Capítulo 1

Mediados de verano, Año del Arpa sin Cuerdas (1371 DR)

Taeros Halcón Invernal atravesaba velozmente el distrito del Puerto, una mano sobre la tranquilizadora empuñadura de su espada y la otra manteniendo bajo su nariz un frasco abierto de aceite aromático. Por encima de los desvencijados tejados de esta parte baja y sucia de Aguas Profundas, el sol de verano le caía a plomo sobre la cabeza y el calor asfixiante hacía surgir una mezcla increíble de olores pestilentes de las estrechas callejuelas. Pero lo más increíble era que a su alrededor nadie parecía notarlo.

Por todas partes, los sudorosos portadores de los muelles y los manipuladores de pescado, por cuyo cuerpo resbalaba aquella sustancia viscosa y maloliente, dejaban el trabajo para ir en busca de comida, abriéndose camino entre los gritos de los vendedores ambulantes que anunciaban sus manjares de mediodía: pastelillos crujientes, brochetas de carne asada de dudoso origen, bloques de queso fuerte y roscas de pan salado.

Taeros siguió adelante a empujones hasta que encontró un determinado edificio: no fue tarea fácil, dado el frenesí de reconstrucciones que había en los muelles después de la última guerra contra los hombres pez.

Arrojó una moneda al portero de expresión torva. El corpulento guerrero echó una mirada hosca y penetrante al pelo negro y los ojos grises propios de los Halcón Invernal y, finalmente, antes de hacerse a un lado, hizo un gesto que significaba «no dispares» al arquero apostado en una ventana al otro lado de la calle.

Taeros subió de dos en dos los peldaños de una escalera larga y estrecha, ansioso de dejar atrás los olores y los ruidos del distrito del Puerto. Su camino terminó en un pequeño descansillo en el cual había una enorme puerta.

Estaba ennegrecida por el paso del tiempo, pero había sido tallada en una sola pieza de roble, y evidentemente era una reliquia de algún edificio mucho más grandioso desaparecido hacía tiempo. Taeros sacó de un bolsillo una gran llave negra y probó a abrir la maciza cerradura. Silenciosamente, la puerta se abrió sobre unas bisagras bien aceitadas y él entró en la habitación que, si se cumplían sus mejores deseos, se convertiría en un segundo hogar para él y sus cinco amigos más íntimos.

Esta nueva guarida distaba mucho de los lujosos aposentos de los Halcón Invernal, pero Taeros quedó muy satisfecho con su aspecto. La habitación era espaciosa y alta, abierta a las vigas descubiertas del edificio e iluminada por filas de altos ventanales. Había por allí algunas cómodas butacas y a su lado unas mesillas preparadas para apoyar sobre ellas unas jarras o para jugar a los dados o a las cartas. Unos muebles de madera barnizada contenían una variedad de botellas, copas y jarras y, sobre una bandeja de metal, había un barrilete de cerveza listo para beber. Blancas volutas de vapor, como el aliento en una mañana de invierno, brotaban de una fuente de barro que estaba debajo de sus duelas de roble.

Taeros hizo un gesto de aprobación. Habían hecho bien en confiar el amueblamiento de su nuevo refugio a Korvaun Yelmo Altivo. Haciendo honor al nombre de su familia, los Yelmo Altivo eran gente práctica y sensata, y Korvaun lo era más que ninguno. No había olvidado nada, ni siquiera el permanente humo de hielo, un encantamiento común pero muy útil que mantenía la cerveza agradablemente fresca y a los alquimistas locales con el bolsillo bien forrado.

Dejando la puerta entreabierta, Taeros se dirigió a una de las ventanas que daban al oeste. Las ventanas habían quedado abiertas para que pudiera entrar la brisa del mar, y en la habitación reinaba un fresco delicioso a pesar del calor de pleno verano. El sol había iniciado apenas su descenso, lo cual significaba que había llegado en el momento acordado para el encuentro. A pesar de todo, no contaba con que sus amigos llegaran pronto. Tenían muchas virtudes, pero la puntualidad no era una de ellas. A Taeros no le importaba. De hecho ya había contado con su retraso.

Entre las ocupaciones mercantiles de su familia y los gratos momentos con sus impuntuales amigos, el joven lord Halcón Invernal no tenía muchas ocasiones para disfrutar de su pasión privada. Sacando tinta, pergamino y plumas de la bolsa que llevaba al cinto, eligió la mesa más iluminada y se dispuso a escribir.

La página del título estaba hecha. La había traído el mensajero del escriba esa misma mañana. «Las profundidades», decía, en hermosas letras embellecidas con tintas de colores y rodeadas por una orla muy elaborada. Era un buen trabajo, capaz de atraer la atención de cualquier niño, incluso la del joven rey de Cormyr.

Taeros mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir:

Humildemente dedicado al rey Azoun, quinto de ese nombre en el reinado de Cormyr, un humilde obsequio de alguien que es un súbdito leal en su corazón, aunque no por su nacimiento.

Estudió la frase y decidió dejarla. La redacción era poco elegante y el sentimiento pondría furiosa a su familia e intrigaría a sus amigos, pero de todos modos era sincero.

