Capítulo 7
Elaith Craulnober permaneció indolentemente apoyado contra la jamba de la puerta observando el miedo que había aflorado a los ojos de la joven. Al parecer, no era una tonta sin remisión, aunque todavía tenía que determinar qué era realmente.
Sin apartar los ojos de ella vio cómo se recomponía con una rapidez admirable. El pánico se desvaneció y la suave curva de su sonrisa fue una invitación mucho más sutil que cualquiera de las que había obtenido esa noche de las hermosas damas aguadianas. Era evidente que entre las prostitutas de los muelles luskanos había una clase de putas más refinada.
—En verdad, lord Craulnober —dijo ella en un susurro—, tenía esperanzas de que me siguieras hasta aquí.
El elfo sonrió.
—Teniendo en cuenta lo que son los humanos, eres lo bastante hermosa como para hacer que esa oferta resulte tentadora —dijo con admiración—, pero no puedo abandonar a mis invitados el tiempo necesario para que el encuentro resulte provechoso para ninguno de los dos.
Ella ladeó la cabeza.
—Extrañas palabras para alguien que todavía no ha hecho acto de presencia entre ellos.
—¿Ah, sí? ¿Quién puede asegurar que no lo haya hecho?
La muchacha permaneció callada sin inmutarse. Algunos de los huéspedes de Elaith habían respondido a sugerencias similares con un pánico apenas disimulado. Sus ojos se habían abierto como platos cuando él les había hecho una enumeración de las cosas que habían hecho y dicho y a quién y ante qué testigos. Esta chica sabía que no había cometido indiscreción alguna. No hacía dicho ni hecho nada que no fuese haberse entrometido aquí y molestar a su anfitrión. Tan sólo por eso, ya constituía una excepción entre sus invitados.
La observó con algo muy próximo al interés.
—Sin duda debes de haber estado deambulando sola durante bastante tiempo para no haber oído las habladurías que circulaban por el gran salón.
—Tendrás que ser más explícito —replicó ella—. Si algo no escasea en Aguas Profundas son las habladurías.
—Muy cierto. No soy un anfitrión tan irreflexivo y distraído como supones. Si bien es cierto que no me he presentado en el gran salón, al menos tal como me ves ahora, he recibido a varios de mis huéspedes en breves entrevistas privadas.
Ella comprendió de inmediato e hizo un gesto de asentimiento.
—Abandonan tu presencia hablando de cosas que te gustaría que se dijeran cuando los nobles hablan unos con otros en lugar de decir tonterías sobre el corte de tu traje y la calidad de tu vino.
—Bien dicho —comentó él a modo de aprobación.
—Y, por supuesto, siendo lo que son los nobles de Aguas Profundas, aquellos a los que se les concedió una audiencia se sentirán por encima de los que no —añadió ella—. Apostaría oro contra cobre que en el plazo de una semana la mitad de los rechazados acudirán a ti. Sea cual sea el asunto que se traigan entre manos, obtendrás una mejor oferta de los visitantes tardíos que de aquellos con los que has hablado esta noche.
El elfo arqueó sus cejas plateadas.
—A fe mía que lo has explicado muy bien. Para ser extranjera conoces bien a la flor de nuestra ciudadanía.
El elfo se permitió cierto malvado disfrute al ver el pánico que repentinamente destelló en los ojos de la mujer.
—Sin duda estás disfrutando de nuestra brisa marina, lady Evenmoon. Tashluta es muy caluroso durante la luna de Flamerule.
Si la chica albergaba alguna duda sobre esta cuestión, la ocultó muy bien.
—Más caluroso que en invierno, sin duda.
Elaith rio entre dientes ante su hábil respuesta elusiva. Hizo un gesto displicente con la mano formulando sutilmente un conjuro menor.
—Te ruego que te sientes, a ser posible, no en la alfombra, aunque ya veo por qué estabas en el suelo cuando entré en la habitación.
Había prevención en los ojos de ella cuando se apartó del escritorio y ocupó la butaca que él le indicaba.
—Creo que no te entiendo.
—Claro, supongo que habías perdido algún adorno.
La mano de la joven se dirigió inmediatamente a la cinta verde que le rodeaba el brazo izquierdo, precisamente la respuesta que Elaith había imaginado. El elfo reprimió una sonrisa. Jugar con esta chica era el placer más grande del que había disfrutado en toda la noche.
—Me refería a tu pendiente —dijo con tono despreocupado. Rodeando la mesa, recogió de la alfombra un aro de plata del que colgaba una red de hilos relucientes que formaban una trama muy compleja.
Los ojos pardos de la joven reflejaron sorpresa y se llevó la mano a la oreja. No se había dado cuenta de que el simple conjuro de robo del elfo había hecho desaparecer su pendiente.
