Capítulo 28

Alondra a punto estuvo de tragarse la lengua por la sorpresa y el miedo cuando la voz queda pronunció su nombre muy cerca de su oído.

De un salto se volvió, daga en mano, y se encontró ante Elaith Craulnober. Llevaba en la mano una espada y un rollo de pergamino y lo seguía un pequeño grupo de guerreros. Uno de ellos, con una cresta plateada y el cuerpo cubierto de escamas, parecía un semidragón.

—Bien hallada —dijo Elaith secamente poniendo en su mano el pergamino—. Un mapa de las alcantarillas. Utilízalo. Reúne a todos los humanos idiotas que puedas y sácalos de aquí.

Dicho esto, desapareció, y todos sus hombres con él, dejándola frente al oscuro vacío.

Encima de su cabeza oyó el retumbar de piedras en movimiento.

A continuación surgió a sus pies un brillo repentino. Alondra retrocedió jurando entre dientes y se quedó mirando la antorcha encendida que no estaba allí un momento antes.

Entonces tragó saliva, y al levantar la vista se encontró con tres halflings del Laberinto que empuñaban sus espadas y la saludaban respetuosos con una inclinación de cabeza. La mujer suspiró y desenrolló el mapa.

—Vamos —le dijo a Naoni.

Su señora negó con la cabeza.

—Taeros dijo que nos quedáramos aquí. Si nos vamos no sabrá dónde encontrarnos.

Arriba se volvió a oír el resonar de las piedras, y todo en derredor se desprendieron polvo y pequeñas piedras.

—¡Vete tú! —le ordenó Naoni.

Alondra miró a Faendra, que rodeó con un brazo la cintura de su hermana. Estaba claro que nada de lo que hiciera iba a mover de allí a las tozudas hijas de Varandros Dyre.

Alondra se inclinó ante ellas, giró sobre los talones y se marchó a buen paso. Uno de los halflings recogió la antorcha y corrió tras ella. Hubo más retumbos y luego un grito. Miró de dónde venía y vio a dos comerciantes y a un viejo noble ensangrentados y con un aspecto lastimoso.

—Seguidme —les dijo mostrándoles el mapa—. ¡Conozco una salida!

Se pusieron en camino sin protestar mientras el ruido se hacía más intenso y se aproximaba.

Alondra llegó a un recodo y se encontró ante el origen del ruido: un equipo de enanos excavadores que se afanaban en arrojar piedras a un túnel lateral y lo apuntalaban. Esas piedras estaban muy bien iluminadas por la luz… ¡Sí, la luz de la luna!

¡Una calle se había hundido y lo que tenían ante sí era la superficie! Los comerciantes pasaron corriendo a su lado entre gritos de alegría.

Alondra ayudó al viejo noble a trepar detrás de ella por el montón de piedras y escombros. A continuación volvió a internarse en la oscuridad para buscar a otros.

Era lo que Texter hubiera esperado de ella, y lo que en adelante ella esperaría de sí misma.

La voz que sonaba en la cabeza de Beldar lo hacía ahora con más fuerza. Soltó un gemido. Su ojo de contemplador palpitaba y le producía un dolor ardiente, y ya no era totalmente dueño de sus acciones. Contra su voluntad, entró tambaleándose en la sala de fiestas. Creía saber quién lo esperaba allí.

—«No ha acabado nuestro trabajo —dijo en voz alta con voz entrecortada, rescatando fragmentos de una balada de guerreros que un adusto tutor de los Cuerno Bramante le había obligado a aprender hacía años—, avanzamos con las armas preparadas. Porque persistían grandes y profundos peligros, y éramos acosados…».

La inexorable voz mental se volvió más fuerte, más firme…

—«Y no entregaremos más fuerza que la nuestra, pues los dioses no hacen sino observar, divertidos, y recompensan a quienes los divierten con sus esforzados…».

La memoria le falló y volvió el dolor lacerante.

Caminaba a tumbos por una ruinosa y desierta galería con la espada desenvainada, apenas un noble más, herido y perdido, en una sala de fiestas medio llena de nobles heridos y perdidos.

Encontró una puerta a su derecha y se abalanzó contra ella.

La puerta no cedió y se dio un buen golpe. Con una mueca y llevándose una mano al ojo, Beldar siguió adelante.

Lo intentó con una segunda y una tercera puertas. Ninguna de ellas cedió.

