Capítulo 3

Va en contra de mis creencias más sagradas derrochar dinero del bueno en monstruos malvados —dijo Golskyn.

Envuelto en su larga capa de amplia capucha, el anciano sacerdote avanzaba por los muelles con Mrelder a un paso que este, aunque más alto, casi no podía seguir. Su padre acababa de bajarse de un barco proveniente de Chult, pero ya había encontrado una docena de formas de expresar su desdén por los planes de Mrelder.

—¡No será un derroche! —protestó el más joven—. Llevo más de un año estudiando a los sahuagin y he leído todo lo que se sabe sobre ellos. Todo. He estado ensayando conjuros…

—¡Ensayando conjuros! —repitió el sacerdote con tono burlón—. Mejor sería que te dirigieras a los dioses más temibles conocidos por hombres y monstruos y en sagrado fervor pidieras lo que deseas.

—¡No soy un sacerdote!

—No hasta donde yo sé. ¡Tenías que ser nada menos que un mago, siempre a vueltas con excrementos de murciélago y con mala poesía!

El joven reprimió un suspiro.

—Un mago tampoco. Soy un hechicero, padre.

—El capricho de los dioses en el momento en que naciste, nada de lo que tengas que vanagloriarte. ¡Un hombre es lo que él mismo se hace, y tú todavía sigues siendo el muchacho que dio media vuelta y huyó hace diez años!

Mrelder miró en derredor buscando algo que no fueran sus propios defectos que pudiera llamar la atención de su padre.

—¡Mira, padre! ¿Ves ese coloso montando guardia en la montaña? Es una de las famosas Estatuas Andantes de Aguas Profundas. La última vez que estuve aquí parecía un hombre gigantesco. En honor a la victoria sobre los sahuagin y a modo de advertencia para otros posibles invasores, el archimago de Aguas Profundas lo transformó en un sahuagin.

El sacerdote asintió con gesto de aprobación.

—De hombre a monstruo. Es posible que yo pudiera hacer causa común con ese archimago tuyo.

Golskyn asociado con Khelben Arunsun. Mrelder no sabía si reír o echarse a temblar ante esa idea.

Al ver una identificación del gremio que había estado buscando, hizo señas al conductor de un carro que pasaba por allí y le dio instrucciones para que entregara el equipaje de su padre en su casa.

El alojamiento de este no estaba lejos. Había sido comprado en secreto por el Templo de la Amalgama hacía casi un año, después de que Mrelder hubiera convencido a Golskyn de que prestara atención a la fabulosa Ciudad del Esplendor. Varios seguidores del templo llevaban varios meses viviendo allí y haciendo los preparativos para este día.

Su padre se puso en marcha detrás del carro sin decir una sola palabra más y dejándolo rezagado. Las calles que daban a los muelles presentaban su habitual aspecto caótico y atestado, pero Golskyn avanzaba por ellas tan cómodamente como cualquier habitante del distrito del Puerto, moviendo su capucha como el pico de un cuervo al mirar a uno u otro lado. Mrelder no necesitaba mirar bajo la capucha para saber que su rostro estaba tan calmo e inexpresivo como una piedra antigua.

Mrelder se preguntaba a menudo qué estaba pensando lord Unidad de la Amalgama detrás de aquella pétrea máscara. Era poco probable que fuera algo gentil, cariñoso o misericordioso. Su padre nunca tenía tiempo que perder en esas debilidades.

El último de los baúles se perdía en el interior de la casa cuando llegaron. Un hombre alto, bien envuelto en una capa, les cerró el paso a la entrada. No tenía nada notable, como no fuera la anchura de hombros y la amplitud del pecho; cuando se cuadró, casi llenó todo el portal.

Este centinela echó una mirada a Golskyn y a Mrelder y sus ojos, de un gris tan pálido que casi parecía plata, adquirieron un brillo reverente.

Se apresuró a franquearles la entrada y cerró la puerta tras ellos antes de hacer una profunda reverencia a Golskyn.

—Lord Unidad —musitó—, hace tiempo que aguardamos tu llegada. Confío en que estés bien.

—Estoy mejor —dijo Golskyn acentuando significativamente la palabra. Echando atrás la capucha se tocó el negro parche que le cubría el ojo izquierdo—. Has aprendido bien, Hoth. Tu trabajo es excelente. Los implantes fueron todo un éxito, como de costumbre —miró a Mrelder de soslayo—. Salvo pequeñas excepciones —añadió.

El hombretón repitió la reverencia.

