Capítulo 4
Naoni Dyre canturreaba a media voz mientras integraba las últimas hebras de amatista en el brillante hilo púrpura.
En una oquedad junto a la puerta de la cocina estaba su herramienta de trabajo: un instrumento de mango largo acabado en dos dientes que era a la vez cazo y tenedor. En lugar de lana o lino, en el cazo había un montón de amatistas en bruto que iba disminuyendo poco a poco. Delicadas fibras de color púrpura se deslizaban entre sus estrechas púas formando una cortina de gasa que iba adquiriendo una forma triangular. En la punta de dicho triángulo, los dedos pálidos y diestros de Naoni trabajaban afanosos, entrelazando las fibras y trasladándolas al asta de su huso.
Era un huso de lo más sencillo, un palo redondo y perfectamente liso terminado en una rueda de madera plana que colgaba del fino hilo color púrpura. Mientras giraba, su peso tiraba de las fibras de piedras preciosas y el hilo formaba un cono que se iba ensanchando encima de la rueda de madera.
Se requería una gran habilidad para mantener el huso en movimiento a la velocidad adecuada, no tan rápido como para romper el delicado hilo ni tan lento como para que se cayera al suelo. Para Naoni, el ritmo era tan natural como respirar.
Cuando la última de las gemas se incorporó al hilo, Naoni dejó caer el huso al suelo. No temía que una caída pudiera estropear su trabajo. Todo lo que ella hilaba era tan fuerte y flexible como la seda, ya que Naoni Dyre era una hechicera menor.
Y cuando digo menor, quiero decir menor, ya que la habilidad para transformar en hilo casi cualquier cosa era su única habilidad.
—Querida hermana, necesitas una rueca.
Una sonrisa amable apareció en el rostro de Naoni al volverse para saludar a Faendra. Su hermana menor era la viva imagen de su querida madre: rubia y bonita, con aspecto de fresa, con redondeces donde correspondía, con ojos muy, muy azules prometedores de tardes soleadas y una nariz pequeña y coqueta que se sumaba a una sonrisa que jamás abandonaba sus labios.
—Las ruecas son demasiado caras. ¿Qué diría padre a semejante gasto? —preguntó Naoni tímidamente.
Faendra puso los brazos en jarras y alzó el mentón imitando un gesto de su padre.
—¡Compra una buena rueca, muchacha, y deja de hilar como una esclava calishita! ¡Las herramientas adecuadas triplicarán tus ingresos, y si no, que Waukeen me condene al asilo! —dijo gruñendo con la voz más grave y áspera que pudo imitar.
Las dos rompieron a reír, pero la alegría de Naoni pronto se transformó en un suspiro. Su padre sabía que ella hilaba y se ganaba un buen dinero, pero cada vez que trataba de hablarle de su trabajo la frenaba con un brusco «lo tuyo es tuyo». Le interesaba mucho más su capacidad para gobernar la casa con frugal eficiencia.
—Tal vez sea hora de pensar en una rueca A Jacinta le vendría bien contar con más hilo de gemas.
Faendra contempló las relucientes madejas dispuestas sobre el aparador.
—¡Qué no daría yo por un vestido hecho con la seda de gemas de Jacinta! —dijo con ansia—. ¿No sería posible que esta vez la gnoma te pagara con tela?
—No creo que sea posible; la mayor parte del valor de la seda de gemas reside en las gemas, no en el trabajo.
La menor de las hermanas dio un resoplido.
—¿Ah, sí? ¿Y quién más es capaz de hacer ese hilo?
—No conozco a nadie más —admitió Naoni—. Y tampoco conozco a ninguna tejedora que tenga el don de Jacinta para integrar muchos hilos de origen diferente en una tela. De no ser por ella, ¿cómo podría tener yo gemas que hilar? Somos afortunadas de habernos conocido. No tengo nada en contra de nuestro acuerdo.
—Pues que así se quede —dijo Faendra sin pensarlo más—. ¿Cuánto tardaremos en llegar al Laberinto?
—Podemos marcharnos en cuanto haya terminado esta última madeja.
—Naoni cogió una sencilla devanadora de madera de tres palillos y empezó a enrollar el hilo en ella.
—Vuelta, vuelta, vuelto, dos cabezas con un cuerpo —canturreó Faendra sonriente—. Tú me enseñaste esa rima cuando hiciste la primera devanadora. ¿Cuántos años tendría yo por entonces?
—Siete inviernos —dijo Naoni emocionada. Había empezado a hilar el año en que murió su madre, dejándola a ella, una chica de doce años, a cargo de la casa y de la crianza de una traviesa hermanita.
Sus ágiles manos pronto terminaron de enmadejar.
—Si llamas a Alondra, podemos marcharnos.
—Aquí estoy —anunció una vocecita.
La joven que salió de la despensa hacía honor a su nombre: era pequeña, delgada y tenía el color pardo de un pajarillo de las praderas. Llevaba el cabello largo peinado en una trenza e iba vestida con un delantal marrón sobre una sencilla camisa de lino. Una cinta verde sujetaba unos mechones rebeldes que querían lanzarse sobre la frente, y los extremos estaban trenzados con el pelo. En uno de los brazos desnudos llevaba atada una cinta a juego. Puede que la nariz fuera un poco estrecha y demasiado larga, y sus brillantes ojos pardos tenían una mirada aguda que producía desconcierto, pero en general su aspecto era agradable.
