CAPÍTULO 57
 

―Oye, desde que viniste a vivir aquí he tenido ganas de preguntarte una cosa.

Dispara ―dije. Había supuesto que querría hablar de lo que acabábamos de descubrir, sin embargo, la siguiente pregunta me cogió por sorpresa.

―¿Por qué “El espejo de CookieCruz”? ―preguntó justo antes de darle un sorbo a su gin.

Aquello me hizo gracia, pues para nada esperaba una salida así. Di por sentado que necesitaba desviar la mente de todo lo que debía de estar pasando por ella, así que no cuestioné la pregunta y le conté todo aquello que quería saber.

El canal y el blog llevaban casi cuatro años en marcha, tenía muchísimas marcas colaboradoras que me enviaban productos de forma asidua para hacer las correspondientes reseñas pero, hasta ese momento, nadie se había detenido a preguntarme por el nombre del canal. Curioso, ¿verdad?

―Lo del espejo es obvio… Es un canal de cosmética y belleza.

―¿Y lo de “CookieCruz”?

Sonreí y sentí que mis mejillas se sonrojaban. Era como destapar un secreto que llevaba conmigo desde hacía tiempo.

―Era mi mote del instituto. Un simple juego de palabras. Cookie se pronuncia “cuqui” y Cruz es mi apellido. Los cosméticos siempre han sido mi pasión… y las galletas mi perdición. Júntalos, agítalos y ahí lo tienes.

Érica sonrió y todavía sentí más vergüenza, pero ahora ya no podía cambiar el nombre del canal, todos los seguidores me conocían de aquella manera y jamás me había importado que así fuera.

―¿Siempre haces tutoriales de automaquillaje?

―Normalmente sí. Busco looks que me gustan y trato de enseñar cómo hacerlos desde cero.

―¿Has estudiado algo de cosmética?

Érica se recostó en el sofá, con la copa en la mano mientras me miraba pensativa, como si a la vez que estuviera haciéndome aquellas preguntas su mente continuara perdida en algún lugar que en aquellos instantes no quería compartir conmigo. Hay veces en las que hay que saber esperar el momento adecuado y no forzar una conversación. Las cosas deben salir solas, pues las personas debemos estar preparadas para asumir aquellos hechos que nos han sorprendido, ya sea para bien o para mal. Érica terminaría sacando el tema, estaba segura de ello, y yo estaría allí para ayudarla.

―No ―dije retomando la pregunta que me había hecho―. He sido autodidacta. He pasado muchísimas horas delante del ordenador buscando información sobre productos, componentes, tipos de piel, clases de rostros, tonos y demás.

De nuevo, volvió a quedarse pensativa, pero ahora su semblante mantenía una expresión muy diferente a la que había mostrado momentos antes. Incluso llegué a distinguir un atisbo de sonrisa, al que me aferré con fuerza con la intención de desviar las malas sensaciones que se habían adueñado de nuestros cuerpos.

―No qué narices está pasando por tu cabeza pero no creo que sea nada bueno ―dije al fin.

Érica cogió un par de ganchitos del bol que había dejado sobre la mesilla y se los llevó a la boca. Masticó con parsimonia justo antes de que sus labios empezaran a curvarse hacia arriba, dejando a la vista una sonrisa maléfica que no podía augurar nada positivo.

―Sea lo que sea, la respuesta es no ―sentencié al fin también sonriente.

Érica se incorporó y echó el cuerpo hacia delante. Sostenía la copa en la mano frente a su rostro y me miraba con una expresión extraña que, por curioso que pudiera parecer, me pareció muy cómica. Se notaba a leguas que estaba tramando alguna travesura y que aquello tenía que ver conmigo y el canal.

―No voy a hacer ninguno de los disparates que puedan pasar por esa cabecita de almendra que tienes.

Te propongo un reto.

―No respondí tajante, aunque me moría de ganas por saber de qué se trataba. Mi sonrisa me delataba y ella lo sabía.

―Tienes que hacer un vídeo maquillando a alguien.

―¿Consideras que eso es un reto? ―solté un tanto decepcionada―. Reto será encontrar a alguien que se preste a ser observado por cientos de miles de personas. Cuenta que cada vídeo tiene un promedio de quinientas mil visitas.

―Lo dices así, ¿y te quedas tan ancha? ¿Acaso sabes cuántas son quinientas mil personas?

―No, me perdí Barrio Sésamo aquel día… ¡Pues claro que lo sé! ―añadí divertida.

