Capítulo 16

Taeros se encontraba en las almenas de la Puerta Oeste. El asedio de Aguas Profundas hacía estragos a su alrededor.

Muy por debajo de sus pies, una hueste de sahuagin trataba de derribar la puerta valiéndose de grandes maderos recuperados de los naufragios a modo de arietes. Los magos les lanzaban fuego mágico, y los arqueros de la guardia de la ciudad soltaban oleada tras oleada de llameantes flechas. Docenas de hombres pez iban cayendo hasta que las arenas húmedas quedaron ocultas por montones de cadáveres escamosos, chamuscados y humeantes.

De repente, un calamar gigante surgió del mar oscuro, arrollador, alzándose incluso por encima del monte Aguas Profundas. Lanzó un enorme tentáculo, de un largo imposible, barriendo de la muralla a toda una fila de defensores de la ciudad. Taeros quedó solo entre los gritos de los que caían, armado solamente con una pluma y un puñado de pergaminos. El tentáculo se volvió a enrollar lentamente, alzándose amenazador desde lo alto…, y descendió hacia donde él estaba, enorme, oscuro y terrible…

Se encontró parpadeando cegado por la brillante luz de la mañana y se incorporó de golpe en la cama, jadeando. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que el golpeteo que sentía en los oídos no era sólo el de su propio corazón. Alguien estaba llamando insistentemente a la puerta de su habitación.

Farfullando palabrotas, Taeros se lanzó fuera de la cama. Fue una suerte que la camisa y los pantalones que llevaba puestos la noche antes estuvieran tirados en el suelo donde él los había dejado. Tras ponérselos rápidamente se dirigió descalzo a la puerta y la abrió de par en par.

Se encontró con Onarlum, que blandía el bastón de su oficio dispuesto a golpear otra vez, con una muda disculpa en el rostro. Detrás de su hombro pudo ver Taeros a una joven alta, rubia, formidable, y sobradamente conocida.

Su irritación se disipó cuando vio la furia que brillaba en los ojos azules de ella.

—Sarintha —murmuró Taeros mirando con creciente preocupación a la esposa de Roldo Thongolir.

—¿Has perdido algo?

—He perdido a mi esposo —le esperó empujándolo hacia el interior de la habitación. Por encima del hombro le lanzó a Onarlum una mirada furiosa con la que le daba a entender que se retirara. El mayordomo hizo una reverencia apresurada y se escabulló con gran alivio—. O más bien ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

La mirada de desprecio de Sarintha podría haber derretido el cristal.

—Lord Halcón Invernal, he sido tonta ni ingenua, ni siquiera de niña.

Taeros parpadeó.

—Yo… yo jamás he dicho que lo fueras. Si supiera dónde está Roldo, sin duda…

—Inventarías alguna historia para cubrirle las espaldas —dijo Sarintha cortante—. Pero lo cierto es que lo sé todo: fue a ver al prestamista y ni siquiera tuvo la decencia de mentir al respecto.

Taeros volvió a pestañear. Para ser un noble, podía decirse que Roldo era cuidadoso con su dinero. Cierto que tenía una pequeña deuda de juego con Taeros, pero no era nada apremiante, sin duda nada que lo obligara a pedir un préstamo…

La voz de Sarintha fue subiendo el volumen.

—¿Sabes lo que hizo con ese dinero prestado?

Taeros meneó la cabeza sintiéndose como un alumno especialmente lerdo al que un tutor altanero le tiraba de la lengua.

—Se fue derecho a El Momento Apacible, para «sanarse», y allí se vio implicado en una riña de borrachos. ¡Lo llevaron en una carreta a las mazmorras del castillo, como a un marinero cualquiera!

Taeros frunció el entrecejo.

—Eso… no parece propio de Roldo.

—¡Pues esa es la historia que su sirviente se ha atrevido a contarme! ¿Qué te parece?

Sarintha le arrojó a las manos un pesado bolsillo lleno de dinero.

—Ahora ve y paga la multa que debe a la vigilancia y su deuda, sea cual sea. Te quedaría agradecida si te ocuparas de esto con la mayor discreción posible.

Echó una mirada significativa a la capa color ámbar que estaba tirada en el suelo de cualquier manera.

