TENÍAN, ELLA Y LA ZIBELLI, una chica de servicio a medias y una habitación que servía de sala común. En una zona del salón estaba la habitación de la Pedani, y en la otra la de su amiga; eran muy diferentes entre sí, como los talantes de sus ocupantes. La Zibelli la mantenía escrupulosamente ordenada y la había decorado con pasteles pintados por ella en otros tiempos, y con una profusión de pañitos de ganchillo y calados, flores artificiales de papel y cuero, pantallas, fruslerías y adornos de los que también era ella la autora. Entre todo aquello surgían varias estanterías cubiertas de paños bordados, en las cuales, mezcladas con los libros escolares, tenía muchas novelas francesas, ya que según el humor que tocase en el momento, se encerraba a cal y canto en la escuela refugiándose en la pedagogía como en un claustro intelectual para olvidar el mundo y sus tentaciones, o devoraba con avidez las lecturas de ficción. En la habitación de la Pedani, por el contrario, se respiraba siempre el barullo de un almacén de trapero: vestidos desperdigados por todas partes, camisolas de gimnasia de rayas oscuras colgadas de unos clavos, en una esquina un bastón Jäger, dos pares de mancuernas bajo la cama, unas zapatillas de gimnasia al pie del armario y, esparcidos por todas partes, números de las revistas Nueva Competición, Campo de Marte, Gimnasio de Padua, Gymnaste Belge y de otras del mismo género. En la cabecera de la cama, junto a un calendario escolar roto, colgaba de la pared, dentro de un marco dorado, dos versos manuscritos que le habían regalado sus alumnas de Parini:

¿De qué no es capaz un alma atrevida si en fuertes miembros cobra vida?

La librería era una montaña de volúmenes descosidos sobre una mesa cubierta por una revista, una colección dedicada a la gimnasia de prontuarios, manuales, atlas, literatura melogimnástica, opúsculos sobre higiene, natación y velocipedismo, y de publicaciones del Club alpino, porque su pasión por la gimnasia abarcaba todas las disciplinas dedicadas al físico del género humano. Pero lo que confería a su habitación un aspecto curiosísimo era el gran número de retratos que contenía, la mayoría recortados de revistas ilustradas, pegados por las paredes, como si fuera una tienda de estampas. Además de Baumann, que destacaba entre los demás, había gimnastas italianos beneméritos: el Gallo de Venecia, el Pizzarri de Chioggia, y el Ravano de Génova. Encima de ellos, Ravestein y Nestore, gimnastas alemanes; Firmino Lampière, el hombre vapor; una fotografía de Bargossi; un retrato holográfico de Ida Lewis, condecorada con la medalla de oro del Congreso de Estados Unidos por haber salvado a unos náufragos; los había por docenas. Este extraño bazar le servía de dormitorio y de escritorio, y hasta incluso de gimnasio y de escuela, ya que aquí hacía todos los días sus ejercicios en cuanto se levantaba y daba sus clases particulares. Y era también un segundo salón para las dos porque, cuando se llevaban bien, la Zibelli aparecía constantemente, atraída por la peculiaridad de aquel desorden, para charlar un poco con su amiga.