Capítulo 18
El estridente ruido hizo trizas los sueños de Alondra.
Cuando los trozos cayeron, olvidados, se encontró absolutamente despierta, incorporada en la cama y con el corazón latiendo desbocado.
Un segundo alarido le trajo un recuerdo lleno de furia y la hizo volver en sí, todo al mismo tiempo. El gallo nuevo de su patrona, una ave grande, hermosa, con un plumaje totalmente blanco y un canto tan penetrante como para despertar a una banshee y hacerla batir palmas, despertaba a todo el mundo temprano sin el menor respeto por las chicas que habían trabajado duro y habían caído agotadas en la cama apenas dos o tres campanadas antes.
—¡Que se vaya al maldito Abismo! —maldijo Alondra golpeando la cama con los dos puños—. ¡Que le corten el pescuezo de una vez a ese maldito gallo!
Prosiguió en el mismo tono durante un buen rato hasta que unos golpes en la pared la informaron de que había despertado, y posiblemente ofendido, al marinero de la habitación de al lado.
Repitiendo en voz baja amenazas en las que se mencionaba un estofado de pollo, Alondra apartó las mantas y fue a tientas hasta la ventana. Si el sol había salido, sus rayos todavía no habían llegado al pequeño patio vallado que había detrás de la posada. Un farol de la calle, visible por encima del techo del establo contiguo, emitió su último destello al agotarse el aceite que le quedaba.
No tenía sentido volver a arrebujarse en el calor de la cama. La necesitaban en casa de los Dyre al amanecer. Golpeó las contraventanas y echó el cerrojo mientras rebuscaba la yesca para encender su candil.
El endeble círculo de luz llegó a todas las paredes. En la habitación apenas había sitio para alojar su pequeño catre y una mesa diminuta. En un cajón debajo de la cama guardaba la ropa interior y las cintas, y sus dos vestidos colgaban de unos ganchos de la pared. Las monedas que tanto le había costado ahorrar estaban en la cámara acorazada del Laberinto, y allí permanecerían hasta que hubiera ganado lo suficiente para comprar su libertad y olvidarse de este lugar, de esta vida.
Vertió agua en la palangana desportillada y mojó en ella un trozo de lienzo para lavarse. Llevada por la costumbre, se entretuvo en la marca que llevaba en el brazo y frotó con fuerza, aunque desde niña sabía que nada de lo que hiciera podría hacerla desaparecer. Algún día tendría dinero suficiente para hacérsela borrar con magia, pero primero estaban su propia tienda y sus propias habitaciones. Y antes de eso la esperaba este nuevo día de trabajo.
Se vistió rápidamente mientras el gallo cantaba varias veces más. Le dirigió varios pensamientos oscuros mientras se ponía en marcha por las calles que iban despertando rápidamente.
Se sorprendió cuando Faendra salió a su encuentro en la puerta de la cocina vestida todavía con su traje gris de duelo. Sin decir una palabra, señaló con la cabeza a su hermana.
Naoni estaba sentada en el alto taburete de la cocina atando las cintas de sus mejores zapatillas con movimientos bruscos e impacientes. A pesar de lo temprano de la hora llevaba un bonito vestido color verde pálido.
Alzó la vista. Tenía los ojos brillantes como estrellas furibundas.
—Me alegro de que llegaras temprano. Si ayudas a Faendra a prensar el queso, cambiaremos la paja del colchón cuando vuelva.
Alondra miró a la más joven de las Dyre enarcando una ceja en muda interrogación. Faendra hizo un gesto de impotencia y se la llevó hacia la despensa.
—Es sobre el hombre que nos ha estado siguiendo —dijo en un susurro.
—No hay necesidad de hacer nada —respondió Alondra en el mismo tono mientras volvía a ver a Elaith Craulnober haciendo su promesa—. No volverá a molestarnos.