Naoni le sonrió tímidamente. Su padre, en consonancia con su nueva situación de prosperidad económica, había insistido en que tomaran una criada, pero su hija mayor todavía no sabía muy bien cómo debía tratar una señora a una muchacha de servicio.
A su hermana no la preocupaban esas cosas. Para Faendra, cualquier extraño era un amigo por conocer, y cualquier chica que viviera bajo su mismo techo, una hermana. Cogió una madeja de reluciente hilo purpúreo y la envolvió en torno a los hombros de Alondra.
—¿Qué te parece? ¿No te encantaría un vestido de seda de gema?
Alondra levantó con cuidado la madeja y la puso a un lado.
—¿Para mi trabajo, y con este calor? Estaría tan empapada como un paño de cocina tendido al sol.
—No seas tonta. ¡Esos vestidos se llevan en las veladas de los nobles, no para hacer queso!
—Yo he estado en muchas de esas veladas —replicó Alondra en un tono que implicaba que sus recuerdos de ellas no eran ni agradables ni impresionantes.
—¡Sirviendo, sí, pero no del brazo de algún joven bien parecido y rico!
Alondra respondió con una sonrisa tirante.
—Sé cuál es mi lugar, y no deseo ningún otro.
—Envolvamos y atemos las madejas —dijo Naoni presurosa.
Las tres se llevaban bastante bien, pero Alondra no tenía mucha paciencia para las ideas de Faendra. Para ella la belleza era su gremio, y la ocupación de sus miembros era convencer a todo el mundo para que hiciera su voluntad.
Faendra dirigió a su hermana una brillante sonrisa.
—Sólo tengo que cambiarme de vestido y arreglarme el pelo —salió bailando y canturreando de la habitación.
—No volverá a aparecer hasta que hayamos terminado —murmuró Alondra.
Era cierto, pero esas verdades no le sentaban bien al señor de la casa.
—A mi padre no le gustaría oír que cualquier Dyre huye del trabajo —observó Naoni con tacto.
—Entonces diré que las dos hermanas Dyre son trabajadoras y dispuestas —dijo Alondra con tono seco—. Naoni está dispuesta a trabajar, y Faendra está dispuesta a permitírselo.
Naoni esbozó una sonrisa, meneó la cabeza y cubrió la cesta con un lienzo.
—Esa es la última. Parece extraño que pueda hacerse tanto hilo de un puñado de gemas.
—Lo más extraño de todo es que seas capaz de hacerlo.
Faendra volvió a aparecer dando una vuelta para lucir su nuevo vestido azul y los zapatos del mismo color. El corpiño era ajustado, muy a la moda, las mangas abullonadas y acuchilladas dejaban ver sus brazos rosados y redondos, y la falda se ceñía a la cadera y los muslos antes de abrirse en un gracioso vuelo.
Naoni frunció el entrecejo y la miró con severidad en sus ojos grises.
—Vas demasiado bien vestida para el Laberinto. ¿Te parece prudente?
Su hermana se acercó a ella con un paso de baile y le dio un beso en la punta de la nariz para alejarse a continuación con una sonrisa.
—Te preocupas demasiado. ¡Vámonos ya!
Cuando las tres chicas iban por el distrito del Puerto, las calles estaban tan atestadas y bulliciosas como de costumbre, pero no encontraron peleas ni carretas volcadas que atrajesen a la multitud y entorpecieran la marcha. Incluso había menos carros que de costumbre y los que había estaban menos precariamente cargados.
Pronto se encontraron en un estrecho callejón que acababa en un desorden de abigarrados edificios. Naoni llamó a una puerta desvencijada medio oculta tras una pila de duelas de barril medio podridas.
Se abrió de golpe y en la oscuridad iluminada a medias por la luz parpadeante de unas antorchas aparecieron un par de halflings de mirada desconfiada que montaban guardia. Estaban medio escondidos detrás de la puerta e iban vestidos como golfillos humanos, y en los cinturones llevaban fundas de cuero baratas pintadas de brillantes colores. A pesar de su aspecto infantil e inofensivo, en las fundas había espadas reales y muy afiladas.
—Buenas tardes os deseo —dijo Naoni levantando la cesta que llevaba—. Tengo cosas que tratar con Jacinta.
Los guardias asintieron y silenciosamente se hicieron a un lado para permitirle el paso. Las tres chicas entraron con sigilo y Alondra mostró las manos con las palmas hacia arriba para demostrar que no llevaba armas.
—Tú también —dijo uno de voz extrañamente ronca, dirigiéndose a Faendra—. Enseña las manos, bonita.
La hermana menor puso los ojos en blanco y extendió los brazos a los lados como diciendo: «¿Y dónde quieres que esconda algo en este vestido?».
El hombre asintió y la puerta se cerró de inmediato tras ellas mientras Naoni le entregaba la cesta a Alondra y cogía una antorcha del barril de los guardias. Después de encenderla con la que había en la pared partieron túnel adelante.
