Capítulo 11
Una de las cosas por las que la biblioteca era la estancia favorita de Taeros en la casa de los Halcón Invernal era que tenía una puerta que podía cerrarse con llave.
La cerró y se volvió a considerar el motivo principal por el cual este era su lugar favorito, «el refugio de mi alma» como lo había denominado pomposa y secretamente una noche de verano hacía ya años: sus libros.
Taeros pasó una mano acariciadora por los lomos dorados, estampados y familiares de sus tesoros: relatos de grandes hombres y mujeres, de hechos heroicos y gestas gloriosas, el verdadero fuego, el corazón y la gloria de lo que significa ser humano. Ser importante.
Ahí estaban las Historias de los héroes, de Aldimer, y allá La gloria del dragón, la brillante historia de Azoun IV de Cormyr escrita por Danchas el Escriba.
El Dragón Púrpura por excelencia. Había muerto, se había sacrificado en una lucha heroica, como no podía ser menos, cayendo en batalla para salvar su reino, derribando a un dragón en un campo empapado de sangre.
¡Qué no daría él por servir a un hombre como Azoun! No un rey, sino un líder cuyo nombre se pronunciaba a media voz en señal de respeto, un hombre tan amado que aquellos que lucían sus colores no vacilaban en dar la vida por su causa, por ver esa fiera lealtad como una llama en sus ojos, por oír entonar el nombre de su señor porque el sonido bastaba para enardecer y dar una finalidad a la vida.
Ahora más que nunca Aguas Profundas necesitaba héroes así, y necesitaba que la sacudieran para obligarla a abrir los ojos y a seguirlos. Había que conseguir que los aguadianos apartaran la vista del dinero y de los fútiles enfrentamientos entre nobles rivales y pusieran los ojos en…
Taeros lanzó un sonoro bufido. ¿Quién? No se le vino a la cabeza un solo nombre. Además, ¿quién era él para decirle a Aguas Profundas qué era lo que necesitaba, lo que debía anhelar? Después de todo, ¿qué grandes hazañas había realizado?
Echó una mirada a la caja cerrada con llave y encadenada a la mesa donde guardaba los preciosos pergaminos que un día formarían parte de su obra Las profundidades.
Nada todavía. Apenas una reflexión sobre las cosas un poco más profunda que las frivolidades que consumían las vidas de sus amigos y de sus mayores. Cabezas huecas arrogantes; enfrentamientos y habladurías inútiles, crueles, egoístas, maliciosas cuando se contrariaban…
Suficiente. Bastaba decir que no podía señalar nada que admirar y emular en todo aquel desfile de caras despreciativas y nombres orgullosos. Ni una sola cosa.
¿Qué les esperaba si Piergeiron estaba realmente muerto y Aguas Profundas se había quedado sin Señor? Cierto que abundaban los Señores Enmascarados, pero ¿y esa figura insigne, cubierta con su armadura, cuya sola visión arrancaba gritos de aprobación entre los ciudadanos?
¿Cómo decía la canción? «Trono vacío en Palacio…».
Mientras trataba de recordar las palabras que iban con la melodía, un rostro airado se materializó en su memoria: Varandros Dyre de pie tras su escritorio mirándolos a todos con furia.
Cuanto más pensaba Taeros en el enfado del maestro cantero y en sus comentarios confusos sobre el Nuevo Día, tanto más sentido parecía encontrarle.
No era que Varandros Dyre tuviera nada que ver con la idea del héroe: un hombre duro, gruñón, rebosando bilis e indignación, de baja cuna hasta la médula.
Sin embargo, a él lo fascinaban los héroes, y era un error típico de los nobles dejar que el propio entusiasmo y los propios puntos de vista les impidieran ver todo lo demás. A lo mejor en la populosa y animada Aguas Profundas eran los hombres como Dyre quienes podían hacer que ocurriera algo. Hombres pequeños que realizaran pequeños cambios. Moneda a moneda…, acuerdo a acuerdo…, pequeños movimientos al timón del gran barco de una ciudad que la hicieran girar lenta y decididamente hacia un nuevo amanecer y… un Nuevo Día.
