Capítulo 9
Korvaun abrió la puerta de su club y la mantuvo abierta para los tres hombres que lo habían seguido escalera arriba llevando provisiones frescas para el festín matinal de los Capas Diamantinas. Sus amigos habían quedado en reunirse allí a primera hora de la mañana, lo cual para ellos significaba, por supuesto, poco después del sol alto. En consecuencia, Korvaun había encargado una comida a base de platos fríos que solían servirse tanto en las comidas de la mañana como de la tarde: panes, quesos, asados en lonchas, tartas de frutas y cerveza fría.
Sus agradecimientos y sus monedas pronto consiguieron que el chico de la panadería y el repartidor de la tienda se marcharan para que pudiera supervisar la ubicación de la cerveza.
La bebida la había traído el aprendiz del cervecero, un chico de unos trece inviernos que se demoró una vez que instaló el barrilete sobre el escurridor de humo frío, contemplando las volutas de vapor helado que se elevaban del cuenco de cobre del escurridor.
—¿Cómo se hace eso? —preguntó, demasiado fascinado para recordar la deferencia debida a la nobleza.
—Magia práctica. —Korvaun levantó el frasco de líquido de humo frío—. Unas cuantas gotas de esto en el cuenco… así… crea frescor suficiente para mantener frío un barrilete de este tamaño durante dos días.
Una nube gélida surgió del cuenco, y los accesorios metálicos del barrilete se cubrieron de vaho. El chico miró con ojos brillantes e interesados, y Korvaun pensó en cuando él era niño. Recordó su gran impaciencia cuando las lecciones duraban demasiado tiempo, pero pensó en que había sido afortunado por haber tenido la oportunidad de aprender. Este muchacho no tendría libros, ni lecciones ni aburridos tutores.
El aprendiz señaló el frasco.
—¿Y si eso te cae en la mano?
—Buena pregunta —respondió Korvaun sonriente—. Estoy seguro de que Nipvar Tattersky, el alquimista que inventó el humo frío, hubiera deseado ser tan previsor como tú. Su mejor cazador de ratones volcó un frasco y se quedó congelado en vida, tan tieso como un palo. A maese Tattersky le gustan muchísimo los gatos, y se pasó días buscando un sacerdote dispuesto a suplicar a los dioses por uno de esos animales. Después de eso modificó su poción, de modo que ahora sólo funciona en contacto con el cobre.
El muchacho tenía una expresión un tanto perpleja, pero también hacía gestos afirmativos con la cabeza.
Llevado por un impulso, Korvaun le preguntó:
—¿Por qué crees que escogió el cobre?
El aprendiz se lo quedó mirando.
—Supongo que no quería que se usara el humo frío como arma o en las armas para que los guerreros pudieran congelar a sus enemigos a su contacto. Nadie combate con espadas de cobre, pero los toneleros siempre lo usan.
El más joven de los Yelmo Altivo asintió, impresionado. Este chico era tan brillante como una moneda nueva. Era una pena que estuviera desperdiciado como aprendiz de cervecero.
—¿Cómo fuiste a dar con maese Drinder?
El chico se encogió de hombros.
—Mi padre conoce a Drinder, o podría decirse que conoce su cerveza. A padre le gusta con locura, y a menudo me echa en cara las ocho semanas que estuvo sin beberla para pagar el precio de mi aprendizaje.
Korvaun se sintió invadido por la furia.
—¿Tu padre te vendió por dos meses de cerveza?
El chico se quedó boquiabierto. Miró a Korvaun y a continuación rompió a reír.
—¡Vaya, eso sí que está bueno! Un maestro no paga por el aprendiz. Es el aprendiz quien paga, y le da las gracias por el privilegio.
—Ya veo. —Eso tenía sentido, ya que un aprendizaje era la formación necesaria para llegar a ser un artesano—. Si pudieras hacer algo, ¿serías aprendiz de cervecero?
