Capítulo 20

Algo que nunca llegó a saber lo que era sacó a Naoni de su ensoñación y la trajo abruptamente a la realidad con un breve gemido de desmayo. Las sombras se habían oscurecido de manera preocupante mientras ella se encontraba absorta en sus pensamientos; el cielo estaba teñido de ese púrpura suave que aparece entre dos luces. Se recogió las faldas corrió camino abajo, zambulléndose en la fría magia del portal.

Un extraño alboroto —¿acaso una batalla?— se hizo cada vez más atronador a medida que avanzaba presurosa desde el Refugio en dirección a las tumbas más grandes, pero Naoni no aflojó la marcha. Era mejor cruzar a la carrera que encogerse de miedo en las sombras y quedarse encerrada en ellas cuando se cerraran las puertas a la caída de la noche.

Un adoquín perdido le pasó rozando el hombro. Saltó precipitadamente al interior del panteón más próximo, se dio la vuelta en redondo y echó una mirada hacia atrás.

Ante sus ojos, hombres y mujeres intentaban estrangularse unos a otros, se daban puñetazos y apuñalaban al que tenían más cerca, aporreando a la gente furiosamente con bastones tablas de los bancos hasta dejarlos tirados en el suelo ensangrentado. Más de una vez Naoni se estremeció y giró la cabeza hacia otro lado sintiendo asco.

Pero volvió a mirar, sin atreverse a apartar la vista demasiado tiempo, no fuera a ser que alguien se cruzase en su camino con la muerte en los ojos.

Se sintió mal. Tantos gritos de ¡Nuevo Día! y ¡Muerte a los Señores!…, y ahora tanto derramamiento de sangre.

La mitad de los tenderos y artesanos de Aguas Profundas parecía encontrarse sobre la hierba y los destrozados jardines de la Ciudad de los Muertos, tratando airadamente de matarse los unos a los otros. En poco tiempo se haría de noche y las patrullas de la vigilancia pronto se dejarían ver por el lugar. ¿Iban a permitir que la gente se matase durante toda la noche? ¿Aquí, y con los cadáveres aún calientes?

Sintió algo frío en la columna que se extendió hasta sus labios en una especie de caricia, y se volvió rápidamente incapaz de emitir ni el menor grito de alarma.

No vio a nadie a su alrededor, salvo un ligero atisbo de movimiento en la creciente oscuridad de la tumba.

A Naoni se le hizo un nudo en la garganta. Cuando oscurecía, los muertos deambulaban por la Ciudad de los Muertos, según se decía. Siempre había pensado que se trataba de un cuento de terror, inventado para que la gente honrada no saltase por la noche las vallas del cementerio y evitar así las juergas, las citas y las reyertas, pero ahora podía ver que algo le estaba sonriendo. Algo que no era muy visible, que no tenía mucha presencia…, algo con dientes que lanzaban destellos como si se acercaran a ella, una sombra que se movía en las sombras.

¡No podía quedarse allí quieta!

Naoni se dio la vuelta y salió corriendo de la tumba, y gritó con todas sus fuerzas cuando un puñal pasó centelleando por encima de su brazo después de haber estado a punto de alcanzarla.

El que lo había lanzado era un hombre fornido y de elevada estatura cuya visión provocaba miedo y que apestaba a pieles mal curtidas. Disparó sus puños salvajemente y alcanzó a Naoni en la frente haciéndola rodar por el suelo. Sin embargo, el objeto de su furia era un vendedor de perfumes que se arrastraba y avanzaba a tumbos y al que ella había visto una o dos veces por la calle del Barco.

—¡Ahora no tienes escapatoria, cochino espía de los Señores! —vociferó el hombretón, abalanzándose sobre él.

La brillante hoja de una navaja cruzó como un rayo la garganta del perfumista. Saltó un chorro de sangre oscura y el grito de protesta del desgraciado sonó como un desesperado y sollozante borboteo.

El asesino soltó el mechón de cabellos que sujetaba con una mano y el rostro del moribundo quedó sobre la hierba en una postura repugnante. El curtidor se dio la vuelta. La sonrisa de su cara reflejaba sed de sangre.

Lanzó una mirada a Naoni, que se había acurrucado contra la pared de la tumba esperando que el mundo dejase de girar, y su sonrisa cambió.

—Bueno, bueno —dijo el hombre con mirada hambrienta, observando sin pestañear la aterrada y rápida respiración que agitaba el pecho de la muchacha—. Nunca tuve demasiada predilección por las chicas flacuchas y pelirrojas…, pero ya que estamos.

