Capítulo 14
Mrelder estudiaba el reluciente yelmo que había sobre la mesa. En su imaginación, los ojos vacíos del casco observaban los paseos de Golskyn con una curiosidad no exenta de burla. Le habría gustado contemplar a su padre con ese brillante desapego.
Golskyn se detuvo de golpe. Mrelder trató de no recular cuando el sacerdote se inclinó acercándose mucho a él.
—¡Tu hechicería nos ha fallado una vez más! Da la impresión de que no sirve para nada…, aunque los magos que he conocido no lo hacían mucho mejor. Te daría por inútil ahora mismo de no ser porque yo mismo he cometido un grave error.
Mrelder sabía perfectamente lo que significaba «dar por inútil». Su vida estaba en el filo de la navaja, y era una navaja muy afilada. Casi no se atrevía a preguntar cuál había sido ese «grave error», pero era evidente que su padre esperaba que lo hiciera. Daba lo mismo mientras el hombre que tan pomposamente se daba el título de lord Unidad no llegara a la conclusión de que su hijo podría usar la Gorguera.
Mrelder creía entrever otra forma, era apenas un atisbo por el momento…, pero ahora no tenía tiempo para pensar, no con la vista de su padre fija en su persona.
—¿Error, padre? Tenemos la Gorguera, y la vigilancia todavía no ha venido a echarnos la puerta abajo…
—Y precisamente ese fue mi error —dijo Golskyn con voz casi triunfal—. Las chucherías mágicas pueden ser rastreadas, y al final no son más que herramientas, utilizables sólo de unas cuantas maneras bien determinadas. Es cierto que son más fiables que los hombres débiles y traicioneros, pero yo sé cómo someter a los hombres a mi voluntad. Deberíamos habernos apoderado de Piergeiron, no de este pedazo de metal.
—Pero padre, ¡habrían puesto del revés el distrito del Puerto tratando de encontrarlo!
—¡Puesto del revés el distrito del Puerto! ¡Eso es! ¿Tal vez con unas cuantas Estatuas Andantes? ¡Ja! ¿Qué sentido tiene controlar a uno o dos hombres de piedra cuando se puede controlar al que los controla a todos y a toda la CIUDAD?
El grito de Golskyn resonó en toda la habitación, y Mrelder hizo una mueca.
—Si apenas podíamos arrastrarlo. ¡Nunca habríamos conseguido traerlo aquí sin derribar a una docena de vigilantes! Él está fuera de nuestro alcance. Se lo han llevado…
—Sí, se lo han llevado muerto, o posiblemente muerto. ¡Más que posiblemente si envías en pos de él el conjuro adecuado y Aguas Profundas piensa que ya está muerto! Con disturbios suficientes en la calle, y si desde lejos nuestra magia es capaz de mantenerlo babeando y aturdido el tiempo suficiente, independientemente de los conjuros de sanación que le apliquen, los demás Señores se verán obligados a elegir y presentar a su sucesor.
Golskyn descubrió los dientes en una sonrisa que nada tenía de encantadora.
—Un hombre así, elegido de prisa, raramente sería alguien de fe muy arraigada. Lo más probable es que sea una elección de compromiso, un tonto disponible.
Era una cadena muy larga de esperanzas y suposiciones, pero Mrelder no era tan tonto como para decir que no. Cuando su padre se ponía así, lo mejor era…
—Tú me encontrarás a este hombre —dijo Golskyn entre dientes, acercándose otra vez hasta casi pegar la nariz a la de su hijo—. Puedes redimirte identificándolo y poniéndolo a mi servicio. ¡Tráeme al próximo Señor Proclamado de Aguas Profundas!
Mrelder sintió que le ponían el yelmo de Piergeiron en las manos. Ni siquiera se había dado cuenta cuando se lo habían quitado.
Afrontó aquella mirada feroz tan próxima y tragó saliva. Por fin consiguió reunir fuerzas para hablar.
—Me pongo a trabajar. Ahora mismo.
Girando sobre sus talones salió casi volando de la habitación.
Apenas tuvo tiempo de esbozar una sonrisa cruel antes de abrir la puerta de golpe y encontrarse con las inevitables miradas escrutadoras de varios creyentes de la Amalgama que habían estado escuchando. ¡Por los dioses deformes! ¿Por qué no les injertaría Golskyn orejas de perro a todos ellos? Al menos así podrían escuchar desde lejos.
Bajó la escalera corriendo y se dirigió a la puerta trasera. Era mucho menos probable que el callejón estuviera lleno de cadáveres y de oficiales de la vigilancia buscando víctimas a quienes acusar de las muertes. Sopesó el yelmo de Piergeiron y meneó la cabeza.