No tenía nada de raro que Sarintha no confiara en la lengua del mayordomo de los Thongolir. No quería que llegara una sola palabra de las indiscreciones de Roldo a oídos de los padres de este, no fueran a pensar que ella no era capaz de manejar a su marido, y mucho menos que se pusiera en duda su capacidad para ocuparse del negocio familiar.

—Me ocuparé ahora mismo —prometió Taeros—. Roldo estará de regreso antes del sol alto. «Lo quieras o no», añadió para sus adentros.

Sarintha hizo una rápida inclinación de cabeza y dejó a Taeros haciendo lo propio ante un revuelo de faldas mientras se volvía y salía a grandes zancadas de la habitación.

Taeros se debatía entre quedarse mirando con rabia a la puerta abierta o suspirar. Después de un instante optó por encogerse de hombros, vestirse rápidamente y marcharse dejando en casa su proverbial capa.

Se dirigió a toda prisa a las cocheras y ordenó al palafrenero que preparase el carruaje sin identificación, un coche corriente con ventanillas con cortinas del tipo de los que usan muchos viajeros y comerciantes de escasos medios.

El cochero conocía su oficio. Sin necesidad de que le dijeran nada se dirigió a las caballerizas y pasó por delante de los lustrosos caballos de pura raza y escogió un par de caballos de tiro y unos arneses sin adornos. Luego se quitó la librea con el escudo de los Halcón Invernal y se la volvió a poner del revés, con el forro oscuro para fuera. La misma rutina ya muy ensayada entre la mayor parte de los sirvientes de las casas nobles de Aguas Profundas, ya que muchos amos a menudo necesitaban que se hicieran recados con suma discreción.

Después de un trayecto que pareció interminable a través de las calles atestadas a esa hora de la mañana, lo que hacía pensar que la gente no dormía nunca, el coche se detuvo ante la entrada del castillo conocida como la Puerta de las Mazmorras. Se abrió un escotillón en las grandes puertas de hierro y un hombre de barba gris se asomó con expresión expectante.

Taeros separó las cortinillas.

—Vengo a buscar a Roldo Thongolir. Lo trajeron anoche tras una riña de borrachos.

El guardia de la puerta negó con la cabeza.

—Ya no está aquí. La multa fue pagada.

—¿Cómo? ¿Quién la pagó?

Los ojos grises como el acero del guardia se fijaron en él.

—¿Quién quiere saberlo?

Taeros hizo sonar la bolsa de Sarintha contra la puerta del coche.

—Un amigo de lord Thongolir que representa a su esposa.

El hombre miró la bolsa…, o más bien el escudo de Thongolir estampado en el cuero.

—Supongo que no hay ningún problema si te digo que le lleves el dinero de la señora Thongolir a Mirt. El prestamista envió un mensaje anoche en el que se comprometía a pagar.

Rechinando los dientes, Taeros agradeció con una cortés inclinación de cabeza. Le dio al cochero el nuevo destino y se recostó en el asiento sin molestarse en echar la cortinilla.

Estaban ya casi en la mansión Mirt cuando Taeros vislumbró un reflejo de color rosa y se apresuró a dar el alto al cochero. Antes incluso de que el coche se detuviera del todo, Taeros ya se había bajado y corría calle abajo.

Tras abrirse camino entre la multitud que llenaba la calle, cogió a Roldo por un brazo. Su amigo se volvió raudamente con una mano en la empuñadura de la espada.

—Reserva eso para Sarintha —le dijo Taeros amargamente—. Fue ella quien me envió a pagar tus multas y tus deudas.

Roldo hizo una mueca.

—Mi señora está bien informada.

—Mejor que tus amigos. —Taeros le puso la bolsa en la mano—. ¿Por qué no recurres a mí si necesitas dinero?

—Con el prestamista está todo arreglado, y si te parece, me gustaría saldar la deuda entre nosotros con algo mejor que monedas. He recibido un regalo más propio de tu nombre y de tus gustos que de los míos. Un amuleto labrado en oro blanco.

Protegido en el hueco de la mano llevaba un medallón plateado en el que un estilizado halcón atravesaba un copo de nieve ejecutado en una talla exquisita y que colgaba de una hermosa cadena. Roldo lo depositó en la mano de su amigo con todo cuidado.

—Realmente hermoso —murmuró Taeros examinándolo con creciente placer—. Creo que me he llevado la mejor parte en este intercambio.