En las cortes de Cormyr, un joven de noble cuna podía llegar tan alto como su talento y su ambición lo permitieran. Allí, como consejero, emisario o incluso oficial real, Taeros podría haber influido sobre la importante tarea del gobierno.

¿Qué le esperaba aquí, en Aguas Profundas, sino un interminable lucimiento y acumulación de riquezas? Nadie sabía quién gobernaba aquí, y a pocos les importaba siempre y cuando el comercio estuviera boyante y los cofres llenos.

Taeros se tragó su antiguo resentimiento y prosiguió con la tarea que lo ocupaba. Si quería terminar este libro para cuando el joven Azoun V supiera leer, no tenía tiempo para dedicarlo a la autoconmiseración.

No faltan héroes en vuestras tierras —siguió escribiendo—, pero se dice que un rey debe conocer las costumbres de muchos reinos si quiere gobernar el suyo bien y sabiamente. Aguas Profundas no puede compararse con Cormyr por la antigüedad de su dinastía, que se remonta a más de mil años, ni por sus orgullosas y nobles tradiciones, pero sin embargo nuestra historia no carece de episodios dignos de ser contados.

Volvió a mojar la pluma y se quedó pensando. ¿Por dónde empezar? ¿Por la antigüedad, cuando gobernaban los dragones y los elfos fundaron el refugio de Siempre Unidos? ¿O tal vez por los primeros asentamientos bárbaros? Sin duda por algo heroico, algo perteneciente a los días antes de que el verdadero heroísmo a la sombra del monte Aguas Profundas quedase ahogado por el interminable tintineo de las monedas.

Tal vez por una batalla. ¡Por los dioses! ¡Aguas Profundas había sobrevivido a unas cuantas!

La evocación de cómo lo fascinaban siendo niño los gloriosos relatos de capa y espada le trajo a la memoria recuerdos menos agradables: la expresión de disgusto de su aya cuando lo encontraba leyendo libros prohibidos.

No, un relato demasiado emocionante haría que los preceptores del joven rey le arrebataran el libro de sus pequeñas manos reales y lo colocaran en un estante muy alto 0, todavía peor, lo arrojaran al fuego.

¿Tal vez algo divertido? Seguramente los Obarskyr tenían un gran sentido del humor, si no, ¿cómo podrían haber soportado los consejos del mago Vangerdahast todos estos años?

No, tampoco era lo más adecuado. La cabeza de Taeros Halcón Invernal parecía muchas veces un auténtico hervidero. Las palabras candentes llegadas de lejos eran las más propicias para ser devoradas por las llamas.

Mejor empezar con un cuento de cuna, el favorito de Taeros cuando era pequeño. Sí, eso no pondría en alerta a las ayas. Algo que pudieran leer en voz alta al niño rey y disfrutar haciéndolo.

Ansiosamente empezó a escribir y la historia familiar empezó a fluir con rapidez sobre el papel. Siempre había sido uno de sus cuentos favoritos. Por una vez, el héroe no era un joven capitán ni tampoco una hermosa doncella de dorados cabellos. Entre estos había héroes reconocidos, por supuesto, pero ¿por qué no una de esas muchachas avispadas?

O, llegados al caso, ¿un noble con los dedos manchados de tinta?

En la escalera resonaron los pasos de unas botas; por lo menos dos pares de botas de alto precio.

Presuroso, Taeros empolvó la página, aplicó el papel secante y removió las hojas escondiendo lo que estaba escribiendo bajo un poema satírico, algo adecuadamente frívolo que había escrito bajo los efectos de la cerveza matutina y que le permitiría justificar las manchas de tinta de los dedos.

El eco de unos gruñidos familiares llegó desde la escalera, en tono demasiado bajo como para distinguir las palabras, pero la fuente era inconfundible: Starragar.

Taeros sonrió. ¡Vaya, Faerun te saluda, Starragar Jardeth, irreductible voz de la disensión! Parece ser que en cualquier círculo de amigos tiene que haber un Starragar. Su constante oposición fastidiaba pero también divertía, aunque eso no quería decir que el hombre no fuera correcto de vez en cuando. Hasta un reloj de agua seco da la hora correcta dos veces al día.

A su debido tiempo, Starragar asomó la cabeza y examinó la habitación con un gesto de disgusto preparado en su pálido rostro. Su mirada implacable recayó en el retrato que había sobre la chimenea y suspiró estentóreamente.

La sonrisa de Halcón Invernal se ensanchó. El invierno pasado, todos habían posado para un retrato. Como broma, habían hecho que el pintor representara a Starragar en blanco y negro. En esto, el arte no se apartaba de la vida. Con el lacio cabello negro, su habitual aspecto sombrío y una piel que ningún rayo de sol era capaz de oscurecer, Starragar parecía extrañamente descolorido.

El joven que apareció detrás de él no podía ser más diferente: Korvaun Yelmo Altivo era alto y rubio, y tenía una mirada seria en los ojos azules y unas maneras reflexivas y reposadas.

