Capítulo 19

Los amigos de Beldar Cuerno Bramante y las tres mujeres abandonaron el club precipitadamente, dejándolo solo en un ansiado silencio.

Largo rato estuvo así, simplemente disfrutando de la quietud, de espaldas a la puerta para poder apreciar la estancia cuan larga era y relajarse, dejando vagar sus pensamientos y dando ocasión a que todos sus órganos se asentaran.

Tras una pausa reconfortante, atravesó la habitación y se sirvió una jarra de cerveza. La olió con satisfacción, bebió un pequeño sorbo sin confiar mucho en que su estómago revuelto la admitiera.

—No te dañaron el ojo en esa riña —dijo una voz fría a sus espaldas.

Beldar se quedó de piedra. Después se dio la vuelta lentamente. Conocía ese tono que, por lo general, era el de alguien que sostenía una arma y que estaba sumamente complacido de que la persona a la que se dirigía no la tuviera.

La criada estaba sola y no tenía nada en las manos. Por su expresión se diría que no creía que una bandeja de servir abollada hubiera bastado para saldar cuentas entre ellos.

Reprimiendo su creciente inquietud, Beldar adoptó su sonrisa más cínica.

—¿No eras tú la que iba a montar una galante defensa del queso o algo así?

La chica no se tragó el anzuelo.

—No te hiciste daño en el ojo durante la refriega —repitió.

Beldar dejó su jarra.

—Vaya. ¿Y cómo es posible que tú sepas eso?

Los labios de Alondra se transformaron en una delgada línea.

—Cuando te desmayaste y caíste sobre mí, te sostuve un buen rato la cabeza en el regazo mientras tus amigos discutían con la vigilancia. Tenía tus heridas delante de mis narices, y como da la casualidad de que no tengo un guardarropas lleno de vestidos, el hecho de saber por dónde sangrabas era un asunto de importancia para mí. Tenías un corte en la cabeza por encima de la línea del pelo, nada más.

Beldar se la quedó mirando. No recordaba muchos detalles de aquel episodio humillante, pero, maldita sea, era probable que lo que ella decía fuera cierto. La razón para su franqueza estaba absolutamente clara. Había sido testigo de sus momentos menos brillantes, y con esa astucia instintiva de los pobres ávidos de dinero, entendió que él no quería que su mentira ni los acontecimientos de aquella noche en Luskan llegaran a oídos de sus amigos.

—Supongo que tu silencio tendrá un precio.

Asintió.

—Necesito los servicios de un mago que pueda determinar la verdadera naturaleza de los objetos mágicos.

Esto no era exactamente lo que él había pensado.

—¿Por qué?

Después de un momento de vacilación, la chica pareció a punto de alejarse de él, pero luego lo pensó mejor y se dio la vuelta con un pequeño medallón de plata en la mano.

—He encontrado esto y quiero saber de qué es capaz. Búscame un hechicero y paga sus honorarios y tus amigos no tienen por qué saber que su galante y noble amigo vendió una mujer a un semiogro sanguinario contra su voluntad.

Beldar no pudo reprimir una mueca.

—No sabía cuáles eran sus intenciones.

—Al principio no, tal vez, pero después te quedaste allí quieto como un poste mientras me sacaba a rastras.

Beldar se quedó mirando a Alondra pensando en alguna excusa para su conducta.

—No quebranté ninguna ley de Luskan —fue lo mejor que se le ocurrió—. Y para ser justos te prevengo de que los magistrados de esta ciudad han empezado a castigar la extorsión con bastante severidad.

—No me sorprende —replicó Alondra con suavidad—. ¿Por qué si no dejarías de contraatacar mi petición con la amenaza de revelar…?

Dejó que el silencio se asentara entre ellos antes de que él acabara suavemente la frase.

—… tus circunstancias cuando nos vimos la última vez.

—Ya. Mis circunstancias —dijo con suave y lacerante amargura.

Beldar se irguió.

—Porque, señora Alondra, eso sería tan indigno de mí como lo es de ti.

A la chica se le subieron los colores.

—¿Me ayudarás entonces?

—Te ayudaré —respondió Beldar—, pero esa ayuda no deberá considerarse como un pago por tu silencio sobre esta cuestión ni sobre ninguna otra.

El gesto de Alondra le mostró a las claras que la chica había captado a la perfección lo que había detrás de su tan elaborado contraataque: cobardía, disfrazada con los finos ropajes negros de un magistrado, pero cobardía al fin. ¿Y por qué habría de pensar otra cosa cuando las leyes escritas para obligar a los hombres a afrontar sus propias palabras y acciones se usan tan a menudo para escurrir el bulto?

Eso era tema para otro día. Era evidente que la muchacha estaba decidida a considerar cualquier ayuda que pudiera ofrecerle como un pago por su silencio, y era el camino más corto para que guardara su secreto por el momento. Por supuesto, los que se valen del chantaje invariablemente reinciden, pero después de todo era una mujer y además plebeya. Ya pondría en juego sus encantos antes de que se le ocurriera algo más.

«Y si no puedes conquistarla —bisbiseó una voz espectral en el fondo de su mente—, siempre puedes matarla».

Esa idea era tan absurda que Beldar la desechó con aire ausente como si estuviera espantando a una mosca.

