HACÍA VARIOS DÍAS QUE LA ZIBELLI había vuelto a hacer las paces con su amiga, lo que produjo en su vida un nuevo cambio. Se había encontrado un día en el portalón con un joven maestro de gimnasia, exsargento del Arma de Ingenieros, rubio y elegante, al que ella había escuchado hablar una vez con mucho garbo en una reunión de la Sociedad de la Caja de Docentes. Iba a ver al maestro Fassi, de quien era amigo. La saludó quitándose el sombrero y la acompañó subiendo las escaleras, hablándole con una especial expresión de respeto y simpatía. Se volvieron a encontrar dos días después en casa de Fassi mientras éste estaba ausente y la mujer, al ver que se conocían, no hizo las presentaciones. Como el joven era maestro en la cárcel de La Generala, su conversación tomó un cierto cariz sentimental, explicando cómo habían cesado en aquella casa las peleas sanguinarias, las rebeliones y otros actos violentos, gracias a la institución de la gimnasia, que servía para desahogar la naturaleza de los más fuertes, orgullosos y rebosantes de vida, que tras vencer públicamente en la ejecución de los ejercicios, dominando a los débiles, habían saciado así su orgullo. Continuando el discurso, le pidió explicaciones y consejos, y la escuchó con tanta atención y amabilidad que ella se sintió conmovida. De ahí que con su acostumbrada rapidez renaciese en ella la ilusión de un amor y a la vez la alegría, la cordialidad, la amistad. Se reconcilió con la Pedani, sofocando incluso la envidia por sus glorias gimnásticas que estaban empezando a corroerla; había vuelto a portarse bien en la escuela, deshaciéndose de la capa negra de la pedagogía en la cual llevaba envuelta hacía tiempo, y había empezado a leer libros de literatura e incluso a escribir versos a escondidas, descuidando la administración de la casa, que solía recaer sobre sus espaldas. Con esta nueva disposición de ánimo, le encargó a la Pedani que el primero de mes llevase ella misma el dinero del alquiler al secretario, tarea que era incumbencia de su amiga. Se quedó un poco asombrada, precisamente porque se trataba de ir a ver a don Celzani. Pero la Zibelli, aunque guardaba cierto sabor amargo en relación a él, ya no estaba celosa.
—Ve tú —le dijo bromeando después de darle el dinero en un sobre—, lo harás feliz.
La Pedani cogió de la estantería la Gimnasia médica de Schreber que le había prometido al caballero Padalocchi y salió. Llamó a su puerta, la recibió con innumerables cumplidos y, cuando cogió el libro, le dijo que había sentido alguna mejoría después de hacer las inspiraciones y expiraciones. Entonces la maestra le aconsejó que probara la rotación de brazos, explicándole anatómicamente la acción especial que el ejercicio gimnástico de las extremidades superiores ejercía sobre las funciones de los órganos del pecho.
Mientras ella le daba estas explicaciones, el secretario, que estaba solo en casa sentado en la mesa del escritorio del comendador, hacía rato que buscaba pluma en mano las frases más importantes de su solemne pregunta, independientemente de que fuese hablada o escrita. Pero topaba con serias dificultades ya que se trataba de armonizar, de forma que quedase bonita, una declaración de amor apasionado con la seriedad de una petición de matrimonio capaz de demostrar que previamente había meditado profundamente para tomar su decisión con tranquilidad y plenitud de conciencia. Y además necesitaba deslizar con mucha delicadeza su desahogada condición económica, que no era nada despreciable, y dejar caer la esperanza de una futura herencia de su tío, pese a que éste tenía entre Génova y Milán una caterva de sobrinos. Así que buscaba, escribía, borraba y nunca se sentía satisfecho. Le turbaba un poco la idea de que siendo el primer día del trimestre vendría a verle la Zibelli, que era la factótum, para pagar la renta, visita que lo iba a poner en un apuro ya que ésta le había retirado el saludo. No obstante, la primera frase estaba ya asegurada y era inmutable. Comenzaba: «Señorita, vengo a dar un paso decisivo en la vida de un hombre…». Justo cuando acababa de redondear el primer punto, sonó el timbre. «Ya está aquí la Zibelli», dijo para sí fastidiado, y preparó una expresión digna para recibirla.
En aquel preciso instante se asomó a la puerta la vieja sirvienta y dijo:
—Señor secretario, ha venido la maestra Pedani para la renta.
Don Celzani se incorporó de un salto con el rostro encendido. No consiguió decir «hágala pasar», sólo fue capaz de hacer un gesto.
La Pedani entró y la sirvienta volvió a cerrar la puerta.
La aparición de la maestra produjo el efecto de un cambio repentino en todo lo que le rodeaba: varió la luz de la habitación, los muebles se desplazaron, los contornos de los objetos se desdibujaron, todo se alteró ante sus ojos como les ocurre a los miedosos en un duelo. Iba de un lado para otro en busca de una silla, tartamudeando:
—Siéntese, siéntese —y fue a pillar la que estaba más lejos; la puso al lado de la mesa y le pareció demasiado cerca, la separó y entonces le pareció torcida, la giró, le hizo un gesto sin mirarla para que se sentara, y por fin se sentó de lado. Luego, cogiendo el sobre con su mano, no encontró otra cosa mejor para hacer tiempo y recomponerse que ponerse a contar los billetes con una atención exagerada, como si sospechase que lo estaban engañando.
