EL INGENIERO GINONI, que seguía con ojo curioso y avisado este crescit eundo, una mañana que encontró a la maestra Pedani en el patio se detuvo a cinco pasos de ella y bromeando le hizo un gesto amenazador con el bastón. Después se acercó y tradujo el gesto en palabras:

—¡Ay, que despiadada señorita! ¿Pero usted no sabe que el pobre don Celzani se está perdiendo por usted?

La maestra no comprendió.

—Indudablemente —continuó el ingeniero—, está perdiendo la cabeza. —Y le contó lo que había sabido por el comendador: que desde hacía un tiempo la secretaría no funcionaba, que la administración iba a matacaballo, que a los inquilinos de la otra casa de Vanchiglia les llevaban los demonios y habían venido a protestar al casero porque no recibían respuesta a sus reclamaciones, y que les habían puesto dos multas porque el secretario, con la escasa diligencia que le distinguía últimamente, había tardado en pagar los impuestos del registro.

—¡Ya ve —añadió— a lo que conduce la gimnasia! ¡Ahí tiene los funestos efectos del ejercicio del sistema muscular sobre las funciones del cerebro!

Hacía tres días, el pobre don Celzani se había dejado enredar miserablemente en la venta de ochocientos miriagramos de fajinas y de leña propiedad de su tío, equivocándose en la suma; un despiste que le costaba al comendador ciento diez liras y setenta y cinco céntimos. El comendador, fuera de sus casillas, le armó una buena escena. Si don Celzani le volvía a hacer otra, había decidido prescindir ipso facto de sus servicios y mandarlo a derretirse de amor a casa de otro. Ella, «fría de corazón despiadado», tenía el valor de arruinar de aquella manera a un pobre caballero.

La Pedani no sonrió, sentía de verdad todo aquello. Y lo dijo, fijando los ojos en el suelo, como absorta en una idea:

—Lo siento. —Después añadió:— Pero yo no tengo ninguna culpa.

—¡Eso es lo malo! —respondió el ingeniero riéndose—. Porque si tuviese la culpa se vería obligada a repararlo. Y entonces… ¡fíjese el bien que podría hacer! El secretario no perdería la cabeza, el comendador no perdería al secretario… ¡Pobre secretario! Un corazón de oro en el fondo, un hombre honesto que tiene una pasta de curilla desviado que es de lo mejor que Dios ha puesto sobre la tierra. La única desgracia que tiene es la de aspirar… a la perfección de líneas, y la perfección, ya se sabe, sólo la alcanzan los privilegiados. —Aquí soltó una risotada.— ¡Ay, qué prodigio! ¡Y pensar que usted ha mandado a don Celzani a saltar el potro!

La maestra se quedó pensativa.

—¡Esperemos —añadió Ginoni— que del salto del potro no pase al salto del puente sobre el Po!

—¡Oh, señor ingeniero! —dijo la Pedani con una sonrisa pero no sin cierta inquietud—. El señor Celzani no es un hombre que pueda hacer algo así.

—¡Bueno, señorita —respondió Ginoni—, el hombre más apacible y más razonable del mundo se comporta como el agua en un vaso: que se desborde o no depende del grado de fuerza del polvo efervescente que pone dentro la pasión!

Dicho esto, la saludó, y ella acometió las escaleras, pensativa.