LA IMAGEN DE UNA CRIATURA HUMANA gozando de la última hora de embriaguez a las puertas de un palacio encantado, a punto de precipitarse por un matacán y caer en una cárcel eterna, no era suficiente para dar una idea del estado de ánimo con el que el pobre secretario había escuchado aquel discurso y aquellos aplausos, y con el que había visto encenderse poco a poco y casi crecer la figura de la maestra. Cuando ella acabó, él miró a su alrededor como si despertara de un sueño, y le invadió de repente una oleada de tristeza y piedad hacia sí mismo, tan violenta que tuvo que hacer un esfuerzo por contener el llanto. En ese momento escuchó una voz desconocida que lo llamaba:

—¡Señor Celzani! —y al darse la vuelta vio las mil arrugas sonrientes del caballero Pruzzi, todavía vibrando de entusiasmo bajo su peluca torcida.— ¿Ha escuchado, eh —le dijo éste echando hacia delante su panza redonda—, qué maestras tenemos en Turín? ¡No podemos decir que el Ayuntamiento gaste mal su dinero!

Y quizás por puro efecto del entusiasmo, o tal vez porque estaba arrepentido de haber mostrado sus reticencias, sobre las que había meditado en aquella ocasión memorable, con las que había tenido en vilo al secretario tendiendo un velo misterioso sobre la muchacha, el hecho es que se deshizo en loas sujetando por el cuello de la camisa a don Celzani que quería salir. Hacía poco tiempo que se había enterado —decía— del pasado de la maestra Pedani. Ésta tenía una larga lista de méritos. Había hecho un servicio al delegado del cuerpo docente de Milán, resistiendo con valentía ante un pueblo que no la quería porque se la habían impuesto de oficio y, viéndose obligada a marcharse, había vuelto escoltada por una compañía del cuerpo de infantería, para quedarse después de que se hubieran marchado y demostrando una firmeza admirable. Se había ganado la estima de los demás colaborando con la extinción de un incendio en el Ayuntamiento de Camina. En el mismo Ayuntamiento, había salvado a un chico de un torrente, ganando la mención de honor del mérito civil.

—¿Qué le parece? —dijo al final después de recuperar el aliento—. ¡Ahora ha rendido honores a Turín, diantre, delante de toda Italia! Tenemos problemas, es verdad, tenemos grandes responsabilidades, pero a veces uno se ve recompensado. —Y añadió, volviéndose hacia la sala ya casi vacía:— Fantástica, fantástica, fantástica.

Pero el secretario casi no le hizo caso y se alejó enseguida. Bajó las escaleras medio aturdido. En el atrio encontró a un grupo de gente arremolinada y, adivinando que estaba en medio la Pedani, se acercó. En efecto era ella rodeada de gente y recibiendo felicitaciones. Reconoció las plumas verdes de su sombrero.

Mientras se ponía de puntillas para ver su rostro, escuchó a su espalda la voz del maestro Fassi y, dándose la vuelta, lo vio declamar en un corrillo, con la cara lívida, retorciendo rabiosamente su largo bigote.

—En conclusión —decía—, lo único que ha hecho ha sido andarse por las ramas. Citas grandilocuentes, mucha retórica, ¿pero que ha dicho en materia de ciencia? —Y la acusaba de plagio.— Repase las ideas —gritaba—, las frases, las palabras, me ha dejado aparte, sin dignarse a pronunciar mi nombre. Puedo decirle las palabras una a una, como si las hubiese taquigrafiado. ¡Hay que fastidiarse con el desparpajo! ¡Vete a fiar de las conversaciones teñidas de familiaridad! Ahora se abrirá camino seguramente. ¡Ya veréis lo que alborotan los cretinos de los periodistas! ¡Un atajo de charlatanes!

Mientras tanto, la Pedani trataba de abrirse paso. Cuando los corros de admiradores se diluyeron un poco, el ingeniero Ginoni se adelantó con ímpetu y le dijo tendiéndole la mano:

—¡Sublime! ¡Casi me convierte, no le digo más!

Después se adelantó para felicitarla, arrastrando los pies, el profesor Padalocchi. Luego se acercó el director. Aquello no terminaba nunca. Al final se quedó rodeada de unas veinte maestras, mientras muchos la miraban desde lejos y entonces, sin ser visto, el secretario pudo mirarla. Nunca le había parecido tan bella, tan resplandeciente, tan fantástica. Parecía que todo su cuerpo vibraba dentro de aquel sencillo y sucinto vestido negro, como si un estremecimiento recorriese su cuerpo de la cabeza a los pies. Había vuelto a recuperar el rubor, aquel rubor delicado y difuminado que sucede a la palidez de las grandes conmociones agradables, y que es como el pudor gozoso de la gloria. Su rostro tenía una expresión de amable bondad femenina que don Celzani no había observado nunca y que confería a sus ojos, a su boca, y a toda su figura, un nuevo poder de seducción. Y él la miró inmóvil, invadido por un sentimiento extraño y doloroso, como si ya estuviese muy lejos de él, a la otra orilla de un inmenso río, en la cima de una colina detrás de la cual fuera a desaparecer para siempre.