Taeros Halcón Invernal resopló una vez más. Si el condenado Varandros Dyre podía cambiar el rumbo de Aguas Profundas, también podría hacerlo el vástago más joven y hasta el momento más indolente de los Halcón Invernal.
Con Piergeiron muerto o vivo, pero con la gente convencida de que podía estar muerto, se imponía un cambio. La ciudad necesitaba a un hombre que se convirtiera en héroe, o al menos que diera el primer paso gigantesco hacia la gloria.
Beldar. Beldar Cuerno Bramante, que siempre había liderado las aventuras de los Capas Diamantinas y había resuelto sus disputas. Jamás llegaría a ser lord Cuerno Bramante si no morían antes tres primos suyos. Sin embargo, a su familia no le habían pasado desapercibidas sus cualidades. Habían observado su rápido ingenio y su lengua ágil y lo habían puesto a estudiar leyes, lo mejor para ayudarlos a desenvolverse. Por supuesto, Beldar había destacado, y cuando se lo proponía, podía hacer callar incluso a un Túnica Negra.
¡Beldar tenía que ser el insigne hombre de Armas Profundas que vistiese la armadura!
Tenía un brazo tan fuerte como vivo era su ingenio, el mejor espadachín de los Capas Diamantinas y un consumado jinete. Los Cuerno Bramante criaban caballos de pura raza y de guerra, y Beldar había aprendido a montar casi antes que a andar. Taeros podía imaginarlo en su alto corcel, blandiendo una espada empapada en sangre y proclamando la grandeza de Aguas Profundas en el fragor de la batalla…
Además, era bien parecido, con una energía contagiosa y una propensión a los gestos grandilocuentes. Pero todavía había algo más: desde niño se había comportado como alguien llamado a hacer grandes cosas. Como Beldar estaba convencido de ello, también lo estaban sus amigos, y con el tiempo también podrían estarlo los demás.
La convicción era una cosa muy poderosa. En dosis suficiente podía transformar a un demonio en un dios. Por supuesto, si un hombre no tenía las dotes y la disciplina personal para apoyar ese alto concepto de sí mismo, no era más que un bufón, pero a Beldar no le faltaba esa disciplina. Escuchaba a sus amigos, y entre esos amigos se contaban el prudente Korvaun y… bueno… un tal Taeros…
¡Sí! No había tiempo que perder. Ya habían dejado pasar mucho…
Taeros se apartó de sus amados libros y se dirigió hacia la puerta. Encaró la escalera como un vendaval, con la capa flotando tras de sí y salió por la puerta, de la casa antes de que los guardias pudieran siquiera pestañear.
Fue entonces, cuando estuvo fuera, cuando realmente empezó a darse prisa. Nada menos que tres patrullas de la vigilancia dieron el alto a Taeros Halcón Invernal durante su carrera por el camino de Whaelgom, ya que lo más probable era que un hombre solo corriendo por el distrito Norte fuera un ladrón. No obstante, daba la impresión de que su brillante capa color ámbar empezaba a ser conocida; un oficial de alta graduación que salía de una calle lateral dio órdenes tajantes de cesar la persecución, lo cual dio ocasión a Taeros de llegar, jadeante y con la cara arrebolada, a las puertas de la mansión Yelmo Altivo.
Por fortuna, los guardias espléndidamente armados también lo conocían y le franquearon la entrada sin preguntarle nada…, lo cual fue una suerte porque maldito si Taeros podía encontrar resuello para pronunciar una sola palabra.
Más o menos en el mismo estado entró por las puertas principales, donde su agitación y su cojera, ya que la rodilla volvía a dolerle a pesar de las pociones curativas que había tomado, hicieron que un sirviente lo precediera corriendo mientras Taeros descubría que Korvaun bajaba la escalera trotando con cara de preocupación para salir a su encuentro.
El jadeante vástago de la Casa Halcón Invernal señaló escalera arriba en dirección a las habitaciones de Korvaun, y este lo cogió por el brazo y lo ayudó a subir.