—Bien, pero eso es sólo una cara de la moneda. ¡Fue lord Yelmo Altivo el que contrató al guardia!
—Ah. —La sonrisa de Alondra estaba cargada de ironía—. Vaya regalo tan generoso, y seguro que no espera nada a cambio.
—Realmente generoso —coincidió Faen pasando por alto el tono hiriente—. Pero igual que tú, Naoni siempre piensa lo peor de los hombres con fortuna. Supone que está comprando y no dando, y está decidida a hacerle saber que no está en venta a ese precio ni a ningún otro.
—Bien por ella. Haremos algo mejor. Yo le llevaré ese mensaje y le ahorraré el desgaste de sus bonitos zapatos y de su buen nombre.
—¿Y privarla de una excusa para visitar a Korvaun Yelmo Altivo? —le susurró Faendra al oído.
Alondra parpadeó.
—¡Por los dioses! ¡Con que esas tenemos!
—Sí. Ella lo negará, por supuesto, pero yo…
—¡Faen! —llamó Naoni.
Su hermana volvió a la cocina con una sonrisa tan franca e inocente que nadie habría dicho que había estado hablando de ella.
Nadie, excepto Naoni, que le dirigió una mirada directa y elocuente.
Alondra sonrió. La mayor de sus señoras no era ninguna tonta… Bueno, tal vez sólo en lo tocante a su gusto en materia de hombres.
—Jivin anda por el huerto —le dijo Naoni—. Seguramente ha venido temprano con la esperanza de una jarra de cerveza. Llévasela y luego mándalo en busca de un carruaje.
Faendra abrió mucho los ojos azules.
—¿Un carruaje?
—¡Te imaginarás que no voy a ir andando a la residencia de los Yelmo Altivo! Tengo demasiado trabajo esperando como para perder medio día o más en esta tontería.
A Faendra se le iluminaron los ojos ante la grandiosa perspectiva de un carruaje adornado con espirales doradas y con caballos briosos sacudiendo la cabeza. Vaya.
—Un carruaje… Voy contigo.
—Y yo también —intervino Alondra poniendo en su voz tanta firmeza como Naoni—. Si no quieres que tu padre se entere de esto, debéis aseguraros de que la servidumbre no le irá con chismes. Conozco al hombre que guarda la puerta de los Yelmo Altivo durante el día; su esposa es lavandera y los dos sirven las mesas en La Jarra Negra por las noches cuando necesitan algo de dinero extra. Es un hombre decente, y nuestra mejor oportunidad de abandonar la residencia de los Yelmo Altivo sin que los rumores corran como la pólvora detrás de nosotras.
Naoni apretó los labios como si quisiera contener un argumento que sabía insostenible. Cuando los abrió fue para dar instrucciones a Faendra:
—Haz que Jivin busque un coche lo bastante grande como para llevarnos a las tres cómodamente.
—De eso puedes estar segura —respondió su hermana con alivio.
El carruaje que se detuvo ante la puerta de los Dyre resultó ser casi tan grande como la habitación que tenía alquilada Alondra, y mucho más cómodo. Sus asientos de terciopelo estaban un poco desgastados por el uso, pero el relleno casi no estaba apelmazado y la tela había sido cuidadosamente cepillada.
Faendra se acomodó en una esquina con una sonrisa de profunda satisfacción.
—Ojalá que la vida me ofrezca muchas excusas para visitar el distrito Norte. Es tan hermoso. Me deja boquiabierta tanta hermosura. ¡Sueño con vivir allí algún día!
Mientras avanzaban por calles cada vez más anchas, Alondra no pudo por menos que estar de acuerdo con esa apreciación del distrito Norte, aun cuando no compartiera las ambiciones de Faendra.