El olor a piedra húmeda las rodeó y tuvieron cuidado de no rozarse contra las paredes. El Laberinto era uno de los barrios menos conocidos de Aguas Profundas. Había empezado a construirse hacía siglos, al principio con casas de piedra levantadas a lo largo de calles empinadas. En ocasiones se añadía una planta superior aquí y allá, o se construía un pasadizo entre una casa y otra, y con el paso de los años tramos enteros de calle fueron quedando totalmente escondidos del sol y muchos de los pisos bajos se transformaron en sótanos. La reconstrucción empezó por apuntalar los niveles bajos y fue avanzando hacia arriba, y por debajo de unas cuantas manzanas de la bulliciosa Aguas Profundas, el lento resultado de este incansable intento de llegar a los más grandes fue un nivel olvidado.
Allí vivían muchas gentes menudas: gnomos, halflings e incluso algún que otro enano encontraban un domicilio discreto y a su gusto entre los oscuros sótanos y estrechos túneles del Laberinto.
Las muchachas pasaron junto a varios gnomos que venían en sentido opuesto e intercambiaron con ellos gentiles inclinaciones de cabeza. Jacinta gozaba de tan alta consideración que, por asociación, Naoni era considerada uno de ellos.
No tardaron en llegar a una conocida puerta terminada en un arco. Tenía el doble de ancho que de alto y estaba abierta, dejando salir un ruido rítmico y levemente rasgado que el eco propagaba por el túnel.
Un golpeteo y un rasgueo llenaban la habitación, y se hicieron más intensos en torno a las tres chicas cuando estas entraron. Media docena de telares trabajaban incansables en la sala de piedra de techo bajo y abovedado, aunque uno se paró cuando la tejedora abandonó su trabajo y acudió presurosa con una sonrisa de bienvenida.
Como de costumbre, Jacinta estaba demasiado ocupada como para extenderse en sus expresiones, y cogiendo la cesta de manos de Alondra se apresuró a desenvolver las madejas y contemplarlas a la luz del candil.
Miró con atención e hizo un gesto de aprobación.
—Bonito, muy bonito.
Faendra ya se había dirigido al telar de Jacinta en el que estaba montada una tela sedosa de ámbar casi transparente. En el tejido había motivos de libélulas de alas brillantes y relucientes.
—¿Cómo se hace esto? —preguntó maravillada mirándola de cerca—. Muchos colores… pero todos los hilos se entrelazan pareciendo uno solo…
—Y lo son —dijo la gnoma bruscamente—. Están hechos del hilo de ámbar hilado por tu hermana y de la seda que yo teñí del mismo color. Creo recordar que una gota de ámbar tenía atrapada en su interior a una libélula. El motivo no es de mi invención, se presentó cuando yo estaba tejiendo. Es hermoso.
—Realmente lo es —dijo Faendra arrobada. Algo más brillante atrajo su atención—. ¿Y esto? —preguntó señalando una tela reluciente de color rojo que había cerca.
La gnoma sonrió satisfecha.
—Eso se convertirá en la capa de noche de un noble. Da dos pasos a la derecha y vuelve a mirarla de soslayo.
Faendra obedeció y después de un instante rompió a reír.
—Hay un dibujo: ¡un pavo real desplegando la cola!
—Muy adecuado para los que van a lucirla —observó Jacinta secamente—, y una buena diversión para los que no la llevamos.
Sacó un bolsillo que llevaba atado al cinturón y se lo entregó a Naoni.
—Tus monedas están a un lado, y al otro las gemas que deberás tejer. Peridotita, una piedra de color verde pálido muy bonito.
—Ese color le iría bien a Naoni, combinaría con su pelo y sus ojos —sugirió Faendra.
Su mirada se deslizó hacia una tela de color azul tornasolado que combinaba con sus propios ojos y luego hacia la bolsa que contenía la paga de Naoni, dejando clara su intención.
Naoni, que estaba examinando las gemas, alzó la vista y dirigió a su hermana una mirada de advertencia.
—Un verde precioso —le dijo a Jacinta—. Me encantará hilarlo.
Era propio de los gnomos recordar faltas, ambiciones y otras debilidades para negociar en el futuro. Antes de que Faendra pudiera decir nada más, su hermana mayor se despidió rápidamente e instó a sus acompañantes a salir del Laberinto.
Como su padre pretendía que ella conociera las obras donde trabajaban los hombres de Dyre y donde se empleaba su dinero, Naoni las condujo por el callejón de la Capa Roja para comprobar los daños recientes.
Todo un tramo del andamiaje estaba a punto de desplomarse. Faendra pasó revista a los trabajadores que iban y venían por él.
—Empiezo a darme cuenta de por qué padre estaba tan preocupado.
Naoni frunció el entrecejo.
—Aun así, no me gusta nada todo eso del Nuevo Día y de los desafíos a los Señores.
—Tonterías de viejos —dijo su hermana alegremente adoptando una pose ante los trabajadores que la miraban.
—Esas conversaciones no son nada nuevo —observó Alondra—. Los plebeyos se han quejado muchas veces de los nobles, y los rumores sobre ellos son tan antiguos como el mismísimo monte Aguas Profundas.
Naoni asintió.
—Los Señores saben hacer bien su trabajo.
Alondra hizo un gesto de desprecio.