Los anchos peldaños, pavimentados en forma de movedizas olas marinas azules y verdes, parecían apartarse corriendo, y en un momento estuvieron en el vestíbulo superior. Edwind Yelmo Altivo, el hermano mayor de Korvaun, salió por las puertas doradas del Gran Solar con un mapa en una mano y una copa en la otra, y los saludó con un gesto de desaprobación.
Demasiado agitado para hablar, Taeros sólo dirigió al mayor de los Yelmo Altivo una mirada lastimera que fue respondida con una expresión de absoluta perplejidad por parte del joven capitán.
Korvaun, que la vio, desvió la cabeza dedicando una mueca a un busto de mármol del viejo Lathaland Yelmo Altivo. El fundador de la casa había sido esculpido con una sonrisa adusta y ladeada que no se modificó mientras los dos amigos pasaban rápidamente a su lado y se metían en las habitaciones de Korvaun.
Korvaun cerró de un portazo y se dio la vuelta en redondo.
—¿Qué pasa? ¿Hay guerra? ¿Se ha desplomado el castillo de Aguas Profundas? ¿Han sido desenmascarados todos los Señores como las chicas de vida alegre de la Madre Amaltha? ¿Qué?
El vástago de los Halcón Invernal tragó saliva.
—¡Están diciendo que Piergeiron está muerto! —dijo con voz entrecortada.
Korvaun asintió.
—Al parecer, es lo mismo cada diez días. ¿Se han intensificado los rumores?
Taeros dijo que sí con la cabeza mientras seguía tratando de recobrarse y se dejaba caer en una butaca.
—Es lo que dice media ciudad.
El más joven de los Yelmo Altivo se dirigió a las frascas que había en el bar.
—Eso es malo. ¿Ha salido alguien a desmentir esos rumores?
Taeros movió la mano como diciendo «¿Quién sabe?».
—Es probable, pero frente a la verdad, el rumor siempre se difunde más rápido, se extingue más difícilmente y suele ser mucho menos interesante.
Korvaun se volvió con un gesto de preocupación, con la frasca en una mano.
—Y nos recuerda lo que es obvio: Piergeiron no sobrevivirá a todos los rumores. Algún día aciago, el rumor será verdad.
—¡Sí! —dijo Taeros con dificultad—. ¡Por eso vine corriendo! ¡Si se le puede hacer creer eso a un número suficiente de ciudadanos, tendremos la mejor ocasión que hayamos tenido jamás de cambiar las cosas en Aguas Profundas! Al menos, de hacer que los Señores se quiten la máscara.
—¿Cómo vamos a conseguirlo sin violencia? No puedo imaginar una razón por la cual vayan a querer descubrirse. Además, si tratamos de forzar un cambio con gritos y multitudes y peleas en las calles, los borrachos, los ladrones y los revoltosos van a aprovechar rápidamente para hacer que la ciudad estalle entre espadas y derramamiento de sangre. Asaltarán las tiendas, asesinarán a la gente y se llamará a la vigilancia y a la guardia. Cárceles y sangre y sentimientos muy fuertes; se derribarán barreras que podrían tardar una eternidad en volver a levantarse…
Taeros miró a su amigo. Su cara pasó del rojo al blanco y cogió y vació con avidez la copa que le ofrecía Korvaun, quien la volvió a llenar tranquilamente.
Taeros se quedó con la vista fija en la copa.
—¿Quieres decir que, por el bien de la ciudad —preguntó con amargura—, debemos limitarnos a no hacer nada de nada mientras los Señores eligen a alguien para que se siente en el palacio y todo siga como antes?
Korvaun negó con la cabeza.
—No, no he dicho eso. Sólo señalé el peligro al que nos enfrentamos y me pregunto por qué importa tanto desenmascarar a los Señores. Convénceme.
—¿Quién proclama nuestras leyes?
—Piergeiron, por supuesto.
—Bien. ¿Quiénes las redactan y las aprueban?
—Los Señores de Aguas Profundas, Piergeiron y…
—Y sólo los dioses saben cuántos Señores Enmascarados. ¿Y quiénes los eligen?