Aquí, los nuevos ricos más ricos de la ciudad recorrían calles de un empedrado tan regular que el carruaje parecía flotar. La gente de relumbrón vivía detrás de verjas de hierro ornamentadas, en grandes casas hechas de mármol reluciente, piedra blanca y finas maderas. Unos árboles majestuosos derramaban sombra, y los jardines que rodeaban las casas presentaban un despliegue de hermosas plantas enmarcadas entre setos esculpidos en lugar de las hierbas y verduras para fines prácticos que llenaban la pequeña huerta trasera de los Dyre.
La residencia de los Yelmo Altivo era algo grandioso, con un altísimo arco de hierro sobre la entrada. A ambos lados del arco había dos casetas construidas de la misma piedra levemente dorada que la mansión que se veía al fondo. Una de ellas era poco más que un puente cubierto, y en ella había un coche cuyos lacayos con librea trataban de tranquilizar a los caballos enjaezados dispuestos a complacer los caprichos de los Yelmo Altivo. El otro era la caseta de la guardia, y Alondra sintió un gran alivio al ver que el hombre de barba negra allí sentado era su amigo de La Jarra Negra.
Cuando el carruaje se detuvo con un sonido sordo, Alondra se apresuró a bajarse del coche.
—Buenos días, Stroamyn —dijo.
—Buenos los tengas tú. —El guarda echó una mirada al carruaje de alquiler—. Supongo que no has venido a servir, no en ese barco sobre ruedas. ¿Es que ahora eres doncella de una dama?
—Algo parecido —replicó Alondra—. Mis señoras desean hablar con lord Korvaun. ¿Conoces a alguien de la casa en quien se pueda confiar para que le transmita el mensaje a él y a nadie más?
Stroamyn hizo un gesto sarcástico.
—¿En esta casa? Sabes muy bien que la gente importante puede comprar cualquier cosa menos la discreción. Sin embargo, tal como Tymora ha arrojado los dados, la suerte ha querido que lord Korvaun no se encuentre en la residencia.
—¿Y puedes decirme dónde está?
El guarda la estudió atentamente.
—Yo no ando contando historias por ahí.
—Y yo tampoco —dijo Alondra con firmeza—. Además, no creo que a nadie se le ocurra preguntar cómo conseguí esa información. Lord Korvaun lleva consigo tantas chucherías mágicas que probablemente ha llegado a pensar que son cosa corriente. Sin duda supondrá que mis señoras lo han encontrado mediante un conjuro de búsqueda o alguna tontería por el estilo. Los de su clase nunca piensan que los demás no pueden tirar el dinero con la libertad con que lo hacen ellos.
Stroamyn asintió con pesar y tiró del cuello de su tabardo dejando ver la guerrera verde que llevaba debajo.
—Uno de los hermanos de lord Korvaun me preguntó por qué siempre llevaba esto, como si todos los hombres pudieran derrochar el dinero comprándose guerreras de todos los colores del arco iris.
Unidos así por el desdén común, acercaron las cabezas y hablaron. Stroamyn les dio la dirección del nuevo y tremendamente exclusivo club de lord Korvaun, así como la contraseña que los sirvientes de Yelmo Altivo debían decir a los que guardaban la puerta del establecimiento. Alondra le dio las gracias, le transmitió los mejores deseos para Rosie y los niños y rápidamente le dio la nueva dirección al cochero de alquiler.
—Vamos al distrito del Puerto —les dijo a las chicas Dyre mientras subía otra vez al carruaje—. Parece ser que lord Korvaun es madrugador.
Faendra hizo un gesto de contrariedad.
—Padre se pondrá lívido cuando le pasen la cuenta de esto.
—Tengo mi propio dinero —dijo Naoni con decisión. No había abierto la boca desde que habían salido de casa.
Las otras dos también guardaron silencio hasta que el carruaje se detuvo a la puerta de un almacén destartalado bastante cerca del callejón de la Capa Roja. Tal como había advertido Stroamyn, un guardia armado hasta los dientes permanecía con expresión de pocos amigos ante la puerta abierta. Era un duro antiguo marinero que tenía siempre las armas preparadas. En uno de sus atezados brazos se veía claramente el tatuaje del Bailarina del Hielo.