—Puede que algunos sean buenos, que haya algunos hombres honestos tras esas máscaras, pero apostaría a que la mayoría no son mejores de lo que se piensa. A pesar de todo, a Aguas Profundas no le va mal, y por el momento no creo que sea conveniente rapar al perro para quitarle las pulgas.
—A lo mejor es que padre quiere ser un Señor —intervino Faendra a la ligera—. Supongo que hay muchos a los que no les gusta que Aguas Profundas sea gobernada en secreto, porque sin poder ver claro el camino nadie puede aumentar su poder y su influencia.
Naoni torció un poco el gesto. A pesar de sus frivolidades, su hermana tenía una percepción muy clara de las personas. Un temor súbito la asaltó: ¿acaso Faendra conocería el secreto de su madre?
¡No, eso era de todo punto imposible! Naoni había escondido con todo cuidado aquellas cartas y diarios. ¡Y bien que los había escondido! Tal como estaban las cosas, lo que menos necesitaba su padre era algo que le recordara la debilidad de Ilyndeira Dyre por la nobleza aguadiana.
Ahora tenían el callejón de la Capa Roja a sus espaldas, y Faendra se había situado en un pequeño cruce de caminos que Naoni no hubiera elegido.
Casi chocaron con unos estibadores que discutían acaloradamente por la posesión de una desvencijada caja que había en el centro del grupo.
Naoni se había alejado de ellos apenas seis o siete pasos cuando se dio cuenta de algo que le produjo un escalofrío.
Habían dejado de discutir.
Miró hacia atrás. Uno de los hombres estaba apenas a unos pasos de ella y avanzaba con paso rápido y sigiloso.
Le dedicó una sonrisa que podría haber sido atractiva si el hombre hubiera conservado la mayor parte de los dientes.
—¿Qué llevas en la bolsa, preciosa? Echemos un vistazo.
Naoni sintió que el corazón le latía desbocado. Los otros seis hombres venían detrás del primero. Antes de que pudiera gritar para advertir a Faendra y a Alondra, los hombres cargaron contra ella blandiendo sus cuchillos.
—Esa daga era mi favorita…, o mejor dicho, lo eran las dos. —Malark extendió las manos: una vacía, en la otra una daga con un elaborado monograma de los Kothont—. Perfectamente equilibradas, de acero muy fino y formaban una pareja increíble. Voy a recuperarla, cueste lo que cueste.
Taeros le sonrió burlonamente.
—Te desearía suerte, pero vas a tener que besar a la propia Tymora para encontrarla. A estas alturas es probable que tu daga ya haya atravesado varios corazones…
—¿Todos al mismo tiempo? —preguntó Korvaun Yelmo Altivo con una gentil sonrisa.
—… en rápida sucesión —continuó Taeros—. Y a continuación habrá ido a parar a las aguas del puerto todavía clavada hasta la empuñadura en su última víctima.
—Tu problema —gruñó Beldar— es que inventas demasiadas historias descabelladas. Malark lo tiene fácil. Alguien de la obra la encontró, y sin duda hará falta cierta… persuasión para recuperar la pieza.
—Si actuamos con discreción, tal vez podamos arreglarlo sin tanta «persuasión» —dijo Koivaun—. Si nos controlamos y no nos vamos de la lengua, esto podría resolverse con facilidad.
—¿Eres capaz de controlarte? —preguntó Taeros fingiendo incredulidad—. No he tenido pruebas de ello.
Korvaun se encogió de hombros.
—No averiguaremos si los obreros encontraron la daga de Malark si vamos con acusaciones y exigencias, pero podríamos provocar un pequeño revuelo.
—Hablando de revuelos —lo interrumpió Malark rápidamente—. ¡Mirad eso! Tres mujeres jóvenes corrían frenéticamente hacia ellos con algunos hombres de aspecto rudo pegados a sus talones. El mal humor de Beldar se transformó en una alegría torva mientras desenfundaba la espada.
Malark tuvo que apartarse con presteza para no resultar herido. Luego sacó su propia espada y se dirigió callejón abajo hacia las muchachas.
Beldar lo adelantó lanzando centellas por los ojos.
—¡Capas Diamantinas! —gritó en plena carrera.
—¡Te seguimos! —dijeron Korvaun y Malark.
Fue en ese preciso momento cuando Taeros tropezó en una piedra suelta y cayó de bruces en un remolino color ámbar.
«Es afortunado el héroe, —pensó irónicamente—, que escribe su propia historia».
Si alguna vez se contaba este episodio, Taeros Halcón Invernal sería el primero en acudir en defensa de las doncellas. Hasta entonces, tendría que arreglarse lo mejor que pudiera.
Se levantó, desenvainó la espada y corrió tras sus amigos que sin duda eran más ágiles.
Unos dedos rudos se deslizaron por la espalda de Naoni y la cogieron del pelo. Ella echó la cabeza hacia atrás con desesperación, apretando los dientes para combatir el dolor que le produjo el tirón de sus trenzas.
Se tambaleó y a punto estuvo de caerse, pero un atisbo del terror en los ojos de Faendra le hizo crecer alas en los pies. Cogió a su hermana de la mano y tiró de ella. Alondra iba unos pasos por delante y corría como una liebre. Entonces, de repente, vio a unos hombres que gritaban y corrían espada en mano. ¡También corrían hacia ellas!