Korvaun rio entre dientes.
—No lo sé…, nadie. Es decir, los Señores Enmascarados eligen a sus propios sustitutos.
—Ajá. ¿Y quiénes aplican las leyes?
—La vigilancia, y los magistrados determinan la culpa.
Taeros agitó su copa.
—¿Ante quiénes responde la vigilancia? ¿Cómo son elegidos los magistrados?
—Responden ante Piergeiron en última instancia, y creo que es él quien nombra a los Túnicas Negras también.
—Precisamente. ¿Cómo es elegido el Señor Proclamado?
—Es extraño —respondió Korvaun frunciendo el entrecejo—, pero no tengo la menor idea.
—¡Eso es! —le soltó Taeros dando un puñetazo sobre una mesita auxiliar—. El hombre más poderoso de Aguas Profundas y nadie sabe quién le otorga el poder ni quién más decide las cosas en esta ciudad. Piergeiron es un hombre digno y justo, pocos lo discuten, pero ¿quién puede asegurarnos que el que venga tras él también lo será? Será el que elijan los Señores, claro, pero ¿y ellos quiénes son? ¿Por qué hemos de confiar en lo que se nos oculta? ¿Quién nos asegura que no estamos a merced de los liches? ¿O de los mismísimos sahuagin a los que creemos haber expulsado de nuestras murallas? ¿Por qué…?
Se produjo una conmoción al otro lado de la puerta de Korvaun. Unos pasos rápidos de alguien calzado con botas se acercaban rápidamente. En ese momento la puerta se abrió precipitadamente y uno de los lacayos asomó la cabeza.
—Perdón por la interrupción, señores —dijo—, pero tenéis una visi…
Un brazo largo tiró del hombre hacia afuera haciéndolo desaparecer de la vista.
El dueño del brazo entró en tromba en la habitación con cara de profundo enfado.
Beldar Cuerno Bramante presentaba una impresionante contusión en la mandíbula y lanzaba fuego por los ojos cuando cerró la puerta de un puntapié provocando un quejido de alguien al otro lado. Taeros tragó saliva nervioso al ver avanzar a Beldar, que se plantó delante de Korvaun.
—Te ruego aceptes mis disculpas por… lo de anoche —le soltó sin preámbulos—. La culpa fue mía; no debería andar por ahí menospreciando a los sirvientes, independientemente de las tonterías que digan. Lo que dije ensombreció la memoria del pobre Malark. Tu enfado fue justificado. Espero que quede todo olvidado entre nosotros.
—Ya está olvidado —accedió Korvaun dando un paso adelante para ofrecerle a Beldar una copa.
El más joven de los Cuerno Bramante la aceptó y la vació de un trago.
—¡Buen licor, y lo estaba necesitando! —Dejó la copa enérgicamente sobre la mesa—. Ahora, a lo que íbamos.
Korvaun se sirvió una copa.
—Taeros vino aquí como un huracán, y ahora tú. ¿Qué es lo que alimenta tu fuego? ¿Acaso es todo eso sobre la muerte de Piergeiron?
—Eso entre otras cosas. La ciudad está más alborotada de lo que la he visto. Incluso más que cuando esas cosas con escamas salían de las aguas del puerto y la gente temblaba en sus lechos. Entonces Aguas Profundas se mantenía unida. Ahora la ciudad produce la sensación de un… de un callejón lleno de matones ávidos de lucha, que se te echan encima incluso antes de que el primero saque su cuchillo.
—Y la muerte de Malark —dijo Taeros en voz baja, advirtiendo lo que estaba por detrás de la furia de su amigo.
Una capa color rubí se arremolinó despidiendo destellos al girar Beldar sobre sus talones.
—Sí, maldita sea —dijo con rabia—. ¡Muerto, así, sin más! ¡Algo que nunca debería haber sucedido! ¡Le quedaban por delante años para divertirse y pavonearse! ¡Sobre todo, le quedaban… años!
Korvaun sabiamente volvió a llenar la copa vacía de Beldar.
—Cuéntanos más cosas.
—¿Más cosas? —replicó Beldar—. ¿Acaso no es suficiente con esto?