—Estoy satisfecho —dijo.

—¿Y curioso tal vez? —preguntó el sacerdote taimadamente. Se quitó el parche dejando ver una abultada esfera color carmesí. Su mirada desigual recorrió la habitación y se posó en una pequeña mesa en la que estaba dispuesta una comida ligera de bienvenida: pan fresco, carne fría, un cuenco de bayas de verano y otro más pequeño de nata batida.

—No estaría mal un poco de mermelada recién hecha —comentó Golskyn. La esfera roja relució y un delgado rayo carmesí brotó de aquel ojo.

Un destello más fugaz que un relámpago salió de las frutas y las hizo hervir.

Hoth hizo una exclamación de deleite. Su capa se abrió al separarse los tres pares de brazos que llevaba perfectamente cruzados sobre el pecho y el estómago y empezar a aplaudir.

—Has conseguido un control notable —dijo orgulloso.

—Fue un trabajo duro. Dominar el ojo de un contemplador no es tarea fácil. —Golskyn se volvió hacia Mrelder—. Escúchame bien, lo que te propones será casi tan difícil como eso.

—Estoy preparado —insistió su hijo.

—Eso lo has dicho muchas veces. ¿Cuántas veces se perderá la preciosa semilla en un suelo demasiado débil para hacerla brotar?

Mrelder se sintió invadido por la rabia que casi lo ahogaba. Se volvió prestamente para ocultar su enfado y convirtió el movimiento en el acto de despojarse de la capa. Un híbrido jorobado cuya cabeza, verrugosa como la de un sapo, estaba rematada por un par de improbables orejas de zorro salió por una puerta y avanzó en silencio para hacerse cargo de la prenda.

—Antes de descartar mi idea, padre —dijo Mrelder—, ven a ver al sahuagin. —Metiéndose en una arcada abierta en una pared muy gruesa, hizo presión sobre las dos piedras de la derecha haciendo que se abriera una puerta oculta a un lado del arco.

Sin pronunciar palabra, Hoth le entregó una linterna encendida. Mrelder la cogió agradeciendo con una inclinación de cabeza y abrió la marcha bajando una empinada escalera. El aire era frío y olía a tierra y piedra húmedas.

El camino descendente pronto se convirtió en espiral y bajó hasta una profundidad equivalente a dos edificios, uno encima del otro, hasta acabar en una habitación que había estado oscura y olvidada bajo la casa de huéspedes y, lo más probable, muchísimo tiempo atrás.

Ya no estaba oscura. Había linternas colgadas que iluminaban una cámara en la que podían caber más de veinte hombres alojados espaciosa y cómodamente. Una docena de híbridos los esperaban vestidos con las capas oscuras de los acólitos de la Amalgama.

Sus miradas reverentes siguieron a lord Unidad mientras este recorría lentamente la habitación, examinando inexpresivamente las jaulas, las mesas metálicas, los estantes de armas y herramientas y los frascos de cristal apilados, e incluso los pequeños desagües del suelo que se vaciaban en lugares aún más profundos.

—Encontramos esto mientras cavábamos el túnel desde el callejón de la Capa Roja —dijo Mrelder orgulloso—. Tiene dos entradas: por la escalera que acabamos de bajar y por un túnel que hay más allá. Confío en que sea adecuado para el sagrado trabajo que os espera a ti y a Hoth. —Dando una palmada sobre la pared más próxima, añadió—: Privado y fácil de defender, estas paredes tienen casi un metro de espesor y son de piedra maciza. Las calles de Aguas Profundas están muy por encima de nuestras cabezas.

«Lo que significa —pensó para sus adentros—, que nadie podrá oír los gritos».

Golskyn se volvió.

—Hasta ahora —dijo casi ociosamente—, no he visto a ningún sahuagin.

Mrelder se introdujo en el túnel y llegó a un recoveco. Levantó la linterna para iluminar una gran cisterna elevada protegida con barras de hierro.

—Por lo menos seis metros de profundidad. Reserva de agua. Es posible que este lugar fuese construido como un refugio oculto.

Golskyn se acercó para mirar más de cerca.

—Cuidado, padre —murmuró Mrelder.

Mientras hablaba, cuatro brazos gruesos cubiertos de escamas verdes salieron entre los barrotes directos a la cara de lord Unidad, dispuestos a atacar. El anciano sacerdote se arrojó al suelo y se apartó dando una voltereta con sorprendente agilidad.

Cuando se puso de pie sonreía.