Roldo miró en derredor, y cogiendo a su amigo por el brazo tiró de él hasta un rincón formado por dos paredes que no estaban niveladas.

—Puede que sí, y puede que no —musitó—. Es un objeto mágico que permite intercambiar tu forma con la de otra persona… Y viene acompañado de dos solemnes juramentos: no hablar nunca de sus poderes con nadie y usarlo para bien de Aguas Profundas.

Taeros se quedó mirando a su amigo.

—¿Quién…?

—La mujer del prestamista me lo dio. Korvaun también tiene uno. Le hemos prestado a lord Mirt un pequeño servicio.

—Entonces, ¿por qué no lo guardas…?

—No soy el indicado para tener en mis manos ese poder. —La mirada de Roldo era brillante como el fuego—. Tú conoces a los héroes y sus grandes hazañas, Taeros. He visto páginas de tu regalo para el rey niño que los escribas de Thongolir están embelleciendo ahora. Si llega un momento en que esto sea necesario, ¿quién mejor que tú podría saber qué hacer con él?

¿Quién, realmente? Taeros se volvió a ver como en su sueño, solo sobre las almenas de Aguas Profundas armado únicamente con su pluma y un pergamino. ¡Pobres armas! ¡Pero tal vez Roldo tuviera razón!

Después de todo, su cabeza y su corazón de Halcón Invernal estaban llenos de admirables historias. Seguramente podría trazar un plan cuando la ciudad lo necesitara. ¡Él podría decirle a Korvaun qué hacer!

A Korvaun, no a Beldar. Era algo inesperado, pero extrañamente le pareció lo adecuado.

Taeros se colgó el amuleto al cuello.

—Lo acepto muy honrado y juro servir a Aguas Profundas —dijo con solemnidad.

Roldo recibió sus palabras con una emocionada sonrisa.

—Gracias. Consideraría un acto de cortesía que no volviéramos a hablar de esto.

—Como desees. —Taeros carraspeó—. Y bien, ¿adónde ibas con tanta prisa?

—Korvaun quiere que nos reunamos todos esta mañana. ¿Acaso no…? Ya veo, el mensajero llegó cuando tú ya andabas por ahí.

—¿En nuestro club? ¡Tengo un coche!

—¡Y yo soy el perezoso que se montará en él!

Korvaun y Starragar estaban esperando en el club con las jarras listas.

—Al parecer, ninguno de mis mensajes le llegó a Beldar —le dijo Korvaun a Taeros mientras servía la cerveza—, de modo que podemos empezar.

Starragar puso cara de preocupado.

—¿No deberíamos buscarlo?

—No creo que desee ser encontrado —dijo Korvaun con aire tranquilo—. Si no sabemos nada de él en dos días más, por ejemplo, deberíamos buscarlo, pero ahora mismo es probable que quiera estar solo.

Roldo negó con la cabeza.

—Esto no es propio de Beldar.

—No —coincidió Taeros con tono cortante—. Por lo general sería él el que iniciaría una pelea en una casa de sanación y placer. —Con un gesto de la mano desechó una mirada socarrona de Starragar antes de continuar—. ¿Y qué es exactamente lo que estamos haciendo aquí?

Korvaun se inclinó un poco hacia ellos.

—He estado examinando todos estos edificios derrumbados.

—¿Todos estos? —preguntó Taeros sorprendido—. ¿Es que hay otro?

—Una casa de varios pisos en el distrito Norte que por suerte estaba vacía en esta época. Pero oíd esto: tanto este edificio como El Queso Añejo eran propiedad de Elaith Craulnober.

Taeros lanzó un silbido.

—Interesante. Hubo cierta inquietud hace tres o cuatro años. Se hablaba de una banda de elfos de los bosques venidos a la ciudad que combatían aquí a las órdenes de Craulnober. Él se marchó a Tethyr poco después y supuestamente se llevó consigo a los elfos. Ahora, cuando no hace mucho que ha regresado, dos de sus propiedades son destruidas. ¿Piensas que puede ser una especie de represalia?

Korvaun se encogió de hombros.

—Puede ser, pero me he topado con una cantidad notable de propiedades a nombre del Serpiente, y no creo haber dado ni siquiera con la mitad de ellas. El hecho de que dos de ellas se vinieran abajo no es una coincidencia como pudiera parecer en un primer momento.