Su padre estaba cada vez peor.
Toda su vida había admirado el aguzado sentido de Golskyn para discernir la verdad y ver cómo funcionaban realmente las cosas, y la forma que tenía de hacer que los hombres se sometieran a su voluntad. Incluso en el caso de que no hubiera dioses a los que su padre pudiera invocar y de que no existiera la Amalgama, Golskyn podía ir lejos y elevarse a altura suficiente como para guiarse sólo por su inteligencia y por su buen juicio. Y aún quedaba algo más: por su crueldad. Pero en algún punto del camino, la determinación del sacerdote se había convertido en obsesión.
Por fin Mrelder se enfrentó a una verdad que conocía desde hacía mucho tiempo: se iba a ganar el respeto de Golskyn. Y lo más raro era que ya no le importaba. Una pequeña parte de sí todavía ansiaba la aprobación de su padre, pero estaba dispuesto a hacer su jugada.
De Golskyn se podían aprender cosas: la forma de moverse entre los enemigos, la forma de saber lo que había detrás de las máscaras, el desprecio por las leyes y convenciones por las que se regían los demás… Ese era el camino hacia el poder y el triunfo.
Ese sería su camino, y esta ciudad codiciosa, pendenciera y rica de Aguas Profundas, esta ciudad que estaba empezando a conocer tan bien, sería su ciudad. Antes de su fin, Mrelder asumiría de forma encubierta el control de los Señores y de las leyes desde las sombras.
Pero su padre había sobrepasado con mucho los límites de la prudencia y era evidente que había traspasado también los de la cordura. A partir de ahora no habría nada seguro y sutil en Golskyn de los Dioses. Mrelder dominaba lo suficiente la historia aguadiana como para saber que los hombres de ambición desmedida pero carentes de sutileza y de sentido de la seguridad no solían durar mucho.
Y la verdad, Mrelder tenía intención de durar mucho tiempo.
En circunstancias normales, Korvaun Yelmo Altivo se habría divertido a lo grande. Después de todo, no era un accidente que todas las dependientas de El Pie Derecho fueran de una belleza increíble, estuvieran vestidas con una elegancia reveladora y, evidentemente, les gustara flirtear.
¿Qué extraña locura lo había impulsado a entrar en este lugar? Malark estaba muerto. Beldar había ido a ponerse ciego de beber, y su propia espada todavía estaba caliente con la sangre de los hombres a los que había matado. Se había propuesto descubrir por qué se venían abajo los edificios, pero una cosa era proponerse firmemente actuar y otra muy distinta pensar en una manera eficaz de ponerse a ello. Los edificios ya no eran más que ruinas y nada indicaba que las piedras fueran a hablar. ¿O tal vez sí? Acaso con el conjuro adecuado…
Tasleena hizo un mohín al ver su cara de preocupación y le acarició el muslo con manos tentadoras e incitantes.
—Milord Yelmo Altivo —dijo en un susurro—. ¿Tanto te disgusto? ¿Tal vez quieres… castigarme?
El petimetre que estaba al lado de Korvaun, un adinerado comerciante para quien la nobleza era un sueño inalcanzable ya que su cara y sus modales burdos hacían impensable que pudiera cortejar a ninguna dama noble, le dirigió a Tasleena una mirada airada.
Lo mismo hizo la joven de prominente pecho que estaba de rodillas a los pies del hombre ayudándole a calzarse unas ajustadas botas color malva con cordones que le llegaban hasta el muslo y que tal vez no hubieran parecido exageradas en una bailarina.
El Pie Derecho deliberadamente empleaba a hermosas dependientas para incitar a los compradores a pagar precios exorbitantes por unos zapatos extravagantes. Además, era indudable que a Korvaun le gustaba Tasleena. Era divertida, le gustaban los chistes, y en otra época había aceptado sus caricias alguna vez sin aspirar al matrimonio ni a una relación permanente. Además, las que ahora le ofrecía eran unas botas blandas, espléndidas, de piel elástica y altas hasta el muslo. Era sólo que…
Todo podía irse al garete si Aguas Profundas tomaba el camino equivocado, y él jamás se perdonaría si no hacía nada al respecto.
Korvaun a duras penas consiguió sonreírle a la chica, que le respondió con un guiño, y después volvió a distraerse cuando el petimetre perdió el equilibrio y cayó con torpeza, a punto de clavar un puntiagudo tacón color malva en el opulento escote reluciente de purpurina que tenía a sus pies.