—¡Un sahuagin vivo! ¿Quién lo hubiera creído?

Mrelder contuvo las ganas de agradecerle sarcásticamente la confianza que tenía en él.

—¿Cortamos el miembro? —preguntó en vez de ello.

Golskyn asintió.

Mrelder hizo señas a un trío de híbridos que estaba preparado. Uno cogió un pez de aletas de bordes serrados de un gran cubo y otro levantó una pesada cadena pasada por una anilla de metal fijada en el techo directamente sobre la cisterna y que terminaba en un gancho con púas. Con hábil brutalidad, el primer híbrido traspasó al pez con el gancho y levantó este movedizo y chorreante cebo para que todos pudieran verlo.

Sus dos compañeros se colocaron uno a cada lado de la cisterna, armados con un gancho de estibador, una varilla terminada en dos pinzas de metal que parecían una mandíbula y equipada con un alambre disparador que controlaba un muelle que mantenía las pinzas abiertas.

—Ingenioso —murmuró Golskyn al ver lo que se proponían hacer—. Empezad.

Los acólitos cubiertos con capas empezaron un cántico. El extraño resultado se parecía más a una pesadilla que a un recitado. En realidad estaba a medio camino entre un recitado y un cántico y tenía un ritmo desigual, en permanente cambio.

Hoth sacó la espada y la extendió, larga y fina, hacia los híbridos cantores.

Entonces Golskyn empezó a entonar una melodía fina que como un hilo se enroscaba en torno al cántico, elevando paulatinamente su tono e intensidad. Como un incienso apestoso elevaba plegarias a dioses cuyos nombres Mrelder no conocía todavía.

Poco a poco, la espada de Hoth empezó a relucir, no con calor sino con una luz pálida y cruel: magia divina. Mrelder hizo una señal a los acólitos que estaban junto a la cisterna.

Los híbridos que habían puesto el cebo en el anzuelo se colgaron de la cadena, haciendo descender el pez hasta dejarlo suspendido sobre las barras de hierro, debatiéndose y boqueando.

Las manos provistas de garras trataron de alcanzar el pez.

Los híbridos situados a ambos lados de la cisterna actuaron velozmente.

Se oyeron un par de chasquidos y las mandíbulas de hierro se cerraron en torno a las muñecas del sahuagin.

Su sibilante bramido de rabia casi se perdió en el envolvente cántico. Sin dejar de cantar, todos los acólitos acudieron prestos para coger una de las garras, tirando de un brazo del sahuagin hacia arriba entre las barras. Sin dejar de tirar ni cantar, consiguieron colocarlo sobre la parrilla de hierro. El sahuagin maniatado se sacudía y luchaba, pero inútilmente.

Hoth se acercó llevando en alto la espada reluciente. La asió con dos de sus manos en la empuñadura y una en cada una de las piezas transversales, con los músculos en tensión, y a continuación descargó un golpe con la espada.

Escamas, carne y hueso fueron atravesados como si fueran mantequilla, y el brazo cayó sobre el suelo de piedra, cortado por encima del codo. El muñón volvió a desaparecer entre los barrotes y un aullido de agonía se perdió en las aguas ocultas.

Mrelder ya se estaba despojando de la guerrera. Se echó rápidamente sobre una de las mesas extendiendo el brazo. Unas manos fuertes lo sujetaron con firmeza mientras él cerraba los ojos y se serenaba, recitando para sí el canto mental que le había enseñado un viejo monje del Alcázar de la Candela.

Funcionaba. Sintió que se hundía hacia un lugar muy profundo y oscuro y que todos los sonidos desaparecían. Ahora sólo tenía conciencia del canto incesante…

Había pasado horas practicándolo, esperando que si su mente se lo proponía, su cuerpo podría aceptar el nuevo miembro.

Una explosión de dolor ardiente atravesó el cerebro de Mrelder como una bola de fuego, impulsando a sus sentidos y su voluntad a gritar en el vacío, jirones que se retorcían, se desvanecían… y se perdían en la oscuridad cada vez más profunda y silenciosa.

Varandros Dyre se inclinó sobre su reluciente escritorio.

—¡Sed bienvenidos! —dijo con un fuego en los ojos que no presagiaba nada bueno para nadie.

Todos los hombres sentados en esta sala poco conocida de la planta alta se preguntaban contra quién descargaría Dyre ese día su mal humor, y esperaban que no los sorprendiera demasiado cerca de la víctima elegida por el viejo Tiburón.

