Capítulo 13
¡Tammert! —La aprendiza de ojos desorbitados sollozaba. Su pelo largo todavía le crepitaba sobre los hombros en un caos de magia que se arremolinaba en torno a ellos y hacía saltar oleadas de chispas—. ¿Está muerto?
En una ocasión, Tammert Landral, en una habitación unas cuantas plantas por debajo de esta, había tratado de atravesar con una espada a Quilué de los Elegidos y había quedado chamuscado por el fuego plateado. Ahora era el más próximo de todos al caído señor mago de Aguas Profundas. Tragó saliva, estiró una mano y la retiró de prisa cuando sintió la magia que emanaba del cuerpo aparentemente intacto de Bastón Negro en una descarga ardiente, amenazadora.
—N—no lo creo —respondió—. ¡Que venga Maresta! ¡Y también Araeralee! ¡Rápido!
Como los aprendices de la Torre de Bastón Negro eran sólo eso, aprendices, esta orden por lo general no habría tenido más consecuencia que un revuelo de disputas y opiniones expuestas con prepotencia, pero en ese momento, casi todos los que estaban en la habitación lo único que querían era estar lejos de allí. Salvo Tammert y Callashantra, que estaba más o menos segura de dónde se encontraba cuando lo gritó, los demás abandonaron la habitación en frenética desbandada.
Mientras tanto, Tammert esperaba con todas sus fuerzas que Maresta Rhanbuck, ese torbellino maternal, y Araeralee Estrella Estival, a quien tan alto aprecio tenía Learal, supieran qué hacer.
—Que la Madre Mystra nos guíe —oró fervorosamente dejándose caer de rodillas y sacrificando un conjuro de su mente para hacer que su plegaria se encendiera y fuera oída—. ¡Oh, si Learal estuviera aquí!
Sin embargo, la primera en aparecer en una puerta fue la traviesa y pequeña seductora Jalarra.
—¡Todos pasaron corriendo a mi lado como si se hubieran desatado los Nueve Infiernos! ¿Me estoy perdiendo algo? Yo… oh.
Se calló y abrió mucho los ojos al sentir por encima de su cabeza la magia que todavía recorría arrolladora la habitación y ver entre el resplandor que se iba desvaneciendo el cuerpo caído de Khelben Arunsun.
—¿Qué pasó? ¿Está…?
—No lo sé —respondió Tammert con tono sombrío sin apartar los ojos del archimago ni un momento—. Trae a Maresta, ¿quieres?
Sorprendentemente, Jalarra se volvió para hacer lo que le habían dicho, y dejó escapar un gritito de alarma al chocar con Maresta y Araeralee que acudían a toda prisa.
—Hemos enviado un conjuro a lady Learal —dijo Maresta con voz entrecortada y más azorada de lo que nadie la había visto jamás—. Sólo queda esperar…
Se produjo un destello sordo y en la habitación apareció de repente una persona más. Jalarra volvió a gritar.
—¿Tan mal os hemos entrenado? —preguntó la señora maga de Aguas Profundas desde la posición dominante en que se encontraba junto a Tammert—. ¿Lo único que sabéis hacer es esperar?
Se dio la vuelta en redondo, vio a Khelben y se abalanzó hacia él. Casi agradecido, Tammert se quitó de en medio.
Los aprendices vieron que Learal se colocó encima de Bastón Negro y cerró los ojos como si tratara de sentir algo. Luego volvió la cabeza y les dirigió a todos una mirada grave.
—Un retroceso —declaró—, y fuerte.
Los aprendices guardaron silencio sin saber qué decir.
—Maresta —añadió Learal abruptamente—, te pongo a cargo. Aguas Profundas debe creer que lord Arunsun sigue aquí y está trabajando. Todos vosotros: si alguien pregunta, los dos estamos aquí y estamos ocupados, ¿de acuerdo? Si alguien se pone demasiado pesado, le decís que ambos estamos ocupados con Mystra.
Hubo otro destello sordo y toda la magia bullente desapareció de la habitación. Las piedras donde habían estado los magos estaban desnudas y vacías.
Tammert Landral sintió un estremecimiento y empezó a sollozar admirado. Una amplia sonrisa se estaba extendiendo por su mente en medio de un fuego plateado…, un fuego que lo inundó de una tranquilidad muda.
—¡Tammert! —lo llamó Maresta—. ¿Qué sucede?
—Mystra —consiguió articular—. ¡Ha oído mi plegaria!
Unos puntos de luz blanca bailaban en la visión oscurecida de Mrelder. La mano de su padre se le cerraba sobre la garganta… Las luces parpadeantes empezaron a girar más rápidamente, como pequeñas estrellas que se iban volviendo más brillantes.
—¡Necio! —bramó Golskyn dándole una sacudida que lo hizo sollozar y le produjo un dolor que le atravesó la cabeza como la punta de una lanza—. Pierdo el tiempo buscando una baratija mágica sólo para que tú te pongas nervioso y la destruyas.