—El distrito del Puerto —dijo Starragar con tono lapidario y definitivo, como si eso fuera condena suficiente.

Korvaun pasó por delante de Starragar y, respondiendo a la sonrisa de Taeros, saludó a su amigo con un gesto cordial.

—Buen trabajo —comentó Taeros abarcando con un gesto toda la habitación. La consabida respuesta de Starragar fue un bufido desdeñoso.

Unas sonoras carcajadas subieron por la escalera. Los amigos intercambiaron unas sonrisas e incluso el rostro de Starragar se iluminó. Los tres corrieron a la puerta.

Malark Kothont subía de dos en dos los peldaños de la escalera a pesar de la enorme caja de madera que portaba en los fuertes brazos. Con igual ímpetu lo seguía Beldar Cuerno Bramante, el jefe no oficial del grupo, de rostro bronceado y atractivo y con las manos vacías.

Como de costumbre, Taeros sintió una desazón en lo más íntimo. A diferencia del resto, todos jóvenes espadas de Aguas Profundas nacidos en el seno de familias acaudaladas que habían proclamado su nobleza hacía ya varias generaciones, Malark tenía sangre real. Su madre era de las Moonshaes y tenía un parentesco lejano con la reina Alicia. Malark, lisa y llanamente, era mejor que los demás. Su ceguera ante este hecho le ponía a Taeros los nervios de punta.

Malark dejó caer la caja sobre una silla y abrió los brazos.

—¡Estoy de vuelta, chicos, y tan sediento como un marinero de Ruathymaar! Veo que hay cerveza en abundancia, pero ¿dónde diablos están las chicas?

—¿Es que no hay mujeres en las Moonshaes? —preguntó Starragar con tono seco.

—Ya lo creo —respondió Malark con un guiño—, pero recuerda que he estado allí todo un año, o más.

Era evidente que había estado el tiempo suficiente para ganar en corpulencia y para que le creciera considerablemente el vello facial. Aunque Malark tenía apenas veintidós años, su musculatura parecía la de un cargador del puerto, y la ensortijada barba roja que cubría parte de su guerrera habría sido la envidia de más de un enano.

Beldar le dio una palmadita en el hombro.

—Las agotaste a todas ¿verdad? No me extraña que hayas vuelto a casa. Tenemos asuntos que atender, pero esta noche dejaremos secas todas las tabernas de la ciudad.

—Hablando de eso… —Taeros sacó una pequeña bolsa que llevaba al cinto y se la arrojó a Korvaun—. Eso por cubrirme la noche que me quedé sin blanca.

El rostro de Beldar se ensombreció.

—Todavía recuerdo una época en que la palabra de un noble bastaba hasta que su mayordomo llegaba para pagar sus deudas.

—¿Has dicho algo sobre regalos? —preguntó Malark con una leve avidez, los ojos muy abiertos y una expresión de inocencia el rostro barbudo. Los demás sonrieron. Beldar enarcó una ceja para demostrar que había entendido la broma y olvidó su enfurruñamiento. Abriendo la tapa de la caja con su cuchillo con empuñadura de plata, Cuerno Bramante apartó el tejido de lino que servía de envoltorio y extrajo una tela reluciente cuya rica tonalidad ambarina brillaba tanto como una vela reflejada sobre un fondo de bronce. Sin molestarse en desplegarla, se la arrojó a Taeros sin el menor cuidado.

—¿Una capa? Ya me habían dicho que este color llameante es muy apropiado para un hombre de pelo negro y ojos grises.

Taeros imitó la pose de una mujer presumida y elegante, pasándose la mano por el pelo, y después desplegó la tela. Dejó de hacer el payaso para alzarla y mirarla realmente impresionado. Era muy hermosa, tejida con hilos que despedían destellos chispeantes. La movió y contempló cómo cambiaba al darle la luz del sol.

—¿Qué es?

—Ámbar y topacio. Encontré a una tejedora capaz de integrar piedras preciosas en una tela —respondió Beldar—. Por un buen puñado de monedas se comprometió a vendemos sus telas exclusivamente a nosotros durante el resto de la estación. Para entonces ya las habremos puesto de moda, y todo el que quiera usar telas como estas irá con retraso respecto a nosotros.

Dándose la vuelta, Cuerno Bramante arrojó a Starragar una capa negra que empezó a desplegarse en el aire y se convirtió en una nube escurridiza de oscuridad.

—Hematita —dijo Beldar con una sonrisa—. Una piedra que, según se dice, absorbe las energías negativas.

—Esperemos que su capacidad sea equiparable a la sed de Malark o no durará ni una semana —dijo Taeros con expresión seria arrancando una carcajada incluso a Starragar.

—Para Korvaun, ¿qué otro color que el más puro azul? —continuó Beldar entregando a su rubio amigo una capa que desplegó un espectro de colores de piedras preciosas que iban del azul pálido al zafiro más oscuro. Korvaun asintió y dio las gracias con una sonrisa.

Malark arrancó la siguiente capa de manos de su amigo en cuanto vio su reluciente color esmeralda.

