luego, curada ya, fuera de sí, arrebatada por el amor y la gratitud, ascendiendo por las rampas con su cochecito hasta la basílica, creyó que su plegaria había sido escuchada y le había comunicado a gritos su alegría por haber sido salvados ambos al mismo tiempo.

¡Cómo pesaba ahora en su corazón la mentira, cariñosa y caritativa, el error en que la había dejado hasta aquel momento! Era como una pesada losa que lo tenía ahora encerrado dentro del sepulcro voluntario. Recordaba la horrible crisis que estuvo a punto de acabar con él en la oscuridad de la cripta, sus sollozos, su brutal rebelión momentánea, la necesidad imperiosa que sentía de conservarla únicamente para sí, de poseerla, puesto que sabía que era suya; aquella pasión rugiente de su despierta virilidad, adormecida después poco a poco y aplacada bajo el río de sus lágrimas; y recordaba cómo había hecho el juramento de no decirle la verdad, cediendo a un impulso de fraternal compasión, para no destruir en ella la divina ilusión, heroico juramento que ahora lo sumía en agonía.

Pedro sintió un sobresalto en medio de sus rememoraciones. ¿Tendría siempre la fuerza suficiente para mantener su juramento? ¿No acababa de sorprender en su propio corazón, cuando la esperaba en el andén, una impaciencia, un ansia celosa de salir cuanto antes de aquel Lourdes, demasiado querido, con la vaga esperanza de que, alejándola de allí, volvería a ser suya? Si no hubiera sido sacerdote, se habría casado con ella. ¡Qué arrobamiento, qué existencia fascinante y dichosa entregarse por completo a ella, hacerla suya por completo, revivir en el que naciera! No hay seguramente bajo el cielo nada más divino que la posesión, la vida que se completa y que engendra. Y sus ensueños se orientaron hacia otra parte: se contempló casado ya, y se sintió lleno de una alegría tal que se preguntó por qué este sueño sería irrealizable.

María tenía la ignorancia de una niña de diez años; él la instruiría, reharía su alma. Acabaría comprendiendo que aquella curación, que ella atribuía a la Santa Virgen, era debida exclusivamente a la madre única, a la naturaleza serena e impasible. Pero a medida que arreglaba él las cosas le invadía una especie de terror sagrado que nacía de su educación religiosa. ¡Santo Dios! ¿Sabía él acaso si aquella felicidad humana de que él quería colmarla la compensaría de la santa ignorancia, de la infantil ingenuidad en que vivía ahora? ¡Cuántos reproches se haría andando el tiempo, si ella no era feliz! Luego, ¡qué drama de conciencia el tirar la sotana, casarse con la joven del milagro reciente, minar su fe en grado suficiente como para inducirla al consentimiento de aquel sacrilegio! Y, sin embargo, en eso estribaba lo valiente, eso era lo razonable, la vida, el verdadero hombre, la verdadera mujer, la unión necesaria y magna.

¿Por qué, pues, no había de atreverse? Su imaginación se extraviaba bajo una oleada de horrible tristeza, y ya no oyó más que los gemidos de su pobre corazón.

El tren seguía rodando con su enorme batir de alas, y en el vagón sumido en profundo sueño sólo sor Jacinta estaba despierta. En aquel instante, María, inclinándose hacia Pedro, le dijo con dulzura:

—Es curioso lo que me pasa, amigo mío; me estoy cayendo de sueño y no puedo dormir.

Y añadió, con tenue sonrisa:

—Tengo a París metido en la cabeza.

—¡París!

—Exactamente; estoy pensando en que París me espera, en que vuelvo a él. ¡Tendré que vivir en ese París al que no conozco!

Pedro se sintió angustiado. Era lo que él había previsto; ella no sería de él, sino de otros. París se la quitaría, aunque Lourdes se la devolviese. Y se imaginaba lo que fatalmente sucedería cuando aquella niña ignorante hiciese su educación de mujer. Aquella almita blanca, que había conservado su candidez en el cuerpo de una joven de veintitrés años, aquella alma que la enfermedad había aislado, lejos de la vida, lejos de las novelas mismas, maduraría muy pronto, ahora que desplegaba libremente su vuelo. Veía Pedro a la joven alegre y fuerte, corriendo por todas partes, viendo, aprendiendo, hasta tropezar un día con el marido que acabaría de instruirla.

—Entonces, ¿se propone usted divertirse en París?