Dyre observó que Karrak Lhamphur dirigía la mirada hacia la más pequeña de las frascas relucientes que formaban un bosque sobre la mesa semicircular ante la cual estaban dispuestas en arco las butacas de los huéspedes.

—¡Bebed, amigos! —dijo con gesto ampuloso.

Lhamphur y Dorn Imdrael le lanzaron miradas desconfiadas, pero fue Lhamphur el que se atrevió a hablar.

—¿A qué se debe esta reunión, Var? ¿Por qué aquí, con tanto secreto, y no en tu grandiosa pequeña ciudadela de la calle Nethpranter? ¿Es algo de lo que no deben enterarse tus aprendices? —miró en derredor con curiosidad—. Además, ¿qué es este lugar? ¿Una nueva empresa para la que quieres nuestro dinero?

Los ojos del Tiburón lanzaron rayos y, durante un instante, en la habitación se palpó la tensión mientras los presentes aguardaban la explosión.

Entonces, sonriendo y con gran parsimonia, Varandros Dyre echó mano de una de las dos frascas que había sobre el escritorio y los hombres volvieron a respirar.

—¡No todo, maese herrero! Construcciones y Viviendas Dyre ha pagado totalmente este edificio gracias a los beneficios que hemos tenido esta temporada. Del mismo modo que Cerrojos y Puertas de Lhamphur adquirió recientemente un almacén de ferralla para responder a la demanda de puertas, herrajes y cerrojos, me encuentro necesitado de un lugar para guardar la piedra. No puedo dejarla tirada en las calles, ¿no os parece?

Esto dio lugar a una erupción de risitas forzadas del amigo más íntimo de Dyre, Hasmur Ghaunt, que afortunadamente distrajo al Tiburón evitando que observase la expresión que como un rayo cruzó por la cara de Jaeger Whaelshod, el último de sus cuatro huéspedes al que había invitado. El propietario de Carretas Whaelshod tenía la íntima convicción de que eso era precisamente lo que hacía Varandros Dyre para no compartir el dinero con él. La guardia solía acudir a maese Carters para indagar por la razón por la cual pilas de piedras para la construcción bloqueaban las estrechas calles de la zona sur de la ciudad en lugar de incordiar al constructor más prolífico de Aguas Profundas.

—No —dijo Dyre sinceramente—, no quiero vuestro dinero, lo que realmente quiero es compartir con vosotros una noticia, y las palabras que se crucen en esta habitación no deben ser oídas fuera. Por mi casa circulan no sólo aprendices sino también hijas y sirvientes cuyo oído, de más está decirlo, puede ser incluso más fino que aguzadas son sus lenguas.

Se oyeron algunas risitas. De los cinco hombres allí reunidos, sólo Hasmur Ghaunt era soltero, y sólo Dyre había enterrado a una esposa. Todos ellos, en un momento u otro, habían tenido que soportar el temperamento de dragón de la buena de Anleiss Lhamphur.

—Mis mozas acudirán más tarde a traernos comida para acompañar a esta sed mortal, pero las oiremos llegar y tendremos que franquearles la entrada. Nadie nos espiará por las cerraduras de las puertas.

Los cuatro huéspedes asintieron. Todos vaciaron su jarra y la colocaron pensativos sobre la mesa, y Dyre les indicó que bebieran con toda libertad.

Sorprendentemente, fue el juerguista de Dorn Imdrael el que puso la mano encima de su jarra.

—Antes de que todos empecemos a decir tonterías, ¿qué tal si nos dices por qué estamos aquí? Prefiero ser prudente a la hora de decir sí o no —sugirió.

—Bien dicho, por supuesto —admitió Dyre mirando significativamente a la puerta cerrada a cal y canto por la que habían entrado. Era la única puerta de la estancia.

Su mirada hizo que Hasmur Ghaunt se inclinase hacia adelante con gesto de impaciencia.

—¡He puesto la barra a la puerta como tú me indicaste! —dijo casi sin aliento—. ¡Y también conecte el cordón de la alarma!

Dyre hizo un gesto de agradecimiento y plantó sus manos toscas y velludas sobre la mesa.

—Ayer por la mañana —empezó—, uno de mis hombres resultó herido al caer de un andamio en el callejón de la Capa Roja.

Sus invitados hicieron muecas de disgusto, fruncieron el entrecejo y pronunciaron palabras de condolencia. Los días en que se callaban las muertes y lesiones de los trabajadores habían quedado atrás o estaban quedando atrás rápidamente. Un hombre herido significaba pagar sin trabajo a cambio, y soportar además las incómodas preguntas del gremio o las más incómodas todavía de la guardia.