Ondeema, que así se llamaba la chica, lo cogió por el pie con movimiento experto y se inclinó hacia adelante, con purpurina y todo, para obligar al hombre a apoyarse otra vez sobre la barra y restablecer el equilibrio mientras maldecía.
—Son un poquitín altas, ¿no es cierto? Tal vez te convenga algo más… sólido, señor.
El comerciante asintió sin aliento. Observando los ojos saltones y codiciosos del hombre que miraba su pierna justo en el punto en que Ondeema estaba apoyada en él, Korvaun se dio cuenta de que en ese momento era capaz de acceder a lo que fuera. La sonrisa irónica de Tasleena proclamaba a los cuatro vientos que ella pensaba lo mismo.
Ondeema se puso rígida de repente, frunció el entrecejo y a continuación asintió como si respondiera a alguna orden secreta. Soltando abruptamente el pie del hombre, se puso de pie con un revuelo de faldas y se inclinó como si se dispusiera a besar a Korvaun en la oreja.
Un instante después, lord Yelmo Altivo se quedó atónito al oír que le murmuraba al oído una única palabra: «Estornino».
La miró un instante, con la boca abierta como un pez, y a continuación sacó el pie de la elegante bota que Tasleena le estaba calzando, lo metió en la suya y salió de la zapatería a grandes zancadas.
Tasleena y el comerciante se quedaron mirando al huido lord Yelmo Altivo con expresión absolutamente atónita. Cuando hubo desaparecido, se volvieron a mirar a Ondeema, que se limitó a mirarlos serena y en silencio.
—¿Qué… qué fue lo que le dijiste? —preguntó por fin el comerciante.
—Sólo le recordé lo que mis cuatro hermanos decían que le sucedería la próxima vez que lo pillaran siguiéndome hasta casa, señor —replicó Ondeema con tono meloso, mirando al petrimetre con sus ojos grandes y brillantes—. Veamos, ¿en qué estábamos?
«Encuentra y controla al sucesor de Piergeiron». Una orden dada así, de sopetón, como quien dice: «Ve y tráeme un plato de arenques y huevos».
Mrelder movió la cabeza sin podérselo creer. Como si Aguas Profundas no tuviera a un Khelben Arunsun, o a una Learal o a toda una Vigilante Orden a la que los dioses confundan. Y eso por no hablar de los poderosos sumos sacerdotes capaces de detectar a un Señor Proclamado controlado por medios mágicos o a un impostor camuflado por un conjuro que pretendiese suplantarlos. Sin duda que sabrían hacerlo.
Llevando el yelmo de guerra de Piergeiron, Mrelder se detuvo a media zancada. Claro que lo sabrían, claro que sí, pero si él crease una leve hechicería de falsos medios recuerdos de Señores Enmascarados reunidos en los pasadizos de palacio por la noche en las mentes del carretero o recogedor de estiércol más próximo y presentaba el resultado a su padre como el siguiente Señor Proclamado, ¿cómo podría saberlo un Golskyn seguramente confiado?
Reanudó su rápida carrera hacia palacio. Cuanto antes se sacara de encima este yelmo y eliminara el riesgo de ser rastreado a través de él, como no fuera por ser el hacedor de la pequeña insignia de cobre que portaba, algo que el mago favorito de Piergeiron ya sabía, tanto mejor.
Esta vez, los guardias de palacio lo reconocieron en seguida y también reconocieron el yelmo que les entregó.
—Aquí tenéis. Confío en que mi buen amigo, lord Piergeiron, esté en condiciones de seguir usándolo. Conseguí mantenerlo con vida después de que fuera derribado en la pelea, pero tuve que irme cuando la vigilancia me lo ordenó; parece ser que se dejaron esto cuando se lo llevaron. Le dieron un golpe terrible. ¿Cómo se encuentra?
Los guardias se miraron y se replegaron en preocupada incertidumbre mientras uno de ellos sujetaba el yelmo. Detrás de ellos, una mujer alta, desconocida y vestida con la armadura reluciente de la guardia de la ciudad bajaba a toda prisa la escalera de palacio.
—Te damos la gracias por esto —le dijo a Mrelder con tono tajante—. Lord Piergeiron está bien, pero en este momento se halla en una reunión privada.
Su inclinación de cabeza hizo las veces de agradecimiento y de despedida.
Mrelder le devolvió el gesto muy lentamente, y su demora se vio recompensada por lo que sucedió a continuación.