—Se da el caso —le dijo a la chica que lo miraba con total seriedad—, que conozco a una hechicera que bien puede servir para tu propósito…

Mientras el carruaje se alejaba de las oficinas de Construcciones y Viviendas Dyre, Naoni silenciosamente tomó conciencia del coste de su impulsiva extravagancia. En su prisa por salir de casa había cogido la bolsa en la que tenía todos los ingresos de sus últimas entregas de hilo de gemas. La tarifa por los viajes que habían hecho hasta entonces más la propina para el cochero por su paciencia estaban a punto de dejarla sin nada.

Faendra también estaba reconsiderando la aventura de la mañana, moviéndose incómoda en el asiento mientras el carruaje se bamboleaba y crujía. Al ver la mirada de Naoni sonrió tristemente.

—Jamás pensé que llegaría a decir esto, pero referiría caminar. De la novedad ya queda menos que de relleno en estos asientos.

—La novedad es como la seda y la pasión —observó Starragar Jardeth en el estilo malhumorado que Naoni había caído en la cuenta de que era su proceder habitual—. Los tres se gastan rápido.

Taeros, quien había declarado que necesitaba una siesta, abrió un ojo.

—¿Hablas por experiencia? —preguntó maliciosamente—. ¿Acaso la hermosa Phandelopae ha transformado el sedoso abrazo del amor en harapos desgarrados? Conozco una hierba…

—Muy divertido —le soltó su amargado amigo—. Reserva tus hierbas para impresionar a la quisquillosa criada de los Dyre. ¡Necesitarás todas las que puedas reunir para abrirte camino entre las espinas de semejante rosa!

Lord Halcón Invernal abrió los ojos como platos y por un momento pareció dispuesto a rebatir las palabras de Starragar, pero luego apareció en su cara una expresión intrigada. Cerró la boca sin decir una sola palabra y se reclinó en su asiento. Aunque volvió a cerrar los ojos, Naoni estaba casi segura de que fingía dormir.

Hizo a un lado un súbito desánimo. Alondra era una chica sensata, demasiado orgullosa como para perder el tiempo con hombres como lord Taeros. Por otra parte, el ácido ingenio del que él hacía gala era demasiado parecido al de la chica como para que pudieran…

No, indudablemente no. Aunque Alondra estuviera interesada, Korvaun le recordaría a su amigo que no perdiera las formas. En su fuero interno, Naoni pensaba que si había un hombre en quien se pudiera confiar para tales cuestiones, era él.

¿O acaso podría…?

Se le escapó un pequeño suspiro. La habían criado en la idea de que ningún hombre educado con el sentido de propiedad que tenían los nobles era de fiar en esas cuestiones. Era una convicción grabada muy profunda y dolorosamente como para abandonarla a la ligera.

El carruaje se detuvo junto a la puerta de los Dyre. Naoni aceptó la mano de Korvaun para apearse y a continuación contó las monedas para pagarle al cochero. Al parecer, había calculado correctamente la tarifa y la gratificación. El hombre se llevó la mano a la gorra para darle las gracias antes de dar un tirón a las riendas y partir traqueteando.

La puerta de la casa se abrió antes de que Naoni apoyara la mano en el picaporte, y Varandros Dyre apareció con una expresión que parecía anunciar una tormenta.

—¿Dónde habéis estado? Estaba a punto de llamar a la vigilancia y denunciar vuestra desaparición.

—Haciendo recados, padre —respondió Naoni con tono apaciguador. Señaló a los hombres que venían tras ella—. Lord Yelmo Altivo quiere hablar contigo… para pedirte que lo liberes, y a sus amigos también, de su promesa de mantenerse alejado de las mujeres de tu casa.

—¿Y por qué habría de hacer eso?

Varandros Dyre lanzó estas palabras como si fueran una flecha de guerra, y Naoni se quedó aturdida al darse cuenta de que no tenía una respuesta para esa pregunta.

«Estos hombres se han ofrecido a ayudarnos con tus actividades del Nuevo Día, padre», sería una explicación bastante precisa, pero era poco probable que eso lo hiciera cambiar de idea.

«Estos jóvenes quieren hacer causa común contigo y ayudar a desenmascarar a los Señores…» No. La primera reacción aprobadora de Taeros Halcón Invernal a esta idea era una base demasiado endeble… Además, su padre nunca se lo creería.

La ayuda llegó de donde menos la esperaba.

—Se me ha hecho ver —dijo Taeros Halcón Invernal—, que tal vez tenga cierto interés en tu criada.

Dyre lo miró furibundo.

—¡La chica nos sirve bien y no está disponible!

—Padre —dijo Faendra con una risita—. No eres tan viejo como para haber olvidado cómo funcionan las cosas del cor… Bueno, cómo son esas cosas.

El maestre del gremio enrojeció y su color se fue oscureciendo rápidamente hasta transformarse en un morado de furia.

—Si se te ha cruzado la idea de seducir a mi criada…

—Te aseguro, buen hombre, que no insultaría a esa mujer ni siquiera vistiendo armadura y defendido por los lanceros con un grifón a la espalda —declaró Taeros con tono sincero.

La sorpresa desplazó a la ira en la cara de Varandros, que se pasó una mano por la frente.