Después dijo con los labios temblorosos:
—Está bien —y tomó un folio de papel timbrado para escribir el recibo.
Pero al comenzar a escribir, chocaron en su cabeza con tal violencia la tentación de aprovechar aquel momento para formular la pregunta y el temor de que el momento fuese inoportuno y peligroso, que en vez de poner en el papel las palabras de siempre, escribió: «Señorita, voy a dar un paso decisivo…».
Se dio cuenta y rompió el folio enrojeciendo. Cogió otro y empezó a escribir de nuevo con aquella tempestad todavía en su cabeza. La vista se le nublaba, la mano le bailaba, las palabras se le escapaban y tenía la frente empapada de sudor.
La maestra lo miraba tranquila y seria. Ella no se reía en absoluto, carecía de sentido del humor. Si él la hubiera observado en aquel momento, sólo habría visto en sus ojos una ligera expresión de curiosidad compasiva, como aquélla con la que se mira a un enfermo mentalmente enajenado.
Cuando por fin consiguió estampar su firma, su decisión estaba ya tomada.
Dobló el folio y, sujetándolo en la mano para retenerla a ella, se puso de pie y su rostro pasó de rojo a pálido. Luego empezó:
—¡Señorita!…
¡Quién sabe lo que pasó después por su mente! Quizás tuvo una pérdida repentina de coraje o pensó de repente que era mejor emprender antes un diálogo sobre otro argumento para que la declaración no pareciese demasiado brusca y atrevida. Lo cierto es que en vez de decir lo que tenía preparado, cambió de pronto el tono y tragando saliva con su garganta seca, murmuró humildemente:
—Señorita… si necesita alguna reparación…
Esta vez a la muchacha se le escapó una sonrisa. Respondió que no, que todo estaba en orden en su habitáculo, le dio las gracias por la cortesía y levantándose le tendió la mano para coger el recibo.
Había llegado el momento: o entonces o nunca. El secretario tiró hacia sí del papel y, renunciando a pronunciar las palabras que tenía preparadas, porque la confusión no le permitía encontrarlas, se lanzó desesperadamente hacia el peligro.
—¡Señorita! —repitió…
A veces, y esto les sucede incluso a las personas que no son tímidas cuando hablan dominadas por una fuerte conmoción y aún más si es en una lengua que no les es familiar, ocurre que el lenguaje, el tono y el gesto utilizados producen una desviación involuntaria respecto del sentimiento que quieren expresar, de manera que aunque dicho sentimiento sea sincero, sencillo y humilde, les sale un sermón ampuloso, abrumador, desentonado, fingido, como si otra persona que no les comprende estuviese hablando en su lugar, casi con la intención de hacerles fracasar en su objetivo. Esto le sucedió al pobre don Celzani. Dándose golpes de pecho, poniendo una voz demasiado engolada, dando vueltas con la mirada alrededor de la maestra como persiguiendo el vuelo circular de una mariposa, y moviendo de mil formas extrañas sus gruesos labios como si estuviesen entumecidos por el frío:
—¡Señorita! —declamó—. Tengo una cosa que decirle. Permítame, perdóneme, sé que éste no es el lugar adecuado. Pero hay momentos, hay sentimientos ante los cuales la honestidad, a pesar de ser un afecto honesto, aunque sea ante Dios, es imposible, todo hay que decirlo, todo tiene disculpa, es un deber dejar que las cosas se expresen. Yo ya me he explicado. Usted conoce mis sentimientos. Nunca, nunca fueron una ligereza, desde el primer día. Jamás. Siempre he tenido esta intención. No quiero llevar nunca más este peso sobre mi conciencia. Si he sido osado, Dios es mi testigo, ha sido con la intención más pura, el fin más sacrosanto, por el amor de mi vida, y, aunque no lo he escrito, aquí estoy para decírselo, señorita. ¡Deme su mano!… Quizás esta no es la mejor manera, pero hablo a un alma cándida. El fruto está maduro. He meditado. Le habla un caballero. Mi tío está de acuerdo. Crea en mi corazón. La mía ya no es vida. Sólo le pido su mano. ¡Una sola palabra! Pronuncia mi sentencia.
(«Pronuncia» fue un lapsus linguae).
Dicho esto, jadeando, clavó sus ojos dilatados en el rostro de la maestra, con una expresión casi aterrorizada.
