Capítulo 12
Las espadas centelleaban al entrechocar, los hombres gritaban y los oficiales de la vigilancia llegaban de todas partes. Más allá, calle abajo, un grupo reducido de hombres con armadura se dirigía decidido hacia la refriega.
—¡Ahí! —dijo Mrelder señalando y presa de gran excitación. El Señor Proclamado de Aguas Profundas, una cabeza más alto que cuantos lo rodeaban, magnífico con su brillante yelmo y su armadura, hizo una pausa para mirar a lo lejos y entrecerró los ojos tratando de ver quién se estaba enfrentando a quién.
—Ya lo veo —dijo Golskyn—, esto no puede sino beneficiarnos.
Mientras decía esto, uno de los hombres de brillantes capas hizo a un lado el alfanje de un marinero y atravesó a este con su espada. Un instante después, otro de sus compañeros desapareció bajo un enjambre de trabajadores que no dejaban de darle puñetazos y patadas.
Los vigilantes tocaron los cuernos, gritaron y se incorporaron a la pelea recibiendo golpes con los puños y de improvisados garrotes. Piergeiron dio una orden rápida y salió a paso rápido cogiendo los guanteletes que llevaba al cinto y calzándoselos mientras llegaba al campo de batalla.
Mrelder maldijo entre dientes. Ya tenía listo el conjuro adecuado. ¡Debería haberlo usado cuando Piergeiron se detuvo para estudiar el panorama!
Ahora tal vez no se le volviera a…
Un marinero recibió en la tripa el delgado acero de un hombre de capa roja y se tambaleó. Su grito se transformó en una tos gorgoteante mientras se desplomaba sobre el empedrado para morir. Otro marinero lanzó a alguien de un puñetazo a través de la ventanilla encortinada de un carruaje de alquiler cuyos ocupantes hacía rato habían huido y acto seguido abrió la puerta y se lanzó al interior sobre su víctima. El carruaje se sacudió, recibió el empuje entusiasta de varios otros marineros ávidos de participar en la diversión, se movió con violencia…, y lentamente se volcó hacia un lado entre gritos y maderas rotas.
Piergeiron tuvo que dar un salto para que el coche no se le cayera encima. Cayó justo en una carretilla que se partió encima de un marinero herido con el Señor Proclamado como único tripulante. El paladín se bamboleó encima del vehículo, tratando de mantener el equilibrio. Sus guardaespaldas todavía estaban lejos…
¡Ahora! Mrelder extendió las manos, apenas consciente de que su padre ya no estaba a su lado mirando desde la ventana. Formuló su conjuro entre dientes mirando intensamente a Piergeiron. Un marinero se aprestaba a atacar al Señor armado cuya mejor ruta de escape sería…
El Señor Proclamado encontró el apoyo que buscaba y recibió al marinero con un brazo levantado que bloqueó la arremetida del hombre y con un gancho hacia arriba que empezó cerca de sus rodillas y terminó sobre su cabeza después de dejar sin sentido al marino.
Tanta fue la fuerza del golpe de Piergeiron que el paladín se tambaleó hacia un lado sobre el resbaladizo empedrado hacia la entrada de una tienda cercana.
Justo lo que Mrelder había previsto.
Apuntando hacia el cartel de la tienda, que recortado con la forma de una mujer pechugona recostada tenía una leyenda descascarillada que rezaba: LA RAMERA FELIZ, pronunció con todo cuidado la última palabra, el desencadenante de su conjuro.
Las cadenas oxidadas se partieron, la descolorida ramera se desplomó felizmente sobre la calle golpeando a Piergeiron en la cabeza y los hombros y arrastrando en su caída al Señor Proclamado de Aguas Profundas, que cayó desmadejado.
Golskyn había vuelto a la ventana con una vela encendida en la mano.
—Sostén esto —ordenó.
Cuando Mrelder se hizo cargo de la pequeña vela, el lord de la Amalgama levantó la primera de tres bolas de arcilla con forma de huevo que había traído consigo. Estaba erizada de mimbres que brotaban en todas direcciones como una patata lista para la siembra. Golskyn los acercó a la llama uno tras otro hasta que empezaron a elevarse volutas de humo. Entonces abrió la ventana, arrojó el huevo y con toda tranquilidad la volvió a cerrar para que no entrara el humo.