—En este momento no estoy para acertijos, joven señor.

El profundo cansancio de su voz llegó al corazón de Naoni.

—¿Qué ha pasado, padre? —preguntó con suavidad.

Dyre volvió los cansados ojos hacia ella.

—Hemos tenido otra muerte, hija. Jivin fue encontrado en un callejón con una advertencia grabada en la piel. —Miró a Taeros más preocupado que furioso—. Es probable que tengas necesidad de armadura y lanceros si tienes pensado acompañar a mis mujeres.

—Alguien podría interpretar que en esas palabras hay una amenaza, señor, pero no creo que esa sea tu intención —dijo Korvaun con tono tranquilo.

—No —respondió Dyre sencillamente, y se volvió hacia Naoni—. Le encargué a Jivin que os vigilara ya que era rápido y conocía bien las calles. Lo mataron para hacerme una advertencia, está claro, pero fui yo el que lo condenó a muerte.

Naoni oyó la respiración agitada de Faendra y se volvió con rapidez. Faen tenía la mirada desorbitada y la mano con que se cubría la boca temblaba.

Naoni le cogió la otra mano y los dedos pequeños y repentinamente fríos apretaron fuertemente los suyos.

Starragar Jardeth alzó una mano.

—¿Y esa advertencia, qué decía exactamente?

Todos se volvieron hacia él con expresión de incredulidad.

—No pretendo faltar al respeto —les explicó a todos el noble de la capa oscura—, pero si alguien a mi servicio hubiera muerto de esa manera, es posible que yo no estuviera en condiciones de ver más allá de ese ultraje. Tal vez alguien no implicado pueda ver las cosas más claras, y las palabras exactas podrían arrojar alguna luz sobre el hecho y sobre el asesino.

Varandros Dyre se quedó mirando en silencio al joven noble durante un tiempo que resultó sumamente incómodo.

—Bien dicho —dijo por fin en voz baja.

Más tiempo pasó todavía antes de que volviera a hablar.

—Veamos, las palabras eran: «El precio de la curiosidad». En los últimos tiempos he andado haciendo preguntas, no importa sobre qué. Alguien me aconseja que no continúe.

—Es posible que nosotros no seamos tan ajenos a esta cuestión como sugiere lord Jardeth —dijo Korvaun lentamente—. Deberías saber, maese Dyre, que nosotros hemos andado a la busca de respuestas sobre los edificios caídos. Un amigo nuestro, aquel cuya daga encontraste, murió al derrumbarse la sala de fiestas. Un buen hombre que no debería ser juzgado por aquel infortunado día en el callejón de la Capa Roja.

—Eso dices —observó Dyre con algo de simpatía en el tono—, y no puede ser de otra manera. Aunque esa tontería haya dado la auténtica medida de lord Kothont, los hombres deben ser fieles a sus amigos.

—En eso estamos de acuerdo, y puede que también en otras cuestiones —afirmó Korvaun midiendo sus palabras—. Esos edificios que se derrumbaron de una manera tan misteriosa tal vez estén relacionados con cuestiones que nos atañen a ambos. Si es así, libéranos de nuestra promesa y nuestras espadas estarán a tu servicio.

El maestro cantero parpadeó y se quedó mirando a los jóvenes nobles como si jamás los hubiera visto antes.

—Lo… lo pensaré —dijo, y acompañando sus palabras con una brusca inclinación de cabeza, miró a sus hijas y señaló imperiosamente la puerta abierta de la casa. Luego, salió calle abajo a grandes Zancadas.

Faendra se volvió rápidamente hacia Naoni.

—¡Era Jivin el que nos seguía!

—Sí, padre acaba de decirlo —confirmó Naoni intrigada por el miedo que vio en los ojos de su hermana.

—Alondra… Alondra me dijo que no debíamos preocuparnos por el hombre que nos seguía. Dijo que alguien se estaba ocupando de él. «¡Que se estaban ocupando de él!». Jamás hubiera pensado…

—Y no deberías hacerlo —aseguró Naoni con firmeza haciendo caso omiso del nudo que se le estaba haciendo en el estómago—. Conocemos a Alondra desde hace casi un año, y ha demostrado que es de fiar en las buenas y en las malas.

—Es posible que la señora Faendra tenga motivos para preocuparse —intervino Starragar con gesto grave mientras miraba fijamente a Taeros—. ¿No llevabas puesto un medallón plateado esta mañana?

La mano de Taeros voló hacia su cuello.

—¡No lo tengo! ¡Maldita sea!

—Yo te lo vi cuando te pusiste de pie antes de salir del club, antes de que la chica insistiera en ponerte la capa. Acabo de reparar ahora en su ausencia.

Naoni frunció el entrecejo.

—Es posible que sea una casualidad. Tal vez se haya caído en el carruaje.

Starragar negó convencido.

—Yo fui el último en bajarme, y siempre miro por si ha quedado algo olvidado. En cuanto a la casualidad, ¿también es casualidad que tu criada haya sido vista con Elaith Craulnober, el propietario de los dos edificios caídos?

—Por los Nueve Infiernos —murmuró Taeros—. La elfa que contraté para vigilar a Alondra no se ha vuelto a presentar. Me pregunto si…

—Nos ocuparemos de averiguarlo —dijo Korvaun bruscamente—. Señora Naoni, ¿dónde podría estar Alondra en estos momentos?