Oh, dioses. Naoni rebuscó las pequeñas tijeras que llevaba en el bolsillo de su cinturón. Blandiéndolas como si fueran un puñal, fue avanzando con la espalda pegada a la rugosa pared cuyo recorrido terminó muy pronto, y de nuevo sintió esa fría caricia que le llegó a los huesos. Esta vez en una pierna y…

Se revolvió al tiempo que lanzaba un grito desesperado, sabiendo que no había ninguna posibilidad de escapar del curtidor, y se arrastró por la hierba mientras unos dedos fantasmales tiraban de ella y sentía detrás el jadeo sofocado y ansioso del curtidor.

Luego, doblando la esquina de la tumba, apareció otro hombre con una espada ensangrentada en la mano y se dirigió sin titubeos hacia ella con una dura mirada asesina en los ojos: ¡Korvaun Yelmo Altivo!

La oleada de alivio y pura e insensata alegría que invadió a Naoni hizo que se le aflojaran las rodillas.

—¡Korvaun! —gritó a su vez.

El hombre armado corrió hacia ella, los ojos llameantes, y lanzó una estocada que penetró en las sombras más allá de donde estaba Naoni. Al instante sonó a sus espaldas un rabioso grito, que se transformó en un alarido de dolor, desvaneciéndose lentamente en un aullido borboteante… que poco a poco se fue apagando.

Korvaun se apartó del cuerpo del curtidor, los ojos azules aún centelleantes.

—¿Estás herida, Naoni?

La muchacha negó con la cabeza, carraspeando y logrando hablar a duras penas.

—N—no. Gracias milord.

Korvaun se estremeció como si la palabra milord hubiera sido una bofetada en plena cara.

—¿No te importa que te acompañe hasta que crucemos las puertas?

Naoni esbozó una trémula sonrisa. Al parecer, las garras fantasmales habían desaparecido, pero el arco sin puertas de la tumba se abría como una oscura y hambrienta boca sólo unos cuantos pasos más adelante.

—No, no me importaría en absoluto —respondió con agradecimiento.

Korvaun lanzó una rápida y escrutadora mirada en derredor para asegurarse de que no se acercaba nadie espada en mano y sonrió a Naoni. Su larga cabellera estaba revuelta y salpicada con la sangre de alguien que también cubría abundantemente sus ricas vestiduras. Su capa…

Naoni se tapó la boca con una mano.

—¿Qué ha sido de tu capa?

Extrañamente, su ausencia era tan desconcertante como todo el baño de sangre. La habría tranquilizado mucho ver esa prenda producto de su artesanía revoloteando sobre los hombros del joven.

—Se la confié a un criado antes de venir hasta aquí; no quería hacer ostentación de mi carácter de noble ante esta multitud.

Naoni lo miró fijamente.

—¿Tienes la costumbre de venir a pasear por la morada de los muertos antes del anochecer, especialmente cuando está ocupada por multitudes llenas de odio que se matan entre sí?

—Tengo la costumbre de salir en busca de amigos que puedan necesitar mi ayuda y de ponerme de su lado —respondió Korvaun sin inmutarse—. Al poseer desde la cuna riquezas suficientes como para hacer lo que me venga en gana y habitar en una ciudad que cuenta con más ociosos acomodados de los que podría necesitar cualquier gran reino, esto es casi lo único digno de mención que puedo hacer.

Naoni tragó saliva. La voz de él traslucía una clara amargura, pero…

—¿Amigos? ¿Acaso venías buscándome a mí?

—Sí —se limitó a afirmar Korvaun.

Entonces su mirada se dirigió a lo lejos y su cara cambió.

—Dentro de la tumba —dijo de pronto mientras alargaba el brazo y la atraía hacia él—. Puedo defender…

—¡No! —casi gritó Naoni—. Es un fantasma…

—Bueno, desde luego que lo es —respondió Korvaun, levantándola en el aire como si fuera un fardo—. Todas las tumbas de la ciudad están llenas de ellos.

—¡No, no, no! —gritó Naoni, luchando por librarse de algo—. ¡Tiene sus garras clavadas en mí!

Korvaun se dio la vuelta en redondo para mirar qué tenía a su espalda, sacudiéndola en el giro como una muñeca de trapo.

—Adentro —la urgió—. ¡Seis…, no, siete hombres corren hacia nosotros con las espadas en alto! ¡Yo llevo conmigo un talismán que puede rechazar a los espíritus!