—¡Oh, diosa Fortuna! —dijo Naoni con voz entrecortada al sentir una mano pesada que caía sobre su hombro y la arrastraba hacia abajo—. ¡Protege a mi Faen…!
Cayó con fuerza sobre las piedras de la calle. La bolsa que llevaba colgada del cinturón se le incrustó entre las costillas y la dejó sin aliento. Debatiéndose entre sollozos miró a todas partes en busca de su hermana.
¡Ahí estaba! Faendra había logrado pasar al lado de los hombres que corrían hacia ellas y estaba casi en la calle principal. Allí estaría a salvo.
Naoni sintió un gran alivio. Una piedra manchada de sangre atravesó su campo visual un poco tapado por el pelo y vio a Alondra que con aire decidido se agachaba a coger otra.
Un hombre con una espada larga y reluciente y una roja capa al viento, una capa hecha con la tela de gemas de Jacinta, tejida con el hilo que ella misma había hilado, pasó como una flecha al lado de Alondra y dio un salto por encima de Naoni con lo cual lo perdió de vista.
—¡Tomad, bellacos! —sonó una voz educada.
Naoni se arrastró para apartarse del camino de los compañeros del de la capa roja. Cuando consiguió ponerse de rodillas vio a uno de los guardias halfling del Laberinto. Le guiñó un ojo al pasar a su lado para ensartar a uno de los rufianes.
El hombre gritó y se desplomó, y el que iba detrás de él palideció y retrocedió rápidamente quitándose de en medio ante la embestida de un segundo espadachín de gran empaque que lucía una flameante capa azul y blandía una reluciente espada.
Los ladrones empuñaron sus cuchillos y recularon rápidamente. Uno cayó pesadamente haciendo tropezar al que iba detrás. Naoni vio que una correa de cuero salía por detrás de su tobillo, y los dos halflings responsables de hacerlo caer se desvanecieron tras un remolino de brazos y piernas sucios y peludos que no dejaban de moverse.
Estos debían de ser guardianes enviados por Jacinta para protegerla en su regreso a casa. Ella había dicho muchas veces que la gente menuda protegía a los suyos, pero esta era la primera vez que los había visto en acción.
—¡Corred, escoria de los bajos fondos! —gritó uno de los espadachines rescatadores, un joven gigante de barba roja con una capa de gemas color verde y un extraño acento de Moonshar—. ¡Os he derrotado con apenas una estocada de mi acero!
—No eran capaces de hacer frente, y mucho menos de combatir —observó un joven de pelo oscuro cuya voz educada estaba llena de sarcasmo—. No, Beldar, deja que se marchen. Creo que podemos confiar a la guardia la captura de hombres tan rastreros.
Nobles. Tenían que ser nobles. ¿Quiénes si no podrían hablar de la guardia con tan marcado desdén? Muchos artesanos y estibadores odiaban a la guardia, pero Naoni jamás había oído usar ese tono jocoso en referencia a ellos.
Una espada volvió a su vaina y Naoni sintió unos dedos suaves pero firmes que la cogían por los codos y la ayudaban a ponerse de pie. Se encontró ante un rostro atractivo, enmarcado por un pelo rubio y corto. Los ojos eran azules y bondadosos, y reflejaban preocupación… y algo más.
Naoni tardó un momento en identificar ese «algo más» como el tipo de miradas que a menudo le dirigían a la hermosa Faendra.
—¿Estás herida, señora?
Ella se lo pensó un rato y el hombre hizo un gesto de consternación.
—Si te hubiera preguntado cómo estaban tus compañeras me habrías respondido de inmediato —dijo en voz baja—. En mitad del peligro no dedicaste un solo pensamiento a ti misma.
—Bueno, no había tiempo —respondió ella sin convicción.
Él sonrió, pero no fue una sonrisa burlona sino realmente cálida. En ese momento, por detrás de él, Naoni vio una piedra sujeta por unos dedos enrojecidos que le resultaron familiares.
—¡Alondra, no! —gritó.
El hombre giró sobre los talones envuelto en el remolino azul de la capa.
Alondra retrocedió y depuso su arma.
—Mi… buena amiga no pretendía hacerte daño —se apresuró a decir Naoni poniendo la mano sobre el brazo con que el hombre empuñaba la espada.
—¡Vaya! —exclamó sonriente el de la barba roja con gesto de complicidad mientras los nobles formaban un corro en torno a ellos.
Naoni retiró la mano. Su bolsa era lo bastante abultada como para tentar incluso a estos jóvenes espadachines. ¿Y acaso esos altivos jóvenes no acudían al distrito del Puerto a divertirse con muchachas de baja cuna? ¿Harían caso a la negativa de una damisela a la que acababan de rescatar?
Su hermana menor estaba volviendo atrás con expresión de curiosidad en el hermoso rostro. El miedo se apoderó de Naoni. ¡A Faendra no! ¡Eso no!
—Alondra no pretendía hacer daño —se apresuró a repetir—. ¿Acaso vosotros podéis decir lo mismo?
—Desde luego —dijo el joven rubio con firmeza—. Mi nombre es Korvaun, lord Korvaun Yelmo Altivo, y a pesar de lo que pueda decirse por ahí sobre las costumbres de los nobles, no suelo atacar a mujeres por la calle.