El chico miró a Korvaun, sorprendido. Evidentemente, la posibilidad de elegir una forma de ganarse la vida era algo nuevo para él.
—La fabricación de la cerveza tiene muchos entresijos —comentó lentamente—, pero maese Drinder dice que sólo necesito saber lo que él considera oportuno decirme, lo cual se reduce a tráeme esto, limpia aquello.
—Tú y maese Tattersky os llevaríais bien. Siempre se queja de que su nuevo aprendiz se conforma con hacer lo que se le ordena pero no tiene la agudeza necesaria para interesarse en los porqués. El alquimista valora una naturaleza curiosa, lo cual seguramente explica su afinidad con los gatos.
—A maese Drinder no le gustan los gatos ni las preguntas. Dice que pensar demasiado amarga la cerveza.
Korvaun cerró el frasco y se lo pasó al chico.
—Llévale esto a tu maestro y enséñale a usarlo. Puede beneficiarse de ello en la fabricación de la cerveza y, ¿quién sabe?, a lo mejor el cervecero y el alquimista pueden entablar una relación provechosa, en más de un sentido.
El chico captó rápidamente el sentido oculto, y los ojos se le abrieron ante la posibilidad de nuevos horizontes. Korvaun vio nacer la esperanza con placer y puso un buen puñado de monedas en la mano del chico.
—Para pagar tu aprendizaje —dijo en voz baja llevándose un dedo a los labios para indicar que lo mantuviera en secreto.
Con los ojos brillantes, el chico asintió y se arrodilló ante Korvaun como si fuera un rey. Después se puso de pie de un salto y corrió escalera abajo golpeando alegremente con las botas en el suelo.
—Eres un hombre bueno, amigo mío —señaló una voz quedamente—. El mejor de todos nosotros.
Korvaun alzó la vista, sobresaltado. La cautelosa alarma se convirtió en placer a la vista de Roldo Thongolir. El amigo tanto tiempo ausente estaba apoyado en el quicio de la puerta, sonriendo con melancolía. Roldo estaba bronceado por las largas horas de cabalgar bajo el sol veraniego, y sus ojos azules parecían cansados. Siempre había sido más bajo, más delgado y menos llamativo que sus amigos, pero llevaba con orgullo su nueva capa de tela de gemas. Su suave color rosado reflejaba la luz y brillaba como una nube al amanecer.
Sonriendo con auténtico deleite, Korvaun se abalanzó sobre él y lo atrajo a un abrazo con golpes en la espalda y todo.
—¡Bienvenido a casa! No te oí llegar.
—Estabas demasiado absorto en solucionar el futuro de ese chico. ¿Cuándo dejaron los Yelmo Altivo la navegación para convertirse en campeones del hombre común?
—¿Acaso no fueron campeones en una época los que dieron su ayuda allí *** NO HAY *** era necesaria?
El heredero de los Thongolir rio entre dientes.
—Me recuerdas a Taeros cuando habla de caballeros y de héroes. Y, hablando de él, parece ser que nuestro amigo de afilada lengua ha estado muy ocupado.
—¿Y eso?
—Verás. Acabo de estar ahora mismo en la imprenta donde se estaba secando la tinta de su último periódico de gran formato. Los repartidores vinieron para distribuirlo en las tabernas. Estallará antes de que acabe el día.
Korvaun suspiró.
—Nuestro Taeros es más eficaz ofendiendo a la gente que un semiorco flatulento en unos baños públicos.
Roldo hizo una mueca.
—El suyo es un don poco común. ¡Alabado sea Lathander!
El más joven de los Yelmo Altivo asintió manifestando su total acuerdo.
—¿Qué tal tu viaje de bodas? —preguntó, considerándolo una obligación.
A su amigo se le borró la sonrisa.
—Siempre lo paso bien en Luna Plateada. ¡La música y las obras son mejores que nunca! Hice la vigilia del amanecer en el Matins de Rhyester; se llena de arco iris cuando la luz de la mañana toca sus ventanas. Extraordinario. —Echó mano a su capa de cuarzo rosa—. Me pondré esto la próxima vez que asista allí al culto para ver si los fieles me toman por el próximo Señor de la Mañana.
