Capítulo 15

Una sonora llamada de cuerno se alzó desde los magníficos torreones y espiras del palacio de Piergeiron. Alondra escuchó mientras la breve melodía ascendente era repetida por el eco en el monte Aguas Profundas una, dos… y tres veces.

Las gentes de Aguas Profundas no daban importancia a esos ecos, pero a quienes estaban familiarizados con las montañas les resultaba extraño que los ecos pudieran rebotar en un solo pico, y pequeño por añadidura. Ella lo había dicho el lejano día en que había entrado en la ciudad cabalgando con Texter. El paladín le había explicado que la magia favorecía los ecos para amplificar las señales del cuerno.

Alondra apuró el paso y avanzó con brío entre el bullicio habitual del distrito comercial. Si llegaba temprano a su turno y acababa su trabajo antes de la hora prevista, se ganaría la aprobación del tabernero.

Los trinchadores del Desfiladero del Remolino eran expertos en la elaboración de frutos del mar fritos con mantequilla, y su buena mesa estaba consiguiendo que la taberna se hiciera muy popular. Se necesitaban manos extra para servir las comidas de la noche, después de que la mayor parte de los huéspedes ya habían comido y salían en busca de bebidas fuertes y de las salas de fiestas y un ejército extenuado de hombres hambrientos de los gremios llegaba a cenar tras una larga jornada de trabajo.

Tenía suerte de haber encontrado un trabajo; la mala fama solía adherirse a una chica como una camisa mojada, y su arranque temperamental le había costado su último trabajo y el salario de varios días. Ese había sido el coste de la bandeja que había estrellado en la dura cabeza de Beldar Cuerno Bramante.

Bah, el jactancioso lord Capa Roja no merecía siquiera que pensase en ello. Ahora… todos sabían que aquellas señales del cuerno eran mensajes destinados a quienes sabían interpretarlos. ¿Quiénes lanzarían aquellas notas hacia el cielo nocturno y a quiénes estaban dirigidas? ¿Sería un anuncio feliz o una advertencia lo que acababa de oír?

En otra época se le habría ocurrido preguntárselo. Le importaba muy poco lo que las grandes gentes hacían ni qué trasero calentaba este o aquel trono. Lo importante era el trabajo honesto y la vida tranquila y respetable que podía conseguirse con él. El salario justo que le pagaba maese Dyre, ayudado por las monedas que ella conseguía sirviendo mesas, bastarían con el tiempo para comprarse una pequeña tienda y unas cuantas habitaciones encima que pudiera considerar suyas. Ser dueña de sí… Su único deseo. Su sueño.

Ese sueño era tan ardiente como siempre, pero Texter, el hombre que la había puesto en la buena senda para conseguirlo, también le había abierto los ojos a otras cosas. En esta ciudad, los que sabían escuchar podían enterarse de secretos por lo que se cantaba en las tabernas, por los pregones de los vendedores, incluso por los cuernos que sonaban al anochecer. Distraída, Alondra seguía dándole vueltas a la señal mientras andaba.

—Un canto de alondra en el atardecer —murmuró una voz melodiosa tan cerca de su oído que incluso pudo sentir el cálido aliento—. ¿A quién te dispones a cantarle, mi pequeño pajarillo pardo?

Alondra se dio la vuelta, tan sobresaltada como si su propia sombra le hubiera dado un golpecito en el hombro y le hubiese preguntado la hora.

Elaith Craulnober le dedicó una sonrisa levemente divertida y dio un rápido paso adelante para cubrir la distancia que ella se había apresurado a poner entre los dos.

—Si no estuviera convencido de tu carácter incorruptible, sospecharía que ibas preocupada por una conciencia culpable. —El tono era ligeramente burlón.

Alondra tragó saliva.

—Me has asustado.

—Es cierto que parecías absorta en tus pensamientos. ¿Quieres descargarte de ellos con un interlocutor comprensivo?

—¿Por qué? ¿Conoces a alguno? —dijo echándole una mirada enfadada.

El elfo enarcó sus plateadas cejas.

—La gatita tiene garras. Qué… agotador.

La oscura reputación del Serpiente atemperó las siguientes palabras de Alondra.