Starragar frunció el entrecejo.

—¿Qué más? —preguntó.

—Varandros Dyre está insistiendo ante todo el que se presta a escucharlo en que los Señores están excavando nuevos túneles para espiar a los ciudadanos.

—Bueno, los Señores no podrían hacer eso sin contratar a Dyre o a rivales suyos a los que él conocería —señaló Roldo—, pero el Serpiente… Si hay alguien en Aguas Profundas que merezca ser vigilado ahora mismo, es él.

Los amigos se miraron asintiendo.

—Los Señores tal vez no sean los únicos que vigilan a Elaith —dijo Taeros lentamente—. Pensándolo bien, la criada de Dyre estaba en la fiesta de Craulnober la noche en que murió Malark, y no sirviendo, sino vestida como una invitada.

—¿Estás seguro?

Taeros asintió.

—Me resultó familiar en ese momento, pero no conseguí identificarla. Sí, estoy completamente seguro.

Korvaun se pasó una mano por el pelo y suspiró.

—Esto es realmente preocupante. ¿Está vigilando a Elaith Craulnober o vigila para él?

—Lo segundo parece más probable —apuntó Starragar con expresión sombría—. Pero si ponemos un hombre a vigilarla, pronto lo sabremos.

—Sería mejor asignar la tarea a una mujer —sugirió Taeros—. Una mercenaria que pueda hacerse pasar por sirvienta e ir allí donde vaya Alondra. La contratación de espadas es la ocupación de los Halcón Invernal, de modo que me ocuparé de ello.

Korvaun lo miró con preocupación.

—Si Alondra trabaja para Elaith Craulnober, cualquiera que mandes correrá peligro.

—Me asegurará de que sea bonita —replicó Taeros con un guiño—. Y si mi padre tiene alguna mercenaria elfa, tanto mejor. Si los rumores que circulan por ahí son ciertos, Elaith Craulnober no sólo colecciona edificios.

Varandros caminaba por el distrito Sur con la pesada bolsa del dinero golpeando sobre la cadera. Iría más ligera a la vuelta, una verdadera pena.

La reyerta en el distrito del Puerto le estaba saliendo cara. Cuatro de sus trabajadores de confianza de la obra del callejón de la Capa Roja habían muerto en ella. El hechicero que había comprado el edificio se pondría furioso por la nueva demora, de modo que habría que trasladar a hombres de otras obras, y las manos cualificadas escaseaban en estos tiempos con tanta reconstrucción por toda la ciudad… Además, estaban los costes de los entierros y las indemnizaciones a las viudas.

No recordaba con exactitud en qué edificio de la calle de Telshambra vivía su hombre, pero no le resultó difícil encontrar el lugar. Un grupo reducido y lúgubre estaba reunido a la puerta de un estrecho edificio de piedra con jarras de cerveza en la mano.

Hacia allí se encaminó Varandros. Los asistentes, muchos de ellos trabajadores suyos, se hicieron a un lado para dejarlo pasar. Entró en la casa.

La pequeña habitación delantera estaba prácticamente ocupada por una mesa armada sobre caballetes y cubierta con una tela negra. Sobre ella habían puesto a Rowder vestido con sus mejores galas y con un cincel en las manos entrelazadas.

Dyre reprimió un gesto desdeñoso ante aquella extravagancia innecesaria. Era habitual que los grandes personajes fueran enterrados con algún signo de su casa o de su cargo, pero a él le parecía poco práctico y pensó que Rowder lamentaría que se desperdiciase así una buena herramienta.

Saludó con una inclinación de cabeza a la mujer que estaba al otro lado de la mesa con gesto compuesto pero ojos enrojecidos por el llanto. Ella le respondió con una reverencia.

—Nos honra tu presencia, maese Dyre. Qs ruego toméis una copa de la cerveza del funeral de mi Rowder.

—Beberé con gusto por su memoria, señora —dijo Dyre con tono compungido—. Un buen hombre y un buen trabajador. Se le echará de menos.

—Ay —dijo ella en voz baja—, sin duda así será.

Dyre depositó la bolsa en manos de la mujer.

—Esto es lo que le correspondía. Si necesitas más, el gremio se hará cargo. Me aseguraré de ello.