—Dio a entender que volvía a casa para ocuparse de las tareas, pero la preocupación de padre parece desmentirlo.

—Alondra se quedó rezagada para hablar con Beldar —les confió Faendra—. Miré hacia atrás cuando el carruaje se marchaba y no vi a ninguno de los dos bajando por la escalera.

Los nobles se miraron preocupados.

Naoni los miró a todos, uno tras otro.

—¿Qué? ¿De qué se trata?

—Beldar ha estado muy raro últimamente —le explicó Korvaun—. Yo lo atribuía a la pena por lo de Malark. Aunque detesto admitirlo, es probable que tengamos otra preocupación común.

Beldar miró hacia atrás.

—Ten cuidado —le advirtió—. Los escalones están húmedos y resbaladizos.

Ella apoyó la mano en la mohosa pared. La cara se le veía de un color verde fantasmagórico bajo la débil luminosidad de los líquenes. Beldar sintió cierta satisfacción al ver su expresión tensa. Era evidente que la chica tenía aversión a los túneles y a los espacios cerrados, o tal vez estuviera reconsiderando si era prudente hacerle chantaje, aunque lo lógico era que hubiese pensado antes en que una transacción sórdida no puede estar exenta de ciertas incomodidades.

La expresión de su cara cuando se detuvieron frente a la puerta en forma de calavera de Dathran no hubiera podido dejar más satisfecho a Beldar. Se transformó en auténtico miedo cuando los cuatro «dientes» anteriores se abrieron hacia adentro dejando ver la entrada.

—Bienvenido otra vez, lord Cuerno Bramante —dijo la voz seca y familiar que provenía de la oscuridad del otro lado—. Veo que eres algo más de lo que eras…, y algo menos. Entra. La chica primero.

Beldar le hizo señas a Alondra de que entrara. Ella apretó los dientes, pasó por la abertura e hizo una exclamación de sorpresa al tomar contacto con la magia de protección.

Beldar se unió a ella. La vieja bruja estaba de pie con la máscara negra de Rashemaar en la mano y los inquisitivos ojos azules fijos en Alondra.

—Bienvenida, niña. Percibo en ti un gran anhelo de saber. Dile a Dathran qué es lo que buscas.

Alondra le entregó el medallón. Dathran lo escrutó con sus manos sarmentosas.

—Robado —anunció sin ánimo de crítica—. Es lo único que puedo decirte.

Alondra tragó saliva.

—¿Tiene alguna propiedad mágica?

Dathran cerró los ojos y puso cara como de estar escuchando voces distantes.

—Ninguna —dijo lentamente.

—¿De modo que no puedes decirme nada sobre él?

—Sólo que temes el uso que pudiera hacerse de él y por el momento no tienes motivos. Tal vez pueda decirte algo sobre su historia para tu tranquilidad mental.

Cuando Alondra le dijo que sí, la mujer empezó a entonar un cántico. Una bruma suave, que emitía una especie de zumbido, rodeó el medallón, pero se desvaneció en cuanto cesó el encantamiento.

Dathran se lo devolvió.

—Sólo pude averiguar una palabra: «simulador». Eso es todo. ¿Tiene algún significado para ti?

—No, pero gracias por intentarlo —dijo Alondra, y volvió a guardar el medallón en la bolsa.

Una risa estridente partió de la figura con forma de gárgola que había sobre la chimenea. Alondra contuvo la respiración cuando la pequeña forma gris que había tomado por una simple talla batió sus alas de murciélago y mostró los dientes.

—Lo que tienes que hacer no es darle las gracias —se burló el diablillo—, sino pagarle.

Beldar le entregó un puñado de monedas y acompañó a Alondra hasta la salida. Cuando dejaron atrás la entrada en forma de calavera, la cogió del brazo y le hizo dar la vuelta para mirarla de frente.

—¿Qué es todo esto? ¿Dónde lo robaste y por qué pensaste que podía ser mágico?

Alondra se desasió y se apartó alzando desafiante el mentón.

—Tú guarda tus secretos, lord Cuerno Bramante, que yo me encargo de guardar los míos.

La primera reacción de Beldar fue dejar correr el asunto, después de todo, ¿a quién le importaba el medallón de plata? Sin embargo, un murmullo oscuro, bisbiseante que surgió en lo más profundo de su mente le dijo que quería el medallón.

Sin pensarlo más, echó mano de la bolsa y tiró de ella. Las cintas se soltaron y Alondra quiso sujetarla, pero él le dio un revés en plena cara.

La chica se tambaleó, pero en su rostro no había ni sombra de la sorpresa que sentía el propio Beldar. Antes de que tuviera ocasión de disculparse, ella se levantó las faldas obviamente dispuesta a darle un puntapié en la entrepierna.

Él se hizo a un lado para proteger las joyas de la familia Cuerno Bramante, pero el fuerte puñetazo que Alondra le dio en la cara lo dejó atónito.

Soltó la bolsa para llevarse la mano a la nariz sangrante. Alondra recogió su propiedad y salió corriendo escalera arriba con la agilidad de una rata de alcantarilla.