—¡Bueno, pues dámelo! —pidió Naoni consiguiendo al fin ponerse de pie—. No me meteré ahí sin…

—Naoni, no tengo tiempo de… ¡Es la hebilla de mi cinturón! ¡No podré luchar con los pantalones por las rodillas…! ¡Entra ahí, mujer!

En ese instante llegó con gran estruendo el primero de los hombres, un gigantesco cargador de muelle vestido con un jubón de hebilla negra hecho jirones y cortando el aire con una siniestra guadaña cubierta de sangre.

Korvaun empujó a Naoni hacia las sombras, donde ahora flotaban tres pálidos rostros que la observaban y que no tenían cuerpo, y blandió su fina espada dando un salto desesperado para eludirlo. Evitó el choque de lleno de los aceros para evitar que su espada pudiera quebrarse como…

Se oyó un ruido metálico, saltaron chispas y el estibador lanzó un rugido en la cara de Korvaun al tiempo que barría el aire con la guadaña. Otros dos cargadores del puerto se acercaban velozmente; Korvaun sabía que tenía que deshacerse rápidamente del primero, e incorporándose de un salto daga en mano apuñaló al hombre repetidas veces bajo las costillas.

La sangre brotó a chorros y el herido emitió un grito de dolor. Soltando la guadaña y expulsando su última comida en una secuencia desordenada, se tambaleó llevándose las manos al vientre. Su tambaleo lo llevó frente a uno de sus compañeros, lo cual le dio tiempo a Korvaun para lanzar una estocada a la cara del otro estibador. Cuando este sacó su cuchillo para esquivarla, Korvaun le hizo una zancadilla que dio con el estibador por tierra, se dejó caer de rodillas sobre su pecho y lo apuñaló poniéndose rápidamente de pie.

El resto de los estibadores empezó a llegar en un grupo revuelto y vociferante, y Korvaun retrocedió a la carrera hacia la tumba, donde una Naoni con la cara blanca como el papel permanecía temblorosa, blandiendo en una mano las diminutas tijeras como si se tratara de un puñal. Korvaun la vio como un bebé, a pesar de sus gemidos de terror, y se fue directo hacia los tres —ahora ya cuatro—relucientes rostros espectrales.

La luz espectral parpadeó de repente. Korvaun perdió pie en la súbita oscuridad y ambos hicieron un duro aterrizaje en el frío suelo de piedra.

Naoni rodó por el suelo y lanzó un agudo grito. Korvaun logró ponerse de pie y se dio vuelta rápidamente para hacer frente al primer ataque.

Dos de los hombres que venían a matarlo dieron un resbalón que detuvo su frenética carrera, y empezaron a gritar aterrorizados con los ojos abiertos como platos.

Estaban rodeados de fantasmas apenas visibles, con las calaveras amenazantes y los miembros mutilados, luciendo los horribles surcos de las heridas de guerra. Naoni sollozaba de rodillas mientras los espectros de largos dedos la arañaban. Korvaun corrió hacia ella con la espada en alto.

Una cosa horrible y sin huesos —el fantasma de alguien que debía de haber sido aplastado por algo muy pesado— se plantó ante él haciendo muecas horribles con la boca. Se deshizo en jirones tan pronto como Korvaun lo atravesó sin miramientos con su talismán.

Korvaun patinó hasta detenerse sobre las rodillas, rodeando con sus brazos a una sollozante y temblorosa Naoni Dyre. Los espectros se desvanecieron ante ellos.

—Tranquilízate, amor —murmuró él con embarazo—. Todo saldrá bien, ¡te lo juro!

Ella se dio la vuelta y lloró copiosamente sobre su pecho, pero luego se quedó rígida y callada, se apartó de Korvaun y, sorprendida y aterrada, miró en dirección a la boca de la tumba.

Él siguió la dirección de su mirada. Ya casi era de noche fuera de la tumba.

Pudo ver figuras distantes que corrían frenéticamente y oyó un gran estrépito de sonidos metálicos seguidos de gritos de terror.

—¡Las puertas! ¡Nos han cerrado las puertas!

En la profundidad más oscura de la tumba un huésped silencioso estaba cerrando un apretado y pálido anillo alrededor de Korvaun y Naoni. No todos los fantasmas habían quedado atrás: un espectro tras otro se iban colando por el arco a medida que la noche se hacía más oscura, pero también se desprendían otros más de las runas sepulcrales y surgían de las losas para unirse a la muchedumbre que observaba en silencio.