Korvaun asintió. Se decía que poner la «señal» correcta del dios en el altar de ese templo indicaría a los devotos de Lathander cuál sería su siguiente líder.
—¿Y Sarintha?
—Le gustó el viaje.
—Es un buen augurio para vuestra unión que os diviertan las mismas cosas —comentó Korvaun midiendo sus palabras.
Roldo esbozó apenas una sonrisa.
—En cuanto a eso, mi señora ya está dando muestras de tener mano dura en el yelmo de Thongolir. Padre está contentísimo con varios planes ingeniosos que ha hecho para incrementar el comercio con Luna Plateada.
—Me sorprende saber que Luna Plateada tenga déficit de escribientes y de libros.
—Tienen abundancia de ambas cosas. De hecho… —Roldo metió la mano en su bolsa y sacó un volumen encuadernado en cuero color púrpura y grabado en oro: Dinastía de los dragones: los primeros mil años de los Obarskyr—. He encontrado un tomo que Halcón Invernal estaba buscando desde hace tiempo.
—Ah, se pondrá contento.
—Es extraño, pero fue Sarintha quien lo compró. Realmente estuvo muy ocupada mientras estuvimos en Luna Plateada.
—¿Ah, sí? ¿Qué planes se traía entre manos la hermosa Sarintha? —preguntó Korvaun con sincero interés.
Sarintha Thann era nieta de la famosa lady Casandra, y había heredado de ella el aguzado olfato para los negocios y su rubia belleza. Valdría la pena observar el desarrollo de los planes de Sarintha para el negocio de caligrafía, linotipia e imprenta de los Thongolir.
Roldo sonrió con un poco de tristeza.
—Ahora estamos en el negocio de la impresión de música, y parece haber empezado bien. El maestro de laúd de la Casa del Arpa es toda una leyenda, un semielfo de la antigua tradición barda: todo de memoria, nada escrito. Sarintha lo convenció con su encanto personal y con muestras de la caligrafía de la familia y ha accedido a permitir que se imprima su obra en un hermoso tomo Thongolir. Cada página irá grabada e impresa en bloque, y para los ricos, copias con orlas pintadas a mano. La demanda ya empieza a crecer y todavía no hay una sola página impresa.
—Entonces brindaremos por su éxito. —Korvaun se dirigió al barrilete y sirvió dos jarras—. Por la unión de Roldo y Sarintha y por vuestra nueva aventura en los negocios.
Roldo alzó su copa y enarcó una ceja. Bebieron en silencio y ambos se sintieron casi aliviados al oír pasos rápidos en la escalera que anunciaban la llegada de otro de los Capas Diamantinas.
Starragar Jardeth entró en tromba en la habitación con la cara todavía más pálida que de costumbre. Su aire de reposada elegancia había desaparecido, y, cosa impropia en él, estaba despeinado. La capa de hematitas estaba plegada y colgada sobre un hombro, y el chaleco negro tenía la botonadura torcida y abierta dejando ver la guerrera que llevaba debajo. Una guerrera manchada de polvo y…
Korvaun entrecerró los ojos.
—¡Vaya, hombre! ¿Es eso sangre?
—Sí —dijo Starragar con gesto grave—. ¿Quién podía pensar que un cuchillo hecho de chatarra pudiera cortar tanto?
—Siéntate —le indicó Korvaun señalándole una silla—. Traeré a un sanador.
Starragar se dejó caer con un gruñido.
—No es necesario. Un buen chaleco destrozado, pero yo no tengo más que un arañazo.
—¿Qué sucedió?