Una de las muchas puertas que había en lo alto de la escalera se abrió y dos comandantes de la guardia salieron precipitadamente con los yelmos bajo el brazo y seguidos por un trío de funcionarios de palacio con expresión preocupada y pomposamente ataviados.
—Transmitidle el mensaje de inmediato —ordenaba un funcionario a los oficiales de la guardia—. La mansión Mirt.
La comandante de la guardia de elevada estatura observó a Mrelder con expresión pensativa mientras se alejaba. Después subió de prisa los escalones y abrió de golpe otra puerta.
—¿Ves a ese hombre? —dijo con tono autoritario.
Señalaba la espalda de Mrelder, que se abría paso entre la multitud que iba y venía llenando la gran plaza empedrada que se extendía ante el palacio.
—Quiero que lo sigáis. Ved adónde va y en qué anda metido. Bajo ninguna circunstancia dejéis que os vea y enviad noticias pronto. Id dos, para que uno pueda volver mientras el otro mantiene la vigilancia.
La puerta volvió a abrirse y salieron dos hombres. Estaban cubiertos de polvo y tenían el aspecto de carreteros no muy bien pagados, o de estibadores veteranos, y llevaban un baúl grande y pesado entre los dos.
Al menos andaban como si fuera pesado. En realidad sólo contenía capas y sombreros que les servirían para disfrazarse, pero no veían necesidad alguna de que todo Aguas Profundas se enterara de ello.
¿Acaso la señora de Mirt usaba siempre prendas de cuero oscuras y ceñidas al cuerpo? Roldo Thongolir no hacía más que tragar saliva y mirar descaradamente, y Korvaun sabía perfectamente cómo se sentía su amigo. Asper llamaba la atención con cada uno de sus ágiles movimientos, con su larga melena rubio ceniza bailando sobre la espalda en una cola de caballo y una esbelta espada golpeándole la cadera. Cuando estaba en la habitación, era difícil mirar a otra parte.
Unos ojos cómplices se encontraron con los suyos, y lord Korvaun Yelmo Altivo sintió que se ruborizaba.
—Señores —dijo Asper con tono seguro—, podéis mirar cuanto queráis y llenar vuestras jarras libremente, pero prestad atención: Aguas Profundas os necesita.
Korvatm y Roldo asintieron y farfullaron algo precipitadamente y al mismo tiempo. Se miraron y se pusieron de acuerdo para llenar sus jarras.
Asper hizo una mueca, puso los ojos en blanco y esperó a que las frascas volvieran a quedar en su sitio. ¡Nobles! Al parecer necesitaban mojar el gaznate más a menudo que los estibadores del puerto…
Cuando ambos volvieron a mirarla, Asper le entregó a Roldo un pequeño objeto de plata.
—No os separéis de ellos ni los perdáis o todo lo que hagáis será en vano.
Los dos nobles observaron sus simuladores. El que Mirt le había dado a Korvaun era un diminuto escudo de metal sin brillo, pero el de Roldo era un medallón elegante que representaba a un halcón atravesando un copo de nieve grande y complejo.
—Un halcón de invierno —murmuró Roldo evocando un cuento que había leído en un libro antiguo y raro que su novia había adquirido en Luna Plateada. Para revenderlo, por supuesto.
Asper asintió.
—Una antigua leyenda no muy difundida —dijo en voz baja mirando a Roldo con algo semejante al respeto en los ojos.
Luego continuó con el mismo vigor de antes.
—Ahora, en el Apacible seguiréis a Leneetha, traje púrpura oscuro y ojos grises como la niebla en el puerto, hasta su cámara, donde podréis hacer el cambio. Ella se identificará. Os digo todo esto por si algo me sucediese a mí en el túnel. Vamos.
—¿Túnel? —preguntó Roldo con expresión tensa.
—Nos permitirá encontrarnos tras la cortina de Leneetha bastante más rápido que si fuéramos en un carruaje, por pasadizos subterráneos que vosotros no recordaréis y de los que no habréis oído hablar, y que si no seguís mis instrucciones al pie de la letra, jamás podréis olvidar.
Roldo frunció el entrecejo.
—¿Eso es una amenaza?
La sonrisa se borró tan repentinamente del rostro de Asper, que Roldo tuvo la impresión de que la oiría caer al suelo.
—No, es una promesa de las trampas que allí nos aguardan. Son muy buenas cumpliendo promesas, creedme. Ahora, señores, respondedme a esto: ¿Juráis servir a Aguas Profundas en absoluto secreto y responder de ello con vuestras vidas?
—Señora —le dijo Roldo un poco envarado—, somos nobles.
—Por eso mismo lo pregunto —dijo ella con calma y mirándolo fijamente a los ojos.