—Habla por sí mismo —dijo el pelirrojo alegremente con un guiño bienintencionado a Faendra.
A Naoni se le cayó el alma a los pies al ver la expresión encantada de su hermana. ¡Sin duda Faen tenía la belleza de su madre, pero no por eso tenía que cometer sus mismos errores!
El sarcástico del grupo suspiró.
—¡Ahora no, Malark! Guarda tus bromas para mujeres que no estén tan turbadas. Te ruego me disculpes, soy lord Taeros Halcón Invernal, este bufón es lord Malark Kothont, y nuestro primer espada, al que allí ves, es lord Beldar Cuerno Bramante. Por lo general, su lengua es tan afilada como su espada, pero al parecer ahora mismo se ha quedado mudo, cosa rara en él. En conjunto somos los Capas Diamantinas, por razones evidentes. ¿No os habéis hecho daño?
Naoni asintió, pasado el susto.
—Tal vez alguna contusión. No se llevaron nada —consiguió sonreír—. Soy Naoni Dyre y estas son mi hermana Faendra y nuestra criada, Alondra.
Faendra señaló a Naoni con los ojos brillantes.
—Precisamente ella fue quien hiló las gemas que forman parte de las capas que lleváis.
El que habían llamado Beldar frunció el entrecejo.
—¿Artesanas?
—Lord Cuerno Bramante —dijo Alondra con un tono que destilaba ácido—. Pareces sorprendido de que seamos mujeres respetables.
El jefe de los Capas Diamantinas se puso rojo ante el reproche.
—Perdonadme, señoras, pero ¿qué hacéis por aquí? Estas no son calles para…
—¿Personas que deben ir a donde sea necesario por su trabajo? —La voz y la mirada de Alondra eran decididamente glaciales—. ¿Qué sabéis de trabajo las gentes como vos?
Beldar y Alondra se miraron fijamente. Lo que pasó entre ellos nadie más lo supo, pero pareció terriblemente desagradable.
«¡Por los dioses, deberíamos estar dando las gracias a estos hombres en lugar de insultarlos! Parecen amables, pero son nobles. ¿Quién sabe cómo pueden reaccionar estas gentes de alta cuna si se los ofende?», pensó Naoni torciendo el gesto.
—Sólo venimos de una de las obras de mi padre —se apresuró a decir—. Sufrió graves daños por culpa de unos desaprensivos que jugaban a los espadachines.
Los cuatro nobles intercambiaron miradas incómodas.
El llamado Malark frunció el entrecejo.
—¿Está esa obra por casualidad en el callejón de la Capa Roja?
—Así es.
Los cuatro carraspearon al unísono.
—Buenas señoras —dijo lord Cuerno Bramante con gesto envarado—, es probable que no os gusten las siguientes palabras que voy a pronunciar…
—De eso no me cabe la menor duda —dijo Alondra entre dientes, lo que provocó una risita de Faendra y una sonrisa de Malark.
Naoni dirigió a las dos chicas una mirada elocuente que se transformó en gesto de advertencia cuando Malark ofreció el brazo a Faendra. Sin hacerle el menor caso, su hermana deslizó la mano por el hueco del brazo de lord Kothont con una grácil soltura que hablaba de muchas horas de práctica ante el espejo.
—Señora Naoni —murmuró con seriedad Korvaun Yelmo Altivo cogiendo la mano de ella entre las suyas—. ¿Te importaría aceptar nuestra protección y guiarnos al mismo tiempo hasta tu padre? Esos rufianes no son los únicos peligros que acechan en el distrito del Puerto.
—Ah, claro que sí, pero ¿por qué os interesáis tanto por nosotras? —después se lo pensó mejor—. ¿Y en nuestro padre?
—Señora —dijo Alondra con tono crispado—, estos cuatro agradables nobles evidentemente son responsables de los daños producidos en la obra. Y, como son hombres de honor, seguramente están pensando en compensar los daños. ¿No es así, lord Cuerno Bramante?
—Precisamente —respondió Beldar con gesto rígido.
—Entonces mis dos señoras aquí presentes estarán encantadas de llevaros ante el hombre que tanto interés tiene en veros. No —se corrigió—, el hombre que tiene necesidad de veros. Nadie desearía ver a maese Dyre con el humor que tiene estos días, pero… los dioses no siempre nos conceden nuestros deseos —miró a Naoni—. ¿Está bien expresado, señora?
—Así es —aceptó Naoni con aire ausente—. Perfectamente.
Alondra cogió con firmeza el brazo de lord Halcón Invernal, dejando a Beldar sin pareja y dirigiéndole una mirada furiosa.
—Cuidado donde pones el pie, lord Cuerno Bramante, sería una pena estropear esas hermosas botas.
Naoni abrió la boca para imponer silencio a Alondra, pero las palabras se le atragantaron. La lealtad de la chica era muy importante, y su discernimiento era inobjetable. Todo lo que Naoni sabía la impulsaba a desconfiar de estos nobles…, incluso del amable lord Yelmo Altivo.
Dirigió una mirada a su atractivo rostro y el corazón le dio un brinco en el pecho.
Especialmente de Korvaun Yelmo Altivo.