—Un señor tan importante como tú debe de andar muy ocupado —murmuró procurando que su tono no sonara burlón—. Te ruego me digas en qué puedo servirte.

Craulnober señaló la tienda más próxima: Andemar el Boticario, que saludaba a quienes pasaban por Aguas Profundas con una puerta acabada en arco y profusamente tallada franqueada por grandes ventanas formadas por muchos paneles pequeños facetados.

Alondra abrió esa puerta y entró en un recinto gratamente perfumado lleno de ampollas relucientes y de fragantes ramilletes de hierbas puestas a secar. La sonrisa de bienvenida de Andemar se le congeló en los labios al ver quién acompañaba a la chica.

Elaith le hizo una señal de que se retirara, y el boticario asintió vigorosamente con la cabeza y se retiró inmediatamente a la rebotica cerrando la puerta tras de sí.

El elfo echó mano de la funda de una daga que llevaba sujeta al interior de su muñeca izquierda y abrió la tapa puntiaguda del remate de plata. En la oquedad que quedó a la vista había una diminuta cuenta azul que volcó en la palma de la mano. Pasó la otra mano por encima haciendo con los dedos un movimiento rápido y complejo.

La cuenta se expandió rápidamente en una suave luz azul que se desplazó lentamente en torno a los dos rodeándolos como la niebla que reluce en torno a un farol.

—Habla libremente. Ahora no puede oírnos nadie. El mensaje que entregaste era sumamente interesante. Quiero saber todo lo que puedas contarme sobre las actividades del Nuevo Día.

—¿Actividades? —dijo Alondra con un bufido—. Hasta ahora, casi nada. Sólo planes grandilocuentes y bravatas.

—¿Te parece que la refriega del distrito del Puerto fueron meras bravatas? La iniciaron los hombres de Dyre.

Alondra abrió los ojos asombrada.

—Yo… yo no sé nada de eso.

—¿No? Fueron vistas por allí tres jóvenes mujeres, una de ellas un pequeño pajarillo pardo con una cinta verde en el brazo.

—Es cierto —dijo Alondra frunciendo el entrecejo—, estuve allí, pero por casualidad. Estaba con mis señoras que tenían motivos para pasar por una de las obras de su padre.

En los ojos de Elaith brilló la incredulidad y dio la impresión de que se había acercado más sin hacer el menor movimiento.

—Espera —se apresuró a decir Alondra sintiendo crecer el miedo en su interior—. ¡Cr—creo que ya sé cómo empezó la pelea! Algunos de los trabajadores de confianza de maese Dyre frecuentan una casa de comidas precisamente en el lugar donde empezó todo, y tenían un asunto pendiente con varios jóvenes lores.

—Yelmo Altivo, Halcón Invernal, Jardeth y Cuerno Bramante —murmuró Elaith—. ¿Y cuál fue el motivo que llevó a esos petimetres al tan plebeyo distrito del Puerto?

—Tienen una deuda pendiente con maese Dyre, y da la impresión de que están encaprichados con sus hijas. Las dos son jóvenes y bonitas.

—¿De modo que este ajuste de cuentas se produjo cuando la pura casualidad se encontró con el amor?

—Eso creo, aunque «amor» es demasiado decir. Lord Yelmo Altivo suspira por la señorita Naoni. Puede que tenga suerte.

—¿Y también por casualidad lord Piergeiron eligió ese momento, justamente ese momento, para pasearse precisamente por esa calle del distrito del Puerto?

Alondra lanzó un largo suspiro.

—Yo no sé nada de las andanzas del Señor Proclamado, como no sean todas las habladurías de taberna sobre su muerte. Y eso no es nada nuevo.

—Resultó herido y fue llevado a la mansión Mirt. No se sabe nada más.

—¿Ni siquiera los Señores saben nada?

Elaith sonrió con sorna.

—Indudablemente, los Señores Enmascarados deben guardar muchos secretos.

Por cierto que eso pudiera ser, el interés de Alondra estaba más apegado a lo cotidiano.

—Por lo que yo he visto y oído, no puedo creer que maese Dyre tuviera nada que ver con lo que le sucedió a lord Piergeiron. Su único deseo es que los Señores renuncien al secreto y se hagan responsables de todo.

