Capítulo 30
El día más extraño y doloroso de la vida de Beldar Cuerno Bramante fue cuando asistió a su propio funeral.
Por supuesto, asistió bajo la forma de Korvaun Yelmo Altivo, con la capa azul de su amigo caído sobre los hombros y con una Naoni pálida pero compuesta a su lado.
Resultaba… extraño ver a los demás llorando por él. La pena de su familia era profunda y genuina, y sorprendente. ¿Cómo podían llorar a alguien a quien realmente nunca habían conocido realmente? Toda su vida se había sentido preterido, relegado, incluso despreciado, y sin embargo el patriarca de los Cuerno Bramante habló con orgullo compungido de los logros de su hijo, de su maestría con la espada, de su habilidad como jinete y de su elocuente conocimiento de las leyes. El heredero de los Cuerno Bramante confesó, dejando de lado los sentimientos de envidia, incluso de inferioridad, que su hermano menor era más apto para heredar, para liderar.
Igualmente difíciles de escuchar fueron las palabras de sus amigos, quienes se disculparon por haber dudado de él, y lo alabaron por haber salvado a Korvaun Yelmo Altivo dándole una poción que trasladó a su propia persona sus heridas.
En esas palabras encontraban el consuelo que les era tan caro, y sólo tres personas sabían que no era verdad que Beldar Cuerno Bramante hubiera muerto para que un amigo pudiera vivir.
Más bien, Beldar vivía para que su amigo pudiera vivir, y permaneció allí de pie, llorando en silencio, y tomando la férrea determinación de dejar un legado del que Korvaun pudiera sentirse orgulloso.
Sólo las hermanas Dyre conocían su secreto, y Faendra ya lo había llevado aparte y le había dicho con palabras que no admitían discusión que, o trataba bien a Naoni o tendría que responder ante ella. Beldar no necesitaba semejante amenaza, pero lo dejó admirado su forma de decirlo. Las chicas Dyre eran estupendas, tan magníficas como la magia que vertían los sabios dedos de Naoni.
Miró a la mujer que tenía a su lado y reparó en su gracia, en su tranquila fortaleza. No era de extrañar que Korvaun hubiera entregado su corazón a Naoni Dyre. Beldar ya estaba casi enamorado de ella. Tal vez con el tiempo ella pudiera…
—Korvaun, están esperando que hables —le dijo Taeros en voz baja.
Korvaun había hablado en el funeral de Malark, hacía todavía pocos días. Esas palabras habían sido de respeto, de consuelo y de inspiración. Ahora le tocaba a él hacer lo mismo para sus amigos y su familia.
Se dirigió al ataúd donde Korvaun descansaba para siempre, con el aspecto de Beldar y envuelto, a modo de sudario, con la capa de rubíes rojos. Respirando hondo, empezó a hablar.
—Ninguno de nosotros somos realmente lo que parecemos. Beldar Cuerno Bramante tenía sueños de grandeza y quizá llevaba el germen para hacerlos realidad. No encontró una grandeza perdurable, sino una breve gloria al dar su vida al servicio de los demás.
Recorrió con la mirada las caras llorosas.
—Esa, la mayor de las hazañas, nos impone una obligación a todos los que lo conocimos, y sobre todo a mí. Para mí, definirá de ahora en adelante lo que realmente significa tener poder, posición y riqueza. Descansa en paz, Beldar Cuerno Bramante, sabiendo que nunca olvidaremos esto.
Fue un discurso corto, pero vio en todos los rostros que había sido suficiente.
Volvió al lado de sus amigos y aceptó sus gestos de aprobación y sus apretones de manos como lo que eran: guerreros alzando sus espadas como reconocimiento ante su líder.
Volvía a ser lo que había sido en una época. Esta vez, cumpliría con sus responsabilidades convirtiéndose en el hombre que realmente quería ser.
Las llamadas a palacio llegaron al día siguiente del funeral de Beldar por la mañana. A Taeros no lo sorprendió, después de todo todavía tenía que rendir cuentas por el simulador que le habían confiado.