—No necesitas decirlo. Con este pelo y esta barba voy a parecer un duende sobrealimentado, pero no se te ocurrió elegir otro color. Jade ¿verdad?

—Esmeralda, ingrato —le dijo Beldar con una mueca de fingida indignación—, y vale mucho más que tú. En cuanto a mí, rubíes y granates —se dejó caer sobre los hombros una capa roja y adoptó una pose forzada.

Taeros no compartía la preocupación de Beldar por la moda, pero tuvo que admitir que su amigo estaba deslumbrante. Su afición a la equitación y a la caza hacían que su piel estuviera siempre dorada por el sol a lo que se unía su esbelta figura de magistral espadachín. Llevaba el pelo castaño oscuro por los hombros y su pequeño y elegante bigote le daba un aire disoluto.

Taeros enarcó una ceja con gesto crítico.

—No te falta más que un enorme sombrero de pirata para completar tu atuendo.

—¿Y por qué crees que llegamos tarde? —susurró Malark lo bastante alto como para que sus palabras se oyeran en toda la escalera—. Tuvimos que parar en todas las sombrererías que hay de aquí a la Puerta Norte para que se probara unas cosas del tamaño de una rueda de carreta, pero no encontró nada lo bastante grande para su gusto.

Beldar se encogió de hombros cuando acabó de reír.

—Bueno, tenemos nuestro club —dijo haciendo a Korvaun un gesto de aprobación—, y nuestro nombre.

—¿Capas Diamantinas? —preguntó Taeros.

—Por supuesto. Pero todavía está por determinar qué haremos nosotros, los Capas Diamantinas.

—Chismorrear, jugar, beber, apostar y pensar cómo sacarles dinero a los comerciantes ricos y hambrientos de títulos para perderlo todo a continuación en unas cuantas malas inversiones —replicó Malark sin dudarlo—. En suma: lo de siempre.

—Añade a la lista un refugio para hijos menores —dijo Taeros con tono sombrío—. Tengo la desgracia de tener un hermano mayor que es un dechado de virtudes. Cuando Aguas Profundas fue atacada yo estaba en un «viaje de placer», pero Thirayar mató a diez sahuagin con un tenedor de ensalada…, al menos eso es lo que cuentan a todo el mundo nuestros orgullosos padres.

—Por lo menos tú todavía tienes un hermano —dijo Starragar bruscamente—. Roldo no tuvo tanta suerte.

Se impuso un silencio incómodo. Roldo Thongolir estaba todavía en su viaje de bodas. Sus dos hermanos mayores habían muerto en la defensa de Aguas Profundas dejándolo a él como heredero. Roldo era un buen compañero, el primero en lanzar un barrilete a un tipo forzudo que tuviera a la espalda en una riña tabernaria, pero era más dado a seguir que a dirigir, mandar o administrar. Sus hermanos mayores habían elegido rápidamente una esposa para él, una joven activa y competente que sin duda administraría sabiamente la fortuna familiar, y también a Roldo. Jamás había habido un hombre menos adecuado para los deberes de un noble de Aguas Profundas, pero Roldo acataba los deseos de su familia sin rechistar.

Beldar carraspeó y señaló la caja.

—La de Roldo es de cuarzo rosado, como corresponde a un Señor de la Mañana.

—Un regalo muy atinado —dijo Malark con una mueca—, y práctico sin duda. Yendo uno de nosotros vestido de rosa, no me cabe la menor duda de que pronto tendremos que responder a alguna provocación. Cuanto antes acabemos con la pelea, antes podremos dedicar a las damas el resto de la noche.

—Por lo que respecta a combatir —dijo Beldar con firmeza—, si Roldo hubiera estado aquí se las habría arreglado mucho mejor que sus hermanos. Ha sido una desgracia para Aguas Profundas que ninguno de nosotros estuviese aquí cuando se produjo el ataque.

—Y para nosotros —añadió Taeros entre dientes.

Aunque ninguno de ellos estaba dispuesto a admitirlo, todos sentían sobre sí el peso de su no intencionada ausencia de las batallas. ¿Quién hubiera esperado que el mar estallara con una erupción de escamosas bestias empeñadas en destruir Aguas Profundas?

Todos eran hijos menores de orgullosas y nobles casas aguadianas. Al llegar la primavera, y hasta que las circunstancias o los designios familiares los colocaran en puestos de responsabilidad, lo que se esperaba de ellos era que fueran por ahí aprendiendo las formas de actuar de los rivales, los compradores y los posibles clientes en los negocios que la familia tenía por todo Faerun. ¿Acaso el hecho de que pasaran gran parte de su tiempo en francachelas y tabernas los hacía más disolutos y ociosos de lo que habían sido sus antepasados? ¿Acaso no era eso lo que hacían todos los comerciantes itinerantes de Aguas Profundas hasta donde lo permitía el dinero?

Todos los presentes suspiraron aliviados cuando advirtieron que los ojos de Beldar chispeaban por alguna nueva ocurrencia mientras señalaba hacia la ventana más próxima. Más allá de los tejados apiñados y desvencijados se elevaba una estructura de madera nueva y rodeada de andamios, uno de los muchos edificios del distrito del Puerto dañados en el combate con los sahuagin. El fuego lo había devorado, pero ya estaba en plena restauración.