Sin hacer una pausa, el sacerdote se desplazó a la ventana siguiente, encendió su segundo huevo humeante y lo arrojó. Hizo otro tanto con el tercero antes de apagar la vela y hacer señas a Mrelder con impaciencia de que se dirigiera a la puerta.
—Pero, padre ¿cómo voy a ver?
Golskyn se tocó el parche del ojo.
—Yo lo veré por los dos. Tú estarás atento a mis órdenes.
Juntos salieron a toda prisa hacia la calle.
Las viejas y desgastadas botas de mar de Mirt batían la calle mientras él caminaba farfullando algo para sus adentros. ¡Por Sune y Sharess si no le quedaban apenas unos indolentes días para convertirse totalmente en jalea! Si no fuera por estas pequeñas incursiones para ver a Durnan a fin de decidir qué almacén comprar y qué carga vender, haría ya tiempo que habría sido…
Abatido por su débil corazón y por alguna infortunada caída, gracias a la impredecible crueldad de Faerun, que ahora le hacía dar vueltas la cabeza, le dejaba los pulmones sin aire y lo lanzaba sobre el duro empedrado en un instante desconcertante…
Mirt se dio la vuelta y se incorporó, parpadeando. Acababa de ser arrollado literalmente por un trío de soldados a la carrera. Sus espadas arrancaban chispas de las cercanas paredes mientras seguían adelante con las caras contraídas por la furia y el esfuerzo.
¡Por las barbas de una ballena! ¿Acaso los marineros y los gamberros del distrito del Puerto pensaban que podían llevar por delante así, sin más, al mismísimo Viejo Lobo…?
Mirt se puso de pie rabioso y, bufando como una morsa, sacó su sable curvo y su daga favorita y se lanzó en pos de los tres hombres que salían del callejón a la calle de la que evidentemente provenían y en la que…, pensándolo bien, parecía haber algún tumulto.
Mirt frunció el entrecejo. El empedrado estaba lleno de hombres moribundos que gruñían y que se lanzaban cuchilladas los unos a los otros… ¡y también de un humo espeso! A través de las nubes de humo que se iban formando, la calle parecía un campo de batalla, una verdadera carnicería. ¡Por todos los dioses y los pequeños peces!
Asomó la cabeza desde el callejón y atisbó entre la espesa niebla un cartel caído y, saliendo de debajo de él, una pierna cubierta por una magnífica armadura que en cierto modo le resultaba familiar.
Alguien cargó contra él saliendo de la humareda, gritando con furia y blandiendo una espada reluciente. Mirt lo reconoció de inmediato: un miembro de la guardia de Piergeiron. O sea que aquel debía de ser el propio Cabeza de Acero, allí tirado como…
La espada reluciente desgarró una de las mangas de Mirt, y el prestamista, con la respiración sibilante, se agachó y avanzó, y de repente apareció detrás del retroceso del brazo del soldado.
Atizó un golpe contundente sobre el yelmo con la empuñadura de su sable.
—¡Joven marioneta! —se burló—. ¿Más elegante en tu armadura que una bailarina representando La dama se rinde y esto es lo mejor que sabes hacer?
El hombre cayó al suelo desmadejado y no se levantó.
Alguien más llegaba a la carrera desde el callejón, y Mirt se volvió para hacer frente a este nuevo enemigo, resoplando a través del bigote, justo a tiempo para hacer que un matón del distrito del Puerto, otro más al que reconoció, chocara contra su voluminosa tripa y rebotara tambaleándose.
En ese momento, un hombre bien parecido y finamente ataviado que llevaba una capa color rubí, apareció entre el humo y de un violento tajo de su espada le abrió al hombre la garganta de lado a lado.
El matón cayó al suelo gorgoteando, y el miembro más próximo de la guardia de Piergeiron se volvió justo a tiempo para malinterpretar absolutamente la situación y lanzarse contra Beldar Cuerno Bramante con un grito de furia mientras blandía salvajemente la espada.
De repente era como si todos los oficiales de la vigilancia y todo el que en ese momento anduviese por el distrito del Puerto, hubiera convergido sobre el paladín caído y viniera blandiendo el acero.
Puesto que se trataba del distrito del Puerto, todas las ventanas ya estaban abiertas y los habitantes observaban a través del humo reinante. Algunos lanzaban insultos y otros optaban por arrojar pequeños objetos sin valor o el contenido de sus bacinillas. De ventana a ventana se hacían apuestas mientras los marineros y los oficiales de vigilancia gruñían, atacaban, repelían… y morían.