Alondra conocía muy bien aquella marca; los marineros del Bailarina solían frecuentar la taberna del muelle en la que ella había nacido y se había criado. A lo mejor su madre había tenido tratos con este hombre. A lo mejor…
Con las mejillas encendidas se obligó a apartar la vista del rostro impasible del hombre mientras atravesaba con sus señoras el portal y subía la escalera.
Había cuatro hombres en la habitación de la planta alta situada al final de la escalera. Korvaun Yelmo Altivo, Taeros Halcón Invernal y otros dos. El que llevaba una capa negra reluciente era sumamente pálido y tenía el rostro alargado y estrecho enmarcado por un pelo negro y lacio. El otro era un hombre menudo, de pelo castaño cuidadosamente cortado, suaves ojos azules y vestía prendas sencillas pero de buen corte de color marrón. Alondra supuso que su capa era la de gemas color de rosa que colgaba de una percha junto a otras más familiares de tonos azul y ámbar.
Todos alzaron la vista y se pusieron de pie cuando las tres mujeres entraron en la habitación.
—Mi señora Naoni —dijo lentamente Korvaun, que sólo tenía ojos para la pelirroja que encabezaba el grupo—. Este es un placer de lo más inesperado.
—Tal vez deberías oírme antes de decir eso —le replicó ella con calma—. Has contratado a un hombre para seguirnos —prosiguió alzando el mentón—, e insisto en saber el motivo.
Korvaun frunció el entrecejo y dio dos pasos rápidos hacia ella levantando las manos, pero luego se contuvo.
—¿Un hombre te ha estado siguiendo?
Naoni torció el gesto.
—¿Vas a simular que no sabes nada?
—No es simulación, señora —respondió Korvaun con seriedad—. No contraté a ningún hombre para seguirte, a menos que… —dirigió una mirada a Taeros.
Lord Halcón Invernal negó con la cabeza.
—No, me he atenido a nuestro plan.
Una sombra cruzó el rostro de Naoni mientras miraba alternativamente a uno y a otro.
—¿Un plan? Habladme de él.
Korvaun le hizo a Taeros un gesto afirmativo y este lanzó un suspiro resignado.
—En realidad, era a Alondra a quien queríamos seguir. —Miró fugazmente a la criada y siguió hablando—. No contraté a un hombre. Pensamos en otra posibilidad… menos llamativa.
—Ezriel —murmuró Alondra—. La elfa del Desfiladero. —Miró a Taeros con incredulidad—. ¿Pensaste que una elfa sirviendo en una taberna del distrito Sur resultaría menos llamativa?
Taeros se removió incómodo.
—Tenía otras razones para mi elección.
Alondra se lo quedó mirando un momento, y cuando entendió las razones rompió a reír. ¡Este necio pretendía distraer a Elaith Craulnober con una hermosa elfa! Por los dioses, ¿es que todos los hombres tenían el cerebro en la bragueta?
—No entiendo por qué lo encuentras tan divertido —dijo Taeros con rigidez.
—¡Vaya! ¡Qué gran sorpresa!
—Alondra —murmuró Naoni reprendiéndola con suavidad.
La criada inclinó la cabeza y borró la sonrisa de su cara. En realidad, una vez olvidada su alegría, todo esto le resultó más inquietante que divertido. Si no se equivocaba sobre el motivo de Halcón Invernal para contratar a Ezriel, eso significaba que había visto un vínculo entre ella y Elaith Craulnober.
Naoni miró a Taeros y a Korvaun con aire inquisitivo.
—Bien. Entonces, ¿por qué estabais vigilando a Alondra?
Korvaun se disculpó con una pequeña inclinación de cabeza.
—Eso requiere algo más que una pequeña explicación. ¿No queréis sentaros? ¿Tal vez tomar un refresco?