—Las tablas se doblaron y se abrieron bajo sus pies porque el andamio había sido sacudido la noche anterior y había estado a punto de caer sobre la calle de la Capa Roja.

—¿No trabajaban allí Marlus y su cuadrilla? —preguntó Lhamphur, incrédulo—. Yo creía que era uno de los mejores…

—Y lo es. Un hatajo de mocosos nobles que se estaban divirtiendo los amenazaron con sus espadas a él y a sus trabajadores y también intentaron prender fuego a la obra. Un andamio se vino abajo, pero el segundo pudo ser reparado y asegurado. No puedo culparlos. ¡De no haber sido por la gracia de Tymora y porque por una vez la guardia apareció por allí a tiempo, hubiera ardido todo!

Hubo exclamaciones y silbidos, y más de uno echó mano a una frasca.

—Como sabéis —continuó Dyre con un tono que bordeaba el gruñido—, no es este nuestro primer roce con la nobleza aguadiana.

Lhamphur frunció los labios.

—¿Quedaron libres?

—Así es. La guardia los trató con frialdad pero los dejó ir. Quedaron impunes. Uno de ellos alardeó mucho de que estaba dispuesto a pagar, y ahí se quedó todo.

Whaelshod negó con la cabeza.

—Hay que pararles los pies —gruñó, y los demás asintieron con la cabeza.

También lo hizo Dyre mientras esbozaba un principio de sonrisa. Dos temporadas atrás, a algunos nobles mentecatos se les había metido en la cabeza que correr carreras con sus caballos más fogosos desde el palacio del Toro Blanco hasta la Puerta Sur era lo más apasionante del mundo. El camino más rápido para salir del palacio era por la calle Salabar, en cuya acera occidental estaba Carretas Whaelshod. Todos sabían que Jaeger Whaelshod había perdido caballos y arneses y que habían herido a uno de sus hombres.

—No sé hasta qué punto será prudente quejarse de ello —dijo Lhamphur lentamente, acariciando la jarra que tenía en las manos.

Dyre contuvo una sonrisa irónica. Los nobles compraban las elaboradas y costosas puertas que fabricaba el maestro herrero Karrak Lhamphur, y los nobles pagaban sumas exorbitantes por copias de llaves hechas con absoluta discreción. Media ciudad sabía que esa era la especialidad absoluta de Lhamphur y su mayor fuente de ingresos.

En lugar de emitir alguna opinión sardónica, Dyre asintió.

—Tienes razón, Karrak. Ya nos hemos quejado otras veces sin el menor resultado. Yo ya no pienso quejarme más.

Todos sus invitados alzaron la vista abruptamente. Esta vez, Varandros Dyre sí que sonrió.

—Hay que hacer algo —les dijo—. Y escuchadme bien: esta vez sí que se va a hacer algo.

El propietario de Techos de Paja Ghaunt, que normalmente era el seguidor más sonriente y entusiasta de Dyre, miró a su amigo con el ceño fruncido y un poco vacilante.

—Veamos…, Var. ¿Qué quieres decir?

Varandros Dyre se recostó en su asiento, observó a sus invitados al final de su horrorosa nariz y lanzó un profundo suspiro antes de empezar a hablar.

—Aguas Profundas es una ciudad rica, trabajo duro y altibajos en los negocios. ¿Cómo es posible que nosotros, que sudamos y nos esforzamos hasta el límite de nuestras fuerzas suframos los caprichos de estos jóvenes ociosos que atentan contra la propiedad y contra la integridad física de los trabajadores y nos cuestan tanto dinero?

Su voz se había agudizado hasta ponerse a la altura del fuego que tenía en los ojos. Dyre se alzó tan firme como el monte Aguas Profundas para responder él mismo a su pregunta.

—Porque sabemos que quejarnos o buscar justicia es una pérdida de tiempo y nos pone en situación de resultar heridos, arruinados o expulsados de la ciudad. ¿Por qué? ¡Porque en lo más profundo sabemos que los Señores Enmascarados nos engañan! ¡Se dice que nos gobiernan a todos con justicia y supuestamente en sus filas hay muchos barrenderos y humildes trabajadores de los Electores de los Oficios y maestros comerciantes y algún que otro noble! ¡En realidad todos ellos son nobles o poderosos magos! ¡Mantienen la ciudad segura y en orden con mano firme, no para el común de la gente, sino para salvaguardar el poder que tienen ellos y no están dispuestos a que nadie se alce y lo ponga en peligro! ¡Esos cuentos de que hay gentes humildes bajo las máscaras de los Señores son puras fantasías que sólo persiguen un fin: impedir que cualquier aguadiano que no sea de noble cuna se levante contra el gobierno de los Señores!