—¡Divertirme yo! Pero ¿qué está usted diciendo, amigo mío? ¿Somos acaso lo bastante ricos para divertirnos? Todo lo contrario; lo que yo hacía era pensar en mi pobre hermana Blanca, en lo que yo podría hacer en París para aliviarla un poco en su tarea. ¡Qué buena es y cómo trabaja! Yo no quiero que siga siendo ella sola la que gane todo el dinero que necesitamos para vivir.

Calló un rato, y al ver que Pedro también guardaba silencio, muy conmovida, siguió diciendo:

—En otros tiempos, antes de agravarme, solía pintar miniaturas bastante bien. ¿Se acuerda usted de aquel retrato de papá que hice, de gran parecido con el original, y que todos encontraban muy bonito? ¿Verdad que usted me ayudará? Usted podría encargarse de buscarme clientes.

Luego habló de la vida nueva que llevaría. Arreglaría su habitación, la tapizaría con cretona de florecillas azules, aprovechando sus primeros ahorros. Blanca le había dicho que había unos grandes almacenes donde todo se compraba barato. ¡Sería tan divertido salir con Blanca, correr un poco, ella, que no conocía nada, que nunca había visto nada, porque había vivido clavada en el lecho desde su infancia!

Pedro, tranquilizado un instante, volvía a sufrir, sintiendo en ella aquel ardiente anhelo de vivir, aquella ansia por verlo todo, por conocerlo, por probarlo todo. Era, en una palabra, el despertar de la mujer que había en ella, que Pedro había adivinado y adorado en la niña, una mujer inolvidable, toda alegría y pasión, de boca en flor, ojos como dos estrellas, cutis lácteo, cabellos de oro, toda radiante de la alegría de vivir.

—¡Trabajaré! ¡Trabajaré! Y después de todo, tiene usted razón, Pedro; me divertiré también, porque no es malo estar alegre, ¿verdad?

—No, por cierto, María, no.

—Los domingos saldremos al campo, muy lejos, a los bosques, donde haya árboles muy hermosos. Iremos también al teatro, si papá nos lleva. Me han dicho que hay muchas funciones a las que se puede ir. Pero eso no es todo. Con tal de poder salir y andar por las calles, de ver cosas, tendré de sobra para ser dichosa y volver a casa muy contenta. ¡Qué bueno es vivir! ¿Verdad, Pedro?

—Sí, María, sí, muy bueno.

Un frío mortal lo invadía y se sentía morir de pena por haber dejado de ser hombre. ¿Por qué, puesto que ella lo tentaba de aquel modo con su irritante candidez, no había él de confesarle toda la verdad que le atormentaba? La conquistaría, la haría suya. Nunca se había librado hasta entonces en su corazón y en su voluntad un combate más horrendo. Hubo un momento en que estuvo a punto de pronunciar palabras irreparables.

Pero María seguía hablando con su voz de niña traviesa:

—Mire usted al pobre papá, ¡con qué gusto está durmiendo!

En efecto, el señor de Guersaint dormía en el banco de enfrente, tan apaciblemente como si estuviese en la cama, sin darse cuenta, al parecer, de las continuas sacudidas. Aquel balanceo, aquellos brincos monótonos parecían ya, por lo demás, el arrullo bajo el cual se hacía más pesado el sueño del vagón entero. Era el abandono completo, entre el desorden total de los equipajes, caídos también y como aletargados bajo la humosa claridad de las lámparas.

El tren seguía avanzando hacia lo desconocido, a través de las tinieblas, bajo el rítmico tableteo de las ruedas. De vez en cuando, al pasar por delante de una estación o por debajo de un puente, se arremolinaba el viento que el tren levantaba en su carrera, y era como si de pronto se hubiese desencadenado una tempestad. Luego volvía a empezar el bramido adormecedor, uniforme, infinito.

María tomó cariñosamente la mano de Pedro. ¡Se encontraban tan solos, tan aislados, entre toda aquella gente aletargada, en aquella paz inmensa y gruñona del tren lanzado a través de la noche lóbrega! En sus ojos azules había aparecido una tristeza, la tristeza que había ocultado hasta entonces y que los sumía en sombras.

—Vendrá usted con nosotros a menudo, ¿verdad, Pedro?

Pedro se estremeció al sentir que la mano de María oprimía la suya. Tenía ya el corazón en los labios, y estuvo a pique de romper a hablar. Pero se contuvo todavía y balbuceó:

—María, yo no estoy siempre libre y, además, un sacerdote no puede ir a todas partes.

—Un sacerdote, claro —murmuró María—; ya comprendo, un sacerdote…

Entonces fue ella la que habló, la que confesó el secreto mortal que le oprimía el corazón desde que habían partido de Lourdes. Inclinándose más aún hacia él, le dijo, bajando todavía más la voz:

—Escúcheme, Pedro. Yo estoy horriblemente triste. Parezco estar contenta, pero tengo la muerte en el alma. Usted me mintió ayer.