—No —consiguió articular Mrelder—. Destruida… no.
La mano que lo asía aflojó un poco.
—Entonces ¿por qué la arrojaste lejos? ¿Por qué formulaste un conjuro sobre ella?
Mrelder se apartó con cautela, arañándose los hombros contra la pared.
—Mi conocimiento de la Gorguera era incompleto —dijo en voz baja mientras la cabeza le palpitaba—. No me di cuenta de que… al tratar de usarla… me vincularía mentalmente a Khelben Arunsun.
Se quedó esperando la explosión de su padre.
Cuál no sería su sorpresa cuando vio un atisbo de sonrisa en la cara de Golskyn.
—Ah. ¿Y cómo estaba el archimago de Aguas Profundas cuando lo dejaste?
—¿Que cómo estaba? —inquirió Mrelder sin comprender lo que le preguntaba su padre—. No… me tomé el tiempo necesario para preguntar por su salud. En lo único que pensé fue en desvincularme de él. Ese vínculo le habría permitido encontrarme. Encontrarnos.
—Es cierto —coincidió Golskyn, con aquella extraña sonrisa bailando todavía en su cara—. Me siento impresionado a mi pesar por ese archimago tuyo y por sus sensatas precauciones. Después de todo, no tiene sentido dejar que cualquiera domine a un golem de piedra tan alto como quince hombres, y eso por no hablar de ocho de esos golems. Si ese control pudiera conseguirse fácilmente, las Estatuas Andantes dominadas no tardarían en aplastar toda esta ciudad, hasta el último edificio.
—Sí —dijo Mrelder con voz entrecortada—. La mayor parte de los artilugios mágicos tan poderosos tienen muchas salvaguardas y protecciones.
—No podía pedirse que tuvieras conocimiento de todas ellas —dijo el sacerdote con tono apaciguador—. Con tiempo llegarás a descubrirlas. Ahora vuelve a ponerte la Gorguera para que podamos averiguar más.
El miedo atenazó a Mrelder como una mano helada. No sabía bien qué le inspiraba más terror, si la idea de volver a ponerse la Gorguera o el tono aterciopelado de la voz de su padre; si la punzante promesa del fuego de plata o la calma después de la tempestad.
—No estoy… a la altura de Khelben Arunsun —dijo por fin—. Podría dominar mi mente con la misma facilidad con la que tú podrías asimilar la cola de una rata gigante.
—Una comparación poco afortunada, pero por el momento la dejaremos pasar —replicó Golskyn con tono tranquilo, incluso divertido—. ¿Le temes a este archimago?
El miedo era algo que lord Unidad de la Amalgama despreciaba, pero lo que no podía tolerar era la falta de sinceridad. Sabedor de ello, su hijo asintió de mala gana.
—Entonces piensa esto: cualquier cosa que Khelben Arunsun pueda hacerte es una simple posibilidad, mientras que lo que yo, Golskyn, haré aquí y ahora si no tratas de dominar la Gorguera es una certidumbre fría y definitiva.
El sacerdote se dio la vuelta para marcharse y luego se volvió a mirar a Mrelder mostrando todavía aquella endeble sonrisa.
—Tal vez —añadió, sonando desconcertantemente razonable—, eso sirva para poner las cosas en su sitio.
Mrelder no tenía elección, de modo que levantó la Gorguera del Guardián con manos temblorosas y se la puso al cuello. Sintió… Nada.
El zarcillo de magia que lo conectaba con el fuego de plata de la mente del gran mago había desaparecido.
Mrelder lanzó un intenso suspiro de alivio. Los escudos que había alzado sin querer cayeron, y al desaparecer, un débil resplandor de magia inundó sus pensamientos.
El vínculo no había desaparecido del todo, pero había cambiado. Ya no era un camino de dos direcciones, se desvanecía rápidamente pero enviaba a Mrelder una imagen como la que podría verse en un cuenco de visión cuyos poderes se fueran atenuando rápidamente.
Khelben Arunsun yacía en la penumbra, con la barba chamuscada y las manos y la cara ennegrecidas como por el fuego. Estaba rodeado de algo así como verdes bosques, y una mujer de larga cabellera plateada se encontraba de rodillas a su lado, con los ojos cerrados y moviendo los labios como en una oración.
La visión retrocedió, menguando como si Mrelder estuviera alejándose de ella, hasta que fue engullida por una niebla oscura. Entonces el débil resplandor de la magia desapareció por completo, y Mrelder abrió los ojos y dirigió a su padre una sonrisa jubilosa.
—El archimago no nos molestará durante un tiempo —anunció, tratando de sonar victorioso en vez de aliviado.
Golskyn asintió como si el triunfo de Mrelder fuera lo que había esperado.
