Capítulo 26

Tarry —dijo Korvaun a Taeros con voz seria—, Beldar y sus aliados van a negociar abajo. Nuestro cometido es controlar la entrada si la lucha se pone fea, y evitar que el enemigo se haga con el vestíbulo.

—¡El techo está cediendo! ¡El TECHO! ¡Salgamos del recinto!

—¿Cómo diantres esperas que lo haga? ¡Las malditas puertas están atascadas! ¡No tienes más que ver esas astillas!

¡BOOM!

—¡Busca otro camino, loco! ¡Por aquí, por el salón de banquetes! ¿Es que no has estado aquí nunca?

—No, lord Anteos, ¡no había estado nunca! ¡A diferencia de muchos, yo trato de seguir siendo fiel a mi esposa!

¡BOOM!

—¿Sí? ¿Entonces qué es lo que se apoya en tu brazo, Brokengulf? ¿Tu hija perdida desde hace tanto tiempo? ¿Con ese vestido? ¡Ah, dicho sea de paso, hermosos y relucientes cascos, muchacha!

¡BOOM!

La cortesana en cuestión nunca había tenido mucha simpatía por lord Anteos ni por sus gestos de abierto desprecio cuando en sus frecuentes visitas a las Sedas las trataba a ella y a sus compañeras con violencia, de modo que su respuesta fue contundente.

—¡Vaya, muchas gracias, clarividente señor! —Le abrió la ornamentada bragueta y levantó la pierna para darle una patada con todas sus ganas justo en la zona que quedó al descubierto.

¡BOOM!

Mientras las Sedas Rojas temblaba y se tambaleaba en torno a ellos, lord Anteos profirió un trino que podría haber dejado impresionado a un canario gigante y cayó al suelo con los ojos que se le salían de las órbitas.

—Y para tu información, Anteos —dijo la cortesana al dolorido noble mientras ella ocultaba sus encantos bajo el vestido—, lord Brokengulf me pagó para que bailara con él esta noche… ¡Sólo para bailar! El vestido se destrozó cuando empezó a caerse el techo y él trató de protegerme…, ¡lo cual es mucho más de lo que tú has hecho por mí nunca!

¡BOOM!

—Bueno… pues eso… sí —aventuró Brokengulf dubitativo—. ¿Nos vamos al salón de banquetes? No me gusta mucho el aspecto de lo que ha quedado de este techo, y…

Su acompañante le dedicó una radiante sonrisa y le dio su brazo.

—Te acompañaré encantada al salón de banquetes, lord Brokengulf, pero creo que vamos a tener que ir a otro sitio a bailar.

—¡Yo… bueno… sí! —aceptó con embarazo el anciano noble, conduciéndola a toda prisa entre las nubes de polvo levantadas por los trozos de techo recién caídos.

¡BOOM!

No muy lejos de allí, rodeadas por los Capas Diamantinas que seguían adelante pegados a la pared, Faendra balbuceaba, al borde de los sollozos.

—¿Podemos salir? ¿A qué se debe esto? Vamos a morir, ¿verdad?

¡BOOM!

—Moriremos todos tarde o temprano —soltó Phandelopae Melshimber—, ¡pero lo haremos con mucha más comodidad si cierras el pico por unos instantes! ¡Deja pensar a los hombres!

—¿Por qué los hombres? —preguntó Alondra con la voz afilada como el cuchillo que tenía en la mano.

—Porque tal vez ellos hayan estado aquí antes, ricura, y si son como mi pariente, conocerán algunos atajos hacia el exterior. ¡Por eso!

¡BOOM!

—Esto lo está produciendo algo que golpea la tierra —aventuró Korvaun Yelmo Altivo en medio de la polvareda que ahora les ocultaba el resto del salón—. Algo muy grande y muy pesado. Me temo que ya sé lo que es. Beldar estaba en lo cierto y estamos ante…

—¡Allá hay luz! —gritó Roldo señalando con el dedo—. Ese es el salón de banquetes. ¡Vayamos hacia allá! ¡Ahora!

¡BOOM! ¡BOOM!

—Oh, esto no me gusta —dijo entre dientes Starragar mientras avanzaban por el salón de baile sobre los inestables trozos de piedra—. Sea lo que sea lo que es capaz de causar esto, la cosa va a peor.

¡BOOM!

¡BOOM! ¡BOOM!

—¡Vamos! —los reconvino Starragar—. En cualquier momento se pueden venir abajo los restos del techo.

¡BOOM! ¡BOOM!

En algún punto sobre sus cabezas se produjo un crujido agudo y empezó a caer un atronador torrente de piedras que afortunadamente se estrellaron contra el suelo y saltaron en pequeños fragmentos sin salirse de un alejado rincón de la enorme sala de baile.

¡BOOM!

—¿Adónde se dirigirían todos esos sirvientes armados? —preguntó Phandelopae—. ¿Y qué está haciendo Beldar?

—En este instante está en las alcantarillas con todos los agentes de Elaith, que también son sus sirvientes, luchando contra algunos hombres que tratan de convertirse en monstruos y reemplazar a Piergeiron con un Señor Proclamado títere que responda a sus intereses, y tratan de hacerlo aquí mismo y esta noche. Intentan hacerse con la ciudad —le respondió Korvaun.

—Por todos los infiernos —maldijo Phandelopae—. Tendría que haber dejado en casa estos inútiles ropajes y haber traído mis espadas. Si supiéramos hacia dónde vamos ahora…

Alondra abrió la boca para decir algo realmente rudo, pero la volvió a cerrar sin haber dicho nada.