Pedro se quedó al principio turbado, sin comprender bien lo que oía.

—¿Qué yo le he mentido a usted? ¿Cómo es eso?

Una especie de vergüenza la contenía; vaciló todavía un momento, antes de penetrar en aquel misterio de una conciencia que no era la suya, y al fin como amigo, como hermana:

—Sí, usted me dio a entender que había sido salvado al mismo tiempo que yo, y eso no es verdad, Pedro, porque usted no ha vuelto a recuperar la fe que ha perdido.

¡Dios Todopoderoso! ¡Ella lo sabía! Aquello fue para él de un efecto desolador tan grande, constituyó un descalabro tal, que le hizo olvidar su propio dolor. Al principio quiso insistir en su mentira de fraternal caridad.

—Le aseguro que no, María. ¿De dónde ha podido sacar usted una idea tan ruin?

—¡Cállese, por favor, amigo mío! Sentiría demasiado que usted volviese a mentir. Lo noté en la estación, poco antes de salir, cuando falleció aquel pobre hombre. El bueno del abate Judaine se arrodilló y rezó por el descanso de aquella alma contumaz. Me di cuenta de todo, lo comprendí todo al ver que usted no se arrodillaba, al ver que no acudía la oración a sus labios.

—En verdad, le aseguro a usted, María…

—No, no; usted no ha rezado por el muerto, porque usted no tiene ya fe. Y además, hay otras cosas también, y es todo lo que yo adivino, todo lo que veo en usted: esa desesperación que no puede ocultar, esa melancolía que asoma a sus ojos en cuanto se encuentran con los míos. La Santa Virgen no se ha dignado escucharme, no le ha devuelto a usted la fe. ¡Qué desgraciada soy!

Se le presentaba a Pedro la última oportunidad; hubiera debido hablar, hacer luz en aquella alma inocente, explicarle el milagro, para que la vida, después de haber realizado en ella su obra de salud, coronase su triunfo arrojando al uno en brazos del otro. También él estaba curado, con la inteligencia aleccionada para siempre, y si lloraba, no era por haber perdido la fe, sino por haberla perdido a ella.

Un sentimiento de invencible compasión le invadía en su inmenso pesar. ¡No, no! No turbaría jamás aquella alma, jamás le arrebataría su fe, porque esa fe podía llegar a ser algún día su único apoyo, en medio de las tristezas de este mundo. No se puede pedir a las mujeres ni a los niños el amargo heroísmo de la razón. No se sentía con fuerzas para ello, y tampoco se creía con derecho a tal cosa. Aquello le habría parecido una violación, un asesinato. Y no habló, pero sus lágrimas rodaron más cálidas, en aquella inmolación de su amor, en aquel desesperado sacrificio de la propia felicidad, para que ella siguiese siendo un alma cándida, ignorante y feliz.

—¡Oh, María, qué desgraciado soy! ¡No hay por esos caminos, no hay en las cárceles desgraciados más desgraciados que yo! ¡Si supiese usted, María, si usted supiese qué desgraciado soy!

María se sintió desconcertada; le tomó entre sus brazos temblorosos, quiso consolarle con un abrazo fraternal. Y en aquel momento la mujer que despertaba en ella lo adivinó todo, y ella también se puso a sollozar por todas las voluntades humanas y divinas que los separaban. Ella, que no había jamás pensado en tales cosas, entreveía súbitamente la vida con sus pasiones, sus luchas y sus dolores, y buscaba lo que había de decir para poder apaciguar un poco aquel corazón desangrado, mientras balbuceaba en voz muy baja, afligida porque no se le ocurría nada bastante afectuoso:

—Lo sé, lo sé…

Pero al fin dio con lo que buscaba, y como si lo que iba a decir sólo pudiese ser escuchado por los ángeles, miró inquieta a su alrededor. En el vagón todo parecía dormir aún más profundamente. Su padre seguía durmiendo con el mismo sueño inocente de niño grande. A pesar de aquel rudo balanceo, no se había movido ni un solo peregrino, ni un solo enfermo. La misma sor Jacinta, cediendo a su tremenda fatiga, acababa de cerrar los párpados, después de haber corrido a su vez la pantallita de la lámpara de su compartimiento. No había allí más que una sombra vaga, un montón de cuerpos inciertos entre objetos confusos, apariencias difusas que un soplo tempestuoso, una huida furiosa, arrastraban al fondo de las tinieblas. Desconfió también María de aquellos campos negros, que desfilaban ignotos por ambos costados del tren, sin que se pudiese saber qué bosques, qué ríos qué colinas se atravesaban. Hacía un instante que habían aparecido chispas brillantes, tal vez de alguna fragua lejana, o de la triste lámpara de algún obrero o de algún enfermo; pero de nuevo empezó a fluir la noche profunda, el mar oscuro, infinito, innominado, en el que se estaba cada vez más lejos, estándose en todas partes y en ninguna.

