EL SECRETARIO ESTUVO un día entero y la mañana del siguiente apesadumbrado, dudando entre si debía esperar una respuesta por escrito, o tener coraje y pedírsela de viva voz. Acabó decidiéndose por tener coraje y a las dos menos cuarto, hora a la que sabía que los domingos la maestra salía sola para ir al gimnasio, se plantó al acecho detrás de la puerta de su casa, espiando por el agujero de la cerradura para ver cuándo aparecía ella en el rellano de la escalera. Viéndolo en aquella tesitura, jadeando agitado, parecía un hombre apostado para cometer un asesinato. De pronto un ruido sobresaltó su cuerpo. Asomó la cabeza, pero la volvió a esconder inmediatamente: era el viejo profesor Padalocchi envuelto en su gran abrigo peludo, que salía encorvado tosiendo para darse su acostumbrado y saludable paseo. Un instante después escuchó el paso de la Pedani. ¡Alabado sea Dios! Una ocasión perdida. La maestra, una vez que alcanzó al viejo en el rellano, que le hizo un gran ademán de saludo, se detuvo y pegó la hebra con él. Cada palabra de su conversación caía como una losa sobre el corazón del pobre enamorado. El señor Padalocchi se lamentaba de un nuevo achaque: padecía insuficiencia respiratoria.

—¿Por qué no practica un poco de gimnasia pulmonar? —le preguntó la Pedani.

Él sonrió y ella insistió.

—Se lo digo en serio. No hay nada mejor para dilatar el pecho. Pruebe a hacer todos los días, nada más levantarse, inspiraciones y expiraciones largas y repetidas… de esta manera.

Y se puso a hacerlas. Al secretario se le subió la sangre a la cabeza.

—Haga diez o veinte al principio —continuó la maestra— y añada cada día, si puede, diez más. Le aseguro que pasadas dos semanas se sentirá mucho mejor. Es un ejercicio cuyo efecto no falla. Yo hago todos los días ciento treinta.

El profesor pareció convencido y le dio las gracias.

—Haga la prueba —repitió la Pedani— y ya me contará. Y después… le prestaré un libro donde puede encontrar todas las pautas. Hasta pronto.

Dicho esto, apretó el paso. El secretario guardaba la esperanza de poder captar algún destello de su ánimo dependiendo de la forma en que ella mirase la puerta de su casa al pasar por delante. Pero pasó sin mirar y eso lo dejó abatido. No obstante, todavía estaba a tiempo de alcanzarla en el portón, aunque sólo fuera para interrogarla con los ojos. Pero en el momento de lanzarse, oyó cómo le llamaba una voz por encima de él:

—¡Hombre, mi buen secretario!

—¡Alabado sea Dios!

Era el ingeniero Ginoni que venía, como todos los años, a rogarle al casero, su viejo amigo, que bajase aquella tarde y se uniese al pequeño encuentro familiar que solía celebrar el día del cumpleaños de sus gemelos. También el segundo intento había fallado. Sólo le quedaba esperar la sentencia de correos.