Lo siguió con los ojos cuando se dirigió al escondite y tocó la madera tallada en el punto preciso de apertura del panel oculto.
La joven aflojó notablemente la tensión. Esa no era la respuesta que él habría esperado de alguien cuyo mensaje secreto acababa de ser interceptado.
Elaith pasó revista a la nota, un informe sobre algunos comerciantes que trataban de desenmascarar a los Señores de Aguas Profundas. Por su tono, daba la impresión de que esta chica, o alguien que le pagaba, era agente de uno de los Señores. Alzó los ojos y se encontró con la mirada expectante de la joven.
—¿Para quién trabajas, muchacha?
Por un momento hubo en el rostro de ella un destello de incertidumbre que pronto se transformó en sospecha. ¡Elaith se dio cuenta, entre sorprendido y encantado, de que ella suponía que él era su contacto!
Era lógico, ya que había demostrado conocer el lugar oculto. Las personas poco versadas en la magia casi nunca se paraban a pensar en las precauciones que tomaban los que la conocían a fondo. Elaith conocía toda la magia de esta villa, incluida la que traían consigo sus invitados. Tenía sus propios juguetes mágicos que se encargaban de reunir esa información.
—¿Para quién trabajas? —repitió, con un tono menos formal que nada tenía de casual.
Miró hacia uno de los diferentes retratos que había en la pared. La imagen indefinida cambió, adoptando las facciones de Texter, el paladín, una imagen tomada de los propios pensamientos de la mujer.
Vaya, vaya. Eso no era ninguna sorpresa. Hacía tiempo que Texter figuraba entre los Señores sospechosos de Elaith. Los asuntos del paladín a menudo lo llevaban al norte, y era de los que solían rescatar a doncellas en apuros. Seguramente había arrancado a esta chica de las garras de algún patrón indeseable que abusaba de ella por tenerla a su servicio.
—Es una pregunta razonable teniendo en cuanta tu empleo anterior —continuó contemplando la cara cada vez más desconfiada de la mujer—. Nuestro buen amigo Texter tiene de la naturaleza humana una idea mucho más optimista que yo.
El rostro de la joven se quedó sin color.
—¿Qué sabes de eso? —preguntó en un susurro.
En un instante se había acercado a ella y le había quitado la cinta del brazo que ahora agitaba frente a sus ojos. Demasiado tarde, ella trató de taparse con una mano la pequeña marca que llevaba marcada a fuego en el brazo.
—Una marca que te identifica como aprendiza —dijo Elaith en voz baja al reconocer la forma de la antigua cicatriz—. Algo muy común en los muelles de la bárbara Luskan. Tu madre trabajaba como prostituta en una taberna y seguramente debía más de lo que hubiera podido pagar. Sin duda tuvo una gran alegría cuando su vientre se hinchó con una bastarda hija de diez padres y pudo vender a su bebé cuando nació. No creo que fueras mucho más que una niña cuando empezaste a ejercer la profesión de tu madre.
Había que reconocer a su favor que la chica no empezó a sollozar ni le pidió que no siguiera. Sus ojos tenían una expresión inquisitiva, más dolorosa para ella que la revelación de su vergüenza.
—¿Eso te lo dijo él?
Elaith no tuvo que preguntar a quién se refería. Algo impidió que nombrara al paladín como su fuente. Se dijo que su reticencia no se debía al deseo de ahorrarle a la chica una desilusión y un dolor. Simplemente obedecía a una razón práctica. Era mejor dejar que siguiera creyendo en el honor inmaculado de Texter para que siguiera mandando y recibiendo mensajes.
Mensajes de los que el Serpiente se apropiaría para su propio beneficio.
—Tengo ciertas… habilidades mágicas —murmuró dedicándole su sonrisa más benévola—. Puedes estar tranquila. Texter no te ha traicionado.
A ella no le pasó desapercibido el énfasis.
—Pero tú podrías hacerlo.
—Si eso me beneficia, sin duda. Por eso me empeño en conocer los secretos de todos los que tomo a mi servicio. —Ella frunció el entrecejo y sus labios esbozaron una sonrisa irónica—. No he dejado de observar que no has desempeñado tu actividad básica desde tu llegada a Aguas Profundas. En realidad, parece que no quieres tener mucho trato con hombres.
Le lanzó la cinta y observó mientras ella la recogía hábilmente en el aire.
—Me alegraría el corazón —añadió luego—, si muchas mujeres elfas tuvieran tan buen juicio como tú en esas cuestiones.
—¡Tampoco quiero tener nada que ver con varones elfos! —dijo Alondra en un tono que no admitía duda.
El elfo sonrió, levemente divertido por su presunción.
—No tendrás que enfrentarte a mí por esa cuestión. No es ese precisamente el servicio que espero de ti.