—¿Veis aquellos andamios? ¿Todas aquellas cuerdas? —sonrió Beldar—. Creo que es un lugar excelente para divertirnos un poco. Estoy pensando…

—¡Una batalla! —exclamó Malark con deleite. Entrechocando las rodillas se puso de pie—. Beldar y yo contra vosotros tres.

—Beldar maneja la espada como ninguno de nosotros, y tú eres el más corpulento y fuerte —se quejó Starragar.

—Dos contra tres —puntualizó Beldar—. Y vosotros tenéis a Korvaun que es casi tan bueno como yo.

Esta bravuconada desafiante hizo que Korvaun aceptara la idea mientras los demás gruñían. Taeros pensó que, a pesar de la afirmación de Beldar, dejando de lado la extravagancia y la teatralidad, era posible que Korvaun los superara a todos. Además, tal vez Korvaun lo sabía, pero no le parecía que valiera la pena mencionarlo.

Pero ¿acaso importaba? ¡El día era espléndido y el glorioso juego estaba a punto de empezar una vez más! Entre risotadas y revoloteo de las nuevas galas, Taeros guardó todas sus cosas en la bolsa y corrió detrás de los demás escalera abajo.

—Realmente me cuesta creerlo —anunció Beldar Cuerno Bramante en tono agraviado describiendo un círculo con su espada en una reluciente floritura para dar más realce a su despecho—. ¿Que un tendero mentecato necesita un edificio de estas proporciones para vender unas cuantas sandalias?

—Y a mí —añadió Starragar— también me cuesta creer que en una tienda del callejón de la Capa Roja situado nada menos que en el distrito del Puerto se pueda vender algo que resulte «elegante».

—Pues bien. —El vozarrón de Malark hizo que fijara en él su mirada preocupada un trabajador que observaba a hurtadillas por encima del chamuscado letrero donde se anunciaba que esta no era una simple tienda a medio reconstruir, sino precisamente la de Elegantes Zapatos y Sandalias de Candiera—. Esto es una afrenta para todos nosotros. ¿Merece seguir en pie este establecimiento? ¡Yo digo rotundamente que no!

—¡En cambio yo —respondió Taeros con una irónica sonrisa, entrando en el juego—, me opongo y digo que sin duda puede y debe permanecer en pie! ¡Las humildes tiendas como esta, por rimbombantes e injustificadas que sean sus pretensiones, han sido la espina dorsal, la sangre nutricia de la grandeza creciente de la Ciudad del Esplendor desde hace siglos, y es justo que sigan siéndolo! ¡Atacar los Elegantes Zapatos y Sandalias de Candiera equivale a amenazar a lo auténticamente aguadiano!

—Bien urdido —lo felicitó Korvaun con una risita contenida mientras cesaba el golpeteo de martillos en lo alto, y los trabajadores, risueños los más jóvenes y preocupados los mayores, empezaban a reunirse para observar a los Capas Diamantinas.

—Además —se apresuró a añadir Starragar, recordando de qué lado se suponía que debía estar—. ¡Sólo puedo considerar que un ataque a las pretensiones de este establecimiento, por desmesuradas que sean, es un asalto a lo más básico del carácter aguadiano! Las disputas y los enfrentamientos constantes entre los comerciantes son la esencia misma de nuestra ciudad. ¡En suma, pretender la destrucción de esta tienda es denostar la base misma de Aguas Profundas!

—Por todos los dioses… ¿Qué es esto? —preguntó asombrado un carpintero de barba entrecana mientras se abría paso entre sus ociosos obreros y trataba de descubrir qué era lo que había detenido el trabajo.

—Unos gamberros —dijo un trabajador de más edad con tono despectivo alzando su mazo. Respondiendo a la mirada inquisitiva de su patrón, añadió una explicación—: Jóvenes nobles ociosos. Se divierten, como de costumbre.

—Y cuando los gamberros actúan —dijo otro entre dientes—, siempre hay destrozos.

El carpintero se colocó en primera fila y se inclinó hacia la calle.

—¡Fuera! ¡Marchaos! —gritó a los Capas Diamantinas—. ¡Sí, es a vosotros!

Malark hizo como que no lo oía.

—¡Pues bien —dijo con gesto grandilocuente continuando con el juego—, sólo queda una posibilidad para unos hombres de honor!

—Así es —respondió Taeros cortésmente. Cuatro espadas abandonaron sus fundas sumándose a la que Beldar ya había desenfundado, y los Capas Diamantinas formaron dos líneas, enfrentándose en un remedo de amenaza.

Alguien canturreó imitando una fanfarria, y un hombre de cada grupo se adelantó espada en mano. Igualmente sonrientes, Beldar y Taeros hicieron un remedo de los elaborados saludos de los antiguos nobles con gran movimiento de muñeca. Acabadas las florituras y tras las consabidas reverencias, las espadas se cruzaron con delicadeza y los aceros se besaron.