—Compláceme —pidió Korvaun con voz suave pero firme.
Beldar se lo quedó mirando, respirando agitado, después tomó un sorbo de su copa, tragó y siguió hablando con voz bronca.
—Es posible que el viejo Señor Proclamado haya muerto, con lo cual la desaparición de Malark quedará olvidada en un instante… y los tenderos y estibadores nos mirarán con desprecio, a nosotros, considerándonos la causa de todo lo que es malo e incorrecto en Aguas Profundas…, y que me aspen si puedo encontrar algún argumento para refutarlos cuando mi propia madre, la maldita Mratchetta Cuerno Bramante, está ahora mismo sentada en su recámara de oro y perlas gritando a sus doncellas y a cualquiera que se le ponga a tiro para que vayan y registren a cuantos joyeros hay en la ciudad a fin de averiguar cuántos zafiros ha hecho poner Allys Jardeth en su nueva peineta. ¡Y todo para que ella pueda poner más en la suya!
La rivalidad entre Allys Jardeth y Mratchetta Cuerno Bramante era de todos conocida, y una fuente tradicional de bromas hirientes entre los Capas Diamantinas, pero no hacía falta ser muy agudo para ver lo alterado que estaba Beldar, y no por las peinetas.
—¿Te refieres a esa especie de tiara que usan las damas para recogerse el cabello? —preguntó Taeros tranquilamente para llenar el furioso silencio.
Beldar asintió mientras vaciaba su copa otra vez, arreglándoselas para no atragantarse en el intento.
—Beldar —le dijo Korvaun tranquilamente—, sé justo con tu madre. Creció sabiendo que no es más que prima de los lotes de Cuerno Bramante, y que incluso aunque nadie de ellos se case y tenga herederos, es probable que sí lo haga un hermano menor. Además, con cerca de una docena de varones capaces y fuertes en la familia paseándose por los salones de tu insigne casa y, con perdón, no siendo ella ni la más hermosa ni la más capaz de las damas nobles de Aguas Profundas, sin una cabeza para los negocios ni habilidades especiales como anfitriona, ¿qué otra cosa puede ofrecerle la vida que no sean preocupaciones frívolas?
Por un momento, Beldar Cuerno Bramante lo miró con ansias asesinas, y por un momento Taeros se preguntó si no iría a parar otro amigo a una cripta fúnebre o si tal vez no perdería él mismo la vida interponiéndose entre los dos…, pero entonces el líder de los Capas Diamantinas dejó su copa vacía sobre la pulida mesita auxiliar que tenía más próxima con un cuidado exagerado y respiró hondo.
—Tú… ves las cosas claras y dices grandes verdades, Korvaun —dijo en un susurro—. Te doy las gracias por ello. Como tú mismo dices: ¿cómo podría ser mi madre de otra forma?
Se dirigió a grandes Zancadas a las ventanas de Korvaun y se quedó mirando la ciudad que quedaba al otro lado.
—¿Cómo puede alguien de la nobleza de Aguas Profundas ser de otra manera? Es así que todos nosotros, refinados nobles, permanecemos ciegos al descontento que hay en las calles y no le hacemos caso por considerarlo parte de las tonterías de las clases inferiores.
Levantó un puño como si fuera a descargarlo sobre una mesa que no estaba allí.
—¿Por qué no sabe la gente ocupar su lugar sin más?
Taeros y Korvaun se miraron. Fue el más joven de los Yelmo Altivo el que se atrevió a hablar.
—De modo que aquí estamos, preocupados pero sin saber qué hacer. Sugiero que vayamos a ver a Mirt, el prestamista, y solicitemos su consejo.
Después de todo, él es un comerciante del distrito del Puerto, y…
—Como todos sabemos —asumió Beldar con desaliento—, él es uno de los Señores de Aguas Profimdas. Pero, vamos, Korvaun, ¿consejo? Aunque aceptemos la veracidad de ese proverbial rumor, ¿qué sabiduría puede salir de la boca de ese ostentoso y viejo pirata?