La joven meneó la cabeza.
—Tengo una deuda de honor con Texter. A él y sólo a él estoy dispuesta a servir.
—¿Ah, sí? —preguntó Elaith con suavidad—. ¿Y a quién servirías si llegara a conocerse tu sórdido pasado? La respetabilidad de la clase trabajadora tan cara a maese Dyre exigiría que te despidiese sin más y te denunciase públicamente. Te costaría mucho encontrar otro trabajo entre la gente respetable.
Ella lo miró con una mezcla de furia e incertidumbre, pero no dijo nada. Se limitó a observarlo con ojos más grandes y más oscuros, esperando saber cuál iba a ser su destino.
El elfo le dedicó una sonrisa agradable.
—Quieres dejar atrás tu pasado. Elogiable. Se impone un cambio. Comprensible también. No se me escapa que tu relación laboral podría tomar otro cariz con un hombre tan notable como Texter.
—¡Hijo de una serpiente! —dijo Alondra en voz baja.
La sonrisa de Elaith se mantuvo imperturbable.
—Voy a preguntártelo una vez más: ¿para quién trabajas?
Sobrevino un silencio largo y pesado mientras Alondra se debatía bajo su atenta mirada. Entonces dio un largo suspiro y se alzó de hombros.
—Para ti —dijo apesadumbrada.
El elfo le tomó la palabra. ¿Cómo no iba a hacerlo? El retrato de Texter se había modificado otra vez y su propio y agraciado rostro lo miró desde el cuadro, con los ojos color ámbar relucientes por encima de una sonrisa de suprema satisfacción.
El estrépito de la madera al caer los rodeó por completo y quedaron aislados por el polvo que se arremolinaba y los ahogaba.
—¡Taeros! —llegó desde abajo la voz ronca de Cuerno Bramante—. ¡Malark!
Taeros cayó en la cuenta de que Beldar estaba cerca, en aquella dirección…, pero en «aquella dirección» no había más que polvo, madera y vigas caídas.
Las linternas y las velas se habían roto por todas partes y empezaban a surgir pequeñas llamas cuyo parpadeo le permitió ver a lord Halcón Invernal un caos tambaleante de cuerdas y vigas. El humo se espesaba y arremolinaba en derredor y la madera chirriaba. Taeros nunca hubiera pensado que la madera «gritara» al agrietarse, pero tampoco nunca hubiera imaginado que «gruñía».
Ahora mismo hacía las dos cosas, superando en intensidad los gritos y sollozos frenéticos de las mujeres perdidas en el laberinto de pilares y balcones suspendidos que amenazaban con desplomarse. Los hombres gritaban y tosían, y había un necio que había desenvainado la espada y daba estocadas a diestra y siniestra mientras avanzaba tambaleante entre la polvorienta media luz, como si el acero afilado pudiera algo contra el polvo.
Mientras Taeros luchaba por ponerse de pie, quitándose de encima los restos de una mesa y una silla, un palco se desprendió desplomándose sobre el escenario con gran estrépito. En un instante, el hombre que esgrimía la espada quedó reducido a un amasijo sanguinolento sobre las tablas destrozadas y bamboleantes.
Taeros vio la espada, asida todavía por el resto amputado de un antebrazo, que caía al suelo cerca de Malark, que tenía problemas para abrirse camino entre un montón de muebles destrozados. Después, la avalancha de polvo volvió a ocultar a lord Kothont.
Maldiciones y golpes sordos precedieron a alguien que llevaba una espléndida guerrera escarlata y oro, no la capa de esmeraldas de Malark, y que salió de la atmósfera polvorienta dando tumbos. El hombre pasó con dificultad junto a Taeros, dejando atrás un torrente de maldiciones y arrastrando a medias a alguien de pelo largo, presumiblemente una mujer, cuyo esbelto hombro golpeó a Beldar con tal fuerza que este lanzó un bramido sordo y cayó de rodillas retorciéndose.
Bueno, por lo menos ahora Taeros sabía dónde estaba ese amigo. Se volvió hacia él pero…
Otro palco se vino abajo haciendo que se sacudiera todo el suelo, y después de ese, otro más.
Taeros procuró recuperar el equilibrio—sobre las tablas del suelo que de repente empezaron a levantarse como las olas que rompen en el puerto.
El siguiente golpe fue un caos prolongado, arrollador, ensordecedor, y Taeros vio una viga del tejado, envuelta en llamas, que se precipitaba al suelo. El polvo se alzó como un muro.
Al acallarse los ecos de su retumbo, tomó conciencia de que alguien gritaba, alguien cuya voz le resultaba familiar. Beldar había recuperado el aliento.
—¡Sal! ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí como sea!
Taeros se volvió, vacilando al ver cómo se partían bajo sus pies los tableros sueltos. ¿Acaso Malark habría…?