Ella se lo agradeció con una mirada tan inexpresiva como si las cuencas de sus ojos estuvieran vacías, y Varandros se encontró allí de pie, torpemente, sin saber qué más decir. Tal como había prometido, alzó un vaso de cerveza a la memoria de Rowder y a continuación se volvió y se marchó a casa.

Los niños que jugaban en la calle se quedaron callados al ver la expresión de su cara y se apartaron de su camino. Uno de ellos hizo una señal de advertencia, pero el cantero no dijo nada. Sentía que algo parecido a un fuego siniestro le ardía en los ojos.

Encontró a sus hijas en la cocina en torno a una mesa de caballetes muy parecida a aquella en la que yacía Rowder. Atónito, comprobó que sobre la mesa de su cocina también había un hombre muerto, pálido, desnudo y de mediana edad, con una toalla cubriéndole las partes pudendas. Naoni, con rostro sereno a pesar de lo desagradable de su tarea, estaba limpiando con un lienzo húmedo la sangre seca.

Varandros la miró boquiabierto, y todavía más cuando vio a su delicada y pequeña Faendra que hábilmente cosía una herida a la altura de las costillas del cuerpo y no parecía descompuesta en absoluto. Su aprendiz más joven, Jivin, andaba por la puerta de la despensa con las manos totalmente empapadas.

—¿Qué significa esto? —preguntó Dyre con voz severa.

Los tres alzaron la vista.

—Tu—tuve que traerlo aquí, maestro —se apresuró a responder Jivin—. No había ningún otro lugar para él.

—No tenía familia, el pobre —añadió Naoni, empapando el lienzo en agua clara y limpiando con él la sangre de la maltrecha cara.

Cuando retiró la sangre, Varandros reconoció a Cael, uno de los albañiles que habían estado trabajando en los cimientos del callejón de la Capa Roja.

—Has hecho bien, chico —dijo con pesar. Todos los hombres a los que empleaba tenían derecho a un buen salario y a un entierro decente. Sin embargo, esta no era una tarea que hubiera querido echar encima a sus hijas—. ¿Y Alondra? ¿Dónde está esa chica?

La respuesta de Naoni fue tranquila pero firme.

—Ella viene temprano y trabaja honestamente toda la jornada, padre, y por las noches sirve en una taberna o en alguna recepción en alguna de las grandes casas. Dijo que tendría que trabajar hasta tarde anoche y se quedaría a dormir en la posada. Estará aquí a tiempo para hacer la mantequilla y el queso.

Dyre asintió con gesto de aprobación.

—Una chica muy trabajadora.

Pero Alondra no era la única. Casi por primera vez, Dyre reparó en lo capaz que era Naoni y en lo cálida y acogedora que mantenía la casa. Además tenía su propio oficio, el hilado de hilos de fantasía. Varias madejas de un color verde pálido y brillante colgaban detrás de ella en una larga fila de ganchos. Su madre hubiera estado encantada. Sí, Ilyndeira era muy aficionada al bordado.

Una nostalgia poco frecuente se apoderó de Varandros. Casi nunca pensaba en su esposa, a pesar de los recordatorios vivos de ella que tenía ante sí. Faendra tenía la belleza rosada y dorada de su madre, y Naoni, aunque pálida y poco atractiva, tenía los dedos largos y ágiles de Ilyndeira. Su mirada tropezó con las manos de Naoni y su rostro se ensombreció.

En torno a las muñecas tenía un círculo de magulladuras oscuras.

—¿Qué te pasó en los brazos?

Faendra alzó la vista de su trabajo con los ojos brillantes rebosantes de furia.

—Fue tratada brutalmente durante la pelea de ayer en el distrito del Puerto.

—¿Estuvisteis allí? —preguntó Dyre sin poder creérselo.

—Sí —dijo Naoni mirándolo con sus tranquilos ojos grises—. No fue nada, padre. Lord Yelmo Altivo nos dejó en casa sanas y salvas.

—¡Otra vez ese petimetre insolente! —La exclamación de Dyre retumbó en la habitación y Jivin salió corriendo—. ¡Le advertí que no se acercara ni a mí ni a los míos! ¿Fue él quien te hizo eso?

—¡No, fue la vigilancia! —dijo Faendra indignada—. ¡Nos llamaron furcias de la nobleza y Naoni le dio a uno de ellos una buena bofetada!

—Bien hecho, muchacha —dijo Dyre, henchido el pecho de orgullo paterno—. ¿Qué participación tuvo Yelmo Altivo en esto?