—Recibe, bellaco, el justo castigo por tus ideas trágicas e injuriosas —declamó Beldar dando un paso atrás y adoptando una pose teatral a la que dio gran realce su capa color rubí.

—Y tú también tendrás tu merecido por tus agraviantes y mayúsculos errores contra Faerun —replicó Taeros con una fiera expresión que reflejaba el furor de sus elaboradas palabras.

Beldar se lanzó hacia adelante con una ágil estocada y dos veces su acero chocó con el del joven Halcón Invernal en un intento de acorralar a Taeros contra un cubo que había por allí.

Taeros, que había advertido la presencia de ese escollo antes del ataque, lo sorteó de un salto sin mirar hacia abajo. En un torbellino de lujosa tela ambarina, retrocedió con destreza hacia una maraña de tablas, tocones, cuerdas colgantes y caballetes que llenaban la planta baja del edificio.

Beldar avanzó, arrojando de un puntapié el cubo contra su oponente. Si quiso la suerte que el cubo contuviese cola recién preparada, y si Taeros fue lo bastante hábil para esquivarlo y dejar que el proyectil pasase de largo y derribase un montón de tablas y al rebotar diera en plena cara de un trabajador que bajaba veloz por una escalera precaria…, bueno, eso simplemente fue la voluntad de los dioses.

Y si los Capas Diamantinas entraron en tromba en la obra repleta de virutas y de barriles con rugidos entusiastas, lanzando estocadas a diestro y siniestro y derribando con gran estruendo todo un tramo de andamios que, afortunadamente, estaba vacío y que cayó sobre la pared de la tienda lindera, bueno, eso también fue voluntad de los dioses. ¿Qué otra cosa cabía esperar cuando los futuros campeones del honor de Aguas Profundas salían al campo de batalla espada en mano y con espíritu guerrero?

—¡Jo! —gritó Malark extasiado. Con una sorprendente economía de movimientos paró dos estocadas mientras atizaba un puntapié a la adornada bragueta de Starragar.

La voz de la disensión, con su capa negra como la noche, retrocedió tambaleándose, pero su aullido de dolor no fue precisamente un quejido sofocado. La flor más joven de la casa Jardeth ya había experimentado este ataque predilecto de Kothont un par de veces y se había protegido consecuentemente.

La verdad es que al recular, Starragar tropezó con el bajo y voluminoso brasero que se mantenía siempre encendido para ablandar la cola que usaba el carpintero, derribándolo y lanzando por los aires una batería de potes llenos de cola.

Ya empezaban a brotar las llamas entre las virutas cuando el carpintero y cuatro de sus trabajadores más audaces bajaron a todo correr por la improvisada escalera entre alaridos de furia, arrojando sus mazos contra los intrusos.

Si uno de los gamberros quedaba inconsciente por un golpe o perdía la nariz como consecuencia de su propia insensatez…, bueno, eso también les tocaba decidirlo a los dioses.

Con un alarido, Beldar Cuerno Bramante derribó a Taeros contra una pila de maderos. Tras vaciar de un trago un pequeño frasco que llevaba al cinto, giró sobre sus talones en un remolino de color rubí y cortó de un tajo la gruesa cuerda que sostenía el último peldaño de la escalera provisional.

Bajo el peso de los apresurados trabajadores, la escalera se precipitó a tierra. Con tanta fuerza aterrizaron que la escalera rebotó otra vez hacia lo alto y al volver a caer se convirtió en astillas. El estrépito fue casi tan fuerte como el golpe que recibieron los trabajadores al chocar contra el suelo sembrado de tablas y virutas. Casi.

Un trabajador fue a dar contra una pila de troncos y soltó una maldición que se convirtió en un aullido de temor cuando tres vigas apuntaladas se le cayeron encima. Después de golpearlo, salieron rodando mientras él se quejaba de las magulladuras. Furioso, otro carpintero se asomó desde el piso de arriba y empujó un cubo que colgaba de una cuerda para que golpeara a Korvaun Yelmo Altivo en la nuca.

Taeros vio el peligro que llegaba en el extremo de la gruesa cuerda y se lanzó en una frenética zambullida que derribó al sorprendido Korvaun haciéndolo caer al suelo junto con él. Fue obra de la pura casualidad que alguien hubiera dejado unos tableros preparados encima de una fila de caballetes y que su repentina llegada hubiese desequilibrado el primero de estos, haciendo que los tableros se movieran con la fuerza suficiente para volcar una caja de carpintero llena de preciosos clavos hechos a mano.

La ruidosa caída de estos hizo que el propietario se pusiera absolutamente furioso y empezara a vociferar antes de lanzarse contra Taeros y Korvaun sin reparar en los obstáculos.

Eso hizo que varios caballetes y una carretilla llena de poleas para madera salieran volando e hicieran perder pie a varios trabajadores que cayeron indefensos. La caída de un hombre hizo que también cayera Starragar Jardeth, y sólo los dioses vigilantes pudieron hacer que un anclaje vital para un andamio todavía cargado de trabajadores que corrían por las tablas y se apresuraban a bajar por las escaleras fuera cortado por la espada de Starragar cuando se le escapó de las manos.