—Varandros Dyre no está tan falto de iniciativa como afirmas, pero en esta cuestión en concreto me inclino a pensar como tú. Sin embargo, estos jóvenes merecen que se los vigile más de cerca.

Alondra estaba demasiado atónita para reprimir su estallido de risa sarcástica.

—No te burles tan a la ligera —murmuró Elaith olisqueando algunas hierbas con aire aprobador—. La habilidad de los más necios de nuestros nobles para guardar secretos realmente te sorprendería.

—Un joven notable —dijo Mrelder cerrando su enumeración de las virtudes de Korvaun Yelmo Altivo, inventadas todas para la ocasión.

Mrelder había elegido arbitrariamente al más joven de los Yelmo Altivo como sucesor de lord Piergeiron. Con tan poco tiempo para cumplir su misión imposible, se había visto obligado a considerar a los candidatos más conocidos. Unas cuantas preguntas discretas le habían proporcionado los nombres de los jóvenes nobles que habían participado en la reyerta de la mañana, y se había pasado la tarde buscando y observando a tres de los cuatro. La visita de lord Yelmo Altivo a la mansión Mirt había sido decisiva.

Jamás habría conseguido convencer a su padre de que Taeros Halcón Invernal, el escritor, podría ser el elegido para el puesto de Señor Proclamado, y Starragar Jardeth era uno de esos nobles demasiado impulsivos, altaneros y bravucones a los que los juglares hacían objeto de sus sátiras. El aspecto lúcido de Yelmo Altivo, su habilidad con la espada —Mrelder recordó el revoloteo de azul rutilante con el que Korvaun se lanzó a la refriega— y su forma de hablar pausada y considerada, eran virtudes que parecían reflejo de las de lord Piergeiron. Cuando Mrelder hubo terminado con el heredero de los Yelmo Altivo, enumeró también algunos de los poderes de Piergeiron y esperó que todo eso bastara para convencer a Golskyn.

La verdad es que su padre no parecía convencido en absoluto.

—¿De modo que este paradigma de virtudes, al que dicho sea de paso todavía no has nombrado, fue visto saliendo de la casa del prestamista? ¿Acaso andar mal de dinero es, a tus ojos, una prueba de señorío?

—Ese Mirt tiene mucho poder en Aguas Profundas —insistió Mrelder—. ¿Recuerdas al hombre grueso con barba al que los vigilantes se llevaban tan presurosos que casi nos atropellan? Ese era Mirt. Cuando la gente habla de los Señores Enmascarados, siempre se menciona el hombre de Mirt. En Aguas Profundas es vox populi que él es uno de los Señores. ¿Por qué otra razón iban a llevar a lord Piergeiron a su mansión?

—¿Mansión? —Golskyn pareció animarse—. Debe de ser rico ese Mirt.

Mrelder conocía muy bien la debilidad de su padre por la riqueza. El sacerdote había amasado una fortuna y consideraba que el dinero acumulado era una señal de liderazgo.

—La mansión Mirt es uno de los lugares clave de la ciudad. ¡Dicen que cuando era joven capitaneaba una compañía de mercenarios, e incluso hay quien afirma que tuvo una flota pirata! Es evidente que sus tropelías fueron muy rentables.

Su padre asintió con gesto aprobador. Una buena parte de la fortuna de Golskyn había sido adquirida por medios parecidos.

—¿Dices entonces que ese joven noble fue llevado a la mansión Mirt poco después de que llevaran allá al Primer Señor herido…? Sí, todo parece encajar. Hábil en la lucha, respetado por sus iguales… y tiene dinero.

Unas fuertes pisadas se oyeron abajo, en el vestíbulo, y fueron acercándose. Golskyn miró hacia la puerta con aire preocupado.

—Usa una capa tejida a partir de gemas hiladas por medios mágicos —añadió Mrelder presuroso, temiendo perder la atención de su padre.

—En cuanto a eso —dijo Golskyn volviéndose hacia su hijo—, mejor haría en dedicar su dinero a cosas menos vanas. Un hombre prudente, en una ciudad como esta, debería invertir su dinero en algo provechoso.