Se dio toda la prisa que pudo, pero cuando la séptima pareja de guardias lo condujo a la sala, se encontró con que la única silla que quedaba vacante era la suya. Korvaun lo saludó con la cabeza. Estaba sentado junto a un trío de eminentes personajes formado por lord Piergeiron, Mirt el prestamista y el archimago Khelben Arunsun, que tenía un aspecto muy desmejorado.
El Señor Proclamado lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Bienvenido, lord Halcón Invernal. Supongo que nos conoces a todos.
Taeros carraspeó.
—A uno, sólo por su fama.
Khelben fijó en él una mirada severa.
—Una fama que te has empeñado en acrecentar, joven escribiente, del mismo modo que una gaviota acrecienta una estatua.
Taeros sintió que se le subían los colores al recordar algunas de sus baladas más mordaces.
—Si… si he ofendido a alguien, pido perdón con la mayor humildad.
Piergeiron le restó importancia con un gesto de la mano.
—Aguas Profundas tiene necesidad de hombres como tú, que nos hagan reír y pensar al mismo tiempo. Cuatro de cada cinco roncan durante los sermones, pero el humor agudo los mantiene despiertos el tiempo suficiente para que escuchen. Es mucho más fácil gobernar a hombres que escuchan, piensan y se ríen que a los que no hacen ninguna de estas cosas.
Una sonrisa espontánea se dibujó en el rostro de Taeros. Al fin y al cabo daba la impresión de que realmente tendría un papel en el gobierno de esta ciudad, por pequeño que fuera.
—No hay una docena de personas en Aguas Profundas que conozcan los simuladores —dijo Bastón Negro abruptamente—. Se ha decidido que ese número siga siendo reducido en lugar de encontrar a otro hombre que pueda seguir el rastro de su propiedad.
Taeros se quedó mirando lo que Khelben Arunsun le entregaba: un pequeño escudo sujeto por cintas de cuero.
—¿Es ese…?
—En contra de mi parecer, lo es. Importante para la salvaguarda de esta ciudad y de sus líderes. El secreto es de vital importancia.
Taeros cerró la mano con firmeza aferrándose a su segunda oportunidad.
—Me he comprometido, y lo haré otra vez si lo exiges.
—No es necesario —dijo Piergeiron—. Luchaste lealmente cuando se movieron las Estatuas, pero debes tener bien claro que llevar un simulador no sólo te compromete a guardar el secreto, sino también a prestar servicios.
A Taeros la idea le pareció sumamente satisfactoria.
—Ese es mi deseo y también mi deber. Es todo lo que he deseado en la vida.
Los tres decanos de Aguas Profundas asintieron. Entonces Mirt se volvió hacia Korvaun.
—¿Y tú qué me dices, lord… Yelmo Altivo? ¿Qué harás con tus secretos? Algunos nobles son muy jactanciosos y orgullosos, tanto más cuanto más se los desaira en sus gustos o en sus sentimientos.
Korvaun sostuvo sin pestañear la mirada aguda del hombre.
—Algunos lores jóvenes son todo eso, y cosas todavía peores. En cuanto a mí, debes saber que estoy decidido a hacer honor al nombre que llevo.
Sus palabras resonaron en toda la cámara.
—He aprendido que hay secretos por los que vale la pena morir —añadió a continuación con voz más suave.
—Cuando dije que mi deseo era servir a Aguas Profundas —dijo Taeros, envalentonado por el fervor de su amigo—, omití algo importante para mí: siempre ha sido mi deseo aconsejar y acompañar a los grandes hombres.
—Agradeceríamos mucho tus consejos —afirmó Piergeiron con tono grave, sin la menor sombra del paternalismo que Taeros hubiera considerado más que justificado.
—No se refiere a nosotros —gruñó Mirt—. Está hablando de él.
El prestamista señaló a Korvaun, y una leve sonrisa curvó el extremo de su bigote sin recortar y sucio de comida.
—Y tal vez, sólo tal vez, podría estar en lo cierto, maldita sea.
El hombre que reía bajito en la losa de al lado de la de Mrelder daba la impresión de no saber dónde se encontraba ni con quién estaba.
Apretando los dientes, el hechicero miró primero a su padre y después al hombre bestia que estaba de pie a su lado.
—Hazlo —dijo.
Los dos sacerdotes de la Amalgama empezaron sus cánticos.
Uno de ellos levantó un cuchillo y Mrelder sonrió.