—Me vendría bien una cerveza —dijo Faendra—. Estoy más seca que el Anauroch.
Mientras el hombre vestido de marrón le servía a Faendra una jarra, Alondra recogió las capas cortas de sus señoras y las colgó de las perchas que quedaban libres junto a las lujosas prendas de los nobles. Su mirada se entretuvo en la capa de lord Halcón Invernal. Su brillo de color ámbar era tan frío y brillante como un par de burlones ojos elfos que ella conocía.
Mientras la contemplaba, a Alondra se le ocurrió de repente la manera de cumplir el encargo de Elaith. Si Taeros llevaba consigo el medallón de plata, se haría con él antes de abandonar esta habitación. Adoptando una pose estudiada de calma inexpresiva, como corresponde a una criada, ocupó un asiento junto a Naoni.
—Antes de seguir adelante —estaba diciendo Korvaun—, permitidme que os presente a mis amigos lord Roldo Thongolir y lord Starragar Jardeth. Gentiles señores, estas son las señoras Naoni y Faendra Dyre y su criada, Alondra.
Roldo y Starragar se pusieron de pie, saludaron con una reverencia a las tres mujeres plebeyas sin el menor atisbo de burla, y volvieron a sentarse.
—Como sabréis, perdimos a un amigo cuando se vino abajo El Queso Añejo.
—Lord Malark Kothont —murmuró Faendra casi con tristeza.
—Sí. De haber muerto por una espada o por el conjuro de un mago, a estas horas ya habríamos vengado su muerte, pero ¿cómo se venga uno de un edificio? La única satisfacción que podemos obtener es descubrir cómo se produjo el derrumbe.
Naoni adelantó un poco el torso.
—Y cuando averigüéis la causa, ¿vengaréis a vuestro amigo?
A Alondra le extrañó el entusiasmo que reflejaba la voz de Naoni. ¿Desde cuándo tenía su señora tanto interés por una venganza?
Tal vez estuviera pensando en lo que había dicho maese Dyre acerca de que los lotes excavaban nuevos túneles para espiar a los disidentes. Atraer a estos nobles a la causa de su padre sin duda sería una manera de eliminar los obstáculos entre Naoni Dyre y lord Korvaun Yelmo Altivo.
—Sí, sin duda vengaremos a nuestro amigo —dijo lord Iardeth, el hombre vestido de negro, con voz tan fúnebre como su vestimenta. Se oyó un leve ruido como de tela rasgada cuando se inclinó hacia adelante en su butaca.
Alondra se dio cuenta de que el dobladillo de su capa negra era irregular, como si se hubieran desprendido trozos de la tela de gemas.
Korvaun le echó a Starragar una rápida y apaciguadora mirada.
—Por el momento sólo buscamos respuestas. Un segundo edificio se derrumbó, una hermosa casa del distrito Norte. Por lo que sabemos, estos edificios no tenían ninguna relación entre sí, salvo que el propietario de ambos era un elfo de fortuna y poder considerables: Elaith Craulnober.
—Y yo vuelvo a preguntar: ¿qué tiene que ver eso con Alondra? —inquirió Naoni.
—Ella estuvo en la última recepción de Craulnober —respondió Taeros con calma.
Alondra le sostuvo la mirada.
—Me sorprende que me reconocieras, milord. La mayoría de los hombres adinerados no mira a una criada a menos que se suelte el corpiño.
Antes de que lord Halcón Invernal pudiera dar una respuesta acorde, intervino Naoni.
—¡Alondra asistió a esa recepción por petición nuestra! —dicho esto se contuvo. Siguió con la boca abierta con expresión claramente indecisa. ¿Se atrevería a…?
Korvaun le hizo un gesto alentador. Mirándolo fijamente a los ojos, Naoni respiró hondo y siguió adelante lentamente.