—Esa es mi intención, buen señor —anunció una educada voz masculina.

En la puerta aparecieron dos híbridos que flanqueaban a un joven lujosamente vestido. Uno de ellos hizo un gesto rápido y a Golskyn se le abrieron mucho los ojos.

—Capa de tejido de gemas —murmuró el sacerdote—. Alto, ágil, bien parecido, culto en la manera de expresarse… ¡Sí, reúne las cualidades de las que hablaste, y desea unirse a la Amalgama! Olvidaste mencionar que había sido herido en la refriega que tuvo lugar ante nuestras puertas, claro que también lo fue lord Piergeiron, de quien se dice que no tiene igual en la lucha. Has hecho bien, hijo mío, realmente muy bien.

La boca de Mrelder se cerró con un chasquido audible.

Más tarde tendría tiempo de averiguar cómo había averiguado este joven noble tan rápidamente qué era la Amalgama y dónde estaba. Sí, eso lo preocuparía mucho, pero ahora…

—Lord Unidad, permíteme que te presente a Beldar Cuerno Bramante, un lord de Aguas Profundas —dijo con aire pomposo.

Lord Cuerno Bramante inclinó la cabeza ante Golskyn con una pequeña pero respetuosa reverencia.

—Me honra conocer a tan destacado nigromante.

—Soy sólo un hechicero menor —dijo Mrelder al verla expresión borrascosa de su padre. Nada enfadaba más a Golskyn de los Dioses que ser confundido con un hechicero, fuera de la clase que fuera—. Sin embargo, muchos me toman por un nigromante porque la gente no comprende bien la naturaleza de aquellos con quienes me relaciono. Mi padre, lord Unidad del Templo de la Amalgama, es un hombre grande y santo, un dios que habla en nombre de dioses cuyos nombres no pueden pronunciar las lenguas de los hombres. Los híbridos y aquellos a quienes se les conceden implantes monstruosos por la gracia de esos dioses, reverencian y siguen a lord Unidad.

Beldar Cuerno Bramante repitió su reverencia.

—Un honor. Espero que no se me considere irreverente si digo que estoy dispuesto a pagar una pequeña fortuna por recibir un injerto similar al que lleva lord Unidad debajo de ese parche.

Golskyn recibió estas palabras con una risita seca y chirriante que lo mismo podría haber sido de burla, de admiración, de genuina diversión o de las tres cosas al mismo tiempo.

—Incorporar cualquier injerto es difícil —le advirtió Mrelder—, y si tu primer injerto es el ojo de un contemplador, tendrás pocas oportunidades de sobrevivir. —Golskyn alzó una mano.

—No juzguemos precipitadamente. La petición no deja de ser razonable. El heredero de un gran señor debe demostrar su valía.

—Entonces ponme a prueba —replicó Beldar sin hablar de lo lejos que estaba de llegar a ser alguna vez «El» lord Cuerno Bramante—. ¿Me equivoco si supongo que un injerto debe provenir de una criatura viva?

—No os equivocáis —dijo Golskyn con una pequeña sonrisa de aprobación.

—Te traeré un contemplador vivo a modo de prueba y de pago.

—De acuerdo.

Beldar Cuerno Bramante saludó nuevamente, esta vez con una reverencia más profunda, y a continuación se volvió y salió de la habitación.

—Capturar a un contemplador vivo no es cosa fácil —murmuró Golskyn con la vista fija en el vano de la puerta ahora vacío—. Si lo consigue, sabremos que lord Piergeiron ha elegido sabiamente.

—¡Y si fracasa —se apresuró a añadir Mrelder—, yo sé quién será el segundo sucesor!

¡Al parecer, Korvaun Yelmo Altivo estaba llamado a la grandeza, después de todo!

—¡Lord Cuerno Bramante! —lo saludó el viejo Dandalus tan jovial como siempre—. Vaya, ha pasado algún tiempo. ¡Bienvenido!

Beldar dedicó al tendero una sonrisa irónica. Todos los jóvenes nobles jugaban a cierta edad con horribles trofeos monstruosos, algunos con garras, otros con tentáculos, aunque sólo fuera para que las muchachas nobles se estremecieran en las recepciones. Por eso Beldar Cuerno Bramante había estado muchas veces en la Tienda del Viejo Xoblob. En cada visita, Dandalus lo saludaba con las mismas palabras, como si la anterior hubiera tenido lugar diez días antes.