Varandros Dyre llegó a la puerta delantera cuando empezaba la tercera tanda imperiosa de llamadas. Incluso antes de que estallara su mal humor ya tenía el gesto torcido.
Alguien estaba haciendo caso omiso de la presencia de una hermosa campanilla y aporreando con el llamador de metal.
El maestro cantero desenvainó la vieja espada que estaba colgada junto a la puerta y mantuvo una mano cerca de ella antes de abrir los cerrojos. No empuñó la espada no fuera que quienes volvían a llamar ya —¡por Tempus!— golpeando sin piedad su hermosa puerta, fueran miembros de la guardia.
Dyre abrió la puerta de golpe y dio un paso atrás, con la mano tanteando la espada, y vio lo que esperaba ante el umbral.
Abrió mucho los ojos incluso antes de quedarse mirando boquiabierto.
Allí estaban sus hijas, junto con la criada, y algo así como un ejército de sonrientes jóvenes elegantes y vestidos a la moda. Todos llevaban el pelo revuelto y el rostro arrebolado, como si se hubieran estado riendo y ahora mismo contuvieran la risa.
Y justo delante de él, en la mano elegantemente enguantada de uno de estos sonrientes petimetres, había una daga invertida con la que se disponía a volver a golpear en el llamador.
Era idéntica a una que había encontrado en su obra, incluso el monograma era igual.
Dyre levantó una mano enérgicamente, cortando la explicación que la emocionada Faendra intentaba dar de cómo sus vidas habían sido tan valientemente salvadas precisamente por estos…
—Ya basta, hija. Tendré unas palabras con estos… gentiles señores —le dijo con un tono que no admitía réplica.
Un fuego equivalente al suyo surgió en aquellos ojos azules, no en vano ella era también una Dyre, pero Naoni puso una mano apaciguadora en el hombro de su hermana. Sus ojos grises se clavaron en los de su padre en una especie de súplica muda. Antes de que pudiera hablar, la criada hábilmente apartó a las dos jóvenes de la puerta y las hizo atravesar el vestíbulo.
Dyre hizo un gesto de aprobación. El dinero que le pagaba a Alondra estaba bien empleado; al menos ella tenía sentido común. Aunque a decir verdad, no le importaba que sus hijas oyeran todo lo que tenía que decir. Tal vez fuera mejor para ellas.
Varandros Dyre dio la espalda a los jóvenes nobles, rodeó su escritorio y los miró desde el otro lado de la amplia superficie cubierta de pergaminos.
Su mirada no era precisamente amistosa.
Taeros vio que Beldar miraba los papeles desordenados. Lo mismo hizo el propietario de Construcciones y Viviendas Dyre.
—Parece que no estás habituado al desorden del trabajo honesto —le dijo Dyre con frialdad—. ¿Me permites que te recuerde que en esta hermosa ciudad algunos debemos trabajar duro para que Aguas Profundas siga siendo hermosa?
No era necesario ser muy sagaz para llegar a la conclusión de que el maestro cantero hervía de rabia, y Taeros alzó una mano a modo de advertencia a sus compañeros.
—Tengo entendido que habéis protegido a mis hijas y a mi criada y os debo el agradecimiento que debe observar cualquier padre. Os ruego que lo aceptéis. —Dyre no se molestó en hacer que su «os ruego» pareciera otra cosa que una orden y siguió hablando.
»Debéis perdonarme si tengo ciertas sospechas sobre la razón por la cual tan altos y jóvenes señores, que disponen de todo su tiempo para divertirse de la forma que les resulte más oportuna y campar por sus respetos de un extremo a otro de la gran ciudad de Aguas Profundas, estuvieran casualmente en las proximidades de cierta obra en el corazón mismo del tan poco elegante distrito del Puerto. ¡Una obra que, por otra parte, quedó hecha un desastre recientemente por culpa de una banda de señoritos a los que al parecer también les resultó divertido azuzar con sus espadas a trabajadores honrados y provocar fuegos que podrían haber devastado más de una o dos calles de la ciudad!
Las palabras de Dyre sonaban frías, cortantes e inexorables, como certeros latigazos.
—Y eso por no hablar de que dañaron un andamio del que otro trabajador cayó esta mañana, un hombre que quedará lisiado si su curación no es total.
Taeros vio su propia culpa reflejada en los rostros de sus amigos. Antes de que alguno de ellos pudiera encontrar las palabras adecuadas, Dyre plantó sus manazas sobre el escritorio, se inclinó hacia adelante lanzando rayos por los ojos y con voz ronca les hizo una pregunta.
—Y bien, ¿alguno de vosotros sabe algo al respecto?
A pesar del escritorio, de su baja estatura y del espacio que los separaba, la presencia del cantero parecía imponerse alos jóvenes.
—Maese Dyre, mi buen señor, te aseguro que nosotros…
El cantero lo miró directamente a los ojos, y ante el fuego de su mirada y su cómica combinación con aquella enorme nariz, el joven Halcón Invernal sintió que se le secaba la boca.
—Señor —se apresuró a intervenir Malark—. ¡Estamos dispuestos a compensarte!