—¿Y la Gorguera?
—Nada más —admitió Mrelder—. Todavía.
Golskyn asintió otra vez lentamente.
—Si Piergeiron vive, lo encontraremos. En su debido momento nos dirá lo que queremos saber.
A Mrelder le pareció que eso era muy poco probable, pero sabía que lo mejor era simular que estaba de acuerdo. Formuló el conjuro que le permitía captar la pequeña insignia de cobre que llevaba Piergeiron.
—Todavía está ahí abajo —anunció perplejo.
El fragor de la lucha era ahora más débil en la calle, lo cual significaba que se estaba restableciendo el orden. ¡Seguramente atender al Primer Señor era lo más importante para la vigilancia!
Los dos hombres volvieron a toda prisa a la calle llena de humo. Mrelder apartó rápidamente a Golskyn para permitir el paso de varios vigilantes que pasaron a la carrera llevando a hombros a un hombre corpulento de espeso bigote vestido con botas y pantalones de marino y una guerrera manchada de sangre.
A continuación, el hechicero se fue abriendo camino entre los cuerpos, los escombros y los vigilantes que miraban con desconfianza, hasta el callejón al que habían arrastrado a Piergeiron.
Allí se detuvieron en desmayado silencio. Habían apartado el cartel que había caído sobre el Señor Proclamado y Piergeiron había desaparecido.
—¿Y bien? —preguntó con frialdad el sacerdote.
Un brillo de metal llamó la atención de Mrelder. Apartando con un pie los restos retorcidos de un cajón de madera, recogió el yelmo del paladín.
La insignia de cobre seguía pegada a él. El conjuro de unión que había formulado había cumplido su misión. Claro que eso no lo consolaba.
Le mostró el yelmo para que su padre pudiera ver la insignia.
—Los conjuros funcionaron —dijo vacilante.
Golskyn lo miró con disgusto.
—Hubieras hecho mejor en hacerle comer la insignia de cobre con las salchichas del desayuno. ¡Así tu «conjuro de unión» nos podía haber prestado mejores servicios!
—Fuimos agredidos, oficial —repitió Korvaun Yelmo Altivo tal vez por décima vez sintiendo las frías miradas de los miembros de la vigilancia que formaban un cerrado círculo a su alrededor—. Como ya he dicho, simplemente pasábamos por la casa de comidas y salieron a perseguirnos.
—¿Y vosotros no desenfundasteis las espadas? ¿No hicisteis ningún gesto? ¿No dijisteis nada?
—Ni espadas ni gestos —intervino Taeros—. Según recuerdo, en ese momento estábamos explicándole a lord Jardeth lo que es una casa de comidas.
Eso le valió un gesto de incredulidad del oficial de la vigilancia.
—¡Vamos, milord! ¿Realmente esperas que creamos que tu amigo… —señaló a Starragar que, con su reluciente capa negra y su cara manchada de sangre, parecía un enorme cuervo— no sabe lo que es una cervecería?
Los vigilantes que lo rodeaban formaron un coro de risitas sarcásticas.
—Lo que quería decir —dijo Taeros presa de una furia que no era corriente en él— es que lord Jardeth esperaba que un establecimiento de ese tipo presentara un aspecto más acogedor si lo que pretendía era atraer clientes, del mismo modo que yo espero que la vigilancia mantenga la seguridad de las calles o al menos se haga a un lado para permitirnos atender a nuestro amigo herido.
El oficial lo observó con mirada más bien fría.
—Determinar quién es culpable de un derramamiento de sangre, lord Halcón Invernal, forma parte de lo que significa mantener la seguridad de las calles, y observo que los dos jóvenes lores están ante mí ilesos, mientras que más de una docena de extranjeros y ciudadanos yacen heridos o muertos, muchos de ellos por heridas que es casi seguro fueron infligidas por vuestras espadas. Si por algún motivo pensáis que no es digno de nuestra alcurnia responder a unas cuantas preguntas…
—Lejos de mi intención —replicó Taeros, ahora realmente enfadado—. Pero como parece que estamos aquí para observar cosas, yo observo que no se ha ayudado a estas damas a ponerse de pie ni se ha preguntado por su salud… y, a decir verdad, no se les ha preguntado absolutamente nada.
Otro oficial de la vigilancia lanzó un resoplido desdeñoso.
—Ah, sí, ahora mirad a vuestras furcias, eso conseguirá distraernos. ¿Pensáis que somos imbéciles?
Para sorpresa de todos, fue Naoni la que se levantó del suelo hecha una furia.
—¿Furcias? ¿FURCIAS?
Se lanzó sobre el hombre sin hacer caso de la espada que tenía en la mano y le dio una bofetada que le hizo volver la cara y que arrancó sonoras carcajadas a los demás vigilantes.
—Somos artesanas —le gritó—. ¡Mujeres honradas que trabajan honradamente, no los juguetes de unos hombres con título!