Desde detrás de la calavera se oyeron dos risas estridentes, pero por una vez Beldar se olvidó de su humillación.

Él, un noble de Aguas Profundas, había robado a una plebeya. Había golpeado a una mujer. A todas luces, estas no eran las hazañas que se esperaban de un hombre destinado a ser un héroe que desafiara a la muerte.

«Eres algo más de lo que eras… y algo menos».

Las palabras de Dathran no dejaban de atormentar a Beldar mientras subía los escalones hacia un futuro que nunca le había parecido tan incierto.

—¿Me das tu permiso, maese Dyre?

Varandros Dyre alzó la vista abruptamente.

—Estoy empezando a temer a lo imprevisto —gruñó, dejando caer los planos de un edificio sobre su escritorio atestado—. ¿De qué se trata esta vez?

El hombre que estaba a la puerta de la oficina era un veterano fabricante de marcos que llevaba trabajando para Construcciones y Viviendas Dyre desde sus principios. Jaerovan, un trabajador sosegado, capaz, era el primer oficial de su grupo desde hacía casi una década y se había ganado la confianza de su patrón por su prudencia y su parquedad de palabra. Hacía falta mucho para que asomara una expresión a la cara correosa como el cuero de Jaerovan, y en este preciso momento se lo veía muy apesadumbrado.

Varandros enarcó una ceja.

—Bueno. Dilo de una vez, hombre.

—Se ha venido abajo otro edificio. Uno de los nuestros.

La cara de Dyre fue de absoluto estupor.

—En el callejón de la Capa Roja —añadió Jaerovan antes de que el maestre del gremio pudiera soltar la inevitable pregunta—. El que Marlus estaba…

Varandros Dyre se puso tan blanco como la nieve. Descargó un puñetazo tan tremendo sobre su escritorio que el pesado mueble se sacudió y a punto estuvo de astillarse como consecuencia del golpe.

A continuación se puso en movimiento, cogiendo al pasar el bastón—estoque que Jaerovan sólo le había visto llevar dos veces antes, avanzó hacia la puerta como un vendaval. El fabricante de marcos no dudó en hacerse a un lado.

—Haz que tus hombres se lo digan a todos mis trabajadores. Mantén los ojos bien abiertos y actúa con rapidez. Puede que este no sea el último mensaje que me hagan llegar en este día los Señores de Aguas Profundas.

Jaerovan se quedó mirando boquiabierto la espalda del Tiburón.

—¿Los Señores…?

—Esta es una puñalada directa a mi corazón —dijo Varandros Dyre para sus adentros mientras marchaba calle abajo a toda velocidad después de haber dejado todas las puertas abiertas tras de sí y a los sirvientes ocupados en cerrarlas.

—¡Lo siguiente será mi casa! Lo primero, mis hijas a una posada… A continuación, poner el cofre con mis ahorros a buen recaudo… Después reunir al Nuevo Día… ¡Ah, y comprar una buena espada!

Una docena de estibadores con el torso desnudo y muy atezados por los soles de muchos veranos transportaban fardos de lino y lana de las Moonshae a las carretas que los esperaban, levantando los pesados fardos con la misma facilidad con que un malabarista callejero manipula las bolas. Con la misma facilidad, adquirida con la larga práctica, lanzaban al aire rumores.

—¡Cayó sobre la calle! ¡Aplastó al viejo Amphalus y a su carreta de bueyes, bestias y todo, y los dejó convertidos en una pasta sanguinolenta sobre el empedrado! ¡Están recogiendo los restos de lo que quedó en el Descanso de la Capa Roja y en las tabernas a lo largo de todo el callejón de las Tripas!

—¿Es que los hombres de Dyre no son capaces de poner dos piedras rectas? ¿O acaso es tan deshonesto como para escatimar en las piedras o en las columnas?

—¡Según dicen, no es él! ¡Son los Señores, que ponen a sus hombres a excavar con picos y también con elementos punzantes conjurados! ¡Ellos excavan bajo los pilares y hacen que se derrumbe todo! ¡Hasta se atreve a decir que todos deberíamos saber quién está detrás de cada máscara y cómo se los vota! ¡Lo van a arruinar!

—¡Claro, y van a aplastarnos a todos! ¡Estúpido zoquete! ¿Es que no ve que llevan máscara por alguna razón? ¡Los dioses no fabrican oro suficiente para que paguemos los sobornos que tendríamos que pagar cuando se conociera la identidad de todos los Señores, para conseguir que gobernaran como queremos y para superar al resto de Aguas Profundas, que estaría dispuesto a apostar tan fuerte como nosotros para comprar votos y hacer su voluntad! ¡Yo digo que ya está bien!

—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices del resto de nosotros que casualmente entramos en un edificio que hizo hace una docena de veranos o que pasamos por allí cuando los Señores deciden hacer un poco de justicia con él? ¿Qué hemos hecho los demás para ser aplastados junto con él?

—¡Nacer en Aguas Profundas, eso es lo que hemos hecho! ¡Dedicarnos a ganar dinero como avariciosas ratas sin hacer frente jamás al desafío de los que llevan la batuta! ¡Por eso ahora los Señores hacen valer su derecho de seguir haciendo lo que les place y de aplastar a todo el que se atreva a plantarles cara! Lo que me pregunto es si tenemos coraje para hacerles frente y devolver las cosas a su sitio.