Dandalus Ojo de Fuego Ruell era barbudo, calvo, de nariz grande y de vientre aún más grande. Su aspecto no había cambiado desde la primera vez que Beldar había entrado en su tienda siendo niño, con los ojos brillantes admirado por la visión de Dathran.

Beldar recorrió la tienda con la mirada que era a un tiempo familiar y siempre cambiante. Los estantes estaban atestados de frascos verdes que contenían ojos y otras partes menos identificables, y por todas partes colgaban tentáculos y cuerpos serpentinos que formaban una selva y estaban tratados con conjuros para mantener su flexibilidad. Alrededor de toda la tienda había miles y miles de extraños trozos de monstruos. Podría haber veinte hombres ocultos en toda esta maraña de carroña y él no se hubiera dado cuenta.

No. Dandalus tenía el dedo meñique levantado haciendo una señal que significaba «estamos solos». Beldar miró rápidamente al infame contemplador de la tienda que se cernía sobre él como una sombra vigilante y luego apartó la vista sin estremecerse.

—Gracias por tu buen recibimiento, Dandalus —dijo, escogiendo minuciosamente las palabras—, y por tu discreción.

El propietario de la Tienda del Viejo Xoblob se inclinó sobre el mostrador haciendo caso omiso de la bandeja de afilados colmillos que había debajo.

—En eso, lord Beldar, puedes confiar absolutamente —murmuró. Yo mantengo la lengua quieta y ni siquiera el propio Bastón Negro puede arrancarme un secreto. En cuanto a por qué no puede, bueno, ese es uno de los secretos que guardo. Este negocio no ganaría nada con que yo anduviese ventilando mis asuntos, y tampoco yo tendría mucho futuro, si entiendes lo que quiero decir.

Beldar asintió.

—Vamos al grano, entonces. Necesito que me dirijas a la guarida más próxima de contempladores y me indiques cómo entrar sin que me maten allí mismo. —Se dio un golpecito en el pecho para que Dandalus oyera el repiqueteo de las gemas que llevaba en el bolsillo interior, dando a entender que podría pagar bien.

—Una piedra de feldespato por mis palabras y dos más por esto —murmuró el tendero.

Buscando en varios niveles por debajo del mostrador sacó algo que le ocupaba casi toda la palma de la mano: un broche de semiesferas de una gema desconocida, cortada cada una de ellas con la forma de un ojo: un gran orbe central rodeado por diez más pequeños. Esto sin duda representaba a un contemplador, pero…

—Un salvoconducto —explicó Dandalus—. Se puede llevar al cuello o en la frente, y avisa a los contempladores de que tú eres un secuaz voluntario de uno de los suyos, un agente de lealtad probada.

—Ya veo. O lo llevas o mueres.

—Así es. Dijiste contempladores, en plural. ¿Era eso lo que querías decir realmente? ¿Una guarida «salvaje», o la de uno solo?

Beldar tragó saliva y su mente se inundó de imágenes de pesadilla. Entonces tiró firmemente de la fina cadena al final de la cual llevaba la bolsa de gemas y empezó a sacar piedras de feldespato.

—Una guarida salvaje compartida por varios contempladores. ¿Está muy lejos?

—En las Colinas de la Rata —dijo Dandalus alegremente señalando hacia el sur—. Ahora escucha: a pesar de lo que te digan los sabios y todos sus libros, los poderes de sus ojos varían de un contemplador a otro; no siempre te enfrentarás a la misma magia. Eso se duplica cuando se trata de una familia de contempladores, y precisamente de eso está llena esa guarida en particular: los hay enormes y otros pequeños que flotan por ahí y tienen el tamaño de una cabeza. No te vas a encontrar muchos contempladores de pura sangre compartiendo las guaridas…, y ninguna cuyo camino te pueda indicar por muchas piedras que me ofrezcas.