—Podrías llevarte una sorpresa —dijo Korvaun con calma—. Yo me la llevé.
Sus dos amigos se lo quedaron mirando largamente. Taeros fue el primero en hablar.
—Me parece que eres tú el que tiene mucho que contarnos.
—De camino a la mansión Mirt —añadió Beldar dirigiéndose decidido hacia la puerta. Taeros y Korvaun lo siguieron entre un revuelo de capas.
Encontraron a Starragar Jardeth en su casa de juego favorita. Los hermanos Escudo de Águila, que todavía presentaban muestras de su reciente batalla en defensa de Starragar, arrojaron sus cartas y lo instaron a unirse a los demás Capas Diamantinas. Después de un recorrido en carruaje y de una caminata a buen paso a continuación, Taeros empezó a darse cuenta del porqué.
Starragar estaba locamente enamorado. Todas las mujeres con que se encontraban le daban un nuevo motivo para alabar los encantos de su señora. Esta chica tenía unas formas casi tan gráciles como las de Phandelopae Melshimber, y el rostro de aquella, aunque encantador, distaba mucho de ser tan bello. Aquella cascada de pelo negro le recordaba a la de ella, pero no era tan negra ni tan lustrosa.
Taeros nunca lo habría creído posible, pero casi sintió alivio cuando llegaron al distrito del Puerto y las letanías de Starragar dieron paso a su habitual letanía de quejas.
Beldar siguió andando sin hacer caso de los gruñidos de su amigo y dejando a Taeros y a Korvaun encargados de evitar que los comentarios incendiarios de Starragar prendieran en leña demasiado seca.
—¡Por los dioses! —exclamó despectivo Starragar mientras rodeaban otro par de carretillas en apariencia abandonadas—. ¿Acaso no saben esos idiotas de los bajos fondos que esto supuestamente es una calle?
Todavía estaban a dos o tres calles de la mansión Mirt, en una avenida muy concurrida que olía a pescado. Por todos lados adoquines y charcos, y gente que iba y venía y llevaba, en la mayoría de los casos, cajas o cántaras o carretillas de ruedas chirriantes.
Justo delante de ellos, un hombrecillo gordo que iba resoplando, inclinó su carro de reparto, le dio un puntapié al soporte del eje y soltó un perno y la rueda que sujetaba en un solo movimiento experto. Abrió el pasador de la tapa de hierro del carro, cogió una caja de madera de entre una docena, colgó la rueda y el perno en sus ganchos, volvió a colocar la tapa en su lugar y entró rápidamente en una tienda para hacer una entrega, todo ello con la rapidez con que un noble furioso es capaz de desenvainar.
Starragar contempló atónito su hábil danza y a continuación empezó a poner una cara que muy bien podría ser la de aquel proverbial noble enfadado. Taeros y Korvaun lo instaron al unísono a seguir adelante y le hicieron sortear rápidamente un carro más grande lleno de unas cubas rezumantes y ruidosas llenas de anguilas y otro par de carretillas.
—Así es como afluye el dinero a nuestra ciudad —murmuró Korvaun—. Reparto rápido. Cuando pides que te traigan vino esperas tenerlo ante tu puerta antes de la cena, ¿verdad?
—Bueno, sí, pero…
—Pero nada. El hombre se asegura de que nadie vaya a robar sus mercancías ni su rueda. Ese puntal de la caja garantiza que el soporte no vaya a ser retirado por un desaprensivo. La única manera de que puedan robarle mientras está ausente es que unos muchachos lo bastante forzudos levanten y se lleven el carro completo, lo cual no creo que les valiera la pena.
—Está bien, pero ¿qué me dices de eso? —le soltó Starragar señalando un gran vehículo del que tiraban varios hombres sudorosos y que se detenía en ese momento.
—Un carruaje de alquiler. Con las cortinillas echadas, de modo que es alguien que no quiere que toda la ciudad se entere de que viene aquí. ¿Lo ves? ¡Lady Sultlue!
—Entonces es cierto, ella… —dijo Starragar con un silbido.
Llamó su atención un cartel torpemente pintado y clavado encima de una puerta.