¡BOOM!

Korvaun, que marchaba a la cabeza con Taeros, que iba un paso por detrás de él, se tambaleó al pisar unos escombros sueltos y atravesó el arco adentrándose en una repentina claridad libre de polvo.

Era como pasar a través de una cortina. Pero aquello era un manicomio.

De un lado todo era polvo, desplome de piedras y cuerpos destrozados; y del otro se abría una gran sala sin polvo, sin derrumbes, pero plenamente ocupada por un caos salvaje en pleno apogeo bajo la brillante iluminación de las enormes y brillantes lámparas que colgaban del techo.

Se detuvieron a la entrada, mirando en derredor con desconfianza.

—¡Mirad cómo ha enloquecido Aguas Profundas! —murmuró Roldo.

—Magia mental —murmuró Taeros—. Tiene que ser eso.

Los permanentes golpes sordos sacudían también a esta sala sólo ligeramente más pequeña que la anterior, pero el estruendo quedaba amortiguado y casi se perdía en medio de aquel estrépito de chillidos, gritos y chasquidos.

Los Capas Diamantinas y sus damas miraron a su alrededor a los tres —¡no, cuatro!— pisos de galerías abiertas con frontales esculpidos que se encaramaban hasta un techo alto, a las filas y más filas de relucientes mesas atestadas de comida y adornadas con borboteantes fuentes de bebidas. Sólo el tintineo, semejante al tañido de una campana, procedente de los miles de vasos dispuestos en torno a las fuentes hacía daño a los oídos.

Por todas partes, nobles de rubicunda cara y ricos comerciantes luchaban furiosamente unos con otros, los monóculos al rojo vivo y las papadas temblorosas. Algunos blandían contra los enemigos espadas ceremoniales que parecían de juguete, y otros se abalanzaban furiosamente sobre las personas en un intento evidente de matarlas; al menos en la medida que podía deducirse de las intenciones de alguien que jadea, resopla y berrea de manera incoherente.

No había ni rastro de Elaith Craulnober, pero a través de una arcada que se abría en el extremo opuesto de la sala pudieron ver el resplandor dorado de un potente conjuro de protección que envolvía a las indefinidas figuras de Piergeiron, Madeiron Sunderstone, el mago Tarthus y a alguien gordo y agitado que probablemente era Mirt el prestamista. Tres de los cuatro estaban de pie y contemplaban el caos, pero Piergeiron parecía estar desplomado sobre los brazos de Madeiron, desmayado o tal vez peor.

Entre las mesas atestadas de comida y las fuentes de las que manaban bebidas burbujeantes, cada noble parecía estar pensando —y gritando— que sus diferentes enemigos personales lo estaban atacando. Con gritos estentóreos llamaban a los guardaespaldas ausentes para que los ayudasen. Si había alguna magia de comunicación que transmitiese estas órdenes a unos oídos distantes, nadie había respondido todavía.

Y no era porque no hubiera violencia. Algunos carreteros, verduleros y carpinteros entre sonoros gruñidos arrancaban jubilosos a puñetazos los nobles dientes de las nobles mandíbulas y arreglaban viejas disputas entre sí, mientras que otros se atiborraban de comida, curiosamente ajenos al caos circundante.

Mientras Naoni y Faendra intercambiaban miradas de incredulidad, alguien que venía corriendo por una galería saltó sobre la balaustrada lanzando un grito desesperado. Una brillante espada perseguidora hendió el aire justo detrás de sus piernas a la carrera.

Con un gemido, se lanzó al vacío atravesando una lámpara de luz difusa que estalló en pedazos desparramando su radiación mágica como un gran chorro de chispas, y finalmente se estrelló sobre una bandeja llena de lonchas de carne, que se deslizó por el suelo en un grasiento amasijo de carne, gelatina, noble desmadejado, y aros ornamentales de fruta cortada en cubitos.

Alguien más chilló de dolor en la galería superior y una espada —a la que aún se aferraba una mano cortada— saltó desde las sombras de la galería buscando su propio, aunque menos estridente pero no menos violento, aterrizaje en algún punto del recinto de la fiesta.

Se podían oír los lloriqueos y los chillidos de las mujeres escondidas bajo las mesas mientras otras corrían sin rumbo por la sala, perseguidas en muchos casos por algunos hombres.

—Lord Brokengulf, señora —saludó cortésmente Korvaun al noble que tenía más cerca, un anciano con cara de asombro que no dejaba de negar con la cabeza mientras miraba en derredor, aferrando indeciso una aguda espada ceremonial con una mano y la cintura de una dama escultural con la otra—. ¿Tiene alguna idea de cuál es la causa… de todo esto?

—Ninguna, mi querido muchacho —dijo Brokengulf con los labios apretados en señal de desaprobación—. La gente parece haber perdido el sentido, ¿no te parece?

A medida que las sacudidas y los temblores se hacían más frecuentes e intensos, haciendo que las lámparas se balanceasen sin control, más gritaba la gente mientras salía corriendo. A pocos pasos de los Capas Diamantinas, un par de nobles canosos se enfrentaban esgrimiendo sendos puñales y gritando, hasta que alguien que portaba la larga vaina de una espada pegada al cuerpo se precipitó por encima del reborde de la galería más próxima aplastándose contra una bandeja en forma de carro repleta de aves asadas en salsa.

El subsiguiente chapoteo cegó a ambos nobles con salpicaduras de salsa que alcanzaron incluso los largos corpiños de sus esposas, a cubierto bajo las mesas que había alrededor y observando la situación.