Después de un buen rato, Roldo suspiró y se encogió de hombros.
—Lo juro, por supuesto. —Korvaun repitió sus palabras pero no su gesto.
—Bien, gracias —volviéndose hacia la pared más próxima, Asper alzó una cortina.
Tanto Roldo como Korvaun reconocieron a la maltrecha figura que estaba en la mal iluminada habitación del otro lado apoyada en una muleta, motivo por el cual tragaron saliva y se pusieron de pie al mismo tiempo.
Esto les valió una sonrisa y unas palabras secas pronunciadas con una voz extrañamente lenta y empañada.
—Bien hallados, leales señores.
Mrelder jamás había visto tanta gente merodeando por un callejón del bullicioso distrito del Puerto. Los trabajadores rodeaban de forma casual unos barriles, los pescadores apilaban las cajas con sus capturas marcándolas con tiza contra una pared en lugar de meterlas en un almacén como era habitual, y tres hombres corpulentos estaban reparando los ejes de una carreta que hasta un hechicero podía ver que no estaban rotos.
Aunque se hubiera quedado en medio de la calzada como un hombre a la espera de un duelo, no quedaba mucho espacio libre, por lo que entró en una tienda de reparación de redes que había a mano, señaló la escalera y ofreció al viejo desdentado que estaba detrás del mostrador dos dragones de oro para que le permitiera usar la ventana del piso superior.
El viejo hizo una mueca.
—Tres dragones. La silla es aparte.
Mrelder hizo un gesto de resignación, dejó caer una tercera moneda en la mano del hombre y subió la escalera. No lo sorprendió del todo descubrir que ya había allí un enorme marinero de piel cetrina y una chica pálida y delgada sentados en sendas sillas ante la única ventana abierta. Al parecer había un profundo interés local por las idas y venidas que tenían lugar en la mansión Mirt.
O eso, o era que media ciudad estaba enterada ya de que lord Piergeiron estaba dentro de la elegante fortaleza. Mrelder se acomodó en la última y desvencijada silla justo a tiempo para ver a un joven borracho como una cuba y vestido con ropa muy lujosa aunque desordenada al que bajaron por la escalinata los guardias de Mirt para subirlo al carruaje del prestamista. La reluciente capa azul lo identificada como uno de los que habían luchado con los marineros en una reciente reyerta.
—Lord Korvaun Yelmo Altivo —dijo la chica—. ¡Vaya que debe de haber bebido rápido!
La risa discordante del marinero se transformó en un gruñido cuando los guardias se metieron dentro y un repentino brillo reverberante se extendió de una a otra de las columnas cubiertas de runas.
—Han dispuesto las custodias nocturnas —dijo con voz ronca y en tono de sorpresa—. Ya está, nadie saldrá hasta mañana.
La chica escupió pensativa por la ventana mientras pasaba bamboleándose el carruaje de Mirt, y Mrelder se quedó sentado y cavilando.
Después se puso de pie de un salto y salió corriendo a la calle para seguir al carruaje. De repente, casi la mitad de los observadores que habían estado vagabundeando por el callejón de la Plata Bruñida encontraron una buena razón para estar en otra parte. Mrelder sólo se encontró con otros dos que casualmente iban de taberna en taberna por el mismo camino que él.
—Esta ventana es la mejor —oyó que decía una voz áspera cuando pasó bajo las ventanas abiertas de una tienda desvencijada—, y una buena flecha es un buen precio que pagar por un nuevo Señor Proclamado que no es tan firme ni tan sobresaliente. Ya sabes lo que quiero decir.
Mrelder siguió a buen paso. Era mejor hacer como si no hubiera oído nada y siguió adelante protegiéndose bajo los balcones y aleros, donde ninguna flecha pudiera encontrarlo. Por supuesto que habría gente en el distrito del Puerto que querría ver muerto a Piergeiron y vería con buenos ojos todo el tumulto a que eso daría lugar. ¿Por qué…?
Se detuvo. Más adelante, el carruaje de Mirt había hecho un alto ante un edificio grande de aspecto nuevo. Mrelder recordó vagamente que antes se alzaba allí una vieja posada cuyo techo amenazaba con venirse abajo y que todavía estaba en pie cuando los sahuagin asolaban las calles. La reciente reconstrucción presentaba una escalinata que desembocaba en una elegante doble puerta flanqueada por porteros de aspecto formidable bajo un cartel realmente espléndido.
—El Momento Apacible —leyó, y a continuación descifró la leyenda explicativa que había debajo—: «Manos expertas para atender todas tus dolencias y necesidades».