La cuarta se abrió de golpe y Beldar cayó al interior de una habitación atestada. ¿Un almacén quizá? Estaba llena de armarios, pilas de cojines y varios espejos ovales de la altura de un hombre con marcos bellamente tallados. Beldar pasó tambaleándose a su lado y vio un arcón bajo con la parte superior tapizada. ¿Arcón bajo tapizado? Ah, sí, sala de fiestas. Esto da a una pequeña zona abierta junto a una ventana.

Beldar Cuerno Bramante se volvió y se encontró con la puerta. Se quitó el parche del ojo.

No era el campo de batalla que hubiera escogido, pero libraría su último combate lo mejor que pudiera.

Las grietas se hicieron más anchas y grandes trozos de piedra desprendidos del techo caían haciéndose trizas contra el suelo. Más de una vez se quejaron las Sedas Rojas, casi como si la sala de fiestas fuera un aguadiano exhausto y herido que intuyera la cercanía de la muerte y supiera que el lento deslizamiento hacia la oscuridad había empezado.

La gente huyó una vez más hacia los túneles, en pos de los gritos que hablaban del hallazgo de una salida.

Echados de espaldas bajo una cúpula dorada desfalleciente, Tarthus y Amaundra Lorgra de la Vigilante Orden temblaban y sudaban, al límite de sus fuerzas, pero aguantando a pesar de todo…

Por ahora. Cada segundo era una victoria, cada una más difícil que la anterior. Por ahora.

—Allá vamos, pues —murmuró Beldar Cuerno Bramante observando una grieta que se abría camino por la pared hasta donde podía alcanzar el techo con sus dedos titubeantes.

Golskyn y su hijo Mrelder estaban muy cerca. La voz que le sonaba en la cabeza era como una arrolladora y vasta ola. Con el cráneo a punto de partirse, Beldar cayó de rodillas y lanzó un quejido largo, ronco y alto.

Había un montón de cojines con borlas un poco más allá, detrás de…

Sus endebles pensamientos se hicieron trizas al abrirse de golpe la puerta de par en par. Estaba humeante. ¡Por los dioses! ¡Habían utilizado un conjuro para abrir una puerta que no estaba cerrada con llave!

Lord Unidad de la Amalgama entró con aire arrogante en la habitación. En torno a él reverberaba el aura de un conjuro de protección. Beldar apuntó hacia él el poder de su mirada, pero Golskyn se limitó a mirarlo con desprecio.

—Está aquí dentro, hijo —anunció—. No creo que ni siquiera sean necesarios tus conjuros. Casi no queda nada de él.

Beldar se puso de pie con dificultad, usó su espada para ensartar un cojín, y lo lanzó a la cara de Golskyn.

El conjuro de protección destelló y el sacerdote se rio echando atrás la cabeza.

Todavía seguía riéndose cuando Beldar se lanzó contra un espejo. Lo puso de lado, se montó a horcajadas sobre el borde y atravesó con él el escudo de Golskyn alcanzando el brazo del hombre al otro lado. El espejo se rompió al golpear contra lord Unidad y los trozos de cristal se le clavaron a fondo.

Golskyn dio un grito y Mrelder entró velozmente con los dedos crepitantes de magia.

Beldar le echó a perder ese conjuro con el mismo cojín, y desde el suelo le dio a Mrelder un puntapié en plena cara a lo que siguió la estocada más potente que hubiera dado jamás.

Mrelder se apartó, pero no lo suficiente.

Cuando el acero de guerra se le hundió en el hombro, el hechicero dio un alarido, y la voz de la cabeza de Beldar dejó de sonar como si hubiera sido cercenada por una espada.

Algo cogió a Beldar por el tobillo y lo hizo caer sentado al suelo. Un tentáculo del grosor de su muslo lo había derribado. Estaba cubierto de una piel verrugosa y salía de entre los pliegues de la túnica del sacerdote.

Golskyn volvió a reír mientras se arrancaba el parche del ojo. De allí surgió un haz de luz hiriente.

Beldar hundió la espada en el tentáculo y lo empujó hacia arriba justo a tiempo para interceptar el rayo de luz. Hubo un espantoso chisporroteo y un olor apestoso, y el tentáculo se retorció al tiempo que el sacerdote gritaba.

Beldar se levantó de un salto y se lanzó contra Mrelder.

El hechicero dio un salto hacia atrás, se tambaleó y cayó pesadamente.

Beldar aterrizó en el suelo junto a él dispuesto a acabar con él, pero Mrelder se había puesto fuera de su alcance y corría hacia la puerta.