En todas las galerías y bajo las mesas había sirvientes que se habían sumado a la algarada de las bodegas, camareras y lacayos que evidentemente no estaban al servicio de Elaith, y todos miraban con los ojos brillantes y sonreían y aplaudían a medida que se extendía la locura.

Un tonante maestre de gremio, Azoulin Wofwind, de los papeleros, se subió a una mesa y se declaró totalmente dispuesto a cruzar la espada con cualquier hombre presente que se atreviera a desafiarlo; fue el primer grito de una diatriba que terminó abruptamente cuando alguien lanzó un macetero del tamaño de un halfling desde la barandilla de una galería superior.

El cuerpo de Wofwind se desplomó como un saco de patatas sobre la mesa a la que se había subido, rompiéndola por la mitad.

—No imagino qué clase de magia de derrumbe está ocasionando esto —dijo Korvaun enérgicamente—, pero formemos un anillo de acero, Capas Diamantinas. Que nadie coma ni beba nada de lo que hay aquí, tal vez esta locura podría estar causada por un narcótico o por un veneno.

—Por los dioses, ese es mi padre —murmuró de pronto Taeros—. ¿Qué está…? ¡Oh, por el amor divino, están todos aquí! Todos nuestros padres; todos recibieron invitaciones, ¿no es así?

—Y se les dijo que su asistencia se consideraría como una prueba de lealtad a los Señores de Aguas Profundas —añadió Roldo—. O por lo menos eso era lo que decía la invitación que recibieron los Thongolir.

—Me pregunto quién habrá enviado esas invitaciones —murmuró Korvaun.

—Desde luego la demencia animal no durará siempre —dijo Golskyn a su hijo con una sonrisa poco agradable—. Los conjuros empiezan a desvanecerse…, lo cual nos tiene que dar tiempo para encontrar a nuestro próximo Señor y dejar que el muchacho salve la situación. ¡Apurémonos antes de que esos locos de la Vigilante Orden se den cuenta de que algo va mal dentro de su preciosa ciudadela y sepan que el paladín ya no tiene poder sobre las Estatuas!

Mrelder asistía a este torrente de sinsentidos en medio de un torvo silencio. ¿Pensaría su padre que los guardianes de Piergeiron atribuirían al Primer Señor esta destrucción? ¿Había olvidado Golskyn que Piergeiron ya no tenía la Gorguera? ¿O acaso había perdido ya la claridad de pensamiento?

El sacerdote rio entre dientes, dio unos cuantos pasos impacientes, y luego dio una vuelta completa.

—¡Vamos, chico! ¡Vamos! ¡Ya es noche cerrada, el solsticio de verano está aquí y al fin llegó nuestro día! —gritó.

Luego, el lord Unidad echó la cabeza hacia atrás y rio desaforadamente. Sus carcajadas eran estentóreas, prolongadas… y profundamente perturbadas.

El rostro de Mrelder seguía siendo inexpresivo mientras trataba de no temblar.

El salón se estremeció por efecto de impactos aún más atronadores, haciendo caer nuevos maceteros desde las galerías en una lluvia mortal. Muchos invitados se protegían bajo las mesas o yacían muertos o desmayados.

—Esto no sirve de nada —saltó Starragar—. Cacemos a los hombres bestia, y después encontraremos el modo de salir de aquí y de llevar a las damas a un lugar seguro.

—¡Ni hablar! —exclamaron al unísono cuatro mujeres encolerizadas.

—Estamos con vosotros en esto —agregó Naoni—. Hasta el fin de todos, si es eso lo que desean los dioses.

—Naoni —protestó Korvaun amablemente—, no pienso que…

—Precisamente. Si pensaras no dirías estas tonterías. ¿Por qué iba a querer yo estar en otra parte de la ciudad en este momento y no a tu lado?

Contra todo pronóstico, fue Starragar quien se rio antes de dar su parecer.

—Efectivamente, ¿por qué?

—Tenemos algo que hacer —murmuró Taeros—. Cuanto más dure esto, mayores son las posibilidades de que nuestras familias resulten heridas…, o peor aún.

Las atronadoras sacudidas empezaban a ser lo suficientemente intensas como para derribar a algunos de los invitados que aún quedaban de pie en el salón de banquetes, y una de las fuentes de bebidas se vino abajo con gran estrépito. Starragar hizo una mueca.

—Eso es un derroche de energía —murmuró—. ¿Quiénes son esos hombres bestias? Son… ¡Por todos los dioses! ¿Qué es eso?

De la galería que estaba justo encima de ellos llegó una serie de rotundos crujidos, como si algo muy grande de madera estuviese rodando escaleras abajo hacia…

—¡Vamos! —gritó Delopae, irrumpiendo entre Korvaun y Taeros y echando a correr hacia la escalera más próxima. Los adornos de hierro forjado se enganchaban en su vestido mientras daba vueltas a la espiral de la escalera de caracol, y ella dejaba atrás los jirones y seguía corriendo, con los demás pisándole los talones.

Desembocaron en una galería sembrada de cuerpos, que yacían sobre oscuros charcos de sangre, que sólo tuvieron tiempo de ver la pesada mole que se les venía encima: un armario del tamaño y la altura de cuatro hombres armados uno al lado de otro que bajaba del piso de arriba dando tumbos y machacando todo lo que encontraba a su paso.