Se inclinó hacia adelante una vez más lanzando fuego por los ojos.

—¡Por supuesto que no tengo más interés que cualquiera de vosotros en gobernar Aguas Profundas, pero ya estoy de esto hasta aquí —se llevó una mano a la garganta—, de quedarme sin hacer nada, tragándome mi dinero perdido y tratando de sonreír a las estúpidas caras de los que abiertamente nos desprecian y ridiculizan sólo porque han nacido con un nombre determinado! ¡Mientras tanto, esto sigue y sigue y nos abocamos a un auténtico desastre! Manzanas enteras de la ciudad incendiadas, andamios que se vienen abajo con docenas de hombres buenos encima… mientras nuestros impuestos suben año tras año y los que se atreven a alzar la voz son acallados…

Todos asentían con gesto sombrío ya que recordaban a Thalamandar, Maestro de Baldrics, y el cuerpo del tejedor de Lhendrar, al que tuvieron que sacar de las aguas del puerto, y…

—… y los nobles son cada vez más desaprensivos y más depravados y nos miran desde detrás de la muralla de los Señores sin rostro. ¿Cuántos de ellos están detrás de las máscaras de los Señores? ¿Cuántos?

—Es cierto —musitó Imdrael—. Todo eso es cierto, y ya lo hemos dicho antes muchos de nosotros, incluso sin… —Alzó su jarra a modo de saludo como alabanza al buen vino que contenía.

—Cierto —repitió Lhamphur—. Y yo creo que lo más probable es que casi todos los Señores sean nobles, pero señalar con el dedo la podredumbre y la corrupción es una cosa y hacer algo al respecto otra muy distinta. Si hacemos algo podemos conseguir que nos maten a todos.

—¿Entonces qué es lo que quieres de nosotros, Var? —preguntó Jaeger Whaelshod, como si las palabras de Lhamphur hubieran sido el pie dado por un actor.

El Tiburón los miró a través del reluciente escritorio mientras sus manos de grandes dedos jugueteaban con algo. Como al desgaire, arrojó al aire lo que tenía en la mano.

Mientras volaba, reflejó la luz de los candiles. Los comerciantes que sostenían sus jarras de vino, todos ellos hombres de Aguas Profundas, retrocedieron abruptamente ante lo que vieron: el acero de un arma que fue a clavarse profundamente en la mesa prácticamente frente a Karrak Lhamphur y allí quedó vibrando.

El arma era una daga delgada, de hermosa factura, con una empuñadura de forma curiosa: una punta de lanza con un ornamentado monograma a uno y otro lado de la hoja.

—M… K —descifró Lhamphur entrecerrando los ojos—. Kothont.

—Se le cayó a uno de ellos cuando perseguía a Marlus —les dijo Dyre—. Ellos no vacilan en amedrentarnos a nosotros con su acero.

El propietario de Techos de Paja Ghaunt se había puesto tan pálido como la ropa blanca que sus hermanas solían colgar de sus balcones de la calle Simples.

—Pero ¿qué es lo que quieres que hagamos, Var? —preguntó con voz débil sujetando su jarra con manos temblorosas—. Supongo que no, no… —señaló la daga con la cabeza sin pronunciar palabra, aunque todos entendieron la idea: tomar las armas.

Dyre sonrió y meneó la cabeza.

—No se trata de nada tan drástico. Quiero que trabajemos juntos, amigos, para hacer que amanezca un nuevo día sobre Aguas Profundas. Seamos nosotros ese «Nuevo Día». No se trata de asesinar a los Señores ni de sembrar la intranquilidad en las calles. ¿Cómo podría beneficiar eso a nuestros negocios? No, lo que tengo en mente es algo más simple y más justo: hacer que la gente de la calle exija, cada vez más alto, hasta que los Señores tengan que acceder a los cambios que deseamos o sacar sus espadas y demostrar su auténtica villanía.

Lhamphur tenía todo el aspecto de un hombre que tenía algunos juramentos bailando en la punta de la lengua, pero sólo formuló una pregunta.

—¿Exactamente qué cambios, Var?