Korvaun los miró fijamente y ellos le devolvieron la mirada, con ojos tan crueles como inmutables puntos de luz. Fríamente amenazadores, a la espera.

Un escalofrío involuntario recorrió su cuerpo cuando Naoni le susurró:

—Han cerrado las puertas. Vamos a quedarnos encerrados aquí hasta el amanecer, ¿verdad?

—Eso es lo que parece.

La chica que estaba en sus brazos aún no se había dado cuenta de que los espectros los estaban empezando a rodear, pero ella estaba tratando de darse la vuelta empujándolo con firmeza para apartarse de él.

—¿Se fueron esos hombres?

—Sí, se fueron —respondió nerviosamente Korvaun viendo que los fantasmas estaban ya un poco más cerca.

Uno de ellos se acercó demasiado y se deshizo en jirones, siendo sus tenebrosos y furibundos ojos lo último en desaparecer. Estaban probando la fuerza de su talismán, tratando de agotarlo o de encontrar algún punto débil en él…

—Lord Yelmo Altivo —dijo Naoni con voz más calmada—, agradezco tu oportuna ayuda, pero si no te importa, me gustaría levantarme ahora y…

—Quédate quieta —susurró Korvaun—, por favor.

Ella se quedó helada.

—¿Por qué? —preguntó bruscamente.

Korvaun respiró hondo.

—Estamos totalmente rodeados de fantasmas, jovencita. Mi… Todo lo que puede hacer mi talismán es mantenerlos a cierta distancia. Si te apartas de mí, no puedo evitar que… que…

Naoni se estremeció.

—Qué frío —susurró—. Como la escarcha ardiente.

En el exterior se produjo una repentina conmoción. Sonaron las sonoras pisadas de un hombre de elevada estatura calzado con botas que corría tan rápido como podía. Pasó jadeando. Luego alguien gritó de pronto.

—¡No! ¡Nooo! ¡Llévatelos de ahí!

—¿Son…? —empezó a preguntar Naoni, con un creciente temor en la voz.

Korvaun la apretó contra su cuerpo, estremeciéndose.

En el exterior brilló algo pálido y se produjo un fogonazo. El hombre que gritaba se quedó en silencio y se derrumbó, la vista clavada para siempre en la nada.

El espectro se dio la vuelta alejándose de su víctima y dedicando a lord Yelmo Altivo una helada sonrisa de salvaje alegría. Alzando las esqueléticas manos, movió los dedos huesudos en una breve y complicada danza.

Korvaun no era mago, pero sabía identificar un conjuro cuando lo veía.

Aparentemente, eso fue lo que hicieron los vigilantes fantasmas. Se acercaron más, entrando en el círculo de influencia del poder del talismán.

Yelmo Altivo echó una mirada a la hebilla de su cinturón y comprobó que se estaba debilitando el brillo plateado de su sagrado poder.

El corazón de Korvaun empezó a latir desaforadamente. ¡No era posible que estuviera pasando eso! El talismán no era producto del encantamiento de un mago sino un objeto santificado. Ningún fantasma, ni siquiera el de un gran mago, podía deshacer una santificación.

¿O acaso sí podía?

—¿Y si el conjuro del fantasma hubiera recaído sobre él y no sobre el talismán? Un encantamiento para amedrentarlo…

—La presencia de miedo no significa ausencia de fe —dijo con furia y con voz casi firme—. Yo creo que la bendición de Torm nos protegerá de la odiosa muerte.

Los fantasmas no se echaron atrás.

—Protégete —dijo una voz hueca y burlona desde las profundas sombras de la tumba—. Tú.

Ese brutal significado no se le escapó a Korvaun, y el corazón le dio un vuelco. Una ojeada a la empalidecida hebilla confirmó sus peores sospechas.

—¿Naoni? —la llamó de repente con voz temblorosa.

—¿Sí?

—El poder del talismán sólo puede proteger a una persona y ahora nos está protegiendo a los dos, pero al estar sobrecargado su protección no durará toda la noche.

—Y entonces los fantasmas…

—Sí —respondió Korvaun, apretando los dientes mientras los fantasmas que los rodeaban empezaron a ponerse en movimiento, girando en una fantástica danza en la que se inclinaban hacia él, uno tras otro, para alcanzarlo con unos brazos rematados por manos colgantes casi seccionadas, sonriendo con mandíbulas desencajadas y entreabiertas y clavando en él los ojos brillantes de las cabezas cortadas, que flotaban muy por debajo de los sangrantes muñones de los cuellos que en otro tiempo les habían servido de apoyo.