Para entonces, varios vigilantes le habían sujetado los brazos a ambos lados del cuerpo y el capitán al que había atacado se había puesto fuera de su alcance, más sorprendido que enfadado.
—Naoni —gritó Faendra con desesperación, temiendo que apuñalaran a su hermana ante sus propios ojos—. ¡Ya está bien!
Su hermana la oyó y guardó silencio, pero no dejó de debatirse para desasirse de las manos que la sujetaban.
—Bueno, parece que hemos tocado algún punto sensible —observó el oficial de más edad—. ¿Es que todavía no has tenido bastante guerra por hoy, queridita?
Ese «queridita» y el tono condescendiente con que lo dijo hizo que Faendra se pusiera de pie. Avanzó para colocarse entre su hermana y el oficial que permanecía con los brazos en jarras lanzando llamas por los ojos azules.
—¡Sin duda, la señorita Dyre, hija del maestre de un gremio, merece un trato más respetuoso!
Los oficiales se miraron unos a otros, y los hombres que sujetaban a Naoni la soltaron y dieron un paso atrás.
—Vamos, joven señora, no pretendíamos hacer ningún daño.
—¿Ah, no? ¡Seguro que si vuestras hijas y hermanas hubieran sido retenidas en un campo de batalla y libradas a su suerte, y a continuación hubieran sido objeto de burlas como si fueran rameras del puerto —dijo Faendra enfurecida—, no hubierais dejado acumular tanto óxido en vuestras espadas! Y dicho sea de paso, las «guerras» de mi hermana son asunto suyo, y ningún personaje de barba gris y «armas oxidadas» es digno rival para ella.
Surgieron algunas risitas incómodas. Faendra, sin embargo, todavía no había terminado. Se volvió y señaló a Naoni con gesto teatral.
—Y que sepáis que mi hermana es una hechicera, que ha sido bendecida por la diosa con la habilidad para transformar en hilo cualquier cosa. Podría transformar todas vuestras espadas en hilo para pescar.
Echó una mirada hiriente a los miembros de la vigilancia allí congregados y añadió:
—Aunque no creo que muchos de vosotros notarais el cambio.
Un joven vigilante dio un paso adelante y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Es que estás amenazando a la guardia con hechicerías?
—Thellus —lo interrumpió otro oficial—, creo que debemos someter a estas jóvenes a un interrogatorio adecuado. Por separado. Yo me ocuparé…
—No, señor —anunció entonces Korvaun con la espada ya desenvainada y con voz todavía más fría que su acero—. No lo vas a hacer. Estas mujeres están ahora bajo mi protección, y lucharé contra cualquier hombre que trate de…
—¡Que los dioses nos protejan! —dijo el oficial de pelo entrecano con desesperación—. ¡Guarda tu acero! Tú también, lord Halcón Invernal. Nadie va a llevar a nadie a ninguna parte…, al menos nosotros no. Atrás, hombres —se inclinó para mirar a Alondra—. ¿Cómo estás, muchacha?
—Cubierta con la sangre de un hombre cuyo peso me impide levantarme —respondió—, pero por lo demás, ilesa. —Volvió la cabeza para mirar a Taeros antes de añadir fríamente—: Sin embargo, todavía no estoy segura de que sea elogiable la protección de hombres que han heredado más títulos que sentido común, cuya forma de solucionarlo todo parecer ser esgrimir una espada.
Algunos vigilantes rieron por lo bajo, y al menos uno soltó un silbido en revisión del estallido que estaba por llegar mientras todos veían cómo enrojecía la cara de lord Taeros Halcón Invernal.
En medio de ese silencio expectante, Taeros envainó la espada, e hizo a Alondra una inclinación de cabeza.
—Me pliego a los deseos de una dama cuando eso es posible, y como el buen oficial aquí presente ha prometido que no seréis detenidas ni interrogadas, me conformo con dejar que las cosas sigan su curso legal.
Se volvió hacia el oficial.
—Supongo que desearás entrevistar a otros testigos para averiguar la verdadera causa de este disturbio. Si vuelves a necesitarnos a mí o a mis amigos, te ruego nos hagas llamar y amablemente responderemos a las preguntas que quieras hacernos.
—Bien dicho —respondió el viejo oficial—. Deponed las espadas, hombres. Creo que nuestro trabajo aquí ha terminado…, a menos que sus señorías quieran que llevemos a lord Cuerno Bramante a alguna parte.
—Puedo ir por mi propio pie. —La respuesta amortiguada proveniente de la forma ensangrentada que tenían a sus pies lo sobresaltó—. Eso creo.
Taeros le echó una mirada.
—¿Estás malherido, Beldar?
—Sobreviviré —fue la respuesta tajante seguida de un quejido cuando Starragar lo ayudó a ponerse de pie.
—Lo acompañaré a casa —anunció lord Iardeth.