Beldar sintió algo ardiente por detrás.

Giró sobre los talones y miró a Golskyn con furia. No podía ver lo que emitía su ojo, pero el fuego del ojo del sacerdote libraba una batalla contra algo invisible en el aire que había entre ambos… y poco a poco se veía obligado a retroceder, estremeciéndose y lanzando chispas.

Sin apartar la mirada de Golskyn, Beldar retrocedió hacia la ventana. Uno de los espejos basculantes estaba en su camino.

En su camino…

Beldar se refugió detrás de él, lo cogió con ambas manos y lo lanzó contra Golskyn. El fuego incidió en el espejo y rebotó. El sacerdote dio un grito ahogado y gruñó de dolor y furia.

Beldar se apartó cuando el cristal se hizo añicos que empezaron a volar en todas direcciones, y otra vez surgió el haz de fuego. Sólo le llevó un instante empujar el espejo hacia arriba cogiéndolo por el soporte de madera y lanzar los restos cortantes que quedaban de él a la cara del sacerdote.

Esta vez el grito de Golskyn fue de auténtica agonía, y terminó en una frenética huida cuando Beldar lo golpeó con el espejo una y otra vez. Los cristales se fueron desprendiendo hasta que sólo le quedó en la mano la madera desnuda. Para entonces, en la habitación no quedaban ni rastros de pretenciosos sacerdotes ni de hijos hechiceros.

Beldar recogió su espada y algunos cojines y se dirigió hacia la pared, junto a la puerta. Un instante más y Mrelder pensaría en otro conjuro ingenioso. Lo necesitaban vivo a menos que prescindieran del uso de las Estatuas Andantes, de modo que tendrían que usar algo incapacitador pero no mortal.

Una nube helada pasó al lado de Beldar, que se encogió mientras la habitación se desvanecía bajo una gélida capa de hielo reluciente.

Pegado a la pared, con un cojín en una mano y la espada en la otra, Beldar esperó intentando no hacer el menor ruido. Trató de respirar suave, lentamente…

—Me llevará demasiado tiempo, padre —dijo Mrelder de repente al otro lado de la puerta—. Si sigo tratando de captar la mente de Beldar cuando lleguen aquí arriba algunos nobles armados y furiosos…, contigo en ese estado…

El hechicero se asomó con cautela y Beldar lanzó el cojín con todas sus fuerzas y con la máxima rapidez.

Le dio a Mrelder en la cara dejando un rastro de plumas, y se prendió fuego cuando tropezó con algún truco de rayos relampagueantes, pero para entonces Beldar había atacado con la espada, que atravesó el fuego y las plumas y se clavó en la carne.

Mrelder lanzó un gemido, y Beldar sacó la espada empapada en sangre. Volvió a atacar con dureza, pero esta vez su acero sólo encontró aire, ya que el hechicero se alejaba dando rumbos y quejándose.

—¿Has podido siquiera…? —empezó a decir Golskyn con tono airado.

Mrelder respondió algo entre dientes, en una mezcla de furia y dolor…, y dos pares de pisadas tambaleantes se alejaron rápidamente galería abajo.

Beldar Cuerno Bramante corrió hacia la ventana blandiendo la espada ensangrentada, liberada su mente de sonidos vociferantes, y miró con rabia las pétreas piernas.

Apártate —pensó con furia—. Apártate.

Y con el ruido de un trueno arrollador, el muro de piedra se movió.

Beldar pensó intensamente, tratando de imponerse a aquella mole, al gran peso de piedra que ahora podía percibir débilmente en su cabeza.

Cuando un pie enorme se posó y la habitación donde estaba Beldar se estremeció, desprendiéndose el yeso de las paredes, Beldar tomó conciencia del movimiento. Sintió que se movía, o más bien la que se movía era la estatua y él formaba parte de ella.

Los edificios que tenía a su alrededor, a la altura de las rodillas y del muslo, eran luces brillantes en la noche…

Él era la Estatua Andante. Sintió surgir en su interior una gran fuerza fría, oscura y pesada, lenta pero imparable.

Beldar vio el muro de una huerta al otro lado de la destrozada calle, frente a las Sedas Rojas.

¡Échalo abajo!

A la primera embestida, las piedras se deshicieron ante la estatua y se esparcieron por la calle, golpeando contra las paredes de la sala de fiestas. Se desprendieron bloques que, al caer, abrieron grandes grietas por las que Beldar tuvo un atisbo de las semiderruidas galerías de la sala de fiestas mientras la piedra caía sobre el polvo y los escombros.