―Joder, lo que no es qué haces trabajando en hostelería. Podrías intentar que alguna marca te contratara. Habla con Tristán, él podría recomendarte a su agencia.

―No quiero ser modelo ―sentencié. Sin embargo, la verdad iba mucho más allá, pues en realidad que había pensado muchísimas veces en la posibilidad de contactar con algunas de mis marcas predilectas para ofrecerme a colaborar con ellos y publicitar sus productos, aunque nunca hubiera llegado a atreverme a dar el paso.

―Bueno, entonces… Sigamos por donde lo habíamos dejado. El reto ―añadió de nuevo, manteniendo todavía el tema que realmente importaba totalmente al margen.

―No hay reto ―continué siguiéndole la corriente.

La casualidad quiso que justo en aquel momento el timbre de mi puerta sonara, deteniendo aquella absurda conversación en aquel punto. Mi primer pensamiento fue para Tristán y el pulso se me aceleró casi al momento. Estoy segura de que Érica pudo percibir el miedo en mi rostro, pero tal y como siempre hacía, omitió hacer cualquier comentario al respecto que evidenciara el estado de nervios en el que me había sumido aquel simple sonido.

―¿Por qué no abres la puerta? ―me sorprendió entonces. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había quedado con la mirada perdida, como si el timbre hubiera sido el punto de partida de un leve estado de hipnosis.

Voy.

Me levanté y anduve hacia la puerta con el botellín de Coronita en la mano izquierda. Abrí sin echar un vistazo por la mirilla y de algún modo ―aunque logré disimularlo a la perfección― me asusté ante aquella aparición. De forma instintiva giré la cabeza hacia el salón y busqué a Érica con la mirada. Cuando nos encontramos, ella alargó el cuello hacia un lado, lo justo para poder descubrir quién era la persona que se encontraba tras la puerta y hacerlo con un poco de disimulo. De pronto, una cómica sonrisa cruzó su rostro y lo iluminó por completo, como si su cerebro maquinara algo a gran velocidad. Me giré de nuevo hacia la puerta y me crucé con aquellos ojos inquisitivos que tantas cosas me preguntaban.

―Buenas tardes, Josefina. ¿Sucede algo?

―Sí. Creo que deberías decirle al Papá Noel que te visita por las noches que vaya pensando en pasearse por Women’secret y comprarte algo nuevo. No es la primera vez que cae alguna prenda a mi terraza ―dijo sin contemplaciones y con una sonrisa mordaz en el rostro.

Juro que no daba crédito a lo que acababa de escuchar. ¿En serio estaba hablando de ropa interior con aquella señora? ¿De verdad había pronunciado Women’secret a la perfección? Y lo peor de todo… ¿Cómo podía conocer esa marca?

Sin encontrar respuesta a ninguna de aquellas preguntas, mi rostro volvió a buscar con la mirada a mi vecina, que continuaba sentada en el mismo lugar que antes, mientras luchaba por contener las carcajadas. De golpe, cuando nuestros ojos se cruzaron,

alzó la copa en mi dirección, con un gesto achispado reflejado en sus mejillas y me señaló sonriente, justo antes de pronunciar la siguiente barbaridad del día.

―¡Y ahí tienes tu reto! ―exclamó lo suficientemente alto como para que yo la escuchara pero a la vez, lo justo para que Josefina no se diera cuenta de nada.

―¡Tú te has vuelto loca! ―dije levantando la voz desde mi posición.

―¿Cómo dices, jovencita? ―preguntó entonces Josefina con la indignación reflejada en sus ojos.

―Oh, no. Disculpe Josefina, no se lo decía a usted…

Traté de disculparme mientras la pobre mujer me observaba debatiéndose entre creerme o acusarme de maleducada y volví a mirar ―esta vez con mayor disimulo― a Érica, que se retorcía en el sofá por culpa de las carcajadas. Apreté los labios y traté de hacerle la peineta con la mano, pero la coronita que sostenía en ella me lo impidió. Torcí el gesto diciéndole de todo con la mirada, mientras aquello parecía hacerle todavía más gracia.

―Ni lo sueñes.

―¿Perdón? ―volvió a preguntar mi septuagenaria vecina.

Con la mano que quedaba escondida detrás de mi puerta, la cerré en un puño, levanté el dedo corazón y se lo enseñé a Érica mientras Josefina no se daba cuenta de nada. A continuación, a pesar de escuchar las carcajadas de mi amiga desde el fondo del salón, tragué mientras pensaba en alguna excusa para que sonara creíble, deseando con todas mis fuerzas que Josefina no se hubiera enterado de nada.