Korvaun Yelmo Altivo se volvió hacia Naoni.
—Si no lo consideráis una imposición, nosotros tres podríamos acompañaros.
Un oficial de la vigilancia que estaba bien arropado detrás de sus compañeros no entre dientes.
—¿Y quién va a proteger a quién? —dijo.
Entre el jolgorio que siguió a sus palabras, Naoni Dyre se irguió y respondió con gran dignidad.
—Aceptamos tu amable oferta, lord Yelmo Altivo. Al parecer, la cortesía y el sentido del deber no son siempre ajenos a los hombres de Aguas Profundas.
Siguiendo el ejemplo, Taeros tendió una mano a Alondra.
—No necesito tu ayuda. Llevad a vuestro amigo a un sanador —respondió la chica con frialdad. Rechazando la mano tendida se puso de pie por sus propios medios—. La protección de lord Yelmo Altivo será suficiente para nosotras. Es posible que nosotras, unas muchachas indefensas, no seamos capaces de evitar que dos de vosotros iniciéis un derramamiento de sangre.
Beldar rechazó la mano que le ofrecía Starragar y dio unos cuantos pasos vacilantes. La calle se veía un poco borrosa y se inclinaba peligrosamente, y tuvo que apoyarse en la pared más próxima hasta que su vista consiguió equilibrarse.
—La chica tiene razón —dijo Taeros surgiendo de la niebla—. Voy a llamar a un carruaje para llevarte a un sanador.
Beldar se tocó la frente para evaluar el daño. Sorprendido, comprobó que era una herida superficial, poco más que un arañazo.
—No es grave —dijo con un tono que reflejó su sorpresa.
Starragar lo miró con escepticismo.
—Hay mucha sangre y te quedaste sin sentido. Cada una de esas cosas, y las dos juntas mucho más, justifican los honorarios de un sanador.
—Las heridas en la cabeza sangran mucho —respondió tajante el joven Cuerno Bramante.
Le resultaba difícil admitir que lo más probable era que sencillamente se hubiera desmayado, como una débil doncella de una de esas estúpidas novelas por entregas que siempre estaban leyendo sus hermanas.
—Me haré curar la herida —le dijo a Taeros—. Si a vosotros os da lo mismo, preferiría estar solo.
En la cara de sus amigos hubo un brillo de comprensión.
—A mí me pasa lo mismo —admitió lord Halcón Invernal en voz baja—. Nunca le había quitado la vida a un hombre. Es una cuestión demasiado dura y seria como para pasarla por alto u olvidarla a la ligera.
Beldar miró a Taeros. Lo que había dicho su amigo era cierto, sin duda, pero él ni siquiera se lo había planteado. ¿Y qué revelaba eso acerca de Beldar Cuerno Bramante?
A pesar de todo, la máscara que se le ofrecía era mejor que revelar su humillación. Empujó suavemente a sus amigos.
—Gracias. Idos a casa. Ya hablaremos después.
Lord Halcón Invernal asintió y echó mano a la bolsa donde llevaba el dinero.
—No admito discusión —dijo con firmeza mientras ponía la bolsa en manos de Beldar—. Las mujeres de Aguas Profundas jamás me perdonarían si no pusiera los medios a tu alcance para evitar que una cicatriz estropeara esa cara.
El joven Cuerno Bramante sonrió aun sin ganas.
—Te lo devolveré, hasta el último centavo.
Unas cejas negras se arquearon con fingida sorpresa.
—¡Ese golpe en la cabeza debió de ser más fuerte de lo que parecía!
Beldar rio entre dientes porque era lo que se esperaba que hiciera, y dijo adiós con la mano a Taeros y a Starragar que se marchaban.
Cuando desapareció el último revuelo de las capas negra y ámbar al volver la esquina, Beldar se quitó la suya y la puso del revés de modo que sólo se viera el forro negro. La tarea que tenía ante sí sería más difícil si alguien lo reconocía y las lenguas ociosas empezaban a repetir su nombre.
Se abrió camino decidido por las animadas calles. Se metió por un callejón especialmente ruidoso donde tuvo que sortear la basura y los desechos hasta llegar a la sólida pared de piedra de un almacén adornado con burdas leyendas y con blasones muy antiguos y descoloridos.
Tras encontrar una piedra que era de color más claro que el resto, Beldar pasó los dedos por los bordes de derecha a izquierda. Una puerta de piedra se abrió lentamente sobre silenciosos goznes, permitiéndole introducirse en un estrecho y bajo pasadizo que había al otro lado.
Las escaleras que había al final brillaban débilmente. Beldar cerró la puerta y avanzó con mucho cuidado; el brillo se debía a un liquen esponjoso que hacía que los peldaños estuvieran resbaladizos. La última vez que había pasado por allí había sufrido una caída que le había dejado los huesos doloridos y que a su hermano mayor le había parecido muy divertida. Sin embargo, Beldar sonrió con satisfacción al recordar cómo había borrado el gesto burlón de la cara de su hermano.