Desde su gran altura, Beldar miró hacia abajo. Había socavones en la calle, grandes pozos en el empedrado, y detrás, agujeros que dejaban ver los túneles del alcantarillado por los que huían asustados hombres y mujeres, algunos de los cuales alzaban la vista hacia él, pálidos de terror, mientras corrían.

En torno a esa aterrorizada marea humana, había gente menuda trabajando: enanos que martillaban y levantaban las piedras con mano experta para sostener las paredes y los techos de los túneles dañados a punto de desplomarse. Beldar cogió un gran puñado de piedras de entre los escombros que había producido, se volvió con un cuidado infinito, se agachó, puso su mano como si fuera un tobogán y la apoyó justo al lado de uno de los enanos.

Aquel valiente barbudo alzó la vista hacia él un instante, como si estuviera elevando la mirada hacia una gran montaña, y de un salto se subió a la mano y cogió la piedra más próxima, que a continuación pasó a los que estaban más abajo. Beldar mantuvo la Estatua inmóvil mientras el enano trasladaba las piedras. Tendió una gran barra de hierro y un segundo enano se sumó al primero, jadeando y empujando, y empezó a pasarles las piedras, una por una, a los enanos que se arremolinaban abajo.

¡Por todos los dioses! ¡Estaba reconstruyendo Aguas Profundas! Beldar sonrió mirando la oscuridad grande y fría…, y todavía estaba en ello (las Estatuas tenían algo que hacía que los pensamientos fueran lentos y pesados) cuando de su mano quitaron la última piedra. Un enano y la barra se deslizaron rápidamente por el borde de su dedo. El último enano, el que había sido tan valiente como para saltar a su mano el primero, alzó la vista y dio las gracias a Beldar con una lacónica inclinación de cabeza antes de desaparecer de un salto.

Beldar hizo que la Estatua se irguiese lenta y cuidadosamente, y entonces lo asaltó la idea de mirarse a sí mismo en la ventana para ver qué aspecto tenían los díscolos hijos de Cuerno Bramante.

Fue un error, porque hubo una especie de fogonazo seguido de un rugido en la cabeza de Beldar…, y se sintió lanzado sobre el arcón tapizado, espada en mano, de vuelta a la destartalada habitación llena de cojines y espejos. Otra vez en la sala de fiestas donde acechaban Mrelder y Golskyn de la Amalgama.

Beldar encontró su pequeña ampolla carmesí y la abrió. Por el momento estaba libre, pero ¿quién sabía cuándo podría volverla voz? De una cosa estaba seguro: no debían recuperar el control de las Estatuas.

Con una mano mantuvo los párpados abiertos y con la otra vertió el contenido de la ampolla en su ojo de contemplador.

Sintió una explosión de fuego blanco dentro de la cabeza.

El dolor superaba a todo lo que había conocido hasta entonces… La poción se derramó por su cara en lágrimas corrosivas, abriendo surcos burbujeantes.

La oscuridad lo envolvió, la luz blanca empezó a menguar. Sin saber cómo, Beldar hizo a un lado el dolor y dio un paso adelante.

La habitación se inclinó y empezó a dar vueltas. Dio otro paso con mucho cuidado. Sintió que pisaba cristales rotos y a tientas avanzó hacia la puerta.

Del ojo que le quedaba empezaron a brotar lágrimas, pero… podía ver.

No encontró hechicero ni sacerdote alguno, sólo una galería desierta a punto de derrumbarse.

Una voz profunda gritó pidiendo más piedras. Beldar se volvió hacia la ventana mirando a la Estatua con melancolía. Se había dado demasiada prisa en destruir el ojo del contemplador, y con él su conexión con las Estatuas Andantes. Otra carga de piedra, sólo una, podría haber cambiado muchísimo las cosas.

Sin embargo, contempló atónito cómo la gran mole se agachaba, cogía un puñado de piedras y se lo ofrecía a los enanos que estaban expectantes.

¡La Estatua seguía obedeciendo a sus órdenes mentales!

Demasiado entumecido y dolorido para analizar este misterio, Beldar cogió su espada y se internó, con paso vacilante, en lo que quedaba de las Sedas Rojas.

Si sobrevivía a esto tendría que preguntarle a Taeros por qué las baladas nunca hablaban de lo cansados que acababan los héroes ni de por qué sus batallas finales parecían no acabar nunca.