En una repentina y ensordecedora cacofonía de crujir de maderas, una punta del andamio se desprendió y salió volando del edificio, diseminando mazas, clavos, tableros, recortes de madera y también a oficiales de carpintero que fueron a dar al callejón de la Capa Roja. Allí, un balbuciente Malark Kothont no pudo por menos que observar que empezaba a congregarse una multitud encantada con el espectáculo. Hizo a un lado a un furioso trabajador con un golpe de plano de su espada y volvió resoplando al lugar llameante donde había más abundancia de virutas y donde Taeros y Korvaun contrarrestaban los golpes de un carpintero enfurecido usando de plano sus espadas.

—¡Jo! —gritó Malark entusiasmado cortando el aire con su espada con fingida ferocidad. Ahora los trabajadores corrían en todas direcciones tratando de evitar el placer de oponerse al afilado acero con sus machacados mazos.

Mientras la obra se vaciaba rápidamente de trabajadores sudorosos y rabiosos y Malark se lanzaba contra el carpintero que no cejaba en su empeño, el sonido ronco de un cuerno de la guardia se oyó al norte: la nota aislada de una patrulla que llamaba a otra. Muy pronto, el callejón de la Capa Roja albergaría a más oficiales de la guardia que pulgas tiene un osgo.

Malark hizo un alto, abandonando su diversión con un gesto de contrariedad. Nadie había resultado muerto, aunque si este necio de carpintero no dejaba de lanzar contra Taeros Halcón Invernal los formones y escoplos que llevaba al cinto, eso bien podría cambiar…

Las especulaciones de Malark fueron interrumpidas abruptamente por la amenaza de un escoplo que tuvo que esquivar saltando hacia un lado y golpeando con los dos pies en el estómago del carpintero. El golpe fue morrocotudo y dejó muy satisfecho a Malark, mientras el desventurado aterrizaba contra una columna que, recién colocada, todavía no estaba firme y no tardó en ceder.

El estruendo que se fue propagando lenta pero intensamente fue realmente impresionante y presagió el desmoronamiento de toda una parte del techo todavía no consolidado. Los Capas Diamantinas se escabulleron con gritos de entusiasmo, pero se vieron obligados a volver adentro entre remolinos de enjoyadas telas porque los movimientos que empezaron a retorcer las maderas en lo alto hicieron que los andamios ya endebles del callejón de la Capa Roja se balancearan y amenazaran con caérseles encima.

Entre los curiosos hubo gritos de nerviosismo y de alarma, y los pocos que no habían hecho intención de sacar dagas o de blandir garfios del puerto para sumarse a la contienda se replegaron rápidamente.

La beligerancia del carpintero parecía haberlo abandonado junto con el contenido de su estómago, y ahora se apartaba arrastrándose entre toses y gritos.

—¡Socorro! ¡Fuego! ¡Llamen a la guardia!

Haciendo gala de gran magnanimidad, Malark dejó que se marchara pues había enemigos más brillantes a los que derrotar, a saber, un tal Taeros Halcón Invernal, cierto tipo llamado Korvaun Yelmo Altivo, y eso sin olvidar a Starragar Jardeth. Con Beldar Cuerno Bramante a su lado, el valiente Malark Kothont se dedicaría ahora… Pero ¿dónde demonios estaba Beldar?

Malark lo entrevió a través de las llamas que se elevaban gozosas. El joven Cuerno Bramante de la capa roja estaba intercambiando estocadas con Starragar, mientras Taeros y Korvaun corrían a coger y vaciar los cubos contra incendios de los trabajadores allí donde el fuego era más intenso. Beldar, inconsciente y ajeno a tales minucias hundió su acero a fondo en un pilar tras el cual se había refugiado Starragar.

El joven Jardeth se aprovechó de los vigorosos intentos de Beldar por desprender su arma para subir por una escalera corta, coger otro cubo y vaciarlo sobre la cabeza de su contrincante.

Por fortuna resultó que estaba lleno de agua y no de ceniza y arena, y los curiosos de Aguas Profundas vieron al jefe de los Capas Diamantinas escupiendo agua y rugiendo con chorreante furia.

Malark abrió la boca para gritar encantado…, y de repente Aguas Profundas se desvaneció en un torrente oscuro e inesperado de agua maloliente.

El vástago de la casa Kothont se tambaleó cegado, se sacó el cubo de la cabeza y se encontró lleno de furia ante la sonrisa glacial de un oficial de la guardia. El hombre se enfrentaba a Malark con la espada desenvainada y enganchada en ella la cuerda de un segundo cubo. La docena de guardias de semblantes torvos que asomaban detrás de sus hombros cubiertos de cuero blandían sus alabardas y decididamente no sonreían.

—¡De pie! —gritó otro guardia desde el otro extremo del edificio con el tono de alguien que está acostumbrado a que le obedezcan—. ¡De pie y tirad las armas! ¡Declarad a la guardia cuáles son vuestros nombres y ocupaciones! ¡Todos los demás, manteneos alejados y en silencio!