Otros de los presentes pasaban a su lado precipitadamente, corriendo a ciegas. Algunos se daban de narices contra las vacilantes columnas y las rodeaban o caían sin sentido.
Las llamas se avivaron al incendiarse un telón caído, y de repente Taeros pudo ver otra vez el escenario, donde la sangre formaba charcos y había formas amontonadas debajo de la pila de madera astillada.
—¿Malark? —gritó Taeros escudriñando el lugar donde había visto por última vez a su amigo. El polvo se arremolinaba en ese punto, pero le pareció ver un destello de color verde.
Empezó a andar y cayó de bruces al precipitarse algo más a lo lejos, en la oscuridad, haciendo que el suelo retemblase otra vez.
Más gente fastuosamente vestida salió corriendo de entre el humo y el polvo, con los ojos desorbitados y tambaleándose. Entre ellos, una mujer que llevaba una tiara e iba cargada de joyas pero maldecía como un marinero mientras trataba de liberarse de tres o cuatro doncellas que, aterradas, se aferraban a sus largas mangas y a la cola de su vestido.
—¡Soltadme! —gritaba la mujer. La tela se desgarró con un gemido de protesta, dejándole las piernas al descubierto y haciendo caer al suelo en medio de los restos del naufragio a un trío de gimientes doncellas.
Sollozando de miedo y de rabia, la mujer siguió corriendo, derramando perlas a su paso como si fuera una granizada. En medio del polvo y el caos, Taeros vio finalmente la sonrisa de Malark, dirigida no a él sino a una criada temblorosa que se aferraba a su brazo y lloraba.
Cuando por fin dejaron atrás la densa humareda, lord Kothont se despegó de ella gentilmente y con un pequeño empujón la dirigió hacia la puerta. Ella se tambaleó, recuperó el equilibrio y salió corriendo hacia la seguridad. Malark hizo un gesto de satisfacción y a continuación se agachó y ayudó a levantarse a una de las tres doncellas aterrorizadas.
Entonces, como un golpe de la maza de Gond sobre su Gran Yunque, tres o cuatro vigas del tejado cayeron justo delante de Taeros y lo lanzaron hacia atrás, manoteando en el aire, contra algo duro que sin embargo cedió y lanzó una maldición al caer bajo su peso.
—¿Halcón Invernal? —preguntó el perjudicado—. ¿Eres tú?
—Beldar —dijo Taeros con voz entrecortada. Uno de sus brazos estaba entumecido y una de las rodillas le ardía como el fuego, y…
—¡Arriba, salgamos de aquí! —bramó Beldar saliendo de debajo de Taeros como una ola del puerto. Su fuerza hizo que los dos se pusieran de pie entre gruñidos y ambos se tambalearon al caer otras vigas. Entonces, el más joven de la Casa Cuerno Bramante cogió impulso y salió en una tambaleante carrera llevando a Taeros Halcón Invernal cargado al hombro como un saco de harina.
—Malark…
—Puede cuidar de sí mismo. ¡Maldita sea! —dijo Beldar jadeante—. De nada le serviríamos aplastados… como… cabezas de pescado… bajo tierra… en los muelles. Además, ¿has oído alguna vez que Malark no fuera capaz de salvarse de algo?
Taeros no encontró el aliento necesario para responder mientras lo sacaba de allí. Se mordió la lengua varias veces con el bamboleo. Pero no era necesario que dijera nada. Malark saldría intacto. Malark siempre salía intacto.
No podía parar de toser.
De rodillas sobre los adoquines sucios, Taeros jadeaba y escupía y sus hombros se sacudían. Hasta que un Beldar de expresión seria lo golpeó en la espalda con tanta fuerza que a punto estuvo de darse de narices contra el suelo, que pronto tembló con tal fiereza que hizo caer de lado al indefenso Taeros, que no dejaba de toser.
—¿Eso ha sido…? —consiguió preguntar.
—El final del Queso Añejo —le soltó Beldar Cuerno Bramante como una voz que dejara constancia de la muerte brutal de alguien—. No ha quedado ni rastro —añadió a continuación.
—¿M—malark?
—En algún lugar ahí debajo. —Beldar puso algo delante de las mismísimas narices de su amigo.
Taeros parpadeó para verlo bien mientras procuraba recobrar el aliento.
—Esto —explicó Beldar con voz ronca—, estaba pegado a un palo que fue arrojado al aire justo después de que te trajese hasta aquí…, y maldito si no estuvo a punto de derribarme. Quedó ahí pegado con sangre.
Taeros se quedó mirando lo que tenía su amigo en la mano: un trozo de tela de gemas color verde esmeralda manchada de sangre, una tela que sólo Malark Kothont podía llevar en toda Aguas Profundas.