Naoni levantó la cabeza y echó una mirada, temblando, y rápidamente volvió a apretarse contra él.

—Tu cinturón nos mantiene a salvo por ahora, pero no tiene ni la duración ni el poder suficientes para mantenernos vivos hasta el amanecer —susurró ella con los ojos muy abiertos.

—Eso me temo —respondió Korvaun, y desabrochándose la hebilla la desprendió de la correa de cuero con la ayuda del puñal.

—Esto protegerá a una persona hasta el alba —dijo, poniéndola en la mano de Naoni—. Quiero que la tengas tú.

Los finos dedos de la joven se cerraron apretadamente sobre el débil brillo plateado y Korvaun se apartó de ella. Ahora que Naoni estaba a salvo, él podía morir contento. Como un verdadero Yelmo Altivo, él…

Pero Naoni lo cogió por la pechera de la guerrera y lo retuvo.

—Me voy a poner de pie —le dijo enérgicamente—. Levántate conmigo y abrázame fuertemente, pero colócate detrás de mí y rodéame la cintura con los brazos dejándome las manos libres.

Él acató la firme decisión que transmitía su voz, rodeando con los brazos el talle de Naoni Dyre, y a pesar del peligro se quedó sorprendido al ver lo bien que lo hacía sentir.

Korvaun respiró hondo y observó fijamente en la oscuridad los fríos ojos de los fantasmas. Por un instante, Naoni apoyó la cabeza sobre el hombro del joven Yelmo Altivo, luego se puso firme, nuevamente enérgica y rápida, y resueltamente hurgó en su amplia bandolera.

—Puedo convertir cualquier cosa en hilo —anunció, sacando de su mochila un pequeño objeto de madera e iniciando una misteriosa serie de complejos e intrincados movimientos que consistían en retorcer y girar—. Cualquier cosa. Y lo que yo voy hilando aumenta al ser hilado. Un simple caramelo puede producir suficiente hilo de azúcar como para satisfacer la golosinería de Faendra durante diez días. Un puñado de piedras preciosas se convierte en varas y más varas de brillante hilo. El hilo de azúcar conserva su sabor, el de piedras preciosas su brillo. Son lo mismo, sólo que más abundantes.

Korvaun parpadeó.

—¿Puedes hacer lo mismo con un objeto mágico?

—Ahora mismo vamos a comprobarlo. Tranquilízate y déjame hacer.

Korvaun contempló con asombro cómo salía un brillante hilo de plata de los habilidosos dedos de Naoni e iba cayendo de la extraña rueca de madera en volutas que se posaban en el suelo de piedra. A medida que se acumulaba el hilo aumentaba la brillantez.

—Coge la rueca y gira conmigo al mismo tiempo que yo hilo —le ordenó Naoni.

Lord Yelmo Altivo dio vueltas con todo cuidado al objeto giratorio y se dio cuenta de que también él se movía al mismo tiempo que Naoni en una danza lenta y peculiar. El hilo seguía fluyendo de sus ágiles dedos, pero ahora se enrollaba holgadamente alrededor de los dos, envolviéndolos en una suave y brillante tela de araña. Con cada vuelta los fantasmas retrocedían más y más hacia las sombras de los rincones más apartados de la tumba.

Finalmente, Naoni se quedó con las manos vacías.

—Podemos sentarnos uno al lado del otro. Será más fácil esperar a que pase la noche que si permanecemos de pie.

Se arrastraron con todo cuidado hasta la pared más próxima y se dejaron caer sobre las piedras al mismo tiempo.

—Esto tiene la finura del encaje —se maravilló Korvaun, levantando un puñado de hilos brillantes entre los dedos abiertos—. ¿Qué resistencia tiene? ¿Podré cortarla y liberarnos si alguien se abate sobre nosotros ahora espada en mano?

—La tela de la araña es más fuerte que la mayoría de los metales —apuntó Naoni—, pero la puedes barrer con una escoba. Casi todas las cosas, cuando se las hila tan finamente, pueden cortarse con facilidad.

—Extraordinario —murmuró él—. Puedes estar segura de que la Vigilante Orden te citará muy pronto. Semejante poder no se puede mantener en secreto por mucho tiempo.

Naoni se encogió de hombros.

—Soy una hechicera de rango muy bajo. Y hablando de la Vigilante Orden, ¿por qué no se dan una vuelta por aquí y meten en cintura a estos fantasmas? —Al decir eso su voz temblaba, porque apareció uno de ellos y atrajo su mirada.