—Quiero que las máscaras den la cara. Que los Señores voten abiertamente, enfrente de cualquiera que quiera salir a la calle y observar, y quiero que los Señores se presenten para ser elegidos del mismo modo que los maestros de los gremios, por ejemplo, cada diez veranos.

Todos lo miraron con ojos entrecerrados que a continuación se abrieron y recuperaron el brillo.

—¿Eso es todo?

—¡Pero entonces todos sabrían cómo habían votado!

—Exactamente. Los Señores que gobiernan injustamente para llenarse los bolsillos o para beneficiarse ellos y sus nobles amigos ricos tendrían que responder ante los hombres honrados.

Jaeger Whaelshod dejó cuidadosamente su jarra.

—Ese, amigo Dyre, es un Nuevo Día por el que yo estoy dispuesto a trabajar —anunció.

—¡Vaya, y yo también!

—¡Sí! —gritó Ghaunt poniéndose de pie por un instante antes de darse cuenta de lo alto que había sonado su voz y quedarse tan quieto como ante el monumento de la tumba de un paladín.

—Bueno, siéntate —le dijo Dyre con tono irritado—. No se ha hecho ningún daño porque no hay nadie que pueda oírnos aquí.

En la antesala que había al pie de la escalera, una mano fina desenganchó hábilmente la cuerda de la alarma. Tres pares de pies rápidos y descalzos subieron unos cuantos escalones y tres cabezas se inclinaron para no perderse una sola de las palabras que llegaban desde el salón cerrado de arriba.

Musitando apenas una disculpa, Hasmur Ghaunt volvió a sentarse rápidamente y a punto estuvo de volcar una frasca.

Imdrael le dirigió una mirada airada.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que haremos nosotros, los del Nuevo Día? —le preguntó a Dyre en voz baja y ansiosa.

—¿Estáis conmigo? —preguntó Dyre con idéntica ansiedad—. ¿Todos vosotros? ¿Juramento de gremio?

Sus cuatro huéspedes se atropellaron jurando casi todos al mismo tiempo, dos de ellos se hicieron cortes en las palmas de las manos y dejaron su huella sobre la madera tal como lo hacían los de sus gremios. Las frascas se estremecieron y en el rostro de Dyre la sonrisa se hizo más grande.

—¿Sabéis que los Señores controlan las mismísimas alcantarillas que hay bajo nuestros pies?

Todos los aguadianos sabían eso, y eso fue lo que dijeron los cuatro comerciantes.

—Allí donde las alcantarillas no tienen un recorrido que se adecue a las actividades de sus espías o de sus bandas de matones que andan de aquí para allá por las noches para silenciar a los plebeyos rebeldes, hacen que se excaven otras. Como maestro cantero, conozco muchos de los caminos que hay bajo las calles y os juro que esto es verdad.

Cuatro cabezas asintieron, y desde algún lugar más abajo se oyó el crujido de una tabla, como si alguien estuviera en la escalera.

Cinco cabezas se volvieron con gesto de alarma y escucharon atentamente.

El silencio fue lo único que oyeron.

La quietud se mantuvo hasta que Dyre se movió.

—Por lo que se ha dicho aquí esta noche —dijo a modo de advertencia—, podríamos ser nosotros los próximos plebeyos rebeldes a los que haya que silenciar, de modo que…

—¡Debemos protegernos! —dijo Imdrael con un hilo de voz.

El maestro cantero respondió con una sonrisa tensa.

—Ya he empezado a hacer eso precisamente.

Desde abajo llegó el hueco sonido del llamador de la puerta. Los hombres del Nuevo Día saltaron como uno solo buscando precipitadamente sus dagas.

—Dyre —gruñó Lhamphur sudando a mares—, supongo que esto no será una trampa…

El Tiburón abrió la puerta de par en par, echó una mirada escalera abajo y se volvió hacia sus invitados con una sonrisa.

—El cordón de la alarma sigue en su sitio, la puerta sigue cerrada y, ¿oís esas risitas? Son mis niñas que esperan fuera con fuentes calientes de algo que nos hará olvidar el miedo. ¡Hombres, ha llegado la hora de hablar del nuevo edificio que levantaremos juntos antes de que acabe la temporada, de los que debemos reparar antes de que se desmoronen! ¡Que nadie hable del Nuevo Día en presencia de las señoras, cuidado!

—No somos tontos, Dyre —dijo Whaelshod en voz muy baja.

