LA CASA SE PRESTABA A LOS ENREDOS y secretos de una pasión amorosa. Era una de las casas más viejas de Turín, al parecer un antiguo convento sin buhardillas ni terrazas al patio, que tenía únicamente dos escaleras mal iluminadas. A lo largo de cada una de ellas se distribuían sólo seis viviendas, la mayoría muy pequeñas y todas ellas habitadas por gente tranquila. En la escalera del dueño de la casa, en el primer piso, vivía la familia del ingeniero Ginoni, con la que la Pedani tenía relación porque había sido maestra en la escuela primaria de una de las hijas que por aquel entonces era alumna de la escuela Margherita. Habitaban en el mismo piso dos acomodadas ancianas que eran hermanas, fieles a la iglesia de los pies a la cabeza y que, siendo decentes, como es debido, no levantaban nunca los ojos ante el rostro de un hombre; además tenían muy buen fondo. Al principio saludaban amablemente a la Pedani, pero dejaron de hacerlo cuando se enteraron, a través del servicio, de que estaba asistiendo a un curso de anatomía y fisiología aplicadas a la gimnasia impartido por el doctor Gamba. En el segundo piso, frente al comendador, vivía un viejo profesor de letras, un tal caballero Padalocchi, viudo y jubilado, pésimo lingüista, decían, pero muy educado. De vez en cuando acompañaba a la Pedani subiendo las escaleras y hablándole de sus achaques. El tercer piso poseía un aire escolar y gimnástico y, por la vida que allí se llevaba, los dos apartamentos eran sin duda los más peculiares de la casa: sobre todo el de las maestras debido a las grandes diferencias que había entre ellas, de carácter y de vida. Parecía extraño que hubiesen decidido irse a vivir juntas. La Zibelli tenía treinta y seis años y físicamente era opuesta a su amiga. También era alta, pero delgada y estrecha de hombros, mona de cara, aunque ya estaba ajada, y su rostro resultaba demasiado pequeño. Lo mejor que tenía era la silueta, que parecía de un cuerpo bien hecho gracias al gusto con el que se vestía, y por la forma de echar los pies se entendía que sus rodillas eran amigas demasiado íntimas. Debía de haber sido una jovencita bastante simpática. Sus cabellos castaños fueron en tiempos bellísimos y se vanagloriaba de haber enamorado, en la escuela Domenico Berti, a un joven profesor de física que enrojecía al interrogarla. Pero era una vieja gloria y los cabellos ya le habían clareado. Las amarguras de un estilo de vida propio de una juventud que se prolongaba demasiado, para la que no había nacido, le habían provocado dos duras arrugas en las comisuras de la boca y enturbiado sus ojos que dejaban vislumbrar un alma descontenta. A pesar de todo conservaba un buen fondo, pero su humor irritable y cambiante lo estropeaba. Trabó amistad con la Pedani cuando ésta entró en su sección municipal, dejándose llevar inmediatamente por una simpatía de hermana mayor hacia aquella bella criatura que mostraba una actitud indiferente hacia su aspecto, hacia las tareas domésticas y con la que compartía el entusiasmo por la gimnasia. Y había estrechado aún más los lazos con ella en el intento de sofocar con el afecto el principio de celos y envidia que sentía a causa de su exuberante belleza. Por eso incluso le propuso formar un hogar entre ambas, y desde hacía dos años vivían juntas. Pero en cuanto creció la confianza, se alteró la buena armonía. La primera discordia había surgido el año anterior en el gran congreso gimnástico de Turín, en el cual, al determinarse la división de las escuelas seguidoras de Baumann y de Obermann, la Pedani se había inclinado decididamente por la segunda, que era más atrevida, mientras que la otra se había mostrado más proclive, acorde a su índole más femenina, por la primera. Después surgieron discrepancias por causas más graves. La Zibelli se enamoraba a cada momento, teniendo una increíble facilidad para creerse que la cortejaban; de hecho bastaba una mirada, una frase amable o equívoca, o el más insignificante acto de cortesía de un maestro, un superior, o un pariente de una alumna suya. Y siempre, en aquellos accesos repentinos de fantasía, encontraba o le parecía ver entrometerse entre ella y el supuesto amante a su bella amiga, que hacía desviar la atención atrayéndola hacia sí, quizás de forma involuntaria, pero provocándole precisamente por eso mayor despecho. Entonces venían malos tiempos durante los cuales no la podía sufrir, y emprendía disputas interminables por una luz fuera de su sitio, porque se levantaba demasiado temprano, porque se hacía esperar en la mesa y por los más absurdos pretextos. Y aún le irritaba más que su rabia no encontrara presa en aquella mente sana en cuerpo sano, en la que la vida discurría animada y cálida, y en la que el ajetreo continuo y alegre parecía sofocar cualquier posibilidad de sensibilización hacia los pequeños desacuerdos de la vida doméstica. Cuando la Zibelli se encaprichaba con otro, y mientras la ilusión duraba, regresaba la amistad de los primeros días, volviéndose a mostrar expresiva y protectora hacia ella. Le ayudaba a vestirse, se divertía con su desorden y casi disfrutaba de la admiración con que veía que la miraban. Sin embargo, conforme —según ella— las desilusiones por su causa se sucedían, las manifestaciones de acritud se iban haciendo más fuertes y duraban más tiempo. Entonces, cuando se encontraba en uno de aquellos períodos, no la acompañaba al colegio, la criticaba ante los vecinos, pasaba jornadas enteras sin abrir la boca o la contradecía obstinadamente de la mañana a la noche. Pero nunca conseguía exasperarla. En las discusiones, su amiga le daba la razón cuando la tenía y razonaba con calma en el caso contrario, prestando importancia únicamente al fondo del asunto y, cuando la Zibelli estaba contrariada, se contentaba dirigiéndole una mirada curiosa de vez en cuando, para luego seguir haciendo sus cosas con naturalidad, con una amistad viril inmutable que no cedía a blandenguerías ni caprichos; no daba mucho, pero pedía poco. El último altercado había surgido a causa del maestro Fassi, que inspiraba en la Zibelli una profunda simpatía, y cuyas continuas charlas con la Pedani sobre gimnasia la disgustaban amargamente. Habría sido capaz de cumplir su propósito, tantas veces repetido, de dejarla plantada en casa si la fuerza de la costumbre, un resto de bondad y el hecho de no tener un pretexto confesable no la hubiesen detenido. Pero lo que más había servido para detenerla era el convencimiento de que el secretario se había enamorado de ella. Y no sólo había decidido quedarse sino que había vuelto a dejarse llevar por la debilidad hacia su amiga.