—Por supuesto —añadió Beldar con gesto grandilocuente, echando mano a su bolsa—. Yo…
—Sé quién eres, lord Cuerno Bramante —dijo Dyre con gesto displicente—, y estoy seguro de que pagarás por lo que has hecho. Me encargaré de que los Túnicas Negras se aseguren de ello, sean cuales sean tus intenciones. ¡Conozco nuestras leyes, y por eso mismo no saco una espada contra todos vosotros ahora mismo y pongo fin a vuestras necedades para siempre! Aguas Profundas ya está más que harta del prepotente vandalismo de la nobleza aguadiana.
Se alzó cuan alto era adoptando, si cabe, una pose aún más imponente.
—Espero que todos vosotros os mantengáis apartados de mis hijas de ahora en adelante, lo cual no debería resultaros difícil, señores, puesto que ellas pasan sus días trabajando honradamente.
El cantero respiró hondo y continuó con más calma pero todavía con mayor firmeza.
—¡Mis hijas tendrán que ganarse un lugar en la sociedad aguadiana, y no se me ocurre que puedan conseguir la situación y el éxito que merecen contrayendo matrimonio con cualquier rufián, por noble que sea, que se divierte hiriendo y empobreciendo a otros cuando no están haciendo el trabajo sucio de los Señores!
Taeros no cabía en sí de asombro. ¿El trabajo sucio de los…?
Los Capas Diamantinas casi no tuvieron tiempo siquiera de demostrar su extrañeza cuando el maestro cantero rodeó lentamente su escritorio con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y listo para la pelea.
—Tampoco son sólo mías estas opiniones. Tengo amigos en los gremios y entre los tenderos que no sienten ninguna simpatía por rémoras como vosotros y los de vuestra clase. Muchos ojos os habrán visto llegar aquí, y ya se estarán preguntando el porqué de la visita. Una buena parte de la ciudad, la parte que trabaja, os estará vigilando muy estrechamente en los próximos días por si me sucediera algún «accidente». No es porque yo sea importante, ni porque me tengan un cariño especial, sino porque una y otra vez se ha acabado con la disensión en Aguas Profundas silenciando a los críticos declarados mediante un accidente tras otro, y ya no tienen estómago para seguir aguantándolo.
Avanzó un paso más y más de una noble mano se dirigió a la empuñadura de la espada.
—Así pues, milores —añadió Dyre en voz baja y con los ojos todavía centelleantes—, dejemos las cosas bien claras entre nosotros. Yo aceptaré vuestras disculpas y vuestro dinero y vosotros os mantendréis alejados de las mujeres de mi familia y tendréis muchísimo cuidado de que no nos suceda ningún accidente ni a mí, ni a Construcciones y Viviendas Dyre ni a ninguna de las obras que tengo en la ciudad.
El lento avance del Cantero hizo que la nariz casi le tocara el pecho a Beldar Cuerno Bramante.
—Dalo por hecho, buen señor —le respondió este en voz baja—. Tu enfado es comprensible, pero tu difamación de la nobleza aguadiana es no sólo equivocada sino también repugnante, yo…
—No te gusta oír la verdad. A los de tu clase nunca les gusta. Ahora mismo, la verdad más importante a la que tienes que hacer frente es que yo soy un ciudadano de Aguas Profundas y que estoy en mi casa y estoy demasiado furioso como para mostrarme prudente, de modo que lo mejor es que os marchéis. Ahora. A su debido tiempo, mis aprendices os presentarán una liquidación y me podréis mandar aquí el dinero.
Dyre señaló la puerta sin que su mirada dura se apartara ni un instante de los ojos de Beldar. Korvaun Yelmo Altivo se dispuso a abrirla con la prontitud y la discreción de cualquier sirviente.
Dos jóvenes estaban fuera, pálidos y con expresión decidida. En sus jubones llevaban el distintivo de Construcciones y Viviendas Dyre, en el que se ve una piedra de la que sale un puño. Los aprendices del cantero llevaban mazas en las manos.
—Baraezym, Jivin —les dijo Varandros Dyre con gesto serio—, nuestros huéspedes se marchan… en paz, espero. Recordad sus caras, porque puede que en algún momento tengáis necesidad de reconocerlos.
Los Capas Diamantinas ya habían empezado a salir en silencio, con expresión grave, pero Beldar volvió la cabeza de repente.
—Buen señor Dyre, ¿qué es lo que quieres decir con eso?
—Quiero decir, señores —dijo cortante el maestro cantero—, que llegará un momento en que ya nadie podrá reírse de las consecuencias de sus actos y olvidarse de ellas.
Varandros Dyre observó con expresión impenetrable cómo los señoritos se alejaban en medio de un revoloteo de capas.
Luego dio la vuelta en redondo tan repentinamente que sus aprendices dieron un salto. Sin hacer el menor caso de ellos, paseó la vista por el vestíbulo buscando a sus hijas.
No había ni rastro de ellas, pero la puerta de la cocina estaba abierta y allí estaba la criada. De la bandeja cubierta que tenía en las manos salía una nube de vapor. Tenía la mirada fija en el suelo y estaba tan quieta como una estatua.
Dyre le hizo un gesto de aprobación. Al menos había quienes sabían cuál era su lugar. Se permitió un gruñido de satisfacción e hizo un gesto que sus aprendices interpretaron en seguida, ya que salieron a echar el cerrojo a la puerta.
Alondra mantuvo la mirada baja y, prudentemente, no dijo nada.