—¿Ah, no? —susurró Lhamphur. Sus nudillos todavía aparecían blancos de lo apretados que estaban sus dedos sobre la daga—. Esperemos que no, o las cabezas que rodarán no serán las de los que llevan las máscaras de los Señores de Aguas Profundas.

«Debes ir en su busca —había dicho Piergeiron—. Por lo que hoy he visto, estoy seguro de que cualquier padre se enorgullecería de un hijo así».

Las palabras del Primer Señor todavía resonaban en la cabeza de Mrelder, burlándose de él con la esperanza que había acariciado desde hacía más de un año. La falsa esperanza.

Lo sabía. Todavía tenía que abrir los ojos, pero sabía que el implante había sido un fracaso.

Tenía un dolor sordo, un dolor fantasma donde antes había estado su brazo izquierdo. Si los dioses hubieran respondido a las plegarias de Golskyn y hubieran comprobado que Mrelder era un huésped válido, ahora sentiría un dolor lacerante e insoportable. Pero los monstruosos dioses no concedían sus favores a la ligera.

Un silbido débil, nada amistoso, surgió de algún lugar cercano. A continuación, otro apenas más endeble.

Mrelder se abrió camino entre las tinieblas. A la luz de una linterna que brillaba ante sus ojos, volvió la cabeza hacia el origen de aquellos sonidos.

El sahuagin moribundo yacía en una mesa junto a él. Las agallas se le movían débilmente mientras boqueaba en sus últimos estertores. Un olor nauseabundo le salía de los muñones chamuscados, ennegrecidos, que era todo lo que quedaba no de uno, sino de sus cuatro brazos cubiertos de escamas.

Cuatro veces habían intentado el implante los seguidores de lord Unidad, y cuatro veces el cuerpo de Mrelder había rechazado la mejora ofrecida por los dioses.

—Mi hijo vive —dijo Golskyn con frialdad mientras se inclinaba sobre él—, y el sahuagin se muere. —Su tono no permitía albergar dudas acerca de lo que pensaba sobre el estado de las cosas.

—Lo… lo siento —consiguió musitar Mrelder.

—Esos son precisamente mis sentimientos —replicó su padre dejando caer cada palabra como una gota de ácido. Sacó una larga daga de su cinto—. Los híbridos me siguen porque les digo que son más, no menos. Disfrutan de los favores especiales de los Dioses Verdaderos. Siguen el camino que sólo pueden emprender los fuertes. Ellos son mis hijos y no necesito ningún otro.

Golskyn levantó el cuchillo.

Así estaban las cosas. A su padre se le había acabado la paciencia. En la cabeza de Mrelder se agolparon sueños y planes descabellados, un torbellino de arrepentimiento y de pérdida. Todo desaparecería con él, todo se perdería en este oscuro sótano, todo…

De la vorágine de sus pensamientos surgió una idea que quedó flotando antes de ser barrida con las demás. Un momento después se le sumó otra, y con ella una nueva esperanza, ya que Mrelder se dio cuenta de que las dos ideas podían convertirse en una: la Estatua Andante con forma de sahuagin y la Gorguera del Guardián.

—Hay otra forma —logró articular.

—¿De poner fin a tu indigna vida?

—¡De conseguir la fuerza de las poderosas criaturas! —respondió con voz entrecortada por la excitación. Ahora lo veía todo muy claro.

El ojo descubierto del sacerdote se entrecerró.

—Explícate.

Mrelder asintió, pero las palabras se negaban a salir. Al disiparse su estupor, volvieron las oleadas de dolor. Extendió la mano hacia la otra mesa para arrancar un puñado de escamas de los muñones del sahuagin moribundo.

Sosteniendo en alto el trozo de piel consiguió pronunciar una sola palabra:

—¡Gorguera!

Durante un largo instante Mrelder rogó a los dioses, a cualquier dios que pudiera escucharlo, que su padre recordara las cartas que le había escrito sobre Piergeiron y las Estatuas Andantes, en las que le había hablado de aquella sorprendente pieza mágica de la armadura del Primer Señor, que gracias a un encantamiento mandaba sobre los gigantes de piedra.

Golskyn bajó el cuchillo. Su ojo descubierto miró a su hijo detenidamente.

—Esto tiene posibilidades. ¿Y tú puedes hacerlo? ¿Con tu… hechicería?

Mrelder asintió. Tal vez pudiera demostrarle a Golskyn que la magia y los elementos que la tenían incorporada eran fuentes valiosas de poder, y así ganarse su respeto.

Y, cosa nada despreciable, salvar su propia vida.