La maestra, que había sonreído ante las primeras palabras y había escuchado con seriedad las últimas con el rostro ligeramente enrojecido, aunque el rubor desapareció enseguida, arrugó la frente al acabar. Después, fijando la mirada en un almanaque colgado de la pared, con un tono muy natural que producía un curioso contraste con el del secretario y con una voz grave que parecía de barítono, respondió:
—Mire, señor secretario, yo no sé encontrar giros de palabras para decir ciertas cosas… como se deberían decir. Expreso con franqueza mi pensamiento, perdóneme. Sólo puedo darle las gracias por sus buenas intenciones. Es más, me siento honrada. Pero… si hubiese tenido la idea de aceptar, la habría manifestado inmediatamente, después de su carta, porque se sobreentendía. Le digo de verdad que me siento muy honrada. Pero la cosa es que sinceramente yo no tengo vocación para el matrimonio. Por mis ocupaciones necesito ser libre; he decidido ser libre. Además… tengo veintiséis años y si hubiera albergado otras inclinaciones, las habría perseguido hace tiempo. Así que… en definitiva, no sé encontrar las frases. Lo siento, se lo agradezco, esto es todo. Deme, por favor, el recibo.
Aquellas palabras provocaron un grito de amor herido y tuvo un arranque de naturalidad.
—¡Ah, no señorita, no! —exclamó don Celzani agitándose—. Usted habla así porque no me conoce. Yo no soy como los demás, ¿qué se piensa? Yo la quiero en serio, llevo mucho tiempo sufriendo, no pienso en otra cosa. ¿Qué puedo hacer? Usted dice que quiere ser libre y eso no es un problema para mí. No pretendo ser su dueño. Usted no me entiende, yo sería su siervo sin pedirle nada, no soy nadie, estaría a sus pies, sería demasiado feliz. ¡Me volvería loco! Usted no me conoce, no sabe cómo soy, que me está haciendo perder la cabeza, que le daría mi sangre y la salud de mi alma… ¡Alabado sea Dios! ¡No me diga que no! ¡Tenga misericordia de un caballero!
Y diciendo esto alargó los brazos y se inclinó ante ella, levantando el rostro en tono suplicante como el San Antonio ante el Niño de Murillo.
La maestra, asombrada al ver el calor de la pasión de aquel hombre, lo observó un momento, echó una ojeada a la puerta y volvió a mirarlo con una vaga expresión de pesar. Parecía pensar: «¡Qué pena que no sea otro!».
Pero entendió enseguida que su silencio podía ser malinterpretado y se apresuró a decir con el tono más amistoso que pudo:
—Vamos a dejarlo, señor Celzani. Ya le he dicho cuáles son mis sentimientos. Usted tiene muy buen corazón. Encontrará a otra que le corresponda como se merece. Usted se engaña conmigo: no soy como quizás se imagina. No soy tierna. Tengo el corazón de un hombre. No sería una buena esposa. Le aseguro que soy sincera. Tiene que asumirlo… y deme el recibo. No es conveniente que me demore más tiempo.
Don Celzani se quedó petrificado. Pero el terror de quedarse solo en casa, con la desesperación de aquel rechazo en el corazón, le sobresaltó de nuevo, y le empujó a implorar desconsoladamente en una última tentativa:
—¡Al menos tómese tiempo para responder! ¡Piénselo un poco más! ¡No me de un no definitivo!
La Pedani sufrió un ataque de impaciencia y, dando un paso adelante, alargó la mano para atrapar el recibo. El secretario instintivamente le aferró la mano y, pareciendo presa del vértigo, cayó de rodillas de golpe. Completamente ciego y suplicante, se atornilló furiosamente a sus rodillas, restregando su rostro convulso contra su vestido. Entonces fue como un rayo: dos manos robustas deshicieron el nudo de sus dedos entrecruzados y, con un empujón impetuoso y viril, lo pusieron en pie de un salto, dejándolo desconcertado.
—Señor Celzani —dijo severamente la maestra con un acento más de fastidio que de resentimiento—, estas cosas conmigo no se hacen. —Y añadió tras una pausa:— Se lo digo de una vez por todas.
Pero el secretario casi no la oyó. El dolor inmenso del rechazo, la vergüenza, el terror del devenir quedaron sofocados un instante por la sensación profunda y violenta de aquel abrazo, revelador misterioso de tesoros que superaban sus fantasías y que le dejaban como el estupor de un contacto sobrehumano.
Se disgustó al ver a la Pedani aproximarse a la puerta y con paso vacilante e impetuoso se acercó a ella; pero cuando estaba a un paso se detuvo. Tenía ya la mano sobre el picaporte de la puerta. La retiró mirándolo con una sonrisa indulgente y después se la tendió con un riguroso gesto de camaradería, tratando de quitarle a aquella concesión cualquier sensación de ternura. El secretario lo entendió y le dio la suya muerta.
Ella volvió a ponerse seria y dijo:
—Nos hemos entendido, entonces… nunca más.
Él repitió maquinalmente, como un necio:
—Nunca más.
No la acompañó. Al atravesar la antecámara, la maestra oyó un lamento largo y sordo, como un gemido sofocado por los puños y el estrépito de unos pies precipitados pataleando como una mula desbocada. Y salió sacudiendo la cabeza, piadosamente.