—Sólo te pido que no me dejes torcido.
La hoja reluciente hizo su camino descendente.
Al salir de la purpúrea agonía, se sumergió en un dolor color rubí intenso. Sin boca, gritó…, sin ojos, lloró…; sin voz rogó, y salió disparado hacia la luz.
Por encima de él había antorchas encendidas, y dolor, dolor, DOLOR.
Mrelder lanzó un grito.
Un rostro de expresión torva y en cierto modo familiar, flotó encima del suyo, tapando la luz de la antorcha. Unos dedos fuertes le abrieron la boca y vertieron por ella algo helado y gorgoteante que lo calmó…, lo calmó…
Dando gracias, flotó alejándose del dolor y de la luz, hundiéndose en unas sombras cálidas y ansiadas, que…
Sintió que la cabeza le ardía otra vez.
—¡Déjalo ya! ¡Álzate, Mrelder de la Amalgama! —El sacerdote volvió a abofetearlo y Mrelder se encontró parpadeando ante las antorchas. Tenía la garganta seca, el cuerpo le dolía y, sí, le escocía a pesar de todas las pociones curativas que le habían hecho tragar…, y todavía seguía gritando.
Oh, no, los gritos no eran suyos. Venían de un lugar cercano a él, y se debilitaban transformándose en un gorgoteo.
Golskyn de los Dioses se encogió sobre su losa, una de sus cuencas estaba vacía y sollozaba, y tenía un muñón donde antes estaba su brazo.
El padre de Mrelder se estaba muriendo, literalmente ahogándose en su propia sangre mientras manoteaba débilmente.
Mrelder alzó la vista hacia los sacerdotes.
—¿Qué tal ha ido?
—Muy bien. Si tus injertos siguen vivos, habrás ganado el ojo feroz de tu padre y su mejor brazo.
Eso ya era algo, considerando la cantidad de poderosos apéndices que había tenido el hombre que se había hecho llamar lord Unidad. Mrelder se miró el nuevo miembro. Tenía un aspecto vigoroso y saludable.
—Bueno, pronto lo sabremos.
—Así será. —La voz del hombre bestia no tenía matices.
Sus ojos se encontraron. Ambos sabían que si los injertos empezaban a fallar, los sacerdotes lo matarían sin vacilación. Había un antiguo dicho que decía: si vas a matar a un rey, lo mejor es matarlo del primer sablazo…
Mrelder trató de incorporarse. Sintió que un dolor ardiente lo recorría, y lo único que impidió que llorase y vomitara fue la lucha de su cuerpo por decidir cuál de las dos cosas hacer primero, y la admiración y el respeto que vio en las caras de los sacerdotes.
Con una sonrisa de satisfacción, se forzó a mantenerse erguido.
—Venir a Aguas Profundas no fue ningún error —anunció a la docena de supervivientes de la Arnalgama. Se dio cuenta de que le salía un hilillo de sangre por la boca, pero siguió adelante de todos modos—. No obstante, las hazañas de Golskyn han hecho que actualmente sea una trampa para nosotros. Volveremos aquí a su debido tiempo, pero no antes de que estemos preparados para triunfar. Preparaos para el viaje de regreso al templo subterráneo de Scornubel.
—¿Y esto? —Uno de los hombres bestia señalaba al mutilado y moribundo Golskyn.
Mrelder miró al hombre que se quejaba débilmente y que había llenado su vida de terror y de dolor.
—Él ya no importa. Ya va siendo hora de dejarlo atrás.
Mrelder se acurrucó para combatir el lacerante dolor mientras la traqueteante carreta crujía y chirriaba.
Vivía, y el conjuro que había preparado tan cuidadosamente le quemaba en el cerebro como un ansia avasallante.
—Detened las carretas —ordenó, haciendo a un lado la lona del toldo con su nuevo brazo—. Ya estamos bastante lejos.
Bajó con dificultad del vehículo y caminó un poco por la cumbre para mirar las murallas y torres distantes de Aguas Profundas.
—La Ciudad del Esplendor —murmuró, y formuló un conjuro de forma cuidadosa y deliberadamente lenta.
—El día habrá de llegar en que esta Ciudad del Esplendor sea mía…, y llegará antes de lo que todos piensan.