―Perdone, Josefina. Tengo en casa a la descarada de mi sobrina ―añadí alto para que Érica se diera por aludida― y está un poco rebelde estos días. Hablaba con ella. Permítame que le eche un vistazo, estoy segura de que no se me ha caído ninguna prenda del tendedero estos días.

Josefina me tendió la bolsita de plástico que llevaba entre las manos y me pareció distinguir el leve rastro de una sonrisa divertida en su rostro. Seguro que habían sido imaginaciones mías, estaba segura de que no había escuchado nada de lo que sucedía en el interior de mi casa… o bien, aquella señora tenía el oído más fino de lo que me pensaba.

Abrí la bolsita y me encontré un par de braguitas en color carne nada femeninas ―una verdadera aberración de hecho―, aunque la talla coincidía con la mía. Aquello no me pertenecía. Arrugué el rostro y volví a cerrar la bolsita, sin llegar a meter siquiera la mano en su interior.

―Gracias por las molestias, Josefina, pero esto no es mío

―dije tratando de parecer más simpática de lo que seguramente había creído que era.

―¿Estás segura? No hay ninguna otra vecina en el edificio a la que pueda caberle una talla tan diminuta, salvo una… Si no es mucha molestia, ¿podría preguntárselo a la rebelde de su sobrina? ―dijo añadiendo especial énfasis a esa última palabra―. Tal vez se le hayan caído a ella.

Vale, aquella mujer era mucho más lista de lo que me pensaba. ¿Se habría enterado de algo más? Le sostuve la mirada y nos dedicamos una sonrisa cómplice. Cogí la bolsita de nuevo y la sostuve entre mis dedos atenta a sus movimientos, al mismo tiempo que era consciente del silencio que provenía ahora de mi salón. Érica también estaba alucinada.

―Descuide. Hablaré con mi sobrina. Le pido disculpas una vez más… Muchísimas gracias por molestarse a subir y no dejarle las prendas al conserje.

De nada. No se merecen. Pero dígale a su sobrina que hoy en día puede encontrar una gran variedad de prendas de excelente calidad en infinidad de tiendas. Y con las que podrá conseguir lo que quiera del “conserje”.

Dicho esto, me guiñó un ojo para mi absoluta sorpresa y dio media vuelta sobre sus talones. ¡La madre que la trajo! ¿Se había enterado de lo de Max también? Esperé un par de segundos de cortesía mientras Josefina se alejaba y a continuación, cerré la puerta todavía un poco confundida por lo sucedido. Entonces, una vez me hallaba de nuevo en el interior de mi casa, sin que hubiera riesgo de que nadie más volviera a interrumpirnos, abrí la bolsita, saqué una de aquellas cosas que dudo que pudieran considerarse como ropa interior femenina y la alcé con ambas manos en dirección a mi vecina.

―En serio, Érica… ¡¡¿en serio?!! ―dije caminando en su dirección y agitándolas frente a mientras me carcajeaba de ella con fuerza―. ¿Cómo puedes ponerte semejante cosa entre las piernas?

Érica se levantó corriendo y cogió aquel espanto de entre mis manos. Me reí todavía con más fuerza puesto que su rostro se había tornado de un color carmín que jamás le había visto antes.

―¡Son más largas que las de mi madre! ―volví a exclamar muerta de la risa.

―¡Las fajas me ayudan mucho cuando estoy inflamada! Hay ciertos días del mes en los que tengo que soportar ser mujer…

¡mientras no dejo de hincharme como un globo! No todas tenemos la suerte de tener un cuerpo de sirena como el tuyo, Cenicienta.

Me dejé caer en el sofá, al lado de donde ella había estado sentada momentos antes y le di un par de largos tragos a mi botellín, que ya empezaba a estar caliente. Érica me miró desde las alturas y al final, vencida por mi descubrimiento y el ataque de risa que este me había provocado, se dejó caer junto a mí, cogió de encima de la mesa su copa e hizo exactamente lo mismo que había hecho yo con mi cerveza.

Permanecimos en silencio durante un par de minutos más o menos, cada una sumida en sus propios pensamientos. Me alegré de la interrupción de Josefina, pues no sé qué hubiera sido de mí si Érica hubiera continuado con sus tonterías.

―Por cierto, no te hagas ilusiones. Josefina será tu reto si quieres demostrar al mundo lo profesional que eres.