Los estremecimientos de los impactos fuera de las Sedas Rojas se ampliaban en las galerías: los suelos se habían combado y las columnas y las paredes oscilaban. Los Capas Diamantinas intercambiaron miradas de preocupación, haciéndose a un lado para dejar pasar el armario. Roldo dio la vuelta en redondo para avisar a los que estaban en el vestíbulo de abajo.

—¡Atrás! ¡Apartaos del camino! —les gritó.

El armario se deslizó hasta el arranque de metal de la escalera y se precipitó sobre la galería con un crujido que lo incrustó profundamente en las arqueadas tablas del piso, y quedó enterrado allí, con sus ornamentadas puertas destrozadas y abiertas de par en par.

De entre las astillas como espadas y los grandes trozos de madera cayeron dos cuerpos flácidos y sin conocimiento. La muchacha noble, de hermoso vestido, se quejaba débilmente, pero la cabeza del muchacho vestido con la librea de sirviente que yacía debajo de ella estaba caída hacia un lado, rota y muda para siempre.

Faendra sintió una arcada y rápidamente miró hacia otro lado, encontrándose en el camino de un noble alto que avanzaba dando tumbos y a tientas por la bamboleante galería. Llevaba ante sí la espada y su cara patricia mostraba enfado y desaprobación.

—Por lo que veo sois los jóvenes Yelmo Altivo y Halcón Invernal —gruñó mientras se acercaba a ellos—. ¿Es que no podéis olvidaros de vuestras rameras al menos por una noche? ¿Tenéis que traerlas aquí, para manchar nuestro homenaje a lord Piergeiron?

Señaló con su espada a Faendra, y luego a Naoni y a Alondra que estaban detrás de ella.

Taeros Halcón Invernal se puso delante de ellas, apartando suavemente aquel estoque ornamental con su propia espada.

—Lord Dezlentyr —dijo con voz firme—, vuestro error sólo es comparable a vuestra mala educación. Debo pediros una disculpa satisfactoria en este mismo instante o vuestro honor quedará en entredicho.

Los ojos del patriarca de la Casa Dezlentyr despidieron fuego, y emitió un gruñido de incredulidad.

—¡Vamos, cachorro! ¿Acaso no sabes con quién estás hablando?

Otro atronador y ensordecedor impacto hizo retemblar la galería, como si les recordara que el orgullo de la familia estaba muy alejado de la cuestión que ahora realmente importaba.

—Lo sé —respondió Taeros con frialdad—. ¡Sé que eres un cerdo promiscuo al que hace muchos años alguien debería haber cortado el aliento!

Un golpe de espada de Halcón Invernal tiró por los suelos el estoque del patriarca, y luego le atizó de plano un fuerte golpe en las anchas posaderas haciéndolo tambalear con un gruñido de dolor.

Fue a parar contra la barandilla de la galería, no lejos de Delopae Melshimber que, de rodillas ante él, le dedicó una dulce sonrisa mientras él la miraba indeciso; luego lo asió fuertemente de las piernas y lo lanzó por encima de la barandilla.

El aterrizaje de lord Dezlentyr fue realzado por un satisfactorio crujido de madera partida, como si hubiera aplastado no menos de tres sillas…, y acto seguido los Capas Diamantinas y sus damas tuvieron conciencia de que algo había cambiado en el vestíbulo.

Los horrísonos impactos, cada vez más fuertes, seguían estremeciendo la gran sala, mientras las mesas y las columnas que aguantaban el techo seguían cayendo, pero la lucha, los gritos y las carreras se habían desvanecido, dejando por todas partes rostros consternados. Era como si la gente empezara a despertar de un sueño, o de una magia mental que se había apoderado de todos.

—¿Q—qué pasó? —preguntaba tartamudeando un comerciante de ricas sedas de esmeralda con la vista clavada en la sangre que le manchaba las manos, que en realidad no era la suya.

Un noble que yacía bajo los descoyuntados cuerpos de otros dos intentaba hablar con un hilo de voz.

—Yo… ¿ya es la hora del desenmascaramiento? —preguntó.

Los Capas Diamantinas y sus damas intercambiaron miradas de extrañeza.

—¿Ya es la hora del desenmascaramiento? —volvió a preguntar el noble sin dirigirse a nadie en particular.

Algunos rompieron en sollozos al descubrir a su lado a alguien querido irremediablemente muerto. Por todas partes empezó a surgir gente desconcertada de debajo de las mesas y de detrás de las colgaduras, con sus galas destrozadas, que daban vueltas y más vueltas mirándose unos a otros y preguntándose qué había pasado.

—¿Ya es la hora del desenmascaramiento? —preguntó tozudamente una voz a la que nadie hizo caso.

En el lado opuesto a ellos, el dorado resplandor del conjuro de protección se hacía cada vez más brillante. Piergeiron, Señor Proclamado de Aguas Profundas, estaba entrando con paso vacilante en la sala apoyándose en la enorme fuerza de Madeiron Sunderstone. El mago Tarthus, envuelto en su oscura vestimenta y el cebado Mirt el prestamista venían detrás.

—¡Nobles de Aguas Profundas! —bramó Piergeiron, y su espléndida voz resonó por toda la sala—. ¡La ciudad necesita de vuestro valor y de vuestras espadas! ¡Un gran mal ataca a Aguas Profundas desde las profundidades!

—¿Ya es la hora del desenmascaramiento?

—¡Sí! —rugió Piergeiron—. ¡Levantaos, y tal como estáis, con vuestros trajes de gala y vuestros adornos, atravesad ese arco hacia la otra sala y bajad a las bodegas! ¡Por los nombres que lleváis con orgullo y por vuestros antepasados, golpead sin compasión! ¡Golpead y matad a todos los que no conozcáis que traten de subir hasta esta sala para masacrarnos a todos!

