ESTABAN ALLÍ LAS DOS, a las siete de la tarde después de cenar, sentadas alrededor de una pequeña mesa iluminada por una lámpara de petróleo, y mientras la Pedani hojeaba bajo la mirada de su amiga, que le había echado un brazo alrededor del cuello, la Gimnasia de los aros del doctor Orsolato, llegó la portera a traer la carta del secretario.
La Pedani la hizo entrar a su habitación para repetirle una vez más lo que llevaba diciéndole desde hacía un mes, que no torturase más a su hija. Tenía una niña pequeña con tendencia a encorvarse —decía ella— y se había dejado convencer por un ortopeda del barrio que le había puesto un corsé de ballenas metálicas que, al apretarle demasiado el costado, la hacía sufrir y gritar como una endemoniada. La Pedani quería que la madre tirase aquel artefacto que podía ocasionarle una consunción pulmonar, y que pusiera a la niña en sus manos para hacer una cura gimnástica. Pero ésta no creía en la gimnasia. Y una vez más le dio la misma respuesta:
—¡Ah! ¡Lo que le hace falta nada tiene que ver con su gimnasia, señora maestra!
—Me da usted pena —le respondió la Pedani.
Después, una vez que la portera se hubo marchado, miró la dirección escrita sobre la carta cuyos caracteres no reconocía. La Zibelli se levantó como para salir, pero su paso vacilante daba a entender que tenía tan pocas ganas de marcharse que la Pedani le dijo que se quedara; total, no tenía secretos ni con ella ni con nadie.
Una vez abierto el sobre, miró la firma, y empezó a leer sin dar ninguna muestra de asombro. Sólo sonrió cuando hubo terminado, meneando la cabeza con los ojos fijos en el papel, como si por primera vez su mente fuese capaz de ver con claridad toda una retahíla de indicios que deberían haberle permitido suponer lo que estaba pasando.
La Zibelli, picada por la curiosidad, pero frenada por aquel silencio, no se atrevió a hacer preguntas. Sin embargo siguió con la mirada todos sus movimientos. La otra se levantó, tiró con descuido la carta en el cajón de la mesita de los libros, se acercó al armario y cogió su sombrero. La Zibelli se acordó de que su amiga tenía que ir al Club alpino a escuchar una conferencia de la condesa Palazzi-Lavaggi sobre las escaladas alpinas de las mujeres. De pronto se le ocurrió una idea, pero para evadir sospechas dijo sonriendo: ¡Así que vas de misteriosa!
—No es un misterio —respondió la Pedani con indiferencia—, te lo contaré después. —Y se puso el sombrero descuidadamente.
La Zibelli la acompañó bromeando hasta la puerta, fue a comprobar que la chica de servicio estaba en la cocina, volvió a entrar apresuradamente en la habitación de la amiga, pilló la carta que estaba en el cajón, y al mirar la firma empalideció. Después leyó la carta entera y se cogió tal enfado que empezó a mirar a su alrededor poseída por la tentación de romper y pisotear todo lo que encontraba a su paso. ¡También le quitaba a éste! ¡Qué criatura tan nefasta! La habría acribillado a alfileretazos en aquel momento. Y lo que más rabia le daba era que, aunque en la carta no se hacía ninguna mención al matrimonio, se sobrentendía por la seriedad casi cómica que había imprimido a cada frase que no era una declaración de amor hecha a la ligera que tuviera por objetivo una simple galantería, sino una carta rumiada y pensada, el desahogo de una pasión antigua, que encerraba un propósito serio. ¡Cómo se había podido hacer ilusiones de aquella manera, y sirviendo encima de comodín a los dos! Arrojó el folio en el cajón, dio dos o tres vueltas por la habitación, como si aquel aire la sofocase y, sintiendo la necesidad inmediata de una venganza, se arregló el pelo con un golpe precipitado de peine, salió de casa, atravesó el rellano y llamó a la puerta del maestro Fassi componiendo como pudo una cara sonriente.