—¿Casa de comidas de Gamelder? —leyó incrédulo echando una mirada a la ventana tapada con unas tablas y al destartalado almacén de al lado—. ¿Y a esto lo llaman taberna en el distrito del Puerto?
Pasó revista con cara de desprecio al tejado a punto de venirse abajo y a las tablas ennegrecidas.
—¡Yo ni siquiera me dignaría a escupir en un lugar como este! ¿Os imagináis tomar un trago servido en semejante tugurio? Vaya, lo más prob…
—Ya casi hemos llegado a la casa del prestamista —lo interrumpió Taeros en voz alta cogiendo a Starragar por un brazo y entreviendo entre los tablones los hostiles rostros desdentados que los miraban desde el otro lado.
—Si nos damos prisa…
—Parece un almacén destruido por el fuego —intervino Korvaun presuroso, cogiendo a Starragar por el otro codo y obligándolo a alejarse de aquel lugar—, porque es realmente un almacén destruido por el fuego. Si fue alquilado como taberna, es probable que la renta contribuya a pagar un nuevo almacén. ¿Lo ves? Hay muchas tabernas como esta por este lado de la ciudad. Ahora…
Starragar farfulló algo, se desasió de ellos y salió a grandes zancadas calle abajo murmurando.
Demasiado tarde.
La puerta de la casa de comidas se abrió de golpe y una docena de marineros salieron en tromba amenazando con los puños y arrojando botellas. Korvaun tuvo que lanzarse a la desesperada buscando refugio detrás de la carretilla más próxima para no perder la vida allí mismo.
Taeros dio un salto tratando de desenvainar la espada y gritando una advertencia. Beldar se dio la vuelta en redondo, vio a los marineros que se abalanzaban sobre ellos y sonrió de una manera que Taeros, que iba dando rumbos por el empedrado mientras mujeres y niños descalzos chillaban nerviosos a su alrededor, sólo pudo describir como «de júbilo salvaje». Starragar parecía complacido, y sacó su espada con un florido movimiento.
—¡Por el honor, por la gloria y por Phandelopae! —aulló.
En el tiempo que le llevó a Taeros poner los ojos en blanco, su visión de los lotes Jardeth y Cuerno Bramante quedó obstruida por docenas de marineros fornidos y sucios. Detrás de ellos salieron algunos trabajadores de manos encallecidas cuyos rostros sonrientes le resultaron familiares.
Taeros Halcón Invernal los había visto por última vez en una obra del callejón de la Capa Roja, esquivando tableros y andamios.
—¡Oh, diosa Fortuna, protege ahora a todos los Capas Diamantinas! —rogó fervientemente.
—Eh, Marlus es mejor que la mayoría —gruñó un obrero de confianza al tiempo que golpeaba una jarra desportillada con los codos en el alféizar de la ventana—. ¡Conozco equipos que tienen un día libre y que no ven nunca dinero suficiente para tomarse un trago ni siquiera en un lugar como este!
—¡Oíd bien! —dijo con enfado uno de los hombres fornidos, de rostro curtido, que estaban detrás de la barra—. ¡Si lo que queréis son chicas bonitas, un poco más arriba, en esta misma calle, podéis pagar tres perras por un licor con mucha más agua de la que hay en este!
—Ya —intervino un marinero que estaba junto a los obreros que trabajaban para Marlus, el carpintero—, pero allí no usan el agua con la que han lavado antes el pescado.
El hombre de detrás de la barra respondió con una mueca y blandió amenazador una jarra vacía como si fuera a tirársela. A continuación reparó rápidamente en los seis o siete marineros que lo miraban con la expresión torva de quienes están que rabian por una pelea. Entre todos tenían una colección de cicatrices que hubiera impresionado a cualquiera de las sacerdotisas de Loviatar o al sacerdote de Ilmater. El hombre miró hacia otra parte.
Los marineros habían empezado apenas a abuchear cuando otro del grupo, uno de la tripulación de La Copa de Oro proveniente de Athkatia y propietario de los puños más rápidos de su embarcación, señaló a la ventana.