—¿Cómo?

—¿Cómo? ¡Pues dando un paso adelante y derribando a algunos de esos que se ocultan tras las máscaras! ¡O colgando al viejo Botas de Fantasía, el único Señor al que todos conocemos!

—¡Pensaba que ya estaba muerto!

—Es lo que se dice, pero ¿habéis visto el cadáver alguna vez? ¡Ese presumido engendro de paladín tiene más vidas que un troll! Mi hermana Hermienka trabaja en la lavandería del castillo y lo vio ayer por la mañana.

Andaba por ahí vivito y coleando.

—¡Tienes toda la razón, Smedge: lo que necesitamos es un cadáver! ¡Si no podemos dar con los Señores Ocultos, vayamos a por el que conocemos! ¡Eso haría salir a todos los demás!

Sobrevino un silencio incómodo.

—Eso… es ir contra la ley. ¿Estás seguro de haber nacido en Aguas Profundas?

—¡Eso dice mi madre, no creo que me hubiera criado en la calle del Barco de haber podido acumular dinero suficiente para salir por las puertas y vivir en otra parte! ¡No trates de ignorar mis palabras como si fueran las de un forastero siniestro que trama algo contra Aguas Profundas!

—¿Qué necesidad hay de hablar sobre colgar el cadáver del pobre Piergeiron si tanto quieres a las viejas y apestosas calles de esta ciudad?

—¡Usa la cabeza, hombre! Si son capaces de arruinar al maestre de un gremio como Varandros Dyre y nos quedamos mirando sin hacer nada, ¿qué les impedirá venir luego a por cualquiera de nosotros? ¡Cuando vinieron los peces andantes, combatimos! ¡Hace años, cuando atacaron los orcos, combatimos! ¡Pues estos son tan malos como aquellos, y están dentro de las murallas con nosotros!

El coro de maldiciones que se elevó a continuación brotó de los corazones, y estos no estaban felices.

Faltaba una campanada para la puesta del sol cuando Naoni dejó atrás la fresca sombra verde de la Ciudad de los Muertos y se metió en el Ataúd del Dinero. Dicho con más propiedad, el Mausoleo de los Comerciantes, pero sólo la gente estirada lo llamaba así. Caminó por la alta antecámara abovedada donde sus pasos resonaban sin mirar a las figuras de piedra de los poderosos, y atravesó el arco siempre resplandeciente que había odiado durante años.

El siguiente paso le heló los huesos, pero después, como siempre, se encontró temblorosa en un jardín boscoso, sobre un sendero apartado del ruido y el ajetreo de la ciudad, dirigiéndose hacia un claro que le resultaba familiar.

Rodeándolo todo, flanqueando el trazado de sinuosos senderos, había un áspero pavimento de pequeñas piedras planas encastradas en el suelo, tan abigarradas que el espacio abierto entre los árboles se parecía mucho a un gran patio empedrado. Naoni estaba en las Entrañas del Gremio.

Cada piedra representaba una vida segada, y cada tumba estaba cubierta con una fila de ellas, porque los trabajadores del gremio y sus familias estaban enterrados en filas, unos encima de otros. Algunos maestres del gremio eran lo bastante ricos y arrogantes como para comprar antes de morir grandes bóvedas en la antesala guardada por estatuas, pero el padre de Naoni estaba muy lejos de ser el maestre del gremio cuando murió su esposa.

Más aún, Naoni sabía que tendría que renunciar al cargo de maestre cuando maese Blund se recuperase de su fiebre cerebral. Había sido elegido sólo como maestre en funciones porque las normas del gremio impedían que alguien con representatividad en otro gremio, y Varandros Dyre era miembro tanto del de Canteros y Albañiles como del de Carpinteros y Retejadores, calentara permanentemente la silla del maestre. Así pues, nadie tendría que temer que mantuviera el puesto cuando regresara el Martillo.

Como consecuencia de todo esto, al igual que los niños que les habían nacido muertos a las esposas de los simples aprendices, la madre de Naoni descansaba en una sencilla caja de madera con dos marineros por debajo de ella, un carretero y un cardador de lana por encima, y capas de tierra y cal entre unos y otros. Cuando pasaran los años establecidos, el claro se excavaría para dejar lugar a los muertos recientes y los huesos que quedaran se pondrían en una bóveda común. Las lápidas serían entregadas a los descendientes, y las que nadie reclamara, a los canteros.

Mientras jugaba en el taller de su padre, Naoni se había pasado gran parte de su niñez preguntándose sobre las vidas olvidadas grabadas en esas piedras. Pocas personas sabían que casi todos los edificios de Aguas Profundas contenían al menos una de ellas. ¡No era extraño que circularan por la ciudad tantas leyendas de fantasmas!

Naoni se puso de rodillas y esparció un poco de añil sobre la lápida que decía «Ilyndeira Dyre» y a continuación se sentó sobre los talones a la espera de que los recuerdos de su madre apaciguaran su corazón.

O, tal vez, que reforzaran su determinación.