—Lo hacen, pero a medida que se van acumulando aquí más muertos y se formulan más conjuros las cosas empiezan a… desbordarse. Un mago de palacio me lo contó todo sobre un rebelde. En general no son malvados y los vigilantes los mantienen a raya; no abandonan sus tumbas, por eso los jardines y las alamedas son seguros, pero la muerte, especialmente el asesinato, los atrae. Y esta noche, en este lugar, está actuando alguna magia oscura.

Naoni sintió un escalofrío.

—Háblame de tus habilidades de hilandera —pidió Korvaun apresuradamente para desviar su pensamiento de la carnicería que había visto—. Tienes una pericia extraordinaria, combinada con la magia. ¿Quién te enseñó?

Naoni se puso tensa y, aunque no hizo ni el menor movimiento, de pronto pareció encontrarse muy lejos.

—Aprendí sola —dijo en un murmullo—. Aprendí sola muchas cosas. Mi madre murió cuando yo tenía doce años.

Korvaun percibió un dolor antiguo mientras la escuchaba.

—¿Y de qué murió? —preguntó con delicadeza.

—Por falta de dinero —respondió Naoni con una extraña y desmayada voz.

Se hizo el silencio y Korvaun tuvo buen cuidado de no decir nada.

—No es algo de lo que ningún noble tenga conocimiento directo —prosiguió con amargura, dándose la vuelta en los brazos de él hasta que su espalda se apoyó en Korvaun—. Qué vais a saber vosotros, con vuestras ricas vestiduras, vuestras alegres juergas y vuestros días colmados de caprichos y holgazanería.

Korvaun no hizo ni el menor intento de defenderse ni de defender a ninguno de los de su clase. En lugar de ello le hizo otra pregunta con la misma delicadeza que antes.

—¿Cómo se puede morir en la pobreza estando casada con el maestre de un gremio?

—Mi padre aún no era maestre por aquel entonces, y sólo estaba al frente de una cuadrilla de albañiles. Hacía el trabajo de seis, pero no ganaba lo suficiente. No ganaba lo necesario.

—¿Para qué?

—Para las pociones curativas y los ungüentos necesarios para bajar la fiebre de mi madre. Casi no tuvimos con que pagarle el funeral.

—Entonces tú te convertiste en la madre de los Dyre.

—Así es —respondió Naoni con una voz tan suave y metálica como el hilo que hilaba—. ¡Y estoy dispuesta a morir para que a ningún Dyre le vuelva a faltar el dinero!

—Bueno, las capas que confeccionas para nosotros te permitirán pronto establecerte en una gran casa, en el distrito Norte, digamos, con todo lo que puedas necesitar. Muchas de las personas más distinguidas de Aguas Profundas ya nos han preguntado sobre los plazos de entrega de las telas.

—Los más distinguidos —repitió Naoni en tono de burla—. Los más distinguidos ladrones, los más distinguidos estafadores, los más finos… ¡puajj!

Korvaun guardó silencio, tratando de encontrar las palabras apropiadas.

El dolor de Naoni procedía de una gran herida, pero de una herida muy antigua. Se diría que había pasado toda una vida frotándola con sal. Si había alguna posibilidad de una vida en común para ambos, tenían que tenerlo en cuenta.

—No tenía ni idea de que los dioses dieran a ninguna criatura noble ni la menor oportunidad de elegir el lugar donde va a nacer, del mismo modo que no se la ofrecen a un niño nacido de una bailarina de taberna en alguna avenida del distrito de los muelles. Mucho de ese veneno nace de la pura y simple envidia —se explicó él, eligiendo las palabras que podían provocarle a ella un ataque de ira.

La mujer que tenía entre los brazos casi explotó de rabia. Naoni Dyre se incorporó de golpe y se dio la vuelta en redondo para ponerse frente a él en un solo movimiento. Lo miró fijamente con más fuego en los ojos del que podían mostrar todos los fantasmas de Aguas Profundas.

—¿Envidia? ¿ENVIDIA? ¡Pues te voy a decir algo, distinguido y poderoso lord Yelmo Altivo! ¡No tengo envidia de los nobles, sino pena; pero siento mucha más pena de la gente que tiene que vivir con ellos y sufrir los embates de sus inconscientes o maliciosos caprichos!

—¿Caprichos?

—Pues sí. ¿Acaso crees que la hija de un simple cantero no puede conocer el significado de esa palabra? ¿Lo crees?