Cuando ella se movió con su corrillo de maestras, el secretario se escondió detrás de una columna. Y desde allí presenció una escena que no se esperaba. Cuando la Pedani estaba a punto de poner un pie fuera del portalón, apareció la maestra Zibelli. Le echó los brazos al cuello llorando y la besó muchas veces con ardor. Don Celzani no oyó sus palabras, pero comprendió a medias que había sido vencida, y que se acercaba movida por un impulso del corazón a deponer las armas y a pedir perdón por todo. La Pedani la abrazó y ella se alejó enseguida, volviéndose para dedicarle un saludo apasionado con la mano.

La Pedani salió a la calle y él la siguió a mucha distancia.

Caminaba delante lentamente, precedida, flanqueada y seguida por un grupo de maestras jóvenes, los acostumbrados adláteres de los triunfadores, que cotorreaban festivamente alrededor, avisándole de que esquivara los vehículos y lanzando ojeadas en todas las direcciones para atraer sobre ella la atención de los paseantes. De vez en cuando alguna se despedía y otra las alcanzaba uniéndose al grupo. Torcieron por Via Teresa y prosiguieron por la derecha. El pobre Celzani seguía detrás.

Sí, quería seguir viéndola mientras fuera posible: después iría a recoger sus cosas y se marcharía de Turín. ¿En qué dirección? No sabía. Quizás a Génova para embarcar. Dios lo guiaría. Lo importante era irse lejos a sofocar su pasión con una dura vida de trabajo, a olvidar si era posible, o por lo menos a no sufrir tanto. Ya que, verdaderamente, con aquella vida desesperada a la que se veía condenado, no le bastaban las fuerzas de su alma. Después de aquel triunfo, él se sentía más miserable todavía y, por así decir, más desdichado y más bajo de lo que se había sentido jamás, ya que hasta entonces lo único que había percibido era la diferencia externa que había entre él y ella, pero ahora también la veía en espíritu demasiado superior a él. Ella, no sólo había conquistado la gloria, sino que lo había dejado a él a la altura del barro. La veía célebre en pocos años, rodeada por todos, amada, casada quizás con un hombre apuesto, ilustre y poderoso. Le pareció entonces una insensatez ridícula haber osado pedirle la mano, importunarla, arrodillarse ante ella y abrazar sus rodillas. Y este recuerdo concreto, la sensación de aquel abrazo que volvía a despertar en él, le quemaba la sangre y el cerebro. Y mientras, la devoraba con los ojos desde lejos. Unas veces un coche y otras un grupo de gente, le ocultaban su figura, que volvía a reaparecer, cada vez más grande, más hermosa, más triunfante, clavándole más profundamente en el corazón herido la espada de la desesperación.

Las amigas la acompañaron hasta el portón. Él se detuvo en la esquina de Via San Francesco. Desde allí esperaba verla desaparecer para siempre, como precipitándose en un abismo.

Pero cuando vio a las amigas dejarla y ella entró en casa, se sintió empujado por una decisión repentina, una necesidad irrefrenable de decirle adiós una vez más.

Recorrió la calle apresuradamente, entró en el patio, se escondió detrás de una columna y la vio dirigirse hacia la puerta interior y subir con paso lento, volviéndose de vez en cuando a mirar atrás, como si tuviera la sensación de haber perdido algo o añorase la compañía que le había dejado y, después de aquel triunfo clamoroso entre tanta gente, sintiese aversión a volver sola a casa tan sola por aquella escalera tan negra y solitaria.

Fue detrás de ella de puntillas, muy despacio. Cuando llegó al segundo rellano, no pudo soportarlo más, se lanzó y la alcanzó. Ella se volvió, se encontraron uno frente al otro en la oscuridad: ella un escalón más arriba.

—¿Señor Celzani? —preguntó la maestra.

Él prorrumpió en un sollozo y murmuró:

—He venido a decirle adiós.

Pero no había acabado de decirlo, cuando sintió una mano vigorosa sobre la nuca y dos labios encendidos sobre su boca, y en medio del gozo delirante que lo invadía en aquel inmenso paraíso oscuro, sintiéndose llevado por un torbellino, sólo pudo lanzar un grito desgarrador:

—¡Oh… Alabado sea Dios!