—Nos encontramos en la calle por casualidad, padre. Él y lord Halcón Invernal desenvainaron para defendernos de la vigilancia.

—¿Eso hicieron? Bueno, ya es algo —murmuró con tono sombrío—. Pero nunca te olvides de esto: ¡siguen siendo los mismos gamberros inútiles e irreflexivos que estuvieron a punto de echar abajo nuestro trabajo en el callejón de la Capa Roja!

Naoni lo miró.

—No pretendían hacer ningún daño.

—¡Bah! No me hables de lo que pretendían. ¡Tampoco pretenderían arrastrar el buen nombre de una mujer por el fango! Para ellos todo es juerga y diversión, pero el daño resultante es el mismo.

La mirada que le echó Naoni fue sorpresivamente helada.

—Ya no soy tan niña, padre, como para no saber nada sobre la forma de ser de los hombres. Tampoco soy tan tonta como para ruborizarme y desvanecerme cuando un hombre me mira. Ni yo ni Faendra lo somos. No debes temer por nosotras.

—Esa es la pura verdad, padre —intervino Faendra entrecerrando los ojos en una parodia de amenaza—. Son los hombres los que deberían temblar ante nosotras.

El comentario arrancó a Dyre un esbozo de sonrisa.

Al verlo, Naoni consideró zanjada la cuestión.

—He llamado al fabricante de ataúdes y al coche fúnebre —dijo con decisión—, y he enviado un mensaje a los guardianes de la Ciudad de los Muertos. Cael puede ser enterrado seis campanadas después del sol alto, cuando ya haya terminado la jornada, de modo que quienes acudan a honrarlo no deban dejar el trabajo. ¿Podrían venir por aquí a continuación para las tortas y la cerveza?

—Por supuesto —asintió Varandros—. Has hecho un buen trabajo, hija.

Naoni lo miró y su expresión levemente intrigada tocó el corazón de Dyre. ¿Tan avaro era con sus alabanzas como para que sus hijas estuvieran tan poco acostumbradas a ellas?

—Voy a trabajar —dijo abruptamente. Se volvió y salió de la casa. Lo rondaban ideas que eran a la vez nuevas y perturbadoras.

Los hombres de la vigilancia habían tratado mal a su hija. ¿Podría ser eso un mensaje de los que ejercían el poder? Si así fuera, quién sabe qué otras cosas podrían haber pasado de no haber sido por aquellos nobles tan aficionados a sacar a pasear su espada.

En su deseo de un Nuevo Día no había tenido en cuenta en ningún momento las consecuencias que eso podría tener para su familia. Jamás había pensado que sus hijas pudieran estar en peligro. ¡Menudo necio!

Sí, estaba hecho un verdadero necio.

Su gruñido sin palabras tenía tanta amargura como una espada destinada a la paz encerrada en su vaina, privada de un enemigo al que conocía demasiado bien.

Después de todo, ¿quién podía saber mejor cómo tratan los nobles a las mujeres de origen plebeyo de Aguas Profundas que un hombre cuya esposa había muerto por la aflicción que le habían causado?

—¿Supongo que Hoth te habrá dado las instrucciones pertinentes? —Las frías palabras de Golskyn no eran precisamente una pregunta.

Mrelder apartó la vista del diminuto anillo dorado que se balanceaba sobre las piedras chamuscadas que había en la mesa delante de él: la Gorguera del Guardián reducida a un tamaño que permitiría incorporarla al injerto. El brillo de los conjuros que la rodeaban parpadearon y empezaron a desvanecerse.

—Eso creo, padre, y mi conjuro de seguimiento decididamente captó los efectos de los cánticos de incorporación. Eso quedó demostrado por nuestro éxito al implantarle a Narlend una boca de lamprea en la palma de la mano, y eso que la lamprea no estaba demasiado fresca. —Acabó su conjuro y continuó—: A menos que Cuerno Bramante sea portador de magia que interfiera con nuestro trabajo o fracase físicamente, tal como he fracasado yo hasta ahora, el injerto debería funcionar. Ahora ya sé cómo crear nuevos músculos oculares.

—Más te vale. Ocho perros ciegos es más que suficiente, incluso para el distrito del Puerto. De haber necesitado más y haber sido lo bastante tontos como para capturarlos en los distritos Norte o del Puerto, la vigilancia habría venido a llamar a nuestra puerta.