—Ya habéis probado la furia de mi padre, señores. Es arrolladora, ¿no? Pues bien, se le ha metido en la cabeza instaurar un Nuevo Día. Exigir que los Señores de Aguas Profundas se despojen de las máscaras y, a partir de ese momento, sean responsables ante todos los ciudadanos.
—Me parece razonable —declaró Taeros Halcón Invernal dejando boquiabiertos a todos los presentes excepto a su amigo Korvaun. Se encogió de hombros ante las miradas incrédulas e hizo a Naoni un gesto con la mano para que continuara.
—Mi hermana y yo tememos por nuestro padre —dijo Naoni midiendo sus palabras—, pero no sabíamos a quién acudir. Alondra conocía la forma de hacer llegar un mensaje a un hombre sabio y bueno pidiendo su consejo.
—¿Y qué os aconsejó ese hombre sabio y bueno?
—Todavía no hemos recibido respuesta.
—Ya veo. ¿Y qué tiene que ver el elfo en todo esto?
Alondra frunció el entrecejo. Eso mismo se preguntaba ella. De repente recordó los planos desplegados sobre el escritorio de Elaith y se dio cuenta de lo que eran: mapas del alcantarillado de la ciudad. Si era uno de los Señores secretos de Aguas Profundas, ¿podría ser que las cosas fueran como decía maese Dyre? ¿Realizaban los Señores tareas de espionaje? De ser así, ¿quién mejor que el Serpiente, de quien se decía que tenía a sus órdenes a la mitad de los rufianes de la ciudad, para hacerlo?
Todas estas piezas encajaban a la perfección salvo por una cosa: los edificios caídos eran de su propiedad. ¡No iba él a sacrificar sus valiosas propiedades!
Faendra le dio un buen codazo a Alondra para que se diera cuenta de que todos estaban esperando su respuesta.
¿Qué respuesta podía darles?
—Tiene muchos recursos —dijo por fin—, y se presta de buena gana a transmitir mensajes.
—¿Y ese es el motivo por el cual te has estado viendo con el tristemente famoso Serpiente? ¿Confías en él para hacer llegar tus mensajes a tu consejero? ¿Para transmitirlos de una manera segura sin que se entere nadie más?
—Por un precio —replicó Alondra sin apartarse mucho de la verdad. Sus ojos captaron el destello plateado en la garganta de lord Halcón Invernal.
La expresión de Korvaun era seria y preocupada.
—Un riesgo peligroso. Por todas partes se cuentan historias sobre las traiciones de Elaith Craulnober.
—Alondra también tiene muchos recursos —dijo Naoni con firmeza—. No debes temer por ella. ¡Más bien debes temerla a ella!
Tres de los nobles inclinaron la cabeza en muda aceptación, pero Taeros Halcón Invernal dio a entender que se reservaba su opinión al respecto.
Korvaun levantó su jarra de cerveza.
—¿Puedo preguntar qué dice maese Dyre sobre el derrumbe de estos edificios?
—Piensa que los Señores controlan las alcantarillas y excavan nuevos túneles cuando les apetece para mantener vigilados a los ciudadanos…, túneles que provocan la caída de los edificios.
Taeros asintió.
—Es muy probable. Si alguien merece ser vigilado, ese es el elfo.
—¿Crees lo mismo que maese Dyre? —preguntó Alondra con el entrecejo fruncido.
Lord Halcón Invernal se encogió de hombros.
—Estoy dispuesto a tener en cuenta cualquier explicación razonable.
—¡Yo creo en ello —exclamó Starragar con expresión sombría—. Y si es necesario desenmascarar a los Señores para obligar a alguien a explicar la muerte de Malark, arrancaré hasta la última máscara con mis propias manos!
—Escuchad, escuchad —murmuró lord Thongolir—. Parece que tenemos una causa común con estas damas. Tal vez deberíamos trabajar juntos.