Mejor dicho, la profecía del nigromante había hecho desaparecer esa sonrisa y le había permitido a él caminar con una arrogancia que nunca lo había abandonado desde entonces.
Hasta hoy.
Su primera batalla verdadera había sido un desastre absoluto. Estaba destinado a ser un líder entre los hombres, un héroe capaz de renacer de una muerte aparente. Esa era la predicción que las monedas de su hermano habían comprado. Sin embargo, para mortificación suya, un matón cualquiera había superado su defensa con un cuchillo de limpiar pescado y había hecho que se desmayara al ver su propia sangre, que después de todo no era tan azul.
Pagaría por ello. Su próxima batalla la ganaría, por eso estaba aquí. A la nigromante le resultaría fácil encontrar al hombre que lo había herido así como los nombres de los que habían iniciado la pelea. Con esas armas, Beldar Cuerno Bramante se vengaría de todos ellos.
La escalera acababa en un pequeño vestíbulo de piedra oscura. La pared del fondo estaba tallada con la forma de una enorme calavera de cuyas cuencas vacías salía un débil resplandor verdoso.
Beldar se dirigió hacia ella y puso el bolsillo que le había dado Taeros en el hueco de la nariz de la calavera.
—Busco nombres —dijo—. Sus destinos ya están decididos.
Un momento de silencio fue la respuesta a su bravuconada. Después se oyó una risita seca proveniente del otro lado de la pared, y una voz que conocía. Una voz de vieja.
—Bienvenido, joven Cuerno Bramante, entra y averigua quiénes son esos a los que quieres matar.
Los cuatro «dientes» delanteros se hundieron hacia dentro, y Beldar se agachó y pasó por la abertura. Hubo un momento de magia estremecedora de protección y conjuros de oscuridad y a continuación se encontró en una habitación de un lujo sorprendente.
Había tapices fabulosos sobre las paredes de piedra, y de una chimenea de mármol salía un cálido resplandor rojo. Un diablillo alado, el familiar de la nigromante, estaba acurrucado ante el fuego con olor a azufre como un gato adormilado.
Un montón informe de negros andrajos surgió vacilante de una butaca muy mullida. Beldar apoyó una rodilla en el suelo, no por respeto sino porque recordaba el dolor que la vieja le había provocado en su última visita en que, llevado por su inexperiencia y su orgullo, se había negado a arrodillarse.
La vieja bruja hizo un gesto de aprobación y con una mano sarmentosa retiró la negra máscara que le cubría la cara. Unos brillantes ojos azules enmarcados por un laberinto de arrugas se fijaron en él.
—De modo que has vuelto a ver a Dathran.
Reprimió el impulso de decir que era obvio, ya que el nombre de la mujer tenía más de título que de nombre. Las dathrans eran brujas vagabundas expulsadas de Rashemen por hacer el mal o usar la magia de una forma prohibida por su hermandad. En este caso, la magia letal de Thay.
Esos conjuros oscuros y su segunda mirada le habían valido a «Dathran» un lugar en el submundo de Aguas Profundas. Como muchos nobles, Beldar tenía más conocidos en las entrañas oscuras de la ciudad de los que admitiría jamás en la sociedad educada.
—Quiero al hombre que hizo esto —dijo Beldar llevándose la mano a la frente—, y aquellos que iniciaron la refriega en la que lo recibí.
Dathran asintió nuevamente y se dirigió con paso vacilante hasta un cuenco de visión poco profundo.
—Sangre —dijo, mirándolo expectante.
Lord Cuerno Bramante reprimió una mueca y se acercó al cuenco. La nigromante formuló en voz baja un breve encantamiento mientras alzaba la mano para tocarle la frente con unos dedos tan secos y quebradizos como las patas de un pajarillo. Con ellos siguió el curso de la herida, evocando la memoria de cómo se había producido y provocando al mismo tiempo una nueva efusión de sangre.
Beldar se inclinó sobre el cuenco para que las oscuras gotas cayeran en el agua. Muy pronto empezó a subir una luz hacia la superficie, como un pez reluciente que ascendiera de las profundidades de una cueva marina. El agua se removió un poco y luego se aquietó formando una vívida imagen: una herrería ambulante. Un poco más atrás, la Puerta Sur de Aguas Profundas, donde un hombre con delantal de cuero estaba colocando una nueva herradura a un caballo de tiro. El rostro del hombre era conocido, y el cartel que había en su carreta decía: LA HERRADURA DE LA SUERTE.
Ni toda la suerte de Tymora, pensó Beldar con determinación, le serviría para seguir vivo.
—¿Y los instigadores?