Beldar alzó la vista y vio el destello en los ojos del viejo tendero. Era evidente que la idea de un noble con capa de hilo de rubíes merodeando por las Colinas de la Rata, pequeñas elevaciones formadas por siglos de basuras aguadianas, le resultaba enormemente divertido. Lo mismo que la visión de un espadachín solitario dentro de la guarida de una familia de contempladores.

Bueno, tal vez hubiera cierto humor sombrío en ello, pero ¿acaso la mayoría de las aventuras no tenían más que ver con la suciedad que con la gloria? Hasta un paladín de brillante armadura debe meterse a veces entre zarzas y aliviar las necesidades del cuerpo. ¿Hace eso que su gesta sea menos noble? Esta era su gesta, un gran paso hacia el cumplimiento de su destino. Si ese paso lo llevaba a las Colinas de la Rata, entonces, por los dioses, que hacia allí iría.

—¿Algún problema, muchacho?

—Todo esto es una gran broma para ti, ¿verdad?

Dandalus se acercó más a él.

—Beldar, muchacho —respondió como si fuera un dios o un rey o el patriarca de la casa noble más alta de toda Aguas Profundas—, la vida no es más que eso, una broma enorme.

Beldar le respondió con una sonrisa. Sólo un necio discutiría con Dandalus. Se corría el rumor de que todas las partes de bestias que llenaban la tienda a rebosar podían animarse ante una orden del hombre y formar seres horrorosos hasta entonces desconocidos para Faerun. ¡Beldar podía estar dispuesto a meterse en una guarida de contemplador, pero no estaba loco del todo!

Golskyn echó mano de un frasco.

—¿Quieres escudriñar al joven lord Cuerno Bramante para saber dónde encuentra su contemplador? ¿O cómo se entera de dónde hay uno?

—Claro, si puedo hacerlo sin llamar la atención de los magos de palacio que lo escudriñan a menudo —mintió Mrelder. Cuerno Bramante estaba sentenciado; más le valía dedicarse a averiguar todo lo que pudiera sobre Korvaun Yelmo Altivo.

—¿Entonces deberíamos armarnos para la lucha de nuestra vida pisándoles los talones a esos magos que lo vigilan cuando vengan a tratar con nosotros? —preguntó Golskyn ladinamente, cerniéndose amenazador sobre su hijo.

—No, padre, tus protecciones mágicas están intactas, como tú bien sabes, y yo he tenido mucho cuidado de protegerme de ellos. Mucho cuidado.

Por supuesto, estaba la cuestión de los dos espías que lo habían estado siguiendo, pero a Golskyn no le hacía ninguna falta enterarse de eso. Estaban muertos, y el híbrido que los había matado asumiría toda la responsabilidad gracias al primer intento de Mrelder de controlar a un seguidor de la Amalgama mediante un conjuro que había creado en los injertos monstruosos de otra criatura. ¡Por fin había conseguido un éxito! ¡Después de todo, no quería que su primera víctima fuera el heredero de lord Piergeiron!

—Tu respuesta es satisfactoria —replicó su padre llenándose una copa mucho más grande que de costumbre—. Por fin estás aprendiendo. Dentro de lo posible, mantente firme cuando te empujan.

Beldar avanzó cautelosamente por el túnel guiándose por el suave resplandor de los hongos que había en las paredes y por algunas irradiaciones verdes que surgían de pequeños pozos de cieno y que parecían trepar por las rocas muy lentamente. A pesar de esas… ¿plantas?…, el aire era tan desagradable como una capa húmeda, pero su olor mohoso era de todo punto preferible a la pestilencia asfixiante de las Colinas de la Rata. Incluso mejor que el hedor inmundo de la carreta de los cadáveres que lo había traído hasta aquí, dando saltos junto con los restos de una mula vieja y de varios perros con un solo ojo, y que ahora esperaba su regreso en el extremo de una senda.

¡Sendas abiertas entre enormes montañas de basura! ¿Quién o qué podría encontrar motivos para visitar este desolado lugar con tanta frecuencia como para abrir una senda?

La luminosidad era cada vez más tenue, y la oscuridad más profunda. Hubiera llegado o no a su objetivo, era hora de sacar la linterna.

—Ya has llegado bastante lejos, carne sentenciada —dijo una voz baja, líquida, casi con ternura muy cerca del oído izquierdo de Beldar.