Ilyndeira Dyre había amado a un noble y había sufrido por ello. Naoni lo sabía desde su duodécimo verano, después de la muerte de su madre, cuando encontró escondidos el diario y las cartas de ella junto con algunos pequeños recuerdos. Su madre jamás había olvidado, y Naoni juró que ella tampoco olvidaría. Sin embargo, cuando miraba los ojos azules de Korvaun Yelmo Altivo se sentía en peligro de romper el juramento que había hecho sobre la tumba de su madre.

Parecía un buen hombre, y cuanto más lo conocía, más se convencía de ello. A pesar de sus modales tranquilos, Korvaun se estaba convirtiendo en un verdadero líder; Naoni había visto la cara de sus amigos cuando lo miraban, y ella no era más que la hija de un maestre de gremio, una chica de su casa y una simple hilandera. Él se mostraba cortés con las mujeres plebeyas, y había honrado a una criada en el funeral, ante muchos nobles. Sin embargo, nada de eso le había hecho olvidar que era un noble de Aguas Profundas.

Todo estaba sucediendo muy rápido. Padre había llegado a casa hecho una furia, dando órdenes a voz en cuello, y poco menos que las había sacado a rastras de la casa. Ella apenas había tenido tiempo de coger sus útiles de hilar antes de que las llevara a toda prisa a una posada. Por supuesto, a Faendra le había encantado la novedad y la había visto como la perspectiva de diversión, pero Naoni necesitaba silencio y soledad, el solaz que proporcionan las suaves sombras en lugares verdes como este. Las gentes encumbradas tenían sus jardines y pérgolas privados, pero este jardín de los muertos era el único refugio de que disponían los ciudadanos como Naoni Dyre.

Así pues, permaneció allí sentada en silencio, esperando que aquella apacible y verde paz se abriera camino hasta su corazón.

—¡Ha caído otro edificio! ¡Es obra de los Señores!

Todos volvieron la cabeza cuando el grito resonó en las paredes magníficamente talladas de las tumbas.

La Ciudad de los Muertos estaba llena de gente que escapaba del apestoso olor que despedían las ollas de pescado y las obras de dragado del puerto. En voz baja se hablaba de «el Nuevo Día, como ellos mismos se llaman» y de la «muerte de Piergeiron», también se decía que alguien andaba por ahí con la armadura de Piergeiron para engañar al pueblo. Se había enfrentado a algún Señor Oculto, y lo habían matado por eso. Funestos sentimientos se iban extendiendo entre la muchedumbre a medida que los picapedreros y los pinches de cocina sembraban estas ideas por la ciudad.

En el cementerio semejante a un parque había gran inquietud. La vigilancia, que realizaba sus patrullas habituales, lo percibía. Mientras a su alrededor se alzaban voces airadas, ellos mantenían la boca cerrada y hacían como que no oían, cuando en otras ocasiones habían advertido y reprendido.

Tampoco eran ellos los únicos que circulaban con paso ligero por el cementerio. Las gentes adineradas, que en otras ocasiones podrían haber pedido a la vigilancia que impusiera castigos o interviniera, mantenían la calma y se andaban con cuidado, sin proclamar sus opiniones al respecto.

—¡Los Señores están derribando a Dyre, edificio por edificio!

Las cabezas se volvieron.

—¿Qué es eso? ¿Qué edificio? —vociferó un comerciante con una voz que parecía un cuerno de guerra.

—¡Los Señores están aplastando al Nuevo Día! —gritó otro.

—¿Qué es el Nuevo Día? —fue la pregunta lógica repetida por muchas voces.

La gente salía con cara preocupada de debajo de los enramados de las tumbas más apartadas y se iba reuniendo rápidamente. En las sombras más oscuras de las tumbas, unas presencias fantasmales se movían sin descanso, llamadas a la luz del sol por el enfado y el miedo súbitos que se respiraban en el aire.

—¡Los Señores están contra todos nosotros! —rugió un hombre desenvainando el cuchillo que llevaba al cinto.

—¡Pueden derribar todas nuestras casas y apoderarse de las monedas diseminadas entre nuestros huesos para volver a construirlo todo! —declaró a voz en cuello una mujer que estaba cerca.

—En este mismo momento persiguen a Varandros Dyre por las calles —declaró con voz entrecortada un sombrerero que había llegado corriendo por el sendero empedrado desde la puerta más próxima del cementerio. Otro que estaba por allí tomó el relevo.

—¡Nos van a matar a todos si piensan que somos del Nuevo Día!

—¿Qué quiere decir eso del Nuevo Día?

—¡Id a casa y sacad vuestro dinero antes de que hagan caer los muros sobre vuestros hijos! ¡Coged la espada! ¡Eso es lo que quiere decir!

—¡Los Señores persiguen al Nuevo Día! ¡Nos persiguen a todos!

—Pero, por las llamaradas del infierno, ¿qué es el Nuevo Día? —El grito exasperado del forastero se perdió en el creciente bramido de los aguadianos que, cuchillo en mano, se gritaban unos a otros rumores que se convertían en funestas verdades, y funestas verdades que se transformaban en gritos de guerra.

Primero resonó un cuerno de la vigilancia, luego otro…, y de repente la multitud tuvo claro cuál era su enemigo.

Las cabezas se volvieron, los ojos se fijaron, los brazos señalaron y, en un instante, la perseguida fue la vigilancia.