—¡A apagar el fuego! —dijo imperativo el oficial que estaba frente a Malark sin volverse siquiera a mirar a sus hombres—. Ahí dentro, lo más rápido posible. ¡Extinguid ese fuego!

Los guardias corrieron y más de uno dirigió a Malark una mirada aviesa. El oficial dio un lento paso adelante e indicó a Malark con autoridad que depusiera sus armas.

Malark abrió mucho los brazos, agitando su espléndida capa color esmeralda.

—Supongo, buen hombre, que no pretenderéis separar a un noble de su espada.

La cara del oficial tenía un ademán de buscada inexpresividad.

—Siendo como soy un oficial de la guardia de la ciudad, señor, yo jamás pretendo hacer nada. Sólo hago respetar la ley, obedezco órdenes y hago que sufran las consecuencias quienes no lo hacen.

Repitió el gesto de «deponer las armas». Malark se encogió de hombros y dejó caer la espada sobre el suelo sembrado de virutas a los pies del guardia.

El oficial asintió con brusquedad. A Malark le recordó a un cazador de su padre que hacía exactamente el mismo gesto a un perro al que estaba entrenando.

—Y ¿cuál vendría a ser tu nombre? ¿Señor…?

—Kothont. Malark Kothont.

Una buena cantidad de guardias se aproximaban por el edificio lleno de escombros y formaban un amplio círculo en torno a los demás Capas Diamantinas. El oficial les hizo un gesto afirmativo con la cabeza sin bajar la espada ni apartar los ojos de Malark.

—Y estos pájaros de brillante plumaje, ¿también son nobles?

—Por supuesto —dijo Malark con soberbia haciendo un gesto expansivo con las manos.

—Por supuesto —repitió el oficial manteniendo un tono estudiadamente neutro, sin un ápice de sorna en sus palabras.

De la multitud llegaban silbidos y comentarios burlones, pero a estas alturas ya había más guardias que trabajadores de los muelles en el callejón de la Capa Roja, y en cuanto se dieron órdenes de despejar, el espacio quedó vacío.

Las protestas del carpintero se transformaron en un rugido al ver que él y sus hombres también eran obligados a despejar a punta de alabarda. El comandante de la guardia alzó una mano a modo de advertencia.

—Paciencia, buen hombre —dijo con voz sorda que prometía consecuencias en caso de desobediencia. El carpintero cerró la boca.

El comandante se volvió hacia Beldar Cuerno Bramante que, junto con Taeros y los demás, eran empujados hacia donde estaba Malark Kothont. Hizo un gesto rápido con dos dedos y los guardias se apresuraron a quitar las armas a los Capas Diamantinas.

—Yo digo… —protestó Malark, y una vez más la mano le impuso silencio.

—Asalto, daño a la propiedad e incendio —enumeró el comandante con absoluta calma—. Abiertamente y en público, al parecer, una gamberrada. ¿Tenéis alguna explicación para esta insensatez o algún buen motivo para no comparecer ante el funcionario de justicia ahora mismo?

Con una mueca casi imperceptible que quería decir «déjamelo a mí», Beldar dio un paso adelante.

—Aquí somos todos personas razonables —dijo al oficial con gesto despreocupado.

Malark se mostró encantado de dejar que su amigo hiciera volar a este halcón.

—¡Sólo queríamos divertirnos! ¡Nada más! No pretendíamos hacer daño, y en realidad casi no fue nada. Por mi honor de Cuerno Bramante, estaremos encantados de compensar al propietario del edificio por cualquier daño.

La mayor parte de los oficiales de la guardia miraban a los Capas Diamantinas como si lo único que les apeteciera fuera arrojarlos a todos al primer calabozo infestado de ratas que encontraran. Pero en una ciudad civilizada, el dinero allanaba muchos caminos, y los hombres con posibles podían enviar a sus lacayos a solucionar cualquier situación desagradable.

Malark, por su parte, pensaba que tal vez la ciudad se pasaba en eso de ser civilizada. En Aguas Profundas las cosas se arreglaban de una manera sinuosa y soterrada que a él no le gustaba en lo más mínimo. En las tierras desérticas de donde era su madre, los hombres se ocupaban de estas cosas de forma rápida y abierta, sin depender para nada de un consejo de gobernantes anónimos.

Aquí, un carpintero podía mirar a Malark con ojos amenazadores y a un noble se lo podía despojar de su espada, pero conociendo Aguas Profundas, lo más probable era que los dos no murieran dirimiendo sus diferencia con la espada, sino víctimas de un estofado envenenado preparado por una parte agraviada.

El comandante de la guardia hizo un gesto y las armas les fueron devueltas a los Capas Diamantinas por el lado de la empuñadura.

—Retiraos, hombres —dijo con voz queda—. Se ha ofrecido una compensación. Estos hombres son libres de marcharse.

Beldar envainó la espada y sus compañeros siguieron su ejemplo.

—No pretendíamos hacer daño —repitió.

—Seguro —dijo el comandante secamente, atravesando con la mirada los ojos de Beldar Cuerno Bramante—. Los de tu clase nunca lo pretenden.