El monstruoso sacerdote hizo una reverencia.
—Lord —fue todo lo que dijo, pero su voz tenía un tono ronco y reverente.
La locura bestial es un poderoso conjuro, y durante su estancia en Aguas Profundas, Mrelder de la Amalgama se las había ingeniado para tocar o herir a nada menos que seis magos de la Vigilante Orden.
Uno de ellos salía de un tranquilo período de estudio de conjuros cuando las palabras del hechicero le estallaron en la mente. Salió corriendo, y tras saltar por un parapeto alcanzó la muerte estrellándose en el fondo de un precipicio.
Otro gimió, se detuvo en medio de una calle bulliciosa, y empezó a hacer cabriolas y a gritar llevado por la locura. Los comerciantes se apartaron del mago de mirada salvaje que echaba espuma por la boca, y cuando arañó a uno de ellos en la cara, este sacó el cuchillo que llevaba al cinto y le abrió la garganta.
Los otros cuatro se volvieron locos en medio de las asambleas y de las cámaras de conjuros de la Vigilante Orden, donde sus colegas alarmados evitaron que se hicieran daño. Esos cuatro sobrevivieron y cayeron en un estado de calma, de olvido total, tras anunciar en voz baja:
—El día habrá de llegar en que esta Ciudad del Esplendor sea mía… _, y llegará antes de lo que todos piensan.
Durante dos o tres decenas de días después de eso, se debatió mucho en la Orden sobre esas palabras y sobre la magia de derrota que habían desencadenado, pero Aguas Profundas era una ciudad activa, afanosa, y lo que un día maravilla pasa a ser noticia caducada al día siguiente. Parecía que esa tranquila promesa, como la noche en que las Estatuas anduvieron, iban a pasar a formar parte de los recuerdos lejanos que sólo los bardos y los sabios evocan.
Pero entonces, nuevamente…
El invierno estaba a punto de empezar. Eso era lo que prometía el brioso viento mañanero que arremolinaba la capa de Taeros Halcón Invernal transformándola en una especie de llama ambarina mientras se acercaba a la tienda más nueva del callejón de la Capa Roja.
Era más pequeña que la anterior, destruida por los sahuagin, el fuego y los nobles revoltosos, pero estaba construida sólidamente de piedra recubierta.
El cartel recién tallado que había sobre la puerta anunciaba que Relatos Canto de la Alondra ya estaba abierta y en funcionamiento.
Taeros entró y echó una mirada a todo con su habitual satisfacción. Las estanterías de madera lustrada estaban llenas de libros nuevos brillantes.
Unas butacas confortables y pilas de cojines eran una invitación para los que se caían por allí, tras la jornada de trabajo, a oír como los cuentacuentos contratados desgranaban historias sobre Aguas Profundas.
Esto, además de un negocio, era un hogar. Por una ventana pudo ver la cuidada huerta de hierbas, y junto a ella una pequeña cocina que flanqueaba el antiguo aljibe. Por encima de la ventana, una escalera de caracol daba acceso a dos habitaciones superiores. Esa era toda la vivienda que necesitaba una mujer de negocios independiente.
Alondra salió de la pequeña trastienda para saludarlo. La respetabilidad le sentaba bien. Iba vestida con tanta sencillez como el pajarillo marrón al que se parecía, pero había orgullo en la forma en que alzaba el mentón, y parte del cansancio había desaparecido de los brillantes ojos pardos.
—El libro de cuentos La reina del bosque se ha vendido tan bien como yo pensaba —dijo sin preámbulo—. Pero, por favor, dime: ¿para cuándo La guerra de los gremios?
—¡Que tú también tengas un buen día, tirana! —le respondió Taeros con una sonrisa—. Hace tiempo que está terminado, y anoche Roldo me prometió que antes de diez días tendrías aquí doscientas copias. Lady Thongolir está tan satisfecha por el éxito de tu empresa que casi sonreía. —Taeros se estremeció un poco al recordarla.
—Me alegro por lord Thongolir —dijo Alondra con brío—. La próxima vez que lo veas, dile que necesito cuatrocientas. Casi todos los tutores de la ciudad han preguntado por él. Lo llaman «cuento edificante». Ya era hora de que la gente prestara atención a historias del pasado. ¡Es posible que tengan más cuidado antes de iniciar «nuevos días» si conocen cómo acabaron los intentos pasados!