Los caballos ya habían sido desenganchados y eran guiados hacia la parte posterior del carruaje de Mirt para llevarlos de vuelta calle abajo hasta los establos del prestamista.
Mrelder frunció el ceño. Su bolsillo estaba demasiado menguado como para que le resultara atractiva la perspectiva de seguir a un noble borracho, cuya conexión con los Señores de Aguas Profundas tal vez fuera inexistente, a una casa nueva y seguramente cara de sanación y placer.
Una mujer vestida con poco más que un collar adornado con largas sartas de «gemas» de cristal brillante salió de repente por las puertas, se plantó sobre la escalinata en una pose que mostraba a Mrelder y a cuantos anduvieran por esa calle todos los encantos que los dioses le habían otorgado, y tocó un cuerno.
Un cuerno de la vigilancia.
Antes de que Mrelder pudiera siquiera cerrar la boca, la mujer había desaparecido tras las puertas entre destellos de gemas falsas y un balanceo de carnes firmes, y en el interior de El Momento Apacible se oyeron gritos de airadas voces masculinas.
Seguramente estaba a punto de estallar una riña. Mrelder se alejó de la casa de sanación y se apostó en un lugar más alejado desde donde poder vigilar la puerta. El carruaje de Mirt se alejó dando tumbos, y desde el este llegaron el apresurado tintineo de armas y cadenas y luces de antorchas.
Los porteros permanecieron imperturbables, mirando torvamente a Mrelder y a otros curiosos del distrito del Puerto que habían oído el cuerno y habían acudido a ver qué pasaba o, teniendo en cuenta que se trataba precisamente del distrito del Puerto, en busca de diversión.
Intercambiaban miradas los guardias de la escalinata y Mrelder y los demás al otro lado de la calle, haciendo caso omiso de los hombres de la vigilancia que subían rápidamente la escalinata de El Momento Apacible. Otros dos vigilantes volvieron a tocar el cuerno.
La carreta de la vigilancia que respondió a esas llamadas era mucho menos elegante que el carruaje de Mirt, y por los barrotes que tenía en las ventanillas y las placas de metal reluciente se parecía más a una fortaleza que a un transporte.
Las puertas de El Momento Apacible se abrieron otra vez y otro joven noble inconsciente, vestido este con una capa con brillo de gemas de una suave tonalidad rosada, fue transportado hasta la carreta y arrojado al interior por una portezuela.
—Me pregunto adónde lo llevarán —murmuró Mrelder con voz audible.
Un viejo tunante que estaba cerca le echó una aguda mirada, escupió en las piedras de la calle y decidió complacer a un forastero.
—A las mazmorras de palacio, por supuesto. Actualmente, los carretones de la vigilancia no van a otra parte, a menos que lleven a algún muerto al que haya que quemar en el castillo.
—Ah —dijo Mrelder dando las gracias con una inclinación de cabeza. En ese momento se quedó paralizado al ver a lord Korvaun Yelmo Altivo que sonreía a los oficiales de la vigilancia en una actitud que sólo podía calificarse de absolutamente sobria y bajaba las escalinatas de El Momento Apacible dando las gracias por haber «eliminado» a algunos hombres a fin de que él pudiera llegar «sano y salvo a su casa».
La expresión de Mrelder era de estupor. ¿Se trataría acaso de un conjuro instantáneo de sobriedad? Bueno, eso no haría más que explicar la cantidad de juerga que los nobles de Aguas Profundas tenían fama de aguantar, y ¿qué mejor lugar para conseguir uno que en una casa de sanación?
¿O acaso todo esto formaría parte de algo más siniestro?
Roldo Thongolir apartó un velo de telarañas preguntándose por qué el túnel no parecía tan aterrador en el viaje de regreso.
El recorrido subterráneo de la mansión Mirt a El Momento Apacible había sido una pesadilla. Las trampas sobre las cuales les había advertido Asper eran muchas y peligrosamente imaginativas, pero mucho peores eran las paredes tan próximas, el techo tan bajo y el sofocante conocimiento de que por encima de la cabeza tenía toneladas aplastantes de roca y suelo.
En este tramo, el cielo raso era aún más bajo debido a la forma que había tomado prestada, pero en cierto modo resultaba menos agobiante que su pelo tocara con frecuencia las piedras del techo. Era posible que algo del valor por el que era famoso Piergeiron viniese con la figura alta, corpulenta y musculosa.
