CAPÍTULO 51
 

Quería llamar a Érica cuanto antes, la necesitaba para llevar a cabo la chaladura que tenía en mente, porque, siendo sincera, aquello era lo más loco que se me había pasado por la cabeza en toda mi vida. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar por recuperar a aquel hombre?

Dejé la carta sobre la mesa y salí al rellano por segunda vez en lo que iba de día. Me acerqué a la puerta de Érica para comprobar si todavía se escuchaban voces de su interior. Llegué a la misma de forma sigilosa, como una gacela que no desea ser presa fácil, y acerqué el oído a la espera de escuchar algún ruido que delatase si todavía estaba acompañada. Era consciente de que me había dicho de comer juntas en un rato, pero yo disponía de muy poco margen y estaba segura de que ella terminaría comprendiéndolo.

Se escuchaban voces y risas a muy poca distancia, lo que significaba que ya no estaban en la cama. Regresé a casa una vez más y esperé nerviosa a que Érica se deshiciera de su acompañante. Los minutos no pasaban y yo ya no sabía dónde meterme. Daba vueltas por casa, limpiaba sobre limpio y me preparé una nueva taza de té. Al final acabaría subiéndome por las paredes por culpa de la cafeína. Era eso, o terminar con un pequeño ataque de histeria, cosa que, siendo sincera, veía mucho más probable.

De pronto, escuché ruidos en el rellano y corrí hasta la puerta. Lo sabía, me estaba volviendo loca, pero todo era cuestión de tiempo ―o por lo menos, eso quería pensar yo―. Pude ver a través de la mirilla que la puerta de Érica se abría y un hombre alto y robusto salía de ella. Me llevé una mano a la boca para ocultar mi gesto de sorpresa y sonreí nerviosa al descubrir a su amante.

¡Se trataba de Max! La muy bruja se lo tenía bien calladito. Sabía que habían tenido alguna aventura, puesto que me lo había encontrado un día de camino a su casa, pero de ahí a convertirse en amantes… ¡Qué fuerte!

A través de la mirilla, desde la que continuaba observando sin perder detalle alguno, pude ver que Max se derretía en carantoñas con mi vecina y que esta se dejaba hacer, hasta que se fundieron en un dulce beso que me dejó sin aliento hasta mí. ¡Menudo beso! Me retiré de la mirilla para concederles esa intimidad de la que ellos creían estar disfrutando y esperé a escuchar el sonido del ascensor alejándose después de que se cerraran las puertas del mismo.

Esperé un par de minutos prudenciales, para que no se notara que llevaba unos cuantos más espiándola y al fin, abrí la puerta sin poder esperar más y me dirigí hasta su apartamento. Llamé al timbre un par de veces y esperé inquieta, mientras daba nerviosos golpecitos con el pie en el suelo. Hacía años que no me mordía las uñas por culpa del estrés, pero empezaba a pensar que no tardaría mucho en volver a hacerlo si continuaba en aquel estado durante muchos más días. Tenía que controlarme y mantener aquella manicura francesa impoluta me costaba un riñón y medio a fin de mes.

Érica abrió la puerta todavía sonriente, quizá con la idea de que quien se encontraba tras ella era un Max deseoso de un último beso antes de marcharse. Pero se encontró conmigo quien, a pesar de que no iba a besarla del mismo modo, tenía una idea con la que seguramente conseguiría hacerla disfrutar.

¿Ya estás libre?

Érica me miró con una expresión un tanto extraña en el rostro. Quizá tenía ganas de mandarme a freír espárragos ―como rezaba aquel dicho popular que tanta gracia me hacía― pero, si verdaderamente lo pensaba, se lo guardó para ella y me siguió la corriente como la buena amiga en la que se había convertido.

―Estás muy pesadita dijo al fin con una sonrisa― ¿Qué te pasa?

―Necesito que me ayudes.

―¿A qué?

―A entrar en casa de Tristán sin que él se entere. Hoy.

Vi que su rostro gesticulaba a gran velocidad y sus labios se despegaban en varias ocasiones, como lo haría un pececillo en el agua. Al fin, después de unos segundos en los que trató de procesar aquella información sin encontrar ningún sentido a la misma, por fin pudo pronunciar alguna palabra al respecto.

―¡¿Cómo dices?!

―Lo que has oído. Necesito colarme en su casa y tendrás que ayudarme.

Era posible que mi tono sereno y directo no le impactara pero, si así fue, no dio muestras de sobresaltarse demasiado.

―Eres consciente de que el allanamiento de morada es un delito en este país, ¿verdad?

―Sí, pero no creo que me denuncie por ello.

―Muy segura te veo…

―¿Me ayudarás?

―¿En qué consiste el plan?

―Entrar, robarle toda la ropa interior, dejarle una nota y salir corriendo.

Sus ojos se abrieron tanto como sus órbitas dieron de sí. Tal vez dudara durante algunos segundos sobre si habría escuchado bien lo que acababa de decirle, pero no volvió a hacérmelo repetir, cosa que agradecí. No me veía repitiendo en voz alta aquella absurda idea y después, llevándola a cabo con un mínimo de dignidad. Las cosas había que pensarlas y hacerlas pero, si te detenías durante mucho rato a calibrar los pros y los contras de hacerlas, podías estar seguro de que no terminarían saliendo igual que lo harían de haberlo hecho a la primera de cambio.

―Vale, espera. El plan entonces es, colarte en su casa, vaciarle el cajón de ropa interior y salir huyendo después de dejarle una nota… ¿no?

―Exacto.

―Joder, tía… ¡Lo tuyo es más grave de lo que me pensaba!

¡Por nada del mundo me perdería algo así!

Esta vez lo dijo con una sonrisa divertida en el rostro, justo antes de estallar en una sincera carcajada que logró contagiarme al fin, a pesar de estar hecha un manojo de nervios.

―¿Cómo pretendes hacerlo? ―preguntó pasados unos instantes.

―No lo sé. Si lo supiera no te habría pedido ayuda, ¿no crees?

―Dios mío, eres un caso aparte. Prométeme que un día me dejarás estudiarte un poquito.

―Oh, ¡cállate! He venido en busca de soluciones, no de psicoanálisis. ¿Me ayudas, o no?

Érica me miró divertida, todavía apoyada en el quicio de la puerta, con los brazos cruzados a la altura del pecho y estudiando mi rostro con una profesionalidad que empezaba a temer. Ya no sabía quién estaba más loca de las dos: yo por proponerle aquella absurda idea o ella por seguirme la corriente y buscar la manera de llevarla a cabo.

―¿Tienes llaves de su casa?

La miré y alcé una ceja de forma inmediata ―e inevitable―.

Ahora me estaba tomando el pelo.

―¿En serio? ¿Crees que si tuviera llaves, estaría aquí?

―¿Acaso pretendes que forcemos la puerta?

―No… O sí. No lo sé. ¿Cómo podemos hacerlo?

―Madre mía… ¿Quién me mandará a meterme en este lío? ―exclamó entonces sin borrar la sonrisa de su rostro.

―Porfiiii ―supliqué al fin juntando las manos y tratando de evitar por todos los medios que Érica se lo pensara mejor y decidiera desistir del plan.

―Anda, pasa. Creo que cómo podemos hacerlo.

―¡Gracias! ―exclamé justo antes de lanzarme a su cuello y abrazarla con fuerza, para su absoluta e inesperada sorpresa.

El espejo de #cookiecruz
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