La nigromante inclinó la cabeza, extendió las manos encima del cuenco y se balanceó suavemente adelante y atrás. Temiendo lo que pudiera encontrarse, Beldar volvió a mirar el cuenco.
En la escena que ahora flotaba en esas profundidades, un hombre mayor estaba metiéndose en una gran bañera de agua caliente, una alberca interior embaldosada en la que ya había algunos otros hombres. Esto era algo común en una ciudad donde había baños públicos, pero los bañistas no tenían nada de corriente.
A juzgar por sus escamas, matas de pelo y extraños miembros —escamas, garras, zarpas y otras cosas por el estilo—, la mayor parte de ellos eran híbridos.
Unos cuantos, entre ellos el anciano, parecían diferentes. Tenían el aspecto de humanos de pura sangre que habían sido mutilados a propósito para implantarles miembros y características monstruosas.
El anciano era quizá la criatura más extraña que Beldar hubiera visto jamás. Uno de sus ojos había sido reemplazado por una brillante esfera roja. De su torso salía un par de tentáculos cubiertos de escamas multicolores. En el antebrazo llevaba enroscada una serpiente que parecía salir directamente de su muñeca.
También había otras cosas raras, pero la mente aturdida de Beldar no pudo encontrarle sentido a la mayor parte de lo que veía, y mucho menos catalogarla.
Miró a los otros bañistas que probablemente eran humanos de nacimiento. Incluso el de aspecto más normal, un hombre joven con el pelo ceniciento, tenía una esfera de cristal de color extraño en lugar de uno de los ojos.
Un sirviente entró en la habitación llevando una bandeja. Sus palabras, no transmitidas por la magia de escudriñamiento, parecieron disgustar al viejo.
Un rayo de luz carmesí salió de su ojo reluciente. El sirviente retrocedió, mirando con expresión estúpida un agujero humeante de bordes ennegrecidos que de repente se había abierto en su antebrazo. Los otros bañistas miraron al herido sin hacer el menor comentario, como si esto no fuera nada raro.
—Ojo de contemplador —murmuró la nigromante con una admiración que dio riqueza a su voz quebradiza—. Piel de yuan—ti, veneno de adder…
Siguió con su enumeración, pero Beldar ya no escuchaba otra cosa que sus tumultuosos pensamientos.
Había jurado vengarse de un villano que, mediante cierta magia feroz, se había potenciado con poderes monstruosos. Beldar había oído hablar de cultos a los monstruos, y tanto de hechiceros como de clérigos que adoraban a dioses extraños, pero jamás había oído de personas que llegasen a convertirse en monstruos trozo a trozo.
Esos enemigos lo superaban, y Beldar Cuerno Bramante lo sabía.
Su desesperación no duró mucho, porque otra de las profecías de Dathran volvió vívidamente a su cabeza: su camino hacia la grandeza empezaría «cuando se mezclara con monstruos».
Beldar había tratado de olvidar esas palabras desde aquella noche en la taberna de Luskan; había tratado de relegarlas a la cripta de las oportunidades perdidas. Ahora resonaban en su cabeza mientras apretaba el cuenco de visión con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y estudiaba la imagen desvaída como si fuera una misiva de los dioses.
Jamás había pensado en ese camino, ni había visto esa posibilidad en las palabras de la vieja bruja. Mezclarse con monstruos… sí.
Cuando el crepúsculo empezó a adueñarse de la ciudad, sonaron los cuernos del puerto advirtiendo a todos que las enormes cadenas de la bocana habían sido alzadas. Los faroleros empezaron a recorrer las calles para llenar y encender los faroles, y tres Capas Diamantinas recorrían las calles del distrito Marino con sus capas de color ámbar, azul y negra revoloteando tras ellos.
—¿Has preguntado en todas las casas de sanación? —preguntó Starragar—. ¿En todos los templos?
Korvaun asintió con aire preocupado.
—Ni siquiera su familia ha visto a Beldar desde que vosotros dos os separasteis de él. No fue a que lo curaran.
—Lo cual probablemente significa que no puede hacerlo. Es demasiado presumido como para arriesgarse a que le quede una cicatriz —suspiró Starragar pensativo—. ¿Habéis preguntado en las cárceles?
Taeros lanzó un bufido.
—Puestos en lo peor, ¿por qué no en los depósitos de cadáveres?
El más joven de los Jardeth hizo una mueca como reprendiéndose por ese exceso de celo.
—Lo más probable es que haya ido en busca de venganza, por eso he hablado de los calabozos. Sin embargo…
—Eso también se me ocurrió a mí —dijo Korvaun—, y he indagado, pero no fue arrestado.
—Lo que nos lleva de vuelta a recorrer tabernas, clubes y salas de fiesta. Pues, ¿qué le queda más que ponerse borracho como una cuba?
Taeros suspiró. Hasta las mejores botas empiezan a molestar cuando uno se pasa la noche caminando por calles empedradas.