—¡Esto… esto no está bien! —gritó un anciano noble con voz ronca desenfundando su espada—. ¡Dame eso, hombre!

Arrebató el cuerno a un pálido y vacilante oficial de la vigilancia y lo hizo sonar con todas sus fuerzas con el antiguo sonido dah—DAH, da—DAH que significaba: «¡Ayuda! ¡Toda la ayuda aquí AHORA MISMO!». El eco de ese sonido se difundió por las calles que rodeaban a la Ciudad de los Muertos, y las cabezas de los hombres que montaban guardia en las torres de la muralla de la ciudad del lado este del cementerio se asomaron a ver qué pasaba.

—¡Vienen a por nosotros! —gritó un picapedrero, blandiendo un taburete como si fuera un garrote—. ¡Nos perseguirán! ¡Luchad por salvar la vida! ¡Luchad por vuestra libertad! ¡Luchad por Aguas Profundas!

—¡Por Aguas Profundas! —El grito se propagó, tan furioso como el bramido de una bestia, y todos los miembros de la vigilancia que encontró a su paso murieron en unos momentos de furiosa contienda.

Ahora los cuernos de la vigilancia sonaban más cerca, y el sonido agudo y claro que convocaba a todos sus miembros se difundió desde una torre de la muralla.

Hubo quienes se acobardaron, pero otros lanzaron gritos desafiantes y furiosos y arremetieron contra todo lo que se les ponía por delante. La espada del anciano noble le regaló unos momentos más de aterrorizada vida al joven vigilante antes de que los dos fueran arrollados. Entonces irrumpieron en el cementerio por todas las puertas los miembros de la vigilancia y de la guardia espadas en alto, y todo fueron carreras desesperadas entre las tumbas. Mujeres y niños gritaban y corrían como locos por el césped. Los hombres cogían piedras del suelo y urnas funerarias y las arrojaban a cualquiera que llevase un uniforme…, y se apoderaban de las espadas de los caídos para esgrimirlas contra los guardianes de la ley.

—¡El Nuevo Día! —gritó alguien—. ¡Por el Nuevo Día! ¡Abajo los Señores!

—¡Han matado a Piergeiron! ¡Por Piergeiron!

Un hombre gordo blandió una espada capturada a la vigilancia con tanta violencia que rompió tiestos y arrancó chispas a su alrededor, y al girarse derribó a un guardia alto que cayó de cabeza por una corta escalinata a unos arbustos donde unas mujeres vociferantes la emprendieron con él a arañazos y puntapiés sin darle ocasión de levantarse.

Los cuernos de la guardia resonaron por encima del tumulto mientras los comandantes miraban, atónitos, al enardecido mar de ciudadanos.

—¡Es una maldita guerra! ¡Una guerra dentro de nuestras murallas! —gruñó uno que acto seguido cogió el cuerno para llamar a la Vigilante Orden. Seguramente habría que usar la magia para sofocar esta furia…

Tras unos frenéticos instantes, volvió a tocar el cuerno, esta vez para ordenar a sus hombres que se agruparan a su alrededor. Esto se produjo en seguida, pues todos los que se habían atrevido a alejarse demasiado de sus camaradas ya habían sido asesinados.

—¡Esto es una locura! —gritó a los que quedaban—. ¡Para mantener nuestra posición tendríamos que estar matando a nuestros conciudadanos hasta que sea demasiado tarde para ver nada! De modo que enfundad las armas y marchémonos sin más tardanza hacia la puerta por la que entramos. ¡Formaremos un escudo defensivo fuera de la Ciudad de los Muertos!

Estaba informando con el cuerno a los guardias de otros sectores de lo que iba a hacer cuando los ciudadanos empezaron a gritar y a proferir maldiciones y a reunirse otra vez en torno a sus hombres, a golpearlos con tablas de los bancos, postes del alumbrado y cualquier otra cosa de la que pudieran echar mano que fuera más larga que la espada de un guardia.

Los curtidos oficiales de la vigilancia y de la guardia empezaron a maldecir, presas del asombro, mientras trataban de abrirse camino hasta las puertas.

—¡Se han vuelto locos! ¡Totalmente locos! —gruñó uno.

Los demás hacían gestos de asentimiento. Todos estaban profundamente preocupados y el sudor bañaba sus rostros.

—Así es —dijo un oficial de la guardia de pelo blanco desde su montura mientras iban saliendo guardias bañados en sangre por la puerta que tenía ante sí—. ¡Formad dos líneas de protección en aquella dirección! ¡Arrestad a todos los que salgan, y cuando caiga el sol, cerrad esta puerta!

La mujer de expresión fría montada en el caballo que seguía al suyo alzó la mano con un gesto rápido, y un súbito resplandor azulado formó un remolino en torno a la boca del oficial. Abruptamente salieron de ella los gritos de otros hombres, y otra orden.

—Difundid la palabra. Yo, Marimmon de la guardia, ordeno: rodead a todo el que huya de la Ciudad de los Muertos antes de la puesta del sol, y cerrad las puerta a esa hora sobre los que no hayan salido. ¡Entre las tumbas circulará magia de derrocamiento! ¡Sean o no fantasmas, no voy a permitir que esta carnicería se expanda por las calles!