—Anoche estuve jugando a los dados con los gemelos Escudo de Águila. Cuando a ellos se les acabó el dinero ya era tan tarde que alquilamos habitaciones encima de la taberna. Cuando llegó la mañana insistieron en dejarme aquí sano y salvo, y a eso le debo la vida. Nos atacaron unos rufianes. Como todos los Escudo de Águila están acostumbrados a las riñas, se lanzaron de lleno a la refriega, de modo que se llevaron la peor parte.
—¿Quedaron malheridos? ¿Vino la vigilancia? —preguntó Roldo.
Starragar alzó la vista.
—Estás de vuelta —dijo simplemente—. Bienvenido a casa y todas esas cosas. Hola, a los dos. Los gemelos se repondrán, pero no muy pronto. La vigilancia vino, pero como es habitual, no muy pronto. Una vez que llegaron no se mostraron muy diligentes para protegernos. ¿Queda cerveza?
Korvaun llenó una jarra hasta el borde. Un estruendo de botas abajo anunció más llegadas, de modo que llenó otras tres.
—Corren malos tiempos cuando en Aguas Profundas los de los bajos fondos se reúnen en manadas como los perros salvajes —refunfuñó Starragar—. ¡Es hora de ensartar a unos cuantos con la espada para darles unas lecciones!
—¡Eso, eso! —coreó Roldo levantando su jarra.
Korvaun frunció el entrecejo.
—¿Qué lecciones?
Starragar alzó la vista de su bebida.
—Para empezar, sofocar los rumores de que los Señores son todos nobles que sólo se ocupan de enriquecer a otros nobles. ¡Deberías oír lo que se dice en las tabernas! Algunos sostienen que los Señores…, sí, los condenados Señores Enmascarados de Aguas Profundas… son los culpables del derrumbamiento de la sala de fiestas.
Roldo puso cara de no entender nada.
—¿La sala de fiestas?
—El Queso Añejo —dijo Beldar Cuerno Bramante entrando a grandes zancadas en la sala para asir los antebrazos de Roldo a modo de bienvenida. Se fue derecho a las tres jarras, vació una sin pararse a respirar y se quedó mirando las otras dos. Después de un instante, cogió la segunda y la vació con idéntica rapidez.
Korvaun lo miró intrigado. Acostumbrado a los sirvientes, Beldar casi nunca reparaba en las tareas domésticas, pero estaba siempre pendiente de satisfacer antes las necesidades de sus amigos que las propias. No era propio de él beberse una jarra de cerveza que evidentemente estaba destinada a otra persona.
—Las noticias vuelan —observó Taeros entrando en la habitación cojeando y ayudándose con un bastón de puño de plata. Se dejó caer en una butaca e hizo un gesto de dolor al extender una pierna hacia adelante—. Por cierto, más rápido que yo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Korvaun con gesto inquisitivo.
—Un hecho desgraciado —replicó Taeros con una voz extrañamente inexpresiva—. El Queso Añejo se vino abajo. Nosotros tres estábamos dentro en aquel momento.
—¿Tres? ¿Dónde está Malark entonces?
—Muerto —dijo Beldar sin andarse con rodeos.
Sobrevino un pesado silencio.
—Yo lo abandone —dijo el más joven de los Cuerno Bramante con furia—. Lo dejé allí, y toda la maldita sala de fiestas se le cayó encima.
Taeros se removió.
—Si hay alguna culpa en esto, Beldar no debería cargar con ella. Estaba ocupado con cuestiones de menor importancia en los grandes planes de los dioses, como ponerme a mí a salvo. —Se le quebró la voz—. No creáis que soy desagradecido, de ninguna manera, pero Malark valía el doble que yo.
—En cuanto a eso, Malark os superaba en peso a los dos juntos —señaló Korvaun hablando con suavidad—. Si Beldar te hubiera dejado a ti para ayudar a Malark, es probable que hubierais muerto los tres, y a Faerun le faltarían ahora otros dos hombres buenos.
—Lo que debemos hacer ahora —dijo Starragar con tono sombrío—, es vengar la muerte de nuestro amigo.