Sus palabras se parecían demasiado a los pensamientos privados de Taeros, y eso le producía al noble cierto desasosiego. Sin embargo, nada dijo al respecto.
—¿Hay un número tan grande de tutores en Aguas Profundas? ¡Por los dioses, no me extraña que hiciéramos volver al mar a los sahuagin! ¡Yo también retrocedería a la vista de tantos hombres de cara amargada, mal aliento y puntiagudos bastones!
—No sólo los tutores preguntaron por ellos; hay mucha gente interesada en cuentos tradicionales —respondió Alondra añadiendo una sonrisa aviesa—. Que eso no te sirva de excusa para olvidarte de Las profundidades.
—¿También sabes eso? ¿Es que no hay nada sagrado?
—Sí, los negocios, y a por el éxito de tus libros heroicos, puedo vender varios cientos de ejemplares. Lady Thongolir se queja del precio del pergamino y tiene dudas sobre la conveniencia de invertir en una tienda del distrito del Puerto, pero pronto tendré mi propio papel hecho de trapos. Un trato con los barrenderos, otro con una mujer de Amn que conoce el oficio, y conozco un almacén adecuado que se alquila en el distrito Sur. A mediados de primavera podríamos…
Se calló de golpe al ver que Taeros se llevaba una de las manos a los la bios. Ella se la apartó rápidamente.
—¿A qué venía eso?
—Será mejor que nos vayamos acostumbrando. Con tu inteligencia y tu empuje, pronto nos gobernarás a todos.
El ceño de Alondra se transformó en una sonrisa pícara.
—¿Y cómo estás tan seguro de que no lo hago ya, lord Halcón Invernal?
Los dos rompieron a reír, y cuando él le besó la mano por segunda vez, Alondra adoptó una expresión de orgullo y no hizo el menor intento de retirarla.
El viento otoñal se iba haciendo más fuerte, y Taeros agachó la cabeza y apretó el paso. Había prometido reunirse con Korvaun y con los Dyre para la comida del sol alto.
En estos días había un gran revuelo en la casa, a que Naoni estaba preparando su boda e instruyendo a una nueva ama de llaves, Faendra estaba muy ocupada creando un guardarropa digno de la nueva posición social de su hermana. A Taeros no se le había escapado que también estaba haciendo prendas diminutas.
De modo que Korvaun iba a ser padre muy pronto. Resultaba extraño para alguien que lo había conocido desde niño, pero sin duda el sorprendente Yelmo Altivo afrontaría este cambio tan bien como todos los que emprendía.
Desde la muerte de Beldar, Korvaun se había dedicado a estudiar las leyes y la historia de Aguas Profundas, y ante el asombro de su familia, este antiguo estudiante perezoso era ahora el orgullo absoluto no sólo de los tutores sino también de los sabios. Actualmente ocupaba la mayor parte del día asistiendo a los tribunales o trabajando en palacio, aprendiendo las tareas cotidianas del gobierno.
Esto estaba bien. Taeros confiaba en que lord Piergeiron viviera mucho tiempo y gobernara bien, pero llegaría el día en que el gobierno tendría que pasar a manos de hombres y mujeres más jóvenes, que enmascarados o proclamados, necesitarían un consejero en quien confiar.
Hasta entonces, Taeros tenía su propio trabajo, y por primera vez en su vida estaba muy satisfecho. Podía dejar el gobierno de Aguas Profundas a sus Señores Enmascarados. Como solía decir Korvaun en estos días, algunas historias sólo son grandes mientras no se cuentan.
Taeros se preguntaba si esto era un consejo bienintencionado para un amigo que escribía cuentos, un comentario sobre el sistema de Señores secretos, o algo más profundo y más personal. Su amigo llevaba el peso de algún secreto, y a veces Taeros creía captar significados extraños, callados, en simples frases de Korvaun.
De una cosa estaba seguro: ¡el valor de las historias no contadas no era un sentimiento, al menos no uno que Taeros Halcón Invernal estuviera dispuesto a repetir en presencia de Alondra!