Mrelder asintió.

—Sin duda, pero todo ha quedado debidamente resuelto. Los primeros fueron a parar a la carreta de los muertos, y en cuando a los demás, bueno, los híbridos dijeron que habían hecho un estofado muy sabroso.

—Bien cierto. Yo mismo comí un plato. ¿Estará listo a tiempo tu pequeño juguete?

—Ya está listo, aunque no espero que nuestro ambicioso noble vuelva tan rápido. Capturar un contemplador…

—Sí, sí, puede costarle la vida —dijo Golskyn poniendo fin a una conversación que empezaba a resultarle tediosa. Dando la vuelta sobre los talones salió a grandes Zancadas de la cámara de conjuros.

Mrelder lucía una leve sonrisa cuando cogió la pequeña piedra que había sido el punto central del conjuro que acababa de sofocar. No había habido preguntas sobre él ni sobre la magia que había perfeccionado ni sobre lo que había hecho con ella. A veces el desprecio de su padre por la hechicería resultaba muy útil.

La puerta de Golskyn se cerró de golpe y Mrelder oyó algo inesperado: la campanilla de la puerta delantera. Frunció el entrecejo: Cuerno Bramante había caído como llovido del cielo, pero ¿quién…?

Hoth subió corriendo la escalera y con una sonrisa glacial se dirigió a la cámara de Golskyn sin decir una sola palabra a Mrelder.

—¡Hoth! —lo llamó el hechicero—. ¿Quién es? ¿Quién está en la puerta?

Hoth no respondió nada y Mrelder repitió la pregunta, esta vez con el tono frío y autoritario que solía usar su padre.

Hoth lo miró con la mano ya en el pomo de la puerta de Golskyn.

—El noble Cuerno Bramante está de vuelta y pide hablar a solas con lord Arnalgama.

—¿Está…? —dijo Mrelder sin salir de su asombro.

El resto de sus palabras quedaron barridas por el estruendo de la puerta de su padre, que se abrió de repente arrastrando consigo a Hoth, que todavía estaba aferrado al picaporte y salió despedido contra la pared del fondo.

—¿Padre? —gritó Mrelder echando a correr—. ¿Padre?

Hoth se movía débilmente bajo la puerta arrancada cuando Mrelder se abrió camino entre el humo y dos haces de magia color rubí que se entrecruzaban en la penumbra como si fueran espadas.

Uno provenía del ojo de contemplador de Golskyn, por supuesto…, y el otro era idéntico, lo cual sólo podía significar una cosa.

Mrelder tenía que verlo con sus propios ojos. No se atrevía…

Formuló un simple conjuro de claridad que debería barrer el humo y eliminar tanto las sombras como la oscuridad.

A espaldas de Mrelder sonaron voces y pasos. Se hizo a un lado rápidamente para no ponerse en el camino de los furiosos creyentes de la Amalgama que acudían a la habitación con las armas preparadas.

Las custodias parpadeaban en la cámara de Golskyn mientras la potente magia rastreaba y rebotaba y el débil conjuro de claridad trataba de expandirse como la niebla que se arremolina en medio de un temporal. Gracias a él Mrelder tuvo un atisbo de su padre, de pie como un valiente, con los pelos de punta chamuscados y electrizados. Sus tentáculos sostenían el escritorio a modo de escudo.

Golskyn no paraba de murmurar plegarias de conjuro tan rápido como podía mover los labios, invocando con gestos la ira de los dioses o algo que había al otro lado de la habitación. Sí, un enemigo que estaba pegado al techo. Un enemigo esférico y con…

Algo relumbró a través del humo que se iba disipando, y Mrelder sintió de repente que se quedaba rígido. Trató de volverse y levantar un brazo, invadido por el pánico, pero… fue capturado… y quedó paralizado.

Su mano siguió moviéndose sin motivo hasta que dejó de hacerlo y Mrelder dedicó lo que quedaba de su voluntad a respirar y girar los ojos, tratando de ver…

Paredes y suelo que corrían a converger en él mientras los híbridos irrumpían en la habitación y lo apartaban a un lado.

Mrelder cayó sobre algo muy duro y al rebotar oyó el gruñido de dolor de un híbrido. Entonces se oyó un golpe fuerte al caer otro sobre una silla y contra el suelo.