Tenía algo de exultante esto de ir por ahí bajo la forma del mayor héroe vivo de Aguas Profundas. Roldo no sabía con certeza por qué él, Korvaun y Piergeiron habían cambiado su forma exterior. Seguramente lo averiguaría pronto. ¿Acaso aquella luz que se veía a lo lejos no era el final del túnel?
¿Y no se volvía hacia él su encantadora guía acercándose tanto que podía…?
Darle un beso en plena boca.
Ella tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo debido a su nueva estatura. Sólo la gracia de Lathander, y tal vez la armadura de Piergeiron, impidieron que Roldo se cayera de espaldas por la sorpresa. No era cosa de todos los días que las bellas damas le expresaran su agradecimiento de forma tan deliciosa. Hasta la nueva lady Thongolir era… reticente en ese aspecto.
—¿Puedes sentir esto? —le preguntó Asper.
Por «esto» se refería a una hoja pequeña, fría y muy afilada que aplicó a la garganta de Roldo. Este tuvo intención de hacer un gesto afirmativo, pero se lo pensó mejor.
—S… sí —murmuró.
Asper dio un paso atrás.
—Bien. Te empezará a hacer efecto muy lentamente si alguna vez revelas lo que has hecho y visto esta noche, hasta que yo te dé permiso para hablar de esas cosas.
—Señora —replicó Roldo con gesto altivo—, tu hoja es innecesaria. Mi honor me sujeta la lengua. Eso te lo juro.
Asper retrocedió, con los ojos fijos en los suyos.
—Entonces te ruego que aceptes mis disculpas —dijo quedamente—, y vengas a tomar una copa de vino. Tendrás que permanecer bajo la forma de Piergeiron hasta que oigamos la señal.
Roldo frunció el entrecejo. Estaban de vuelta en la mansión Mirt y no tenía nada claro en qué había tomado parte esta noche.
—Será un placer, señora, si haces el favor de explicarme lo que acabamos de hacer.
Asper asintió y lo condujo por una escalera de caracol hasta una habitación con una gran ventana que daba al nordeste donde los esperaban lámparas encendidas y bandejas con comida caliente. Le hizo una señal de que se sirviera.
—Lord Piergeiron fue gravemente herido. Debido a su edad y a la magia de longevidad que lo mantiene, no se está… curando bien. Media ciudad lo sabe, incluso muchos a los que beneficiaría la muerte del Señor Proclamado.
—De modo que Sunderstone y el mago preferido de Piergeiron quieren llevarlo a un lugar seguro. El castillo.
Asper sonrió.
—Has comprendido lo elemental. Un problema: Piergeiron no puede ser teleportado con seguridad a través de las custodias del castillo o del palacio pues en este momento no puede articular bien las palabras desencadenantes.
Roldo asintió.
—Tiene la boca herida. Hinchada.
—Sí. Además sus heridas le impedirían evitar las trampas del túnel. Korvaun hizo un juramento de servir a Aguas Profundas, de modo que recurrimos a él. Un simulador le permitió cambiar su forma por la del Primer Señor.
Haciéndose pasar por Korvaun Yelmo Altivo borracho, Piergeiron pudo ser llevado al Apacible en nuestro carruaje.
—Mientras tú nos llevabas por el túnel. ¿Cuándo fue excavado?
—Hace siglos. Por esa razón Mirt hizo construir El Momento Apacible.
—De modo que me diste este simulador para que Korvaun pudiera recuperar su propia forma y así lo vieran salir, y para que lord Piergeiron pudiera ser sacado de allí bajo la forma de otro hombre. Toda aquella batalla campal fue una puesta en escena, ¿no?
Asper hizo una mueca.
—No podemos confiar en engañar a unos camorristas como vosotros.
Roldo se ruborizó.
—Señora, ¿tanto odias a los nobles?
—No, lord Thongolir. Me gusta bromear sobre todo. Te ruego que me perdones.
Roldo tragó saliva. Las mujeres en general no lo conmovían, pero cuando Asper lo miraba de esa manera…
—De modo que con mi forma y fingiéndose bebido, lord Piergeiron fue arrestado.
—Y fue llevado sin problema al castillo en un carretón de la vigilancia —dijo Asper asintiendo.
—¿Y todo esto sólo para burlar a los que lo espían?
Ella volvió a asentir.
—He visto a docenas de ellos mirando hacia aquí por las ventanas.
Roldo se vio, todavía bajo la figura del Señor Proclamado, reflejado en el cristal de la ventana. Hizo una mueca al verse tan desaliñado y se quitó otra telaraña del pelo. ¡Resultaba extraño que las manos de Piergeiron obedecieran a sus pensamientos!