Naoni temblaba literalmente de rabia. Korvaun la sostenía con mucha delicadeza, preguntándose qué podía hacer.

Con las caras casi juntas, ella le susurró con fiereza:

—¿Quieres saber realmente por qué desprecio a los nobles?

Korvaun tragó saliva.

—Sí.

Recordó lo que había visto en la bóveda de los Warren: la invitación de matrimonio de Varrencia Cassalanter, adornada con un grabado de la feliz pareja. De soslayo había visto lo que nunca había percibido hasta ese momento: Varrencia y Faendra Dyre tenían un parecido asombroso.

—En una ocasión, no hace mucho tiempo —susurró Naoni—, había una joven y hermosa muchacha, una plebeya que amaba a un joven de la nobleza.

Lo amaba y era correspondida, o eso creía ella, hasta el día que supo que estaba embarazada y compartió esa alegría con su señor, que le cerró las puertas en las narices. Su amable y fiel lord no tardó en tomar una esposa de rango equiparable al suyo.

Ahora la cara de Naoni estaba húmeda; a la luz de la telaraña Korvaun pudo ver cómo le corrían las lágrimas por las mejillas.

—Cuando el embarazo ya era muy notorio, él envió a unos hombres enmascarados que la llevaron fuera de la ciudad, a una casa de campo. La cabalgata fue penosa y se le adelantó el parto. Postrada en una cama de fina factura en una casa extraña, le dijeron que el recién nacido había muerto.

Luego la volvieron a vestir con sus ropas, polvorientas aún del camino que había recorrido hasta allí, la llevaron hasta la calle de la que la habían raptado y la lanzaron a la calzada.

La voz de Naoni se quebró y los dos permanecieron largo tiempo sentados en silencio. Incluso los fantasmas habían cesado en sus estremecedores lamentos. Quietos y callados, parecía que estuviesen escuchando.

Naoni respiró hondo y se estremeció.

—Mientras se recuperaba —prosiguió—, escuchó la buena nueva de que su lord y la esposa que había tomado acababan de ser bendecidos por los dio ses, que milagrosamente les habían dado una hija. En esas épocas más seguras, los grandes lores todavía abrían sus puertas para permitir a la plebe que contemplara a sus futuros amos, y mi… y la muchacha acudió y se dio cuenta de que la niña era la suya, por su cabello dorado y los ojos azules como el cielo del mediodía.

La voz de Naoni pareció perder parte de su iracundia y se abandonó ligeramente en los brazos de Korvaun.

—Los criados la acorralaron en los jardines traseros de la mansión y la amenazaron con llevarla a los tribunales si alguna vez se atrevía a tocar o a hablar a la hija del lord. Luego la llevaron a otro rincón de los jardines donde la esposa de su lord la esperaba para lanzarle su propia amenaza. Le dijo que los dioses los habían vuelto a bendecir: ahora ella estaba encinta de una criatura de su lord. Si la muchacha hacía o decía algo que representase el menor indicio de escándalo para su marido, la niña robada desaparecería para siempre.

Korvaun se estremeció. Esta no era la clase de historia que él esperaba. Era mucho peor.

—Me estás contando un oscuro secreto. ¿Cómo ha llegado a tus oídos?

—Encontré… cartas de amor y un diario con un retrato, una miniatura, algo que mi… ninguna familia de comerciantes podría haberse permitido. Todo ello estaba escondido en un cofre. Algunas de las cartas eran suplicantes, desesperadas —relató Naoni estremeciéndose.

—Lo creo. Lo creo todo —le aseguró Korvaun—. Hay muchos que se apoderan de todo lo que pueden sin preocuparse de los demás, pero no todos los nobles son así. Yo no soy así.

—Lo sé —susurró Naoni—. Pero tú no puedes deshacer lo que se hizo. Nadie puede. Y eso me marcó para siempre.

—Un herrero martilla repetidamente la hoja de una espada, luego la templa en aceite y la vuelve a calentar para volver a martillarla, no todas las hojas se quiebran en esa operación de forja —dijo Korvaun con voy tranquila—. Algunas salen más fuertes y auténticas. No hay razón para que te sientas avergonzada por lo que pasó.

—¡No me siento avergonzada! ¡No hice nada de lo que tenga que avergonzarme!

—Pero nunca le has contado a nadie la historia de tu madre, ¿o sí lo has hecho?

Naoni guardó un largo silencio antes de hablar entre sollozos.