Los últimos miembros, y también los más borrachos, de la tripulación de La Copa de Oro, salieron tambaleándose para incorporarse a la batalla blandiendo amenazadores sus espadas. Uno de ellos no tardó en tropezar con una carretilla y volcarla. Su dueño salió hecho una furia de la tienda en la que estaba haciendo una entrega. Profiriendo insultos y maldiciones derribó al marinero con una banqueta de tres patas que el dueño de la tienda acababa de rechazar.
Los marineros rodearon al vendedor de banquetas gruñendo amenazadores, y el hombrecillo les contestó en el mismo tono, sacó su cuchillo y se lanzó contra el que tenía más cerca usando el cuchillo y la banqueta con mortífera crueldad.
Arriba, en un ático no lejos del tumulto, el humo y el ruido habían despertado a dos ancianas hermanas que echaban un sueñecito: Rethilda, que llamaba hogar a aquellas habitaciones infestadas de murciélagos, y Undaera, del lejano cruce de caminos de Colina Ventosa, cerca de Secomber, que había venido por primera vez a visitar a su hermana a la gran ciudad.
Esta se había manifestado horrorizada por la suciedad, el ruido y los peligros del distrito del Puerto, y así lo había dicho sin ambages, corriendo el riesgo de acabar peleando con su hermana.
Fue así que, con cierta satisfacción, Rethilda se puso a observar la trifulca que ya cubría toda la calle y se volvió con aire triunfal hacia la atónita y temblorosa Undaera.
—Y bien, hermana ¿Acaso Colina Ventosa ofrece este tipo de entretenimiento gratuito? ¿Eh?
—¡Hay demasiada gente observando desde arriba! —soltó Golskyn mientras unos marineros se abalanzaban sobre el hombre de la capa de color rubí y el guardaespaldas de espléndida armadura entre juramentos y miradas amenazadoras—. ¡Y también demasiadas espadas!
Mrelder asintió.
—No podremos arrastrar a Piergeiron a través de nuestra puerta delantera, eso podría traer con él a la mitad de la vigilancia y de la guardia.
—¡No lo necesitamos a él —dijo Golskyn tajante—, sólo la Gorguera, pero nadie debe vernos cuando la cojamos!
Un miembro moribundo de la guardia retrocedió mientras tres marineros lo acuchillaban tan rápida y repetidamente con sus dagas que daba la impresión de que estaban golpeando la armadura con los puños, y esto dejó despejado el camino de Golskyn hacia el paladín.
Otros dos guardaespaldas que ahora yacían bien muertos en medio de un charco de su propia sangre habían apartado antes el cartel descubriendo al Señor Proclamado. Piergeiron estaba de espaldas, con los ojos cerrados y la boca abierta, muerto o inconsciente, eso no le importaba al lord de la Amalgama. En ese momento sólo pensaba en que Piergeiron era tan malditamente grande que no creía poder arrastrarlo a ninguna parte.
—¡Mrelder!
—¡Aquí estoy, padre! —respondió su hijo con voz entrecortada, tratando de sacarse de encima el pesado cuerpo del vigilante que había tratado de estrangularlo. Lo había dejado paralizado con un conjuro el tiempo suficiente para cercenarle la garganta con su daga.
—¡Deja de divertirte y ayúdame aquí!
Mrelder se dispuso a obedecer y la armadura del paladín empezó a producir chispas al roce con el empedrado mientras los brazos inertes de Piergeiron se arrastraban haciendo mucho ruido hacia un portal.
Más miembros de la guardia se lanzaban sobre ellos, pero Golskyn era capaz de dar órdenes con tanta grandilocuencia como un rey cuando se lo proponía. Se puso de pie interponiéndose para que no pudieran ver a Mrelder apoderándose de la Gorguera.
—¡El Señor Proclamado vive! ¡Ocupaos de su seguridad!
El guardia que encabezaba al grupo dejó atrás al sacerdote y vio lo que estaba haciendo Mrelder.
Blandió su espada con un grito, pero Golskyn se dio la vuelta y le atravesó la garganta desde atrás con su daga que luego movió hacia los lados salpicando a Mrelder con la sangre.
Sin pausa, el sacerdote se dio la vuelta otra vez para enfrentarse al segundo guardia, que estaba horrorizado, y se dirigió al hombre con tono autoritario.
—¡No temas! ¡No tenemos nada contra ti ni contra lord Piergeiron! ¡Es una cuestión personal relacionada con su vileza!