Entonces María, acometida de púdica turbación, ruborizándose en medio de sus lágrimas, aplicó los labios al oído de Pedro:

—Escuche usted, amigo mío. Hay un gran secreto entre la Virgen y yo. Había jurado no decírselo a nadie. Pero es usted muy desgraciado; sufre usted demasiado, y ella me perdonará. Por eso voy a confiárselo.

Y añadió como si suspirara:

—Durante la noche de amor, ya sabe usted, durante aquella noche de éxtasis fervoroso que pasé delante de la gruta, me comprometí por medio de un voto: prometí a la Santa Virgen que le consagraría mi virginidad, si ella me curaba. Me ha curado, y jamás, óigalo bien, Pedro, jamás seré de ningún hombre.

¡Qué felicidad inesperada! ¡Pedro creyó que un rocío caía sobre su pobre corazón lacerado! Fue un encanto divino, un bálsamo delicioso. Porque si ella no se entregaba a otro, siempre le pertenecería un poco a él. ¡Qué bien había comprendido ella su mal, lo que era menester decir para hacerle todavía llevadera la existencia!

Quiso, a su vez, hallar palabras dulces, darle las gracias, prometerle que él tampoco sería de nadie más que de ella, que la amaría siempre, como la amaba desde su niñez, como a una querida criatura que con un solo beso, el que le dio en otro tiempo, tuvo bastante para perfumar toda su vida. Pero ella le hizo callar, inquieta ya, y temerosa de desvanecer el encanto de aquel minuto tan puro.

—No, amigo mío, no hablemos más. Sería peligroso, tal vez. Estoy muy fatigada, y ahora voy a dormir tranquila.

Y, apoyando la cabeza en su hombro, se durmió enseguida, como hermana confiada. Él siguió todavía un rato despierto, sumido aún en aquella dolorosa felicidad del renunciamiento que acababan de saborear juntos. Ahora todo había terminado: estaba consumado el sacrificio. Viviría solitario, al margen de la vida de los demás hombres. No conocería jamás una mujer, nunca brotaría de él otro ser vivo. No le quedaba sino el orgullo consolador de aquel suicidio voluntario, aceptado conscientemente, con toda la grandeza desolada de las vidas que transcurren al margen de la naturaleza.

Él también se sintió vencido por la fatiga; sus párpados se cerraron y se durmió a su vez. Luego su cabeza se deslizó, y su mejilla fue a rozar la mejilla de su amiga, que dormía muy tranquilamente, con la frente apoyada en su hombro. Entonces se mezclaron los cabellos del uno y del otro. Los de ella, aquellos cabellos magníficos, estaban medio destrenzados; y él sumergió en ellos su rostro, y soñó con el aroma de aquellos cabellos. Sin duda, los dos se vieron visitados por el mismo ensueño de bienaventuranza, porque sus juveniles facciones tomaron la misma expresión de arrobamiento, como si estuvieran sonriendo a los ángeles. Era el abandono casto y apasionado, la inocencia de aquel sueño casual lo que los había echado así al uno en brazos del otro, lo que había juntado sus miembros, lo que había aproximado sus labios tibios, confundiendo sus respiraciones, como si fuesen dos niños desnudos, acostados en la misma cuna. Tal fue la noche de sus bodas, la consumación del matrimonio espiritual en que iban a vivir, un anonadamiento delicioso de laxitud, apenas un sueño fugitivo de posesión mística, en medio de aquel vagón de miseria y de dolor, que rodaba y rodaba dentro de la noche negra. Transcurrían horas y horas, golpeteaban las ruedas, columpiábanse los equipajes en las perchas; y los cuerpos hacinados, aplastados, exudaban una fatiga enorme, la gran depresión física del país de los milagros, al regresar de la agotadora actividad espiritual.

Por fin, a las cinco de la mañana, cuando asomaba el sol, hubo un despertar brusco, la entrada ensordecedora en una gran estación, gritos de empleados, portezuelas que se abrían, atropellamiento de gente. Habían llegado a Poitiers, y todo el vagón se puso de pie, entre voces, exclamaciones y risas.

