EL SECRETARIO CELZANI apenas superaba los treinta años, pero su compostura y sus modales eran propios de un hombre de cincuenta, con la figura de un notario de comedia, o de un preceptor clerical de casa patricia. Se quedó huérfano cuando era un muchacho y lo recogió un tío materno, párroco de pueblo, que lo crió en la sacristía y después lo metió en el seminario para que se hiciera cura. Pero una vez muerto el párroco, que le dejó un pequeño peculio, lo sacó del seminario y se lo llevó a casa su tío Celzani, viudo sin hijos, para que le hiciera de secretario y le llevara el trabajo de campo; tareas en las que mostraba una honradez y una diligencia verdaderamente ejemplares. Frecuentaba la iglesia, hablaba con los curas, y de los curas conservaba ciertos ademanes y modales como el de poner a menudo una mano sobre la otra apretadas contra el pecho, la aversión a los bigotes y a la barba y la costumbre de vestir de oscuro. Pero no era beato y presumía sin mentir de ser patriota y liberal. No obstante, a causa de su apariencia, todos los inquilinos de la casa hacía años que lo llamaban en broma don Celzani. Y aunque encontraban en él una ligera sombra de ridiculez, lo estimaban y lo querían porque era cortés y servicial, tímido y respetuoso con todos y una persona equilibrada. Aunque su paciencia se viera sometida a la más dura prueba, la exclamación más altisonante que se le podía oír era la de: «¡Alabado sea Dios!», que profería levantando los ojos al cielo y abriendo los brazos en acto de invocación. Pero había una parte de su naturaleza que ninguno conocía. Bajo aquella compostura de cura disfrazado se escondía un temperamento físico vivaz, una fuerte sensualidad reprimida no por hipocresía, sino en parte por timidez y en parte por sentimiento de decoro que disimulaba, sobre todo, con aire de profunda meditación. Cualquiera que viera por la calle a diez pasos delante a aquel hombre vestido de negro, ligeramente encorvado, con su lacio pelo oscuro, la piel lisa, unos ojos tan pequeños que desaparecían tras su sonrisa, la nariz de asceta larga y delgada, aquellos andares que buscaban cómo hacerse más pequeño y la mirada siempre vuelta hacia el suelo, sería incapaz de creer que no se le escapara a su vista un piececillo desnudo sobre el pescante de una carroza, una fotografía licenciosa en un escaparate, una pareja de tortolitos en un portal, o un objeto o imagen que pudiese excitar los sentidos. Todo lo más, un buen observador podía llegar a vislumbrar su temperamento fijándose en su gran boca inquieta, que parecía formada por dos serpentines color bermellón, y en las oleadas de sangre que, cuando ciertos pensamientos se le venían a la cabeza, teñían por un instante su rostro y su cuello. Sin lugar a dudas, el buen alma de su fallecido tío cura no podía vigilar todos sus pasos. Pero su conducta era tan digna y prudente que incluso quienes conocían bien sus hábitos eran incapaces de detectar nada que los indujese a sospechar que él no era lo que parecía, en lo concerniente a estos asuntos. Por lo demás, poseía una naturaleza de ésas cuya sensualidad escapa a lo vulgar, que no se abandonan al vicio porque no se sacian con él y están hechas para encontrar la satisfacción sólo en la posesión, segura y honesta, de un único ser, para nada ajena al afecto: una naturaleza amorosa que, lejos de ser meramente sensual, espera y busca, frenándose sin gran esfuerzo hasta que encuentra la encarnación del ideal físico y moral que se esconde en su mente, y con el cual se contenta quizás con más dificultad que otros hombres más fríos y refinados a los que no ciega el fuego de la pasión.