Los nobles observaron fijamente el pálido rostro del Señor Proclamado mientras el paladín desenvainaba su propia espada. El conjuro de protección le arrancó un brillo dorado cuando la enarboló y gritó:

—¡Por Aguas Profundas!

En toda la sala los monóculos se balancearon colgados de sus cintas y las caras se enrojecieron, los ancianos Señores de Aguas Profundas blandieron sus propias espadas, o puñales, o patas de sillas.

—¡Por Aguas Profundas! —respondieron.

Lord Brokengulf fue el primero en echar a correr. A su lado corría también la cortesana que había contratado, que empuñaba su propio y reluciente puñal…, y tras ellos todos los nobles apuraban el paso, tanto hombres como mujeres, rugiendo y despertando los conjuros de resplandor sobre las hojas a medida que avanzaban a la carrera hacia la otra sala como una vociferante marea.

—¿Cómo sabe que nos están atacando los enemigos de la ciudad? —preguntó Naoni frunciendo el entrecejo—. Tú has dicho que Beldar nos avisaría…

—Puede ser que alguien lo haya hecho —respondió Korvaun—. O tal vez no era necesario ningún aviso. Dudo que tu escudo evite que Tarthus oiga las palabras de envío de conjuro de otros magos de la Vigilante Orden. Siempre trabajan rastreando la magia cuando el Señor Proclamado aparece en público, y sin duda vieron algo siniestro.

—Hablando de eso… —dijo precipitadamente Delopae Melshimber, señalando al otro lado de la sala, a la galería que estaba por encima de la de ellos.

Allí acababan de brotar llamas, salidas de una antorcha sostenida en alto por una figura familiar que se apoyaba sobre la barandilla. El elfo que todos conocían en Aguas Profundas por el apelativo de «el Serpiente» señaló hacia el último de los nobles que se perdió de vista y luego abrió las manos y se dirigió a los que seguían en la sala, indecisos, con sus cuchillos, sus puñales y sus espadas en alto.

—¡El salón sufre sacudidas cada vez más peligrosas para nosotros! Y como podéis ver, los señores de más alcurnia de Aguas Profundas salieron corriendo hacia las bodegas, mientras que nosotros nos hemos quedado aquí. ¿Qué saben ellos que no sabemos nosotros?

Había un tono suave en la voz del Serpiente que sugería que la persuasión mágica estaba en acción, una magia poderosa a juzgar por el coro de gritos de rabia y temor que surgió en respuesta, y por la estampida general en pos de los nobles.

El mago Tarthus lanzó una mirada a Elaith Craulnober, que se limitó a sonreír, dio un paso atrás ocultándose en las sombras y se desvaneció justo en el momento en que otra tronante sacudida conmovió el salón.

—¡La sala se está viniendo abajo —exclamó Korvaun respondiendo a un presentimiento—, y el elfo, bendito sea su negro corazón, está sacando a la gente de aquí!

Una sonrisa feroz asomó a la cara de Taeros.

—Nos quedan los túneles, después de todo.

Avanzaron rápidamente en medio del caos reinante. La marea de comerciantes y artesanos lanzados a la carrera se mezclaba poco a poco, dejando atrás a un puñado de sinvergüenzas cuya avaricia podía más que la arenga de Elaith. Manos ávidas despojaban de sus espadas, puñales y joyas a los que ya no los iban a necesitar nunca más.

Entonces Faendra Dyre se detuvo en seco.

—¡Padre! —gritó.

El hombre que acaba de emerger del arco polvoriento procedente de la otra sala estaba aturdido, tenía la cara cubierta de sangre mezclada con polvo y no pareció oírla. Pero a pesar de su lamentable aspecto se veía con toda claridad que era Varandros Dyre.

—Vamos —insistió ella con una voz que era a la vez casi un sollozo, y se lanzó escaleras abajo hacia la galería mientras los demás intercambiaban miradas consternadas y la seguían.

—¡Dyre! ¿Qué te pasó? —preguntó Jaeger Whaelshod, que acababa de arrebatar una daga de la funda de un noble despatarrado al tiempo que hacía un guiño al cantero.

Karrak Lhamphur bajaba apresuradamente a la sala con dos espadas en las manos para unirse a ellos.

—¿Quién es esta? —preguntó.

«Esta» era la cortesana Nalys, con una pequeña linterna en la mano y un gesto de contrariedad en la cara, que salía del polvo buscando a Varandros.

Él se dio la vuelta y la abrazó con una intensa sonrisa en los labios.

—¡No perdamos tiempo! ¡A las bodegas! —rugió.

Ella asintió, sonrió y se dio la vuelta, y los tres fornidos miembros del Nuevo Día se sumergieron en los remolinos de polvo un paso por delante de Faendra.

—¡Padre! ¡Padre! —gritó esta corriendo tras ellos.

Una nueva explosión apagó sus gritos, y con un crujido ensordecedor una galería superior se derrumbó sobre otra inferior en un lateral de la sala de fiestas.

El mago Tarthus gritó algo a Madeiron. El paladín de los Señores agarró rápidamente a Piergeiron como si fuera un niño en lugar de un hombre musculoso y de estatura aventajada y dio marcha atrás pasando bajo el arco de comunicación entre ambas salas seguido muy de cerca por Mirt y por Tarthus.

Y el polvo se los tragó.