—No. Mi madre no dijo nada y yo tampoco quería, ni quiero, herir a mi padre. La de mi madre era una familia de ricos comerciantes, con una buena casa y dinero ahorrado. Era el tipo de familia que teme al escándalo más que a nada en el mundo. La casaron con el primer hombre que la pidió en matrimonio: un ambicioso jornalero. Mi padre.

—No creo que él estuviera en ese momento tan sordo y ciego con respecto a las cosas como sugiere esa historia —opinó Korvaun amablemente, y esperó la respuesta.

—Eres muy… intuitivo, lord Yelmo Altivo. No cabe duda de que mi padre lo sabía todo. Tengo mucho miedo de que Faendra se entere de esto y presuma ante todos de que es casi noble o debería serlo. Nada bueno puede salir de ahí, sólo sufrimiento para ella y disgustos para nosotros.

Korvaun asintió gravemente. A algunos nobles les proporcionaría gran diversión burlarse de una muchacha así…

Puso su puñal en manos de ella y le cerró los dedos sobre la empuñadura.

—Llévalo contigo. Si tienes necesidad de proteger tu honor y tu buen nombre —incluso de mí— úsalo con mi bendición.

Ella miró fijamente su tranquilo rostro a través de las lágrimas que le volvieron a inundar los ojos.

—Se me hace muy difícil despreciarte.

La boca de Korvaun esbozó una sonrisa.

—Supongo que eso es un comienzo.

—¿Un comienzo? —preguntó ella con recelo—. ¿Un comienzo de qué?

—En principio, de una buena amistad. A su debido tiempo, de un gran amor y de un matrimonio, si tú me aceptas. Y tras el matrimonio, y con la bendición de los dioses, de los hijos.

Naoni lo miró fijamente, con la boca abierta, por lo que él se apresuró a añadir:

—Ya sé que las cosas sólo pueden llegar a un final feliz si ese es también tu deseo, y si ambos llegamos a conocernos bien y confiamos totalmente el uno en el otro. No temas que yo tome una cosa sin ofrecer otra a cambio. A los nobles les gusta mucho hacer promesas, y yo te hago una en este momento: si te quedas encinta será sólo como milady Yelmo Altivo.

Ella sacudió la cabeza con incredulidad, la cara pálida y húmeda de lágrimas.

—¡Casamiento…, hijos…, lady Yelmo Altivo! ¡Estás loco!

—Es muy posible. Sin embargo…, ya está dicho, y eso es lo que significan mis palabras.

Naoni lo miró intensamente a los ojos, respirando agitadamente.

—Espero que mantengas tu promesa, lord Yelmo Altivo, y yo también te voy a hacer una: nunca más me atormentará el fantasma del dolor de mi madre. No te juzgaré como si hubieras sido tú, y no otro, el que la engañó. Y no trataré de ocultar que te amo.

Los labios de ambos se unieron en un apretado beso cálido, dulce y entregado.

Cuando por fin se separaron, casi sin aliento, Naoni murmuró:

—¡Esto sí que es un comienzo, milord!

Korvaun soltó una risita y le palmeó cariñosamente la mejilla.

—Nada de eso, amor, mejor que sea un final para esta noche. Que los sacerdotes entonen antes sus plegarias, así no tendrás que temer nunca ni al deshonor ni al escándalo.

—¿Acaso no acabo de poner fin a esos temores? —respondió ella—. Falta poco para que amanezca y los fantasmas se están desvaneciendo. No hay nadie que pueda verlas promesas que nos hacemos, ni juzgar el modo en que sellamos nuestros votos.

Korvaun negó con la cabeza.

—No tienes que probarme nada.

—¿Hay alguna razón que me haga temer el deshonor o el escándalo?

—No. No mientras yo viva.

Como era la pura verdad y ella lo miraba con aquella entregada confianza, Korvaun se sacó un anillo del dedo meñique de la mano derecha y lo deslizó en un dedo de Naoni.

—Recibe ahora mi promesa y mi corazón, y te daré mi apellido tan pronto como se pueda organizar la ceremonia.

Naoni esbozó una amplia sonrisa.

—Dame tu amor y eso me bastará.

En el fondo de la tumba se apagaron los ecos de los gemidos cuando se desvanecieron los últimos parpadeos de las luces fantasmales, y ya no quedó allí testigo alguno de las promesas que se habían hecho en las últimas horas de aquella noche.

Pero cuando despuntó el nuevo día, ni el lord ni la muchacha tenían la menor duda de que las promesas susurradas entre ambos se mantendrían contra viento y marea.