Beldar echó mano a la empuñadura de la espada, pero resistió el impulso de volverse. Era hombre muerto si así lo querían, a pesar de toda la pequeña magia de la familia Cuerno Bramante que llevaba encima, y eso, mirara donde mirase.

La profunda oscuridad que lo rodeaba pareció encogerse y disminuir, retrayéndose con la velocidad de la magia poderosa para dejar ver una especie de sótano antiguo, abandonado hacía tiempo, con las paredes recubiertas por el moho que llevaba oliendo desde hacía algún tiempo y con el suelo visiblemente húmedo.

A Beldar le habría dado lo mismo que paredes y techo estuvieran recubiertas de mujeres nobles desnudas que implorasen su atención; sólo pudo quedarse mirando mudo de horror a las docenas, sí, docenas, de contempladores. No necesitó volverse para saber que flotaban a su alrededor por todos lados. Un enjambre de contempladores en miniatura flotaban como peces perezosos entre los más grandes.

El mayor de todos se encontraba suspendido justo delante de él. Tenía un agujero en forma de calavera donde debería haber estado su ojo central, y estaba rodeado por gemas flotantes que describían órbitas lentas y por lo que parecían cetros ornamentados que parpadeaban y relucían suavemente. Sus grandes mandíbulas, llenas de colmillos dentados, formaban una grotesca parodia de sonrisa.

Flanqueando a este mago contemplador había otra criatura horrorosa del tipo de las que los sabios llaman un «beso de la muerte». En torno a su siniestro ojo rojo se retorcían diez tentáculos sin ojo, como dedos provistos de garras que perezosamente abrían de vez en cuando unas mandíbulas que parecían ranuras.

Varios de los contempladores circundantes eran más pequeños y tenían sólo seis pedúnculos oculares cada uno. Dandalus había dicho que la magia ocular de los contempladores variaba de uno a otro tanto en su naturaleza como en su potencia, y algunos no eran ni de lejos tan poderosos como daba a entender su temible leyenda, pero allí solo, mirando tantos pedúnculos oculares que se retorcían lentamente y tantas miradas malévolas, Beldar Cuerno Bramante lo comprendió con claridad.

«El más pequeño de los aquí presentes puede matarme cuando se le antoje».

—Vengo en son de paz —dijo con voz ronca encontrándose de golpe con la boca y la garganta totalmente secas—. Sólo quiero advertir y buscar consejo.

—¿Vienes solo? —preguntó el contemplador mago—. ¿Sabes hacer conjuros?

Una fuerza repentina y aplastante se expandió en la cabeza de Beldar, dejándolo sin aliento y entumecido, sin poder casi hablar ni moverse. Se esforzó por responder con su lengua de trapo…, y entonces, tan súbitamente como había llegado, la espantosa invasión desapareció.

—Te tambaleas bajo el peso de una magia que no sabes usar —bisbiseó el contemplador con tono despreciativo—. Habla de una vez o te mataremos. No eres gran cosa como diversión.

Beldar respiró hondo, recordando la profecía de Dathran.

—Vengo de la ciudad de Aguas Profundas —dijo—, donde actualmente vive un hombre que trata de «mejorarse» implantándose garras y colas y otras partes del cuerpo de bestias salvajes, de monstruos. Lo ha hecho con éxito al menos diez veces, adquiriendo nuevas extremidades y nuevos órganos que viven y funcionan y le obedecen como si fueran suyos. Ahora son suyos.

—¿Y cómo nos afecta eso? —dijo desdeñoso el mago, aunque las luces que lo rodeaban se hicieron más brillantes y los ojos que le quedaban se encendieron con evidente interés.

—Este hombre mantiene uno de sus ojos oculto bajo un parche para impedir que los demás humanos vean que lo ha reemplazado por… un ojo de contemplador —reveló Beldar.

Un murmullo que fue casi un rugido, húmedo de babas y furioso se extendió alrededor de Beldar. Los ojos se encendieron, los pedúnculos oculares se retorcieron como víboras feroces, y una docena de haces y relámpagos mortales amenazaron al tembloroso humano por todas partes.