El sonriente maestro de armas se apartó de la pared de la cloaca en la que estaba apoyado.

—¡Aquí estamos, todos reunidos como lo ordenó el jefe! Y me resulta muy placentero saber que te estás recuperando, Tincheron. El jefe puede convocar un poder curativo muy poderoso.

Los dorados ojos seguían mirando con frialdad, y los macizos hombros cubiertos de escamas de plata se encogieron despreocupadamente.

—Desde luego —dijo cortésmente el semidragón—. ¿Tienes sus órdenes?

—Cazar y matar a todos los hombres monstruo que veamos. Además de eso, matar a los nobles más viejos y a todos los guardias que visten la librea de las casas nobles. Pero no a los herederos ni a los sirvientes.

—De acuerdo. Como estamos siendo tan explícitos, Lurlar, debes saber que lord Craulnober no quiere destruir a las casas nobles, sólo debilitarlas. Los nobles más jóvenes son un poco más… flexibles.

—Corrompibles —apuntó uno de los matones que Lurlar había convocado.

—Entonces no vamos a matar nobles —insistió Lurlar—, sino que vamos a podarlos…, como los jardineros.

—Eso es. ¡Vamos, eficientes jardineros!

Beldar Cuerno Bramante se agachó tras una columna y lanzó un sablazo a la garganta de un hombre con cuernos como los de un toro en la frente y se la atravesó de parte a parte.

Con un gorgoteo espumoso de agonía, el hombre vomitó sangre y cayó redondo al suelo. Una antorcha se consumía cerca de allí, sumiendo esa parte de las cloacas en la penumbra. Llegaban a la carrera hombres de todas partes pisando fuerte y gruñendo, y se oía el tintineo del acero al entrechocar las espadas. Por la izquierda, los faroles se balanceaban exageradamente, y Beldar se vio rodeado de hombres que eran en parte monstruos y que corrían y atacaban. Mientras miraba, salió uno de detrás de la sombra de un pilar donde Beldar hubiera jurado que no había nadie y lanzó un tentáculo alrededor del cuello del noble, apretándolo con una fuerza brutal.

El anciano lord —Beldar no lo reconoció. Probablemente era un parásito como podría llegar a serlo el propio Beldar si llegaba a vivir tanto, cosa que no creía que los dioses llegaran a permitir— murió instantáneamente con la cara encendida y los ojos desorbitados. Dos hombres monstruo rastrearon el cuerpo en busca de cuchillos y monedas casi antes de que acabara de caer al suelo.

La hoja de una espada pasó por encima del hombro de Beldar, y tan cerca que pudo oír el siseo del filo al cortar el paño de su guerrera. Luego, algo que tenía el aspecto de una lamprea trazó una espiral delante de su cara… y se vio luchando por su vida una vez más.

Por todas partes se pisaba sangre, densa y resbaladiza, y los cuerpos estaban…

Naoni avanzó sobre cadáveres quizá por vigésima vez, a tumbos, y fue a chocar violentamente contra una pared. Por todas partes había hombres que cruzaban sus espadas, gimiendo, gritando y muriendo, y no había señales de su padre ni de los que estaban con él, perdidos en la huida del salón de festejos hacia aquellos túneles. Faendra lloraba en silencio, se mordía con fuerza el labio inferior para contener los sollozos, y tenía su puñal desenvainado y listo.

Los estruendos seguían retumbando, menos ruidosos y más contundentes, pero no dejaban de caer chorros de polvo y pedruscos con cada impacto. Las antorchas y los faroles parpadeaban en la oscuridad, y el brillo de los conjuros de las armas mágicas relampagueaba.

Se encontraban en una intersección de túneles después de haber dejado a sus espaldas los estantes repletos de botellas. Los Capas Diamantinas se mantenía muy cerca unos de otros, luchando contra los nobles, los aterrados comerciantes y se diría que la mitad de los ladrones del distrito del Puerto.

Un hombre arremetió desde un lateral para derribar un barril haciendo que todas las manzanas rodaran por el suelo. Korvaun y Taeros agitaron los brazos, maldijeron y se cayeron.

El hombre saltó hacia adelante, extendiendo unos brazos increíblemente largos. Los dedos de las manos se convirtieron en delgadas y agresivas serpientes. Una estuvo a punto de clavar sus colmillos en la cara de Faendra, pero sólo llegó a morderle el pelo mientras ella gritaba y se apartaba. Otra golpeó la mejilla de Alondra, pero el terrible puñal de Delopae llegó a tiempo de rebanarle la lengua y parte del hocico, del que saltaron sangre y veneno, y el hombre rugió de dolor.

Instantes después, Roldo y Starragar consiguieron meterse por debajo de aquellos brazos serpentinos y clavaron sus espadas entre las costillas del hombre monstruo. Este se derrumbó sobre el suelo sollozando y gorgoteando.

Naoni tropezó con las manzanas que rodaban desperdigadas, se cayó de rodillas y en el pasadizo vio una antorcha prenderle fuego a una capa. Despidió una intensa llamarada, arrojando luz sobre un rostro que ella conocía.

—¡Baraezym!

Mientras hundía hasta la empuñadura su puñal en la garganta del hombre en llamas, el aprendiz superviviente de su padre la oyó y miró en su dirección con asombro.

Dos criaturas con más aspecto de lobos que de hmnanos, pero con grandes pinzas de cangrejo en lugar de garras, irrumpieron en el lugar saliendo de otro pasadizo y se abalanzaron sobre él.