Golskyn señaló con un gesto ampuloso al guardia al que acababa de asesinar con su daga…, y lo mismo hizo Mrelder, que ocultaba la Gorguera a su espalda con la otra mano.
El guardaespaldas alzó su espada con un rugido.
—¿Qué Blayskar es vil? ¡Es mi primo, bastardos asesinos! —vociferó.
Mrelder giró sobre sus talones y salió corriendo, y el miembro de la guardia detrás de él. Golskyn fríamente lanzó su capa y le tapó al hombre la cabeza con ella para acuchillarlo en la garganta cuando perdió el equilibrio.
El traspié se convirtió en caída, y Golskyn recuperó su capa mientras se apoderaba de la espada del hombre, le quitaba el yelmo y le atizaba un golpe en la cabeza con la empuñadura. Abandonó la espada y corrió en pos de Mrelder.
Ahora el humo era lo bastante espeso por encima de sus cabezas como para hacer toser a la gente e impedir que los que se asomaban a las ventanas vieran nada con claridad. Ya era hora de retirarse del escenario de su victoria.
Ahora una nueva multitud se abría paso con dificultad entre el humo, eran casi todos hombres de la vigilancia. Mirt los conocía y, lo más importante, ellos lo reconocieron a él a pesar de la sangre y de los cuerpos de los marineros acumulados por todas partes.
—Viejo Lobo, permíteme que te ponga de pie —dijo uno con voz ronca entre tirón y tirón. Mirt dejó escapar un grito de dolor que acabó en un sollozo.
¡Dioses, estaba herido…, malherido!
—Llevadme —pidió Mirt con voz entrecortada mientras los vigilantes apartaban a los marineros muertos—. Llevadme de vuelta a mi casa. ¡Allí me curarán!
Se lo cargaron a hombros, casi con ternura, pero el Viejo Lobo a punto estuvo de caerse en su ansia de señalar entre los cuerpos caídos el destello de una armadura.
—¡Coged también a Piergeiron, allí! —añadió con dificultad—. ¡Llevadlo a mi casa! Si ese maldito mandíbula cuadrada se muere, algunos necios iniciarán una guerra en la ciudad para sucederlo en el trono. ¡Como si lo viera!
Los vigilantes corrieron a hacer lo que se les había dicho. El yelmo y un guantelete del Señor Proclamado rodaron olvidados cuando levantaron al paladín y partieron en un trote ligero hacia la mansión Mirt.
La calle quedó despejada de prestamistas y señores proclamados incluso antes de que un padre y su hijo consiguieran abrirse camino hasta su puerta con una gorguera robada y ponerse a salvo cerrándola tras de sí.
—Es posible que el reparador del túnel se haya trasladado —suspiró Naoni—, o que haya muerto; los enanos tienen una vida muy larga, pero no son inmortales.
—¡También es posible que los de la posada nos hayan mentido! —dijo Faendra.
Alondra rio entre dientes ante el tono indignado de la joven.
—Claro que sí, pero es posible que eso no tuviera nada que ver con Buckblade. Hay gente que miente aunque sólo sea para no perder la práctica.
—¿Y si para empezar nos hubieran dado una dirección equivocada? —planteó Naoni antes de alzar la mano a modo de advertencia.
Las otras siguieron la dirección a la que apuntaba su dedo, calle abajo, donde había hombres saliendo de las casas y arrojándose sobre otros hombres. Se oían gritos y se veían los destellos del acero. También había destellos que les resultaron mucho más familiares. ¡Brillantes capas de tejido de gemas!
Alondra puso los ojos en blanco.
—Por los dioses vigilantes. ¿Es que esos hombres están en todas partes?
—Es posible que te estén siguiendo a ti, hermana —dijo Faendra provocadora, mirando fascinada las carretillas volcadas y el entrechocar de espadas.
Alondra cogió del brazo con firmeza a las Dyre.
—No nos interesa estar aquí, señoras —advirtió mientras el tumulto estallaba a sus espaldas.
Las tres se dieron la vuelta y se encontraron frente a un número de hombres de la vigilancia tan grande como no habían visto otro. Cuarenta o más hombres de caras adustas que rápidamente arrastraban carretillas y carruajes para formar una barrera.
—Perdonadme —dijo Alondra mientras arrastraba a Naoni y a Faendra hacia adelante—, pero…
—¡Sentaos donde no molestéis y guardad silencio, muchachas! —les gritó un vigilante—. ¡No vais a poder salir por este lado!