Era que la pequeña Sofía Couteau descendía allí y todos se despedían de ella. Besó a las señoras y hasta se asomó por encima del tabique para decir adiós a sor Clara de los Ángeles, a quien nadie había visto desde la víspera porque se había perdido en un rincón, menudita y hermética, con sus ojos misteriosos. Tomó luego su pequeño paquete y se mostró sumamente afectuosa, especialmente con sor Jacinta y la señora de Jonquière.

—¡Hasta la vista, hermana! ¡Hasta la vista, señora! Y muchísimas gracias por todas sus atenciones.

—Tendrás que volver el año venidero, hija mía.

—Sí, hermana, no faltaré. Es mi deber.

—Condúcete bien, hijita, procura ser juiciosa en todo, para que la Santa Virgen pueda estar orgullosa de ti.

—No tenga usted cuidado, señora, porque ha sido muy buena conmigo, y es para mí una gran distracción el volver a verla.

Cuando descendió al andén, todos los peregrinos del vagón se asomaron a las ventanillas y la siguieron con miradas de complacencia, saludos y exclamaciones.

—¡Hasta el año que viene! ¡Hasta el año que viene!

—Sí, sí, muchas gracias. ¡Hasta el año próximo!

La plegaria de la mañana no debía rezarse sino en Châtellerault. Después de Poitiers, cuando el tren rodó de nuevo entre la frescura escalofriante del aura matutina, el señor Guersaint declaró alegremente que había dormido muy bien, a pesar de la dureza del asiento. También la señora de Jonquière se felicitaba por su parte de aquel descanso que tanto necesitaba, aunque un poco confusa por haber dejado que sor Jacinta cuidara sola a la Grivotte, que tiritaba ahora, sacudida por una fiebre intensa y acometida por una horrible tos.

Las demás peregrinas se aseaban un poco, y las diez mujeres del último compartimiento se anudaban las pañoletas con una especie de inquietud púdica, a pesar de su fealdad pobre y triste. Elisa Rouquet, ensimismada frente a su espejo, no acababa de examinar su nariz, su boca, sus mejillas, admirándose a sí misma, sorbiéndose; encontraba, decididamente, que se estaba poniendo cada vez más guapa.

Fue también entonces cuando María y Pedro se sintieron acometidos de pronto por una gran compasión contemplando a la señora de Vincent, a la que nada había podido arrancar de su abotargamiento: ni la tumultuosa parada en Poitiers, ni el vocerío que reinaba en el tren desde que había echado a andar otra vez. Anonadada en su banco, seguía sin abrir los ojos, dormitando, atormentada por atroces pesadillas. Mientras continuaban corriendo gruesas lágrimas de sus párpados cerrados, acababa de asir la almohada que le habían entregado, y la apretaba fuertemente contra su pecho, por obra de alguna pesadilla de su maternidad dolorida. Sus pobres brazos de madre, cargados durante tanto tiempo con la hijita moribunda, aquellos brazos ociosos, vacíos ya para siempre, habían tropezado, entre sueños, con aquella almohada, y se había enlazado a ella como a un fantasma, en un abrazo ciego.

El señor Sabathier tuvo, en cambio, un alegre despertar. Mientras su mujer le envolvía cuidadosamente en mantas las piernas sin vida, púsose a conversar, con la mirada brillante, como quien ha recuperado el don de la ilusión. Decía que había soñado con Lourdes, y que la Santa Virgen se había inclinado hacia él con una sonrisa de bondadosa promesa. Se regocijaba en presencia de la señora de Vincent, de aquella madre a cuya hija había dejado morir la Virgen, y en presencia de la Grivotte, la pobre mujer curada por ella y que tan rudamente había sufrido una brusca recaída en su mortal enfermedad; y repetía al señor de Guersaint con aire de absoluta certeza:

—Sí, señor; vuelvo a mi casa muy tranquilo. El año próximo me curaré. Sí, sí. ¡Hasta el año que viene, como decía hace unos momentos esa simpática niñita! ¡Hasta el año que viene!

Era la ilusión indestructible, que triunfa hasta de la misma certidumbre; la eterna esperanza que no quiere morir, que retoña cada vez más lozana después de cada derrota, sobre las ruinas de todo.

Al llegar a Châtellerault, sor Jacinta hizo rezar las oraciones de la mañana; el padrenuestro, el avemaría y el credo y una invocación en la que se pedía a Dios un día feliz. ¡Oh, Dios mío! ¡Dadme fuerzas bastantes para evitar todo mal, para hacer todo el bien posible, para soportar todas las penalidades!