—¡Acudid a Baraezym! ¡Salvadlo! —gritó Naoni señalando en aquella dirección, y Starragar pasó corriendo por delante de ella, haciendo una mueca al aplastar una manzana con el pie y torcerse una pierna, pero se lanzó a la carrera pasadizo adelante. Taeros se puso de pie con dificultad y se lanzó tras él a toda velocidad.

—¿Faen? —susurró Naoni—. ¿Eres tú…?

Sus palabras se perdieron en la repentina y rugiente carga de un hombre que salió de la oscuridad detrás de ella, golpeándola con un largo y peludo brazo que tenía las garras de un oso grande.

Naoni y Faendra chillaron mientras Korvaun, aún de rodillas, le lanzaba mandobles, obligando al hombre oso a desviarse hacia un lado justo cuando Alondra se abalanzó sobre él puñal en ristre.

Con la garganta rajada, el hombre lobo gorgoteó, se tambaleó, se aferró en vano a la pared con las uñas… y murió.

Del túnel surgieron nuevos gritos, y alguien vociferó a lo lejos el nombre de una casa noble como si fuera un grito de guerra.

Luego Korvaun rugió de dolor, y hubo un choque de espadas muy cerca. Naoni se echó a un lado y rodó sobre la sangre y las manzanas hasta ponerse de pie frente a… Roldo Thongolir y Alondra apuñalaron con furia a un hombre que tenía el aspecto de un ladronzuelo emboscado salvo por las hileras de bocas de afilados dientes que le adornaban los dos antebrazos desnudos.

—¿Va todo bien por ahí? —preguntó Taeros.

Alondra se dio la vuelta con la cara cubierta de la sangre del ratero, dio un paso atrás para dejar caer el cadáver al suelo y respondió con un jadeo.

—Sobreviviremos, lord Halcón Invernal. ¿Cómo te va a ti?

—Tenemos a Baraezym, pero está herido. Starragar vio a Karrak Lhamphur, iba solo y corría en aquella dirección.

«Aquella dirección» no significaba nada en medio de aquella penumbra, como es natural, y Naoni localizó a Faendra y se pegó a ella mientras Korvaun y Taeros se encontraron y chocaron las palmas, respirando ambos con dificultad.

—¿Va todo bien? —preguntó Starragar, medio arrastrando a un tambaleante Baraezym.

—Luchar es estimulante —respondió Phandelopae Melshimber casi con orgullo—. ¿Alguna señal de maese Dyre, o de que esta locura esté a punto de finalizar?

La única respuesta que recibió fue el cercano quejido de un corpulento noble de cara encendida, que corría como alma que lleva el diablo perseguido por cuatro hombres vestidos con los pantalones y las chaquetas negras de los sirvientes de las Sedas Rojas, que blandían largos cuchillos.

Otro noble salió de pronto de otro pasaje lateral con sus propios perseguidores de atuendos negros pisándole los talones. El primero de ellos se abrió paso entre los Capas Diamantinas gimoteando de desesperación, y Korvaun y Taeros se juntaron, espadas en mano, para formar un muro de contención contra los casacas negras.

Los minutos siguientes fueron frenéticos y sangrientos. Taeros gritando de dolor a causa de los nudillos machacados, un casaca negra gimiendo mientras Korvaun lo atravesaba con la espada, y un salvaje entrechocar de los aceros que hacía saltar chispas.

Un casaca negra cayó al suelo y fue rodando hasta los pies de Taeros, tratando de derribarlo para poder apuñalarlo con más facilidad. Halcón Invernal cayó pesadamente, pero Alondra saltó sobre el ladrón y le sujetó la mano del puñal, lo cual permitió a Taeros golpear primero.

El hombre tuvo un espasmo y se quedó inmóvil, muerto o moribundo, y Roldo Thongolir se abalanzó sobre el otro casaca negra cuyo cuchillo estaba a punto de alcanzar a Taeros. El hombre golpeó de lado el brazo y la espada de Roldo con una mano y con la otra lo apuñaló en la cara, arrancándole cabellos y parte del cuero cabelludo al tiempo que Roldo hacía esfuerzos desesperados por esquivarlo.

Alondra se lanzó con los pies por delante contra el casaca negra, que recibió un fuerte golpe en el pecho que lo hizo salir despedido. Mientras ella se precipitaba sobre Roldo, Taeros se puso de pie para cubrirlos y repeler el ataque del otro casaca negra.

Justo detrás de ellos, Naoni lanzó un grito cuando un puñal le atravesó peligrosamente una manga del vestido. Su atacante se había escabullido de la refriega y ahora avanzaba tambaleándose mientras Faendra caía de rodillas. El casaca negra aferró a Naoni por un hombro y la arrastró con él, sin soltarla, y luego apuñaló… el vacío, mientras el cuchillo de Delopae detenía el suyo y lo contenía, trémulo, el tiempo suficiente para que la noble cayera sobre él y para que Alondra acudiese tropezando con las manzanas y hundiese su cuchillo en el ojo izquierdo del casaca negra.

De repente, los casacas negras se escabulleron en la oscuridad y ya no quedó nadie con quien luchar. Los Capas Diamantinas y sus cuatro acompañantes de refriega carraspeaban y respiraban entrecortadamente en la penumbra, mirándose unos a otros.

—Bueno —farfulló Korvaun tratando de recobrar el aliento—, esto ha sido… impresionante. Alondra, recuérdame que nunca me enfrente a ti en una pelea.

—Lo mismo digo —abundó Starragar—. Buen trabajo, Alondra y los demás. Casi como los guerreros… que realmente somos llegada la ocasión. ¿Cuántos…?