—Nos ocuparemos de pagar tu multa. Pido perdón por cualquier mácula que esto pueda dejar sobre tu buen nombre.
—¿Una noche en el castillo por participar borracho en una pelea en una casa de sanación y placer? Eso no puede sino acrecentar mi reputación —dijo Roldo con tono seco.
—Eso ante tus amigos nobles, pero ¿y tu esposa? Puedo explicarle las cosas a ella si te parece… No todo, pero lo suficiente para tranquilizarla.
Roldo esbozó una sonrisa.
—Tu oferta es muy amable y la aprecio en lo que vale, pero sospecho que tu aspecto contribuiría más a preocupar a mi esposa que cualquier idea de una sala de fiestas llena de bellezas a las que se paga por sus servicios.
—¡Galantes palabras, milord! Si no te parecieras tanto a Piergeiron, sospecharía que estabas flirteando conmigo.
Ambos rieron entre dientes mientras a lo lejos sonaba un cuerno que el eco repetía en el monte Aguas Profundas como una rúbrica triunfal.
Asper sonrió.
—Ya está a salvo —anunció mientras lo apartaba de las ventanas y lo conducía a otra habitación donde posó la mano en el medallón del halcón y el copo de nieve que había en el pectoral de la armadura de Piergeiron.
Al desvanecerse el conjuro, un extraño cosquilleo recorrió todo el cuerpo de Roldo y la armadura de pronto empezó a resultarle pesada e incómoda.
Al bajar la vista vio que volvía a tener sus propias manos.
Asper lo ayudó a salir de aquella armadura demasiado grande para él y le devolvió el simulador.
—Una pequeña recompensa, por si alguna vez lo necesitas.
Roldo contempló el objeto con inquietud. La magia era algo que prefería contemplar desde lejos…, y el simulador tenía algo más profundo y perturbador, algo personal. Para alguien que se oculta del mundo tras una máscara, este pequeño objeto significaba un poder… y una tentación supremos.
—No voy a negar el valor de este regalo ni el honor que me haces al dármelo —dijo lentamente—, pero no soy el hombre adecuado para llevarlo. Es una gran carga simular que se es quien no se es.
Asper lo miró con perspicacia.
—Una cosa de la que tú sabes algo.
Alzó la mirada hacia ella.
—Nunca he simulado ser quien no soy, pero tengo responsabilidades, obligaciones…
—Y el simulador podría tentarte a dejarlas de lado.
—Señora, tal vez pienses que soy un cobarde, pero eso es algo que no me gustaría averiguar de mí mismo.
Asper le dio un beso en la mejilla.
—El valor tiene muchas formas, y también quienes lo poseen. Acudiste sin rechistar cuando tu amigo te llamó.
—Korvaun es un buen hombre. Si él dice que hay que hacer algo yo no dudo de sus razones.
—Haces bien en confiar en él. —La mujer le cerró la mano sobre el simulador—. Entonces, encuentra a alguien a quien consideres digno de llevar este pequeño peso. Está a punto de amanecer. Te llevaremos a casa sano y salvo.
Roldo se llevó los dedos de la mujer a los labios.
—Me esforzaré por ser merecedor de tu confianza.
Hizo una reverencia y volvió a la habitación de las ventanas, pero luego se volvió con una expresión de curiosidad.
—¿«Llevaremos»? —preguntó.
Asper sonrió y descorrió otra cortina. Roldo se encontró ante tres matones llenos de cicatrices y monstruosamente grandes cuyo aspecto era para echarse a temblar. Dos de ellos trataron de sonreír, lo cual no hizo más que agravar las cosas.
—Algunos de los amigos de Mirt —dijo Asper con dulzura—. Ellos te acompañarán para que atravieses sin problema el distrito del Puerto hasta la puerta que prefieras.
«Que los dioses nos protejan —pensó Roldo—, si esta mujer tan peligrosamente eficaz alguna vez une su voluntad a la de mi Sarintha…». Guardó con cuidado el simulador en el bolsillo. A Taeros le vendría bien. Además, saldaría la deuda de juego que tenía con él evitando así la furia de Sarintha por el dinero malgastado. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida sino sortear con habilidad las pequeñas deudas y las complicaciones?
Tras hacer a Asper la reverencia más profunda y cortés de que fue capaz, se volvió, hizo una señal a los matones y salió en su compañía.
La señora de Mirt lo miró pensativa y sospechó que el peso que había asumido lord Thongolir era muy superior al que había rechazado.
Como dicen los sabios, el valor y el honor adoptan muy diferentes formas.