Los vigilantes subían la barrera y ocupaban posiciones frente a ella mientras otros salían corriendo de los callejones y desenvainaban las espadas.
La batalla callejera se acercaba rápidamente, y Alondra se sentó. Faendra la siguió sin rechistar mientras que Naoni permanecía de pie, sin saber qué hacer, mirando a un lado y a otro en busca de una vía de escape.
—No podemos huir —concluyó a su pesar, y se sentó en el momento en que un vigilante pasaba corriendo.
—¿Por qué siempre tienen que suceder estas cosas en mis guardias? —protestaba el hombre—. ¿Por qué no pueden librar sus batallas…?
Su voz se perdió entre el ruido de las armas y los gritos de hombres que lo único que querían era matar a otros mientras las tres mujeres agazapadas observaban cómo la lucha se iba aproximando cada vez más a ellas.
Un hombre cuyo rostro estaba cubierto de sangre salió corriendo de la refriega hacia donde ellas estaban. Tras él flotaba una capa de color rubí. Tenía un corte en la frente y corría a ciegas, farfullando algo con vehemencia, aunque en voz baja, como si estuviera aturdido.
—Tanta sangre… tanta sangre…
No es que le dolieran mucho las heridas, pero lord Beldar Cuerno Bramante se sentía vacío y traicionado, como si… como si los dioses lo hubieran tenido constantemente engañado y el mundo funcionara de una forma muy diferente de cómo él había creído.
Había participado en docenas, no, cientos de peleas en las que su espada había hecho tambalear a muchos hombres, pero nunca había resultado herido. Nunca. ¿Acaso no era invulnerable a esas cosas, al menos hasta que se cumpliera el destino que le estaba reservado?
Lo habían herido de una manera tan espantosa y rápida, y con tanta facilidad. Lo mismo que lo de Malark, bajo aquellas vigas que se vinieron abajo…
Los vigilantes se movieron para interceptar al joven noble.
—¡Alto, buen señor! —le ordenaron—. La vigilancia os ordena que os detengáis. ¡Alto! ¡No os mováis de donde estáis!
El más joven de los Cuerno Bramante se pasó el dorso de la mano por la frente sangrante y avanzó tambaleándose mientras las tres mujeres lo contemplaban boquiabiertas.
Vaciló sobre el empedrado cubierto de sangre mientras un vigilante se dirigía hacia él y amenazó con caer encima de las tres chicas.
Alondra lanzó una repentina exclamación y se puso de pie para salir corriendo, mientras Beldar lanzaba estocadas a ciegas al aire guiándose por el sonido y Faendra se encogía medrosa. Al lanzar una estocada resbaló y cayó de bruces sobre Alondra.
Ambos rodaron juntos sobre el empedrado, y Beldar se desplomó como un peso muerto. Dos de los vigilantes se abalanzaron sobre ellos apuntándolos con sus aceros.
—¡Fuera! —les gritó Alondra con fiereza comparable a la de un guerrero—. ¿No veis que no constituye ninguna amenaza?
—Parece un lord —dijo un vigilante a otro. Intercambiaron miradas rápidas de satisfacción.
—Así amanece el Nuevo Día —suspiró Naoni al oído de Faendra con los ojos grises desorbitados por el horror—. Por todos los dioses, ¿qué ha iniciado nuestro padre?
Mrelder apoyó la espalda sobre la puerta atrancada y se quedó mirando lo que relucía en su mano: la Gorguera del Guardián. Esa pequeña placa de metal le permitía al Primer Señor de Aguas Profundas dominar a las Estatuas Andantes. Era poco lo que conocía el público sobre ello. Algunos creían que era un simple adorno de la armadura, pero la fascinación que Aguas Profundas había ejercido siempre sobre Mrelder le había hecho averiguar muchos de sus secretos. Había investigado y memorizado todo lo que había descubierto sobre el acervo aguadiano en el Alcázar de la Candela.
—¿A qué estás esperando? —le soltó Golskyn.
—Tengo en mis manos un fragmento de historia —murmuró el hechicero observando con gesto casi reverente la gorguera del Señor Proclamado—. Esto estuvo tan cerca de la realeza como la corona o la espada de guerra de cualquier rey.
—Tienes el futuro en tus manos —se burló su padre—, y es hora de que te des cuenta del papel que te cabe en ello. ¿Qué es un rey sino un accidente de nacimiento y de sangre? Los hombres de verdad llegan a ser, los tiranos poderosos se apoderan de las cosas. ¡Toda tu vida has estado anhelando esta ciudad, si eres mi verdadero hijo, estirarás la mano y tomarás lo que deseas!