Oh, vamos… ¿es que te has vuelto loca? ―dije al fin tratando de convencerme a misma de que nadie tenía el poder de leer la mente.

Yo no… Pero que te volverás loca cuando trates de descubrir cómo maquillar a una vecina cotilla sin morir en el intento.

Todavía no he aceptado el reto ―sentencié sin querer darme por vencida aunque mi sonrisa me delatara de forma descarada.

―Créeme… hace rato que has aceptado el reto.

Y lo dijo sin mirarme ni si quiera a los ojos. Alzó la copa frente a su rostro, trató de ocultar una sonrisa traviesa sin éxito alguno y al fin, giró la cabeza, levantó una ceja y me lanzó un beso al aire. Iba a demostrarle que aquello no era un problema para mí, pues me enfrentaba a cosas mucho peores en cada uno de los eventos que organizaba, sobre todo, cuando estos eran dirigidos por mujeres… lo de maquillar a Josefina iba a ser pan comido.

―¿Crees que debería decirle algo? ―preguntó al cabo de un rato sin que aquella pregunta viniera al caso.

Todo había sido cuestión de tiempo. Era evidente que en algún momento acabaría sacando el tema, al igual que era consciente de que, a pesar de que hubiéramos estado hablando de otras cosas, no había podido sacarse a Max de la cabeza.

―¿Qué es lo que pide tu cuerpo? ―me aventuré a preguntar.

―Una tortura lenta y dolorosa… lo más macabra posible. Sabía que no era el momento de que me entrara la risa floja,

pero lo que menos esperaba en ese instante era una respuesta de aquel calibre. Traté de aguantar las ganas de seguir con la broma e intenté redirigir la conversación hacia lo que creí que verdaderamente necesitaba mi amiga.

―Y cuando le tuvieras en tu habitación de la muerte, maniatado y despellejado… ¿Qué le dirías entonces?

Érica continuó con la mirada perdida en el horizonte y cerró los ojos pensativa durante algunos instantes. A continuación, los abrió, cogió aire y lo expulsó muy lentamente.

Pues que no hacía ninguna falta que me engañara de este modo. ¡Podía haber ido con la verdad por delante!

―De haber sido así, no hubiera existido nada entre vosotros…

―¡Pero, como mínimo, habría tenido opción de decidir si quería meterme en medio de un matrimonio o no!

―¿Lo habrías hecho? ―pregunté entonces sorprendida por aquella afirmación.

―Claro que no, ¡maldita sea! Lo único que digo es que no tenía necesidad de mentirme, ¡yo no era la que estaba casada con él!

Quise pasar por alto la crueldad de aquellas últimas palabras, pues sabía perfectamente que el dolor que sentía mi amiga en ese momento era lo que le impedía discernir con la claridad con la que solía hacerlo.

―Joder, Val, eso no se hace. Ha estado engañando a su mujer casi desde el principio. ¿Qué narices le pasa por la cabeza? Ahora se parecía un poquito más a la Érica que yo cono-

cía. Por un momento había llegado a asustarme. De pronto, sin que esperara aquello, un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas. Las secó veloz con el dorso de la mano y sorbió la nariz con la firme intención de mantener los sentimientos al margen. Era una chica fuerte, cada día que pasaba a su lado me lo demostraba y aquello no era más que un ejemplo de ello.

―¿Sabes? Pensé que por fin había encontrado a un chico decente después del cretino de mi ex.

No quise preguntarle por su ex. Hay una regla entre las mujeres que siempre debe respetarse. Somos cotillas por naturaleza, pero si tu amiga odia a alguien, debes apoyarla, y debes hacerlo sin preguntar. Era un pacto no escrito. Así pues, decidí en ese instante que Max era un verdadero imbécil que no merecía comprensión ni apoyo, aunque yo también hubiera creído que era un buen tipo desde el principio.

Dejé que Érica se desahogara durante un buen rato y la escuché paciente. Me contó con detalles por primera vez qué era lo que había existido entre ellos dos y una parte de mí se apenó del curso que habían tomado los acontecimientos. No se merecía nada de aquello.

De pronto, el timbre volvió a sonar. Miré el reloj y vi que marcaba las nueve y media. Max se había adelantado. Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta. Érica permaneció en absoluto silencio en el sofá, consciente de que en esa posición, desde la entrada no sería descubierta. Abrí la puerta sin mirar quién había tras ella y de golpe sentí una fuerte sacudida en el estómago que me subió por la garganta con un intenso, ácido y nada agradable sabor.

El espejo de #cookiecruz
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