Todos se desvanecieron en resplandores ambarinos que se hicieron más intensos hasta que Beldar pudo ver una suave aura rodeándolo. Sintió un doloroso cosquilleo en la piel y contuvo un quejido de terror.

—No te inquietes, humano —dijo el mago contemplador fríamente—. Eso no fue sino una prueba de la verdad. De otra manera no habría creído lo que cuentas. Has dicho la verdad y por eso vives, pero ese blasfemo, ese humano que se atreve a matar a los nuestros, debe morir, morir rápidamente y sabiendo que quien lo mata es uno de nosotros.

En un instante unos balbuceos ansiosos poblaron el aire y cesaron como si los hubiera cortado un cuchillo mientras la luminosidad ambarina se encendía otra vez en torno al mago contemplador.

Uno de sus pedúnculos oculares se curvó hasta tocarse la boca llena de dientes en un gesto extrañamente humano.

—Ocuparse de la muerte de ese blasfemo sería un placer para todos los aquí presentes, pero uno de nosotros tiene prioridad. ¿Quién te ha enviado para que nos advirtieras, humano?

—Nadie. —Beldar palpó la insignia que Dandalus le había vendido, la que lo identificaba como un esclavo para un contemplador—. Ahora no hay nadie —añadió significativamente.

—Ya veo. Tu amo fue muerto por ese humano.

La voz bisbiseante no estaba haciendo una pregunta. Por si quedaba una magia de la verdad en el suave resplandor ambarino, Beldar se apresuró a hablar.

—He decidido venir aquí, solo, y tuve que pagar valiosas gemas para averiguar el camino.

—Ya te has ganado mi protección —dijo el gran contemplador volviéndose para mirarlo de frente, casi como si su cuenca vacía, ciega, pudiera ver todavía—. ¿Estás dispuesto a hacer algo más?

—Soy tu siervo —replicó Beldar, pues no se le ocurrió ninguna otra respuesta sensata.

—Entonces uno de nosotros te acompañará a Aguas Profundas.

Aunque Beldar no percibió palabra ni gesto alguno que circulara entre los horrores flotantes, uno de los llamados gauth, si recordaba bien el bestiario de la biblioteca de su casa, avanzó hasta colocarse justo por encima y por delante de él. Antes de que pudiera verlo bien, el monstruo empezó a rodearlo como quien examina un jabalí asado buscando el lugar más adecuado para hincarle el diente.

—Guiarás a Alanxan sin demora hasta ese hombre, de modo que su muerte pueda llevarse a cabo sin alertar a los defensores de la ciudad, atrayendo una atención no deseada o haciendo caer en una trampa a nuestro brazo vengador.

Si esto fracasara, Beldar Cuerno Bramante…, ah, sí, humano, he leído en tu mente todo lo que quería en nuestro breve contacto…, no sólo tú morirás tras un largo tormento, sino también todos tus amigos y parientes. Tal vez cada una de las llamadas casas nobles de Aguas Profundas necesite tener a uno de nosotros al frente.

—Pensaba que despreciabais… —Beldar se contuvo al darse cuenta de que nada de lo que pudiera decir sería bien recibido.

—Y así es. Salvo como timoratos esclavos capaces de hacer nuestra voluntad y ofrecernos entretenimiento. Incluso con esos aires ridículos que os dais, presuntuosos humanos, a veces, sólo a veces, resultáis divertidos.

—U—una carreta de cadáveres me espera para llevarme de vuelta a Aguas Profundas —casi balbució Beldar—. Tiene el triste deber de recorrer todas las calles de la ciudad, de modo que Alanxan puede ser llevado sano y salvo hasta la puerta trasera de la casa del blasfemo. Por supuesto, si esto cuenta con tu aprobación.

—Servirá. Marchaos.

Beldar hizo una reverencia, se volvió, y salió a todo lo que le daban las piernas de la guarida, ansioso de encontrarse entre la basura podrida que le revolvía el estómago. El gauth flotaba tras él, con su ojo más grande semicerrado pero los otros fijos en él, como si temiera que en cualquier momento lo traicionara.

El joven Cuerno Bramante se permitió una sonrisa lúgubre. ¡Puesto que la criatura esperaba una traición, sería de mal nacido no complacerla!