—Le hemos dado nuestra palabra a maese Dyre de no buscar la compañía de sus hijas —le recordó Korvaun—. Estamos obligados por nuestro honor a conseguir que se nos libere de esa promesa.
Faendra echó a su hermana una mirada traviesa y se dirigió a lord Yelmo Altivo.
—Si eres capaz de hacer cambiar de idea a nuestro padre, es que eres capaz de cualquier cosa. ¡Vayamos a verlo ahora mismo!
—Sí, sí —dijo Roldo con entusiasmo mirando a Korvaun.
Alondra no esperó la aquiescencia de ninguno de los nobles. Se puso de pie y recogió las capas de sus señoras, después cogió la capa color ámbar y se la dio a Taeros con mirada retadora. Cuando él hizo intención de cogerla, ella la apartó.
—Soy una criada, lord Halcón Invernal. Uno de mis deberes es ayudar a las personas a ponerse las capas.
Él volvió a tratar de coger la capa.
—¡No eres mi criada, maldita sea!
—No importa —dijo ella con tono firme.
Con un bufido impaciente, Taeros le dio la espalda y dejó que le pusiera la capa sobre los hombros. Ella alisó los relucientes pliegues con manos rápidas y expertas…
Y cuando las apartó, la cadena de plata y el medallón mágico estaban ocultos en una de ellas.
Con esto podría saldar su deuda con Craulnober. Cuando antes pudiera librarse de ella, tanto mejor.
Sin embargo, la asaltó una duda: ¿haría bien en darle un artilugio mágico de poder desconocido al Serpiente? Había conjuros capaces de revelar la auténtica naturaleza de la magia, pero pagar a un mago estaba fuera de su alcance aunque gastara hasta la última moneda que había ahorrado con tanto esfuerzo.
Un repentino retumbar de botas sonó en la escalera atrayendo la atención de todos. Beldar Cuerno Bramante apareció en la puerta con un revoloteo de color rubí y mirando sorprendido a las tres mujeres presentes en el último lugar de Aguas Profundas donde podría esperar encontrarlas.
Lord Beldar presentaba un aspecto lastimoso. Estaba ricamente vestido, con profusión de joyas y hermosas armas y llevaba el bigote bien recortado, pero su rostro habitualmente bronceado por el sol tenía un color grisáceo y llevaba el ojo derecho cubierto con un parche negro.
—¡Por los nueve malditos infiernos! ¿Qué te ha sucedido? —Starragar se señaló su ojo derecho para indicar a qué se refería.
Beldar hizo un gesto con la mano restándole importancia.
—Nada que tenga serias consecuencias. Mi ojo quedó dañado después de la reyerta del distrito del Puerto y un sanador me aconsejó que le diera descanso.
Alondra recordó la cara ensangrentada del hombre que había caído en su regazo. Las heridas de Beldar eran superficiales y para nada afectaban al ojo.
Este hombre tenía secretos para con sus amigos. Una pequeña y amarga sonrisa se le dibujó en los labios al darse cuenta de que precisamente tenía en sus manos la forma de pagar a un mago.
—Me alegra oírlo, lord Cuerno Bramante —dijo con aire recatado y coqueto—. Por un momento temía que hubieras topado con algún vagabundo pendenciero, como un semiogro, por ejemplo, y que hubieras sufrido las consecuencias.
La consternación que asomó al rostro de Beldar hizo que Alondra elevara un poco la idea que tenía de él. A lo mejor hasta era probable que no la hubiera vendido a sabiendas a aquel semiogro.
—Nos dirigíamos a hablar con maese Dyre —le dijo Korvaun a Beldar sin mucha convicción—. ¿Quieres acompañarnos?
A Beldar, a quien durante una larga noche de agonía habían atiborrado de pociones curativas, no le resultaba muy halagüeña la perspectiva.
—Paso.