Roldo puso la mano en la empuñadura de su espada.
—Estoy listo. —Miró a Belclar esperando la orden del jefe.
Cuerno Bramante dejó la jarra y se limpió la espuma del bigote antes de volverse hacia Starragar.
—¿Reconocerías a los hombres que te atacaron si volvieras a verlos? —preguntó.
Los labios de Starragar se tensaron en una aviesa sonrisa. Asintió y adelantó una mano con la palma hacia abajo. Beldar se acercó y colocó su mano encima. Roldo lo siguió y los tres se quedaron esperando a Taeros, que trataba de ponerse de pie con la ayuda del bastón al que no estaba acostumbrado.
Korvaun frunció el entrecejo.
—¿Me permitís que os recuerde que esos hombres no mataron a Malark? Deberíais entregarlos a la vigilancia, sin duda, pero no salir a buscarlos porque no podemos vengarnos de un edificio caído.
Taeros abandonó sus esfuerzos y se dejó caer otra vez en la butaca.
—¿Qué es lo que sugieres, entonces?
—Cautela. Hagamos lo que hagamos no debemos sembrar de sangre las calles.
La mano de Roldo se desasió de las otras y quedó sobrevolando inciertamente.
—Entonces, ¿qué?
—No lo sé —admitió Korvaun—. Todavía.
Observó cómo se separaban las manos de sus amigos y se encontró atravesado por la mirada oscura de Beldar. Peor que la furia de los ojos de Cuerno Bramanre le sentó la incertidumbre que reflejaban los de los demás. Había desafiado el liderazgo hasta entonces indiscutido de Beldar, pero no había ofrecido una alternativa.
Todavía.
Al pasar cojeando entre la última pareja de guardias impasibles de reluciente armadura, Taeros Halcón Invernal echó rápidas miradas a los cuatro hombres que habían recorrido a su lado todo el gran salón perfectamente acompasados con él, a pesar de la cojera.
A ningún hombre lo habían bendecido los dioses con mejores amigos. Cuando el adusto sirviente de su padre había acudido al club de los Capas Diamantinas a transmitir la llamada de Eremoes Halcón Invernal, sus amigos habían insistido en acompañarlo, aunque todos ellos habían aguantado antes la afilada lengua del patriarca Halcón Invernal y sabían lo que les esperaba.
Taeros tragó saliva. El escudo pintado con las armas de los Halcón Invernal que durante años había estado encima de la puerta del estudio de su padre había sido reemplazado por un nuevo y brillante tapiz. Su campo azul real relucía positivamente en torno a las siluetas negras de dos puños cubiertos de malla que sostenían estandartes movidos por el viento. Una gran estrella plateada brillaba en lo alto en una esquina.
Todos se pararon ante él. Beldar lo miró con expresión ceñuda.
—Mirad. ¡Plata auténtica! ¡Esa tejedora gnoma responderá por esto! ¡Prometió no vender tela de gemas a nadie más que a mí hasta la primavera!
—La plata no es una gema —puntualizó Starragar, oponiéndose como de costumbre.
—De todos modos —rnusitó Beldar.
Taeros sabía cuándo era el momento de dejarse de evasivas.
—Esperadme aquí, muchachos. Si no he salido dentro de tres campanadas, entrad y ofreceos a enterrar lo que haya quedado de mí.
Cuatro bocas se abrieron dispuestas a protestar, pero él les impuso silencio con la mano.
—Acabamos de perder a Malark, y ninguno de vosotros está en condiciones de aguantar una reprimenda inmerecida. Ya será bastante malo para mí lo que me espera ahí dentro, y me merezco todos los elogios que mi amante padre quiera derramar sobre mí. —Enarcó una negra ceja—. ¿Necesito recordaros que nos encontramos en medio de un ejército armado, lleno de hombres Halcón Invernal leales y ansiosos de repeler cualquier amenaza contra el bienestar y la voluntad de su amo?