—¡Eh, mirad! ¡Un par de narices elegantes! ¿Vamos a ver?
—No —lo corrigió el timonel que estaba a su lado—. Cuatro pavos imberbes dándose aires y mirando con desprecio a gente como nosotros. Bueno ahora…
Otros miraron en la misma dirección con una risita ansiosa.
—¡Vamos a arreglarles esas narices y todo lo que podamos alcanzar de sus personas! —incitó otro.
En ese momento, el obrero que más tiempo había trabajado para Marlus dejó escapar una bronca exclamación.
—¡Pero si son ellos, muchachos! ¡Los que nos amenazaron con sus espadas en la obra de Dyre y derribaron nuestros andamios! ¡A por ellos!
Hubo un clamor general, y la barra quedó vacía en un momento rodando unas jarras por el suelo y yendo a dar otras contra las paredes y contra algunos parroquianos presentes.
—¡Por los lomos del león! —gruñó un marinero calishita llevándose las manos a la cabeza.
—Por eso las hacen de madera, marino —le dijo uno de los taberneros lacónicamente recogiendo la jarra que había hecho el daño—. Si no, ahora estarías sacando trozos de vidrio de tu cerebro por la nariz.
Uno de los borrachos que estaba en el rincón más oscuro abrió un ojo con dificultad.
—¿Eh, qué está pasando? —preguntó.
—Algunos nobles se han perdido y se han dejado caer por aquí, y los carpinteros y los marineros de La Copa han ido a enseñarles a esos engreídos una o dos cosas.
Un marino viejo y desdentado despertó a su compañero de un codazo y se encaminó a la puerta.
—Esta va a ser gorda. ¿Te queda algo que apostar, Suldyn?
La hormigueante advertencia que Mrelder sintió detrás de los ojos se transformó en una punzada ardiente. Se puso de pie excitado. ¡Piergeiron se dirigía exactamente hacia ellos!
La puerta de su padre estaba abierta. Golskyn acababa de regresar de otra de sus salidas misteriosas y estaba de pie detrás de su escritorio sin haberse quitado todavía la capa.
—He encargado las cadenas —le estaba diciendo lord Unidad a Hoth—, pero me dicen que deberán pasar al menos diez días antes de que los primeros eslabones estén listos. Con todo lo que se dice de que Aguas Profundas está gobernada por el dinero y la competencia, no parece que trabajen tan rápido.
Hoth asintió.
—¿Debería comprar las jaulas?
Golskyn asintió.
—Con barrotes de hierro y lo bastante grandes para meter dos caballos dentro. Nos interesan los animales grandes, no unos gatos cualesquiera.
—¿Alguna preferencia?
—Thuldaar, pero sólo si tienen existencias. Cómpraselos a cualquiera que tenga existencias, sólo en las cuadras próximas a la Puerta Sur. Llévate la carreta de Daethur y alójalos en el almacén norte. No hagas que los traigan aquí. En esta calle hay demasiados curiosos.
Hoth hizo una profunda reverencia y partió sin hacer el menor caso de Mrelder.
Lo mismo hizo Golskyn hasta que su hijo habló insistentemente.
—Mis conjuros me dicen que Piergeiron anda muy cerca y se dirige hacia nosotros.
Lord Unidad alzó la vista de inmediato.
—¿Estás seguro?
Mrelder asintió y en ese momento se oyeron gritos repentinos, golpes y el entrechocar de espadas en la calle.
Padre e hijo se abalanzaron a la ventana y al mirar hacia abajo vieron un caos de hombres vociferantes enzarzados en una pelea, carretillas volcadas y oficiales de la vigilancia que acudían corriendo. Por toda la calle la gente miraba desde sus ventanas o salía de los portales para observar y jalear a los revoltosos.
En el punto más encarnizado de la refriega, cuatro jóvenes bien vestidos, luciendo unas capas relucientes, eran asediados por lo que parecían docenas de marineros furiosos y blandían sus aceros como hombres desesperados, que es precisamente lo que eran. Si la vigilancia no llegaba pronto, el colorido cuarteto estaba perdido.