DESDE AQUEL DÍA DON CELZANI FUE OTRO. No volvió a esperar a la maestra por las escaleras; comenzó a fumar puros Virginia; se dedicó a frecuentar el cercano café de Monviso y el teatro Alfieri; adoptó unos andares más desenvueltos y se entregó en cuerpo y alma a su trabajo de secretario con un ahínco nunca visto, como si las propiedades del comendador se hubiesen triplicado de repente. La rareza lo llevó hasta el punto de cambiar su eterna corbata de seda negra por otra color turquesa, que le confería incluso un aire hasta atrevido. Todos los inquilinos pudieron notar la transformación. A veces lo oían solfear por las escaleras; lo veían subir y bajar dando pequeños saltos; lo encontraban por la calle en compañía de jóvenes de su edad con los que nunca lo habían visto, gesticulando con una cara nueva y moviéndose con posturas propias de un cura que hubiera colgado los hábitos y quisiera disimular un estilo anticuado. Sólo el ingeniero Ginoni sabía el por qué de aquel cambio y le tomaba el pelo. Le decía al secretario cuando se lo encontraba:
—Se desvaneció el encanto y por el suelo yace el yugo.
O bien:
—Por fin respiro, oh Nice.
—¡Bravo secretario!
Y éste le respondía con un gesto cómico, como diciendo: «Todo ha pasado». Y así aguantó todo el mes de marzo.
Pero después… recayó más perdidamente enamorado que antes.
¡Qué puedo hacer! ¡Alabado sea Dios! A principios de la nueva estación la Pedani se había puesto un vestido de lanilla color marrón, guarnecido con un adorno de seda negra, sencillísimo, un trapillo que podía costar treinta liras con la factura, y que tendría incluso defectos de corte; pero la verdadera y maravillosa modista era la persona que lo rellenaba y lo paseaba, proporcionando la información de los contornos más seductores que un escultor de diosas hubiese tallado jamás. Había días, al volver de gimnasia, en que las horas al aire libre, el sol y el ejercicio conferían a su carne el esplendor caliente de la juventud madura, la frescura de un cuerpo de nadadora recién salida del agua, que se esparcían a su alrededor como la fragancia embriagadora de un árbol en flor. Y pasando al lado de don Celzani con paso ligero le decía:
—Buenos días —con una nota de oboe, clara y profunda, que parecía un grito provocador e involuntario truncado a la mitad. El pobre don Celzani resistió tres o cuatro de aquellos encuentros, pero después perdió la cabeza: dejó el café Monviso, el teatro, los amigos, los puros Virginia, las carreras por Turín y las actitudes desenfadadas. De su intrépida rebelión de un mes atrás sólo quedó la corbata turquesa.
Durante aquel mes meditó mucho y el fruto de sus meditaciones le hizo entrar en una nueva etapa en la que varió de táctica amorosa, esforzándose por dar a su pasión la apariencia de una tranquila amistad. No más emboscadas, no más miradas suplicantes ni saludos temblorosos ni silencios de adoración. Él paraba a la maestra subiendo las escaleras y la acompañaba pegando la hebra con cualquier disculpa, hablando del tiempo, de los horarios escolares, de una reparación que había que hacer, de un inquilino, de cualquier bagatela con tal de hablar y entretenerla, de habituarla a su compañía, de convencerla de que ahora ya podía estar con él sin miedo de que volviese a intimidarla como antes. Y lo consiguió. Ella sospechaba, aunque confusamente, que bajo aquella nueva actitud escondía una intención oculta, un propósito lejano, pero por lo menos se había tranquilizado y se podía charlar con él; hasta el punto de que despojado de aquel amor loco, era una persona educada y un pobre diablo, que no le acababa de disgustar. Y así se empezó a establecer entre ellos cierta familiaridad.