—Todo muy cierto —dijo Beldar palmeando el hombro de su amigo—. Esperaremos aquí.
Taeros le entregó a Beldar su bastón, cuadró los hombros y empujó una de las grandes puertas con zócalo de metal.
Su padre alzó la vista y su expresión se ensombreció. Una simple mirada a los tres hombres que flanqueaban su escritorio, todos ellos veteranos de guerra a los que Halcón Invernal tenía a su servicio desde que Taeros tenía uso de razón, hizo que estos asintieran en silencio y salieran de la habitación pasando al lado de Taeros sin una mirada siquiera.
El más joven de los Halcón Invernal trató de igualar su andar confiado al avanzar hacia el escritorio, pero la inflamación de la rodilla le molestaba a cada paso que daba.
—Cojea si es necesario —gruñó su padre—. No tiene sentido castigar más a esa rodilla.
Taeros se paró en seco.
—Te has enterado de lo de la sala de fiestas.
—El Queso Añejo —dijo Eremoes Halcón Invernal con tono de disgusto—. Una cervecería de lo más bajo donde las «bailarinas» se desvisten mientras unos descerebrados borrachos les arrojan monedas. No es un lugar apropiado para que muera allí un noble de Aguas Profundas. ¡Es preferible que un hombre de honor muera de un paro cardíaco cabalgando a alguna muchacha soltera, al menos así su familia podría decir que murió tratando de perpetuar su linaje!
—Estoy seguro de que lord Barbadorada lamenta el hecho de que su hijo muriera, más que la forma en que murió —replicó Taeros con tono ácido.
Eremoes hizo un gesto despectivo con la mano.
—Los Kothont son ganaderos y cazadores, no hombres de combate. Se espera más de ti.
Su hijo asintió.
—Entonces dame tu bendición, padre, y me dedicaré en adelante a estudiar la forma de conseguir una muerte gloriosa.
—¡Sujeta esa lengua! —rugió lord Eremoes Halcón Invernal—. ¡El sol apenas ha llegado al cenit y tus tonterías de esta mañana ya son suficientes para toda la temporada! —Cogió una hoja de pergamino nuevo y brillante. A través de la puerta cerrada, Taeros pudo oír la exclamación de Roldo; el heredero de los Thongolir sabía muy bien lo que vendría a continuación.
—¿Un periódico, padre? ¿Desde cuándo das pábulo a escritos anónimos?
—Desde que recibí de buena fuente el nombre de quien imprimió esto, esta basura rimada, y, lo que es más importante, del necio que pagó la impresión.
—Lord Halcón Invernal sacudió el periódico.
—Parece ser que ese necio soy yo —añadió con amargura, agitando el pergamino—. Veamos, ¿esto es obra tuya o has contratado a algún otro medio genio para escribirlo?
Taeros hizo una reverencia cargada de sarcasmo.
—Es mío. Nada más que un pequeño tributo a la realeza de Cormyr. No tiene nada de malo, padre.
—¡Tributo! ¿Desde cuándo crece un hombre con el ridículo de otro?
Lord Halcón Invernal carraspeó y leyó en voz alta:
Cuando el gran Azoun cayó bajo la garra del dragón
y la princesa maga yacía agonizante,
en los brazos sin igual de la regente vestida de acero
ya otro gran rey aguardaba expectante.
Pero cuando la heredera de NUESTRA Señoría sea coronada
probablemente la encontrarán
en conversaciones con algún amante
más planos ambos que una manzana aplastada.
Taeros asintió. Pegadizo, bastante ingenioso: la estabilidad de Cormyr comparada con los estruendosos escándalos callejeros de Aguas Profundas.
El rey infante acunado en los brazos de su tía guerrera en irónico contraste con lo que los dignatarios bien podrían encontrarse si se propusieran coronar a la inestable hija de Piergeiron, amante de las diversiones. Nadie en Aguas Profundas veía posible que ella sucediera al paladín, algo que aparentemente había sobrevolado a mucha altura la cabeza de su padre.