—Ya contaremos los muertos más tarde —intervino Faendra con mucha convicción—. Quiero encontrar a mi padre y ponerlo a salvo de todo esto.

¿Alguien está herido?

—Si alguien me venda los dedos con esta tela estaré listo para seguir adelante —resopló Taeros.

De pronto, Baraezym lanzó un grito. Roldo y Starragar maldijeron y corrieron hacia él en el momento en que el último aprendiz de Varandros Dyre se puso de pie de un débil salto y sus perseguidores se abalanzaron sobre él, preparados para atacarlo.

Eran dos, los atacantes, auténticas pesadillas con cuernos, fauces y grandes espolones, mucho más monstruos que hombres. La espada de Roldo se quebró en su primer mandoble rabioso, y un espolón le rasgó la túnica y lo hizo tambalearse. Ambos engendros se lanzaron sobre Starragar, y Taeros y Korvaun dieron un rápido salto hacia adelante, las espadas en alto y centelleantes, con la idea de caer al mismo tiempo, cuando una cola con el aspecto de serpiente les propinó un latigazo en los muslos.

Un monstruo saltó sobre ellos, abalanzándose sobre el farol que Naoni estaba tratando de reavivar, y cuando ella dio un grito y los espolones estaban a punto de golpearla en la cara, Alondra dio un salto para desviarlos hacia un lado.

La criatura chilló de rabia y de dolor, extendiendo el filo de sus grandes espolones hacia el costado desprotegido de Alondra.

Una prominente figura vestida de negro salió de las sombras para protegerla, recibiendo aquella tremenda puñalada en su propio costado con un profundo gruñido.

Jadeando en su estado agónico, Phandelopae Melshimber dirigió contra su verdugo el cuchillo que llevaba en la mano y lanzó varias cuchilladas violentas que sólo apuñalaron el aire.

Dos espadas, impulsadas por toda la fuerza y la rabia que Korvaim y Taeros podían imprimirles, perforaron el peludo pecho del monstruo e hicieron saltar chispas cuando chocaron entre sí. El aceite del farol que se había derramado sobre el cuerpo de Baraezym dio lugar a una viva llamarada que alumbró lo suficiente para que Roldo y a Starragar pudieran derribar a la otra bestia con sus mandobles.

Starragar dejó escapar un grito cuando vio el ensangrentado espolón saliendo del cuerpo de Delopae, y le arrojó la espada en un intento desesperado y ansioso de llegar hasta ella.

—Yo… son…

Phandelopae Melshimber luchaba por hablar, con una mirada feroz en los ojos, pero todo lo que salía de su boca era sangre. Estiró una mano, tratando de aferrarse a Starragar mientras él la abrazaba y sollozaba.

—¡No tendría que haberte traído aquí esta noche! ¡Delopae! ¡Nunca hubiera debido…!

De golpe, la luz se extinguió en los ojos de la mujer y su mano dejó de agitarse en el aire.

Starragar Jardeth rompió a llorar, y por encima de su cabeza se intercambiaron miradas de horror mientras su amigo sollozaba sobre un cadáver, a la luz de otro que ahora ardía transformado en una tea.

Beldar Cuerno Bramante estaba cansado de oír gritos de muerte y totalmente enfermo de reprimir el deseo ardiente que rugía en su interior y que lo invitaba a correr, a reservarse para cosas más altas.

Avanzó en la oscuridad, orientándose hacia las bodegas. Había cuerpos por todas partes, antorchas caídas que parpadeaban entre los cadáveres grotescamente tumbados y silenciosos.

Tenía que acabar con esto. Tenía que detener al demente Golskyn y a sus hombres bestias, pero no se atrevía a usar su ojo de contemplador, cuyo dominio sobre Beldar se hacía cada vez más fuerte. Con el parche bien sujeto en su sitio, siguió adelante, la afilada espada preparada, y la voz que había tratado de ignorar surgió con toda su fuerza.

Por aquí. Sólo unos pasos más. Por aquí.

En la superficie, con pisadas atronadoras, las Estatuas Andantes de Aguas Profundas dieron algunos pasos más, reacomodándose, cumpliendo las órdenes de… Golskyn, que según todas las apariencias hablaba a través de él.

—Es un hombre al que tengo que encontrar y matar —murmuró seriamente Beldar Cuerno Bramante mientras avanzaba entre charcos de vino y vidrios rotos acercándose a una luz cada vez más brillante.

Alguien se había molestado en conjurar la luz en el destrozado Sedas Rojas y suprimir el polvo, dejando al descubierto una red de desperfectos que iban desde el enorme agujero del techo hasta las grandes grietas de las paredes. La mayoría de los tapices habían caído al suelo, así como los vidrios emplomados de las ventanas que estaban tras ellos. Mientras Beldar avanzaba entre los escombros para unirse a la gente que observaba en silencio la sala de fiestas, pudo ver lo que estaban mirando a través de aquellas grietas.

Piernas gigantescas de piedras que bloqueaban todas las salidas de la ruinosa sala. Las piernas se unían a los correspondientes cuerpos de piedra que se elevaban por encima del techo destrozado, como vigilantes que miraran con gesto de desaprobación a un ciudadano caído.

Las Estatuas Andantes de Aguas Profundas habían rodeado el edificio de las Sedas Rojas y lo habían convertido en una prisión que, con unos cuantos golpes o a patadas, podían derribar convirtiéndolo en una tumba para los que estaban dentro.