A continuación, más destellos rojos por encima de él, y más gruñidos. Las armas caían con estruendo y alguien gritaba de dolor mientras otro lanzaba alaridos de agonía, gritos que fueron retirándose hacia la puerta primero y luego hacia afuera acabando en un aullido abrupto que sólo podía significar una caída por la escalera.

Golskyn dijo algo frío, tajante y triunfal, y Mrelder sintió ese horrible desplazamiento en su mente que sólo podía significar una cosa: su padre estaba haciendo caer la mayor parte de las defensas mágicas instauradas en su habitación convirtiéndolas en un poderoso conjuro para hacerlas aún más fuertes.

Mrelder sintió que se le erizaba la piel cuando se inició un cántico tan agudo que era como si le estuvieran clavando agujas en los oídos…, un cántico que no acababa nunca.

Desaparecieron todos los demás sonidos, excepto unos cuantos gruñidos distantes y las pisadas imperiosas de las botas de su padre atravesando la habitación para lanzarse sobre las costillas de Mrelder y darle la vuelta.

—Vaya, has hecho una exhibición de tu habitual inutilidad —comentó Golskyn de los Dioses mirando burlonamente al hechicero paralizado. Mrelder le devolvió la mirada, impotente.

Un lado de la cabeza del sacerdote estaba chamuscado y su torso desnudo era un amasijo de horribles magulladuras amarillas y azules, piel quemada cubierta de ampollas y restos ennegrecidos de ropa quemada hasta la cintura.

La pequeña serpiente que tenía injertada en la muñeca se agitaba convulsivamente, pero el ojo propio superviviente del sacerdote tenía su habitual expresión fría y prepotente. El otro, el ojo del contemplador, estaba fijo en Mrelder como una mortífera promesa, ya que el parche que habitualmente lo cubría colgaba del cuello de Golskyn.

Por detrás de él, envuelto en una magia reverberante, un contemplador, un ejemplar pequeño, poco más grande que un escudo redondo, y con sólo seis pedúnculos oculares, pero al fin y al cabo un contemplador inmovilizado.

Su padre volvió la cabeza.

—¿Y bien, Hoth?

—Cuatro muertos. Ortarn aquí, Danuth y Velp más allá. Skeln se quedó sin cara antes de caer por encima de la barandilla y romperse la crisma. El resto viviremos hasta que podamos sanarnos los unos a los otros. ¿Le digo al noble que pase?

Golskyn rompió a reír con una risa áspera que nada tenía de divertido y que se prolongó un rato. Mrelder volvió a tratar de mover la mano y se encontró con que le respondía lentamente, como con una torpeza irreal a pesar de que ponía en juego toda su voluntad.

Hoth no hizo el menor caso del hechicero que yacía a sus pies. Seguía con los ojos fijos en Golskyn, que continuaba riéndose. Mirando al contemplador inmovilizado, el jefe de la Amalgama le dijo que sí, que lo hiciera pasar.

—Resulta que encontré solo el camino —dijo con toda tranquilidad Beldar Cuerno Bramante desde la puerta.

Hoth se dio la vuelta en redondo, pero Golskyn disparó un tentáculo que se le enrolló en el brazo.

—Déjanos, Hoth, pacíficamente. Ahora lord Cuerno Bramante goza de nuestra aceptación.

La parálisis de Mrelder iba desapareciendo muy rápidamente. Se volvió y se puso de pie.

Beldar Cuerno Bramante avanzaba, una mano sobre la empuñadura de la espada y la otra en el cinto. Pasando por alto la marcada probabilidad de que el noble esgrimiera sus dos magias de combate más potentes, Mrelder se puso en su camino para increparlo.

—¡Has enviado ese horror aquí para que nos matara!

Lord Cuerno Bramante enarcó una ceja.

—Evidentemente esa era la intención del contemplador, pero ¿cómo podría servir eso a mi propósito?

Golskyn lo miró fijamente.

—Tal vez fuera una prueba para comprobar si nosotros, los de la Amalgama, teníamos poder suficiente para concederte lo que buscas.

El joven noble asintió.

—¿Y ahora que lo sabes? —preguntó el sacerdote.

Beldar sostuvo su mirada.

—Ahora que lo sé, quisiera proceder de inmediato.