Justo enfrente de ellos se alzaba El Grifón Dorado, una nueva sala de fiestas muy frecuentada por petimetres a los que no les faltaba fortuna pero sí el lustre de la nobleza. Por lo general, los Capas Diamantinas no se habrían dignado a poner un pie dentro, y por eso precisamente Taeros había pensado relegarla al lugar número veintitrés en su búsqueda. Saludaron con una inclinación de cabeza al portero que ya había hecho una profunda reverencia y se deslizaron al interior.
Korvaun dejó caer unas cuantas monedas en manos obviamente encantadas, recibió las noticias que todos habían estado esperando y, tras un intercambio de sonrisas, el trío se dirigió a la fila de reservados que había en la parte trasera de la sala poco iluminada.
Allí estaba sentado Beldar…, o lo que quedaba de él.
Los enrojecidos ojos del joven Cuerno Bramante los miraron.
—Sentaos antes de que os caigáis —les ordenó con voz cansada—. Los cuatro os estáis tambaleando como árboles en una tormenta.
Los tres amigos, que estaban sobrios, se miraron y entraron en el reservado.
—Te hemos estado buscando por todas partes —le dijo Taeros—. ¡Por los nueve malditos infiernos! ¿Qué has estado haciendo?
Beldar alzó una jarra tan grande como su cabeza.
—Procurando ovli… olvi… ovilidar…
—¿Olvidar? —lo ayudó Starragar.
El dedo levemente inestable de lord Cuerno Bramante señaló a su amigo de la capa oscura como celebrando una respuesta correcta.
—Y buscando al hombre que me hirió —añadió con súbita y torva claridad.
Korvaun se inclinó hacia él.
—Beldar, comprendo tu deseo de desquitarte, pero te ruego que reconsideres cualquier venganza precipitada. El problema de esta mañana no fue culpa nuestra, pero en caso de que haya represalias, los magistrados nos culparán a nosotros y no serán benevolentes en sus juicios.
Un sonoro bufido fue la única respuesta de Beldar.
Starragar puso los ojos en blanco y volvió a llenar el monstruoso vaso de su amigo de una alta jarra de metal cubierta de humedad. La tercera que se tomaba, a juzgar por las otras dos que había en la mesa, vacías.
—Apenas puede mantener los ojos abiertos —murmuró Starragar respondiendo a la mirada incrédula de Korvaun—. Dejad que beba hasta que se quede dormido y la noche pasará sin derramamiento de sangre.
Después de considerarlo un momento, Korvaun asintió no muy convencido.
Los tres Capas Diamantinas que estaban sobrios se sentaron junto a su amigo, contando tranquilamente chistes que habían oído muchas veces antes, hasta que Beldar dejó caer la cabeza sobre el cojín del asiento. Cuando empezó a roncar suavemente, salieron sigilosamente del reservado y dieron otra moneda al guarda con la instrucción de que nadie turbara a partir de ese momento la privacidad de lord Cuerno Bramante.
Cuando las sigilosas pisadas de sus amigos se alejaron, Beldar se puso de pie no sin dificultad. Su impulso habitual lo llevaba a burlarse de las cautelas de Korvaun, pero las palabras que había dicho ahora le habían dado qué pensar.
Débilmente se aferró a una frase, como si fuera una espada encendida en su mano en una noche oscura, un cabo solitario en una cubierta barrida por la tormenta, un… ¡al diablo con ello! No debía olvidarlo: una «venganza precipitada».
Korvaun tenía razón. Él mismo, Beldar, había llegado a la misma conclusión, ¿verdad? ¿Acaso no había rechazado la venganza que tenía al alcance de la mano y había decidido emprender un trabajo de años… para hacer realidad las posibilidades entrevistas en el cuenco de visión de la nigromante?
El cuenco de visión.
Volvieron los recuerdos, y con ellos el sombrío camino que había visto, con lo cual Beldar recordó por qué había venido aquí a beber.
Le esperaba mucho dolor: dolor y rechazo de los parientes y de la vigilancia, y… hasta de los tenderos y los mendigos de la calle.
Sin embargo, ¿por qué no recorrer ese camino cuando tenía tanto que ganar?
Él jamás sería «El» Cuerno Bramante, el patriarca del clan. Si se guiaba por la batalla callejera, jamás sería gran cosa como guerrero. Sus amigos ya no lo veían como su jefe. Sus miradas de respeto las dirigían ahora a Taeros o a Korvaun. Pronto no tendría nada. No sería nada.
Nada a menos que encontrara una forma de ser más fuerte y salir al encuentro de su destino.
Beldar se apoyó en la mesa para encontrar el equilibrio suficiente para salir dando rumbos del reservado.
—Llámame un coche —gruñó depositando otra moneda en la mano del más que encantado vigilante de los reservados—. Necesito ir ahora mismo a cierta casa de baños en el distrito del Puerto.