Mrelder asintió y se colocó al cuello la Gorguera, cuyo peso lo sorprendió. Cerró los ojos y buscó la calma que debía permitirle sintonizarse con ella.
Instantáneamente atravesó su mente un fuego deslumbrante: un camino de luz dorada. Lo recorrió con una velocidad increíble, a través de espesos bosques. De repente, una torre negra de planta circular apareció ante él, y una voz espectral le exigió la contraseña.
Era lógico. Ningún hombre, ni siquiera Piergeiron, estaría dispuesto a entregar semejante poder sin salvaguardas. El Señor Proclamado y Khelben Arunsun eran muy amigos y, por supuesto, el archimago le cubría las espaldas a Piergeiron.
El archimago le cubría…
Con un atisbo de horror, Mrelder se dio cuenta de que algo ardía en lo profundo de su mente, la sombra de una presencia vigorosa que iba creciendo. Una presencia extraña que brotaba en su cabeza, como una red reluciente de poder. Un pequeño y brillante zarcillo surgió de ella e indagó cada vez más hondo, más cerca…
¡Por todos los dioses! ¡Había llamado la atención del señor mago de Aguas Profundas!
¡Y ahora estaba mentalmente vinculado a Bastón Negro!
Mrelder se arrancó la pieza metálica con manos desesperadas y la arrojó lejos. Estaba todavía en el aire cuando lanzó sobre ella el más poderoso conjuro de desvinculación que conocía, una magia creada para liberarse de las garras de un artilugio escrutador y volver su poder contra el que lo manejaba.
La Gorguera se encendió con brillantes llamaradas rojas un instante antes de estrellarse contra la pared atravesando un tapiz y clavándose en la piedra que había detrás. Allí rebotó y cayó, dejando tras ella una estela de lana quemada.
Golskyn se abalanzó sobre el tapiz humeante, lo arrancó y vació sobre él dos cántaras de agua. El olor a lana húmeda y quemada se propagó por la habitación.
Su hijo le prestó poca atención inclinado como estaba sobre la Gorguera caída. Parecía entera e intacta y las llamas habían desaparecido.
La recogió con reticencia. No había el menor rastro de la magia de escrutamiento.
Unas manos fuertes lo cogieron por el cuello de la capa y lo obligaron a ponerse de pie. Antes de que pudiera recobrar el aliento, Golskyn lo lanzó contra la pared con tal violencia que se le nubló la vista. La Gorguera se le cayó de las manos.
Su padre lo miró desde muy cerca echándole las manos al cuello y con el rostro desfigurado por la furia.
—¡Necio! —le gritó—. ¡Debería quemar esta maldita ciudad y a ti con ella!
Un fuerte resplandor reverberó en torno a una cámara de conjuros vacía de la Torre de Bastón Negro, iluminando las caras asombradas de los aprendices de Khelben. Llevaban horas trabajando, construyendo una red de líneas relucientes de fuerza mágica que emitían un zumbido sin saber en realidad lo que estaban haciendo.
Bastón Negro los dirigía con la gracia de una danzarina, apuntando con un dedo a un punto preciso y ordenándoles en silencio que dirigieran allí sus conjuros mientras la red se extendía hasta llenar la habitación. Los aprendices estaba habituados a los murmullos de ánimo y a las directivas de Learal, pero Khelben Arunsun trabajaba en silencio en medio de un arremolinamiento de su manto negro. La red era más brillante y se había alzado más rápido que cualquiera de las que habían construido siguiendo las instrucciones de Learal. Sólo él sabía lo que quería conseguir, y…
De repente se tambaleó y gritó llevándose las manos a la cabeza.
Mientras los aprendices lo miraban con terror creciente, Khelben se cimbreó al converger en él, con aterradora velocidad, todas las líneas de fuerza.
Hubo un golpe sordo que sacudió la habitación, y reverberaciones mágicas pasaron a la altura de sus talones para estrellarse contra la pared y arrancar trozos de piedra… De pronto, la red de conjuros había desaparecido dejando solamente un débil brillo en torno al cuerpo rígido del señor mago de Aguas Profundas, cuyos ojos desorbitados miraban sin ver en todas direcciones y de cuya boca caía un hilillo de baba antes de desplomarse.