—Y yo también —se apresuró a decir Alondra volviéndose hacia Naoni—. Alguien debería prensar el queso y ponerlo en la despensa antes de que se estropee con este calor. Tengo que preparar el almuerzo, o maese Dyre tendrá que conformarse con las colas de los arenques salados y con las sobras del estofado de conejo de la cena de ayer. Ni siquiera estoy segura de que vaya a probar el estofado, ya que a estas horas estará cubierto de una capa de grasa. Nada de eso le va a gustar.
—Está bien —dijo Naoni con aire ausente, fijos los ojos en Korvaun Yelmo Altivo—. A esta hora lo más probable es que padre esté en su oficina reunido con sus proveedores. Tenemos un carruaje a la puerta que puede llevarnos a los demás. —Se dirigía ya hacia la puerta cuando se volvió para decirle algo por encima del hombro a lord Yelmo Altivo en un tono que no admitía réplica—. Y yo pago el alquiler.
Varandros Dyre no estaba en su oficina. Estaba en un estrecho y maloliente callejón del distrito del Puerto mirando lo que quedaba del más joven de sus aprendices.
Jivin Tranter estaba tendido de espaldas, mirando fijamente a un cielo que ya no cambiaría nunca para él. Tenía la boca abierta y los ojos, que Dyre recordaba se pasaban de listos, estaban cubiertos de polvo, aunque todavía permanecía en ellos el reconocimiento del dolor, el miedo y la certeza de que algo iba mal, muy mal.
Dyre se preguntó si habría tenido tiempo y lucidez suficientes para darse cuenta de que se moría. Probablemente sí. A juzgar por el charco de sangre que había bajo la cabeza de Jivin, el corazón del aprendiz todavía latía cuando le grabaron ese símbolo en la frente.
—Una runa nigromántica —musitó uno de los hombres de la vigilancia—. No habrá sacerdote ni mago capaz de averiguar el nombre del asesino a partir de esto.
Eso explicaba la mutilación. El cadáver del muchacho estaba protegido contra conjuros que permitiesen la comunicación con los muertos y otros recursos mágicos que ponían en práctica algunos sacerdotes y que les permitían averiguar qué había sido lo último que había visto una persona. El resto, Dyre no necesitaba que se lo contaran.
La espada que había segado su vida tenía que ser aguda como un estoque para haber atravesado su corazón como una aguja. Le habían desgarrado la camisa para grabar cuatro palabras en su pecho lampiño. Dyre no era un erudito, pero fue capaz de leer las aterradoras palabras: «El precio de la curiosidad».
—¿Maese Dyre?
La voz lúgubre del capitán mantenía su tono respetuoso, pero era cada vez más fuerte. Dyre se dio cuenta de que seguramente había pronunciado su nombre varias veces.
—¿Sí? —dijo con voz ronca apartando la mirada del rostro paralizado de Jivin y mirando el entrecejo fruncido del vigilante—. ¿Qué?
—Te preguntaba, mi buen señor Dyre, si tienes alguna idea de quién podría haber hecho esto.
La cara del maestro cantero se transformó en una máscara inexpresiva y dura como la piedra adornada con una sonrisa torva que hizo que el vigilante diera un paso atrás y llevara la mano a la espada en un gesto instintivo.
—No, no tengo la menor idea —dijo Varandros Dyre desgranando sus palabras como si cada una fuera una piedra que dejara caer por encima de un parapeto.
Empujó a un lado al oficial de la vigilancia sin volver la vista, haciendo con la mano un gesto circular que sus empleados conocían bien.
El pequeño grupo de mudos y pálidos canteros se apresuró a recoger el cuerpo de Jivin para seguir con él a su patrón. Sabían que no debían decir una sola palabra a ninguno de los vigilantes que, a su vez, estaban convencidos de una cosa sin necesidad de palabras: Varandros Dyre tenía una idea muy precisa de quién podría haber ordenado la muerte del aprendiz y lo consumía la rabia ante tamaña advertencia, o amenaza…, o provocación.