Tal vez no consiguiera nada con una explicación, pero debía intentarlo.
—La hija de Piergeiron…
—Es algo que no te incumbe —tronó Eremoes descargando un puñetazo sobre su escritorio—. ¡Ella puede hacer lo que le venga en gana en la cama que le plazca, y a Aguas Profundas no le va nada en ello! No tenemos una monarquía hereditaria. ¿Has olvidado ese ínfimo detalle?
—Todos los días me esfuerzo por llegar a ese feliz olvido —respondió Taeros con frialdad—. La dinastía de los Obarskyr ha subsistido mil años, pero ¿qué le espera a Aguas Profundas cuando llegue a su fin el reinado del Señor Proclamado?
—Estamos a punto de descubrirlo, ¿no?
Taeros sintió un frío súbito.
—¿Lord Piergeiron está muerto?
Su padre asintió con gesto sombrío.
—Eso dicen. En la ciudad siempre corren esos rumores, pero esta noticia proviene del propio castillo. Cierto o no, cuando los guerreros piensan que su líder ha muerto, se abre una puerta que casi nunca vuelve a cerrarse sin derramamiento de sangre.
Taeros tragó saliva.
—Nadie creerá que la Casa Halcón Invernal fomenta la rebelión contra los Señores Enmascarados —dijo algo asustado.
—¿Ah, no? Dime, ¿cuántos hombres de armas puede mantener cualquier casa noble?
—No más de setenta, por decreto de los Señores.
—¿Y cuántas espadas contratamos entre todos cada diez días?
—N—no lo sé.
—Claro que no. —Eremoes aplastó el pergamino entre las manos¬ Tú tienes asuntos mucho más importantes que atender. ¿Por ejemplo el establecimiento forzoso de una dinastía Halcón Invernal gobernante? He estado averiguando. Parece ser que esta no es tu primera incursión en la política difamatoria.
Taeros se dejó caer en la butaca más próxima.
—¿Cómo iba a sacar alguien esas conclusiones de unos cuantos versos satíricos?
—Esta no sería la primera vez que unas palabras tontas dichas a la ligera han sido usadas para convencer a los débiles y para conducir a las multitudes como si fueran ganado. Tú pides una dinastía. ¿Qué hombre hace eso como no sea para imponer su propio linaje? Aunque nadie nos acuse de ambiciones de reinar, serán muchos los que se pongan a pensar en la prudencia de permitir que cualquier familia tenga tanto control sobre los hombres de armas, cuya contratación, me permito recordártelo, es el negocio de nuestra familia.
Taeros permaneció en silencio un buen rato.
—Me merezco la reprimenda —dijo en voz baja.
Su padre asintió con brusquedad.
—No necesito tus disculpas, Taeros, lo que necesito es que pienses. —Recogió un rollo de pergamino y añadió, con voz más suave—: Ha llegado esto para ti.
El sello estaba abierto. Taeros decidió no hacer ningún comentario sobre esa violación de su privacidad. Era una notificación escrita rápidamente anunciando que el funeral de Malark se celebraría ese mismo día.
—Tenías razón sobre lord Barbadorada —le dijo a su padre con voz cansada—. Los Kothont están avergonzados de la muerte de Malark, aunque murió como un héroe. Lo último que hizo fue tratar de ayudar a una criada. Murió tratando de salvarla.
La expresión de lord Halcón Invernal era indescifrable.
—¿Eso es ser un héroe para ti, o esto otro? —le mostró el arrugado periódico—. Matar dragones, sangre real…
Taeros se quedó mirando el pergamino arrugado.
—Yo… no lo sé.
Lord Eremoes Halcón Invernal suspiró y sus anchos hombros subieron y bajaron.
—Es posible que tengas menos sentido que el que los dioses les dieron a las ovejas, hijo, pero al menos eres sincero. —Hizo un gesto con la mano—. Puedes irte a honrar a tu amigo de la mejor manera posible.