LAS COSAS, ADEMÁS, SE HICIERON más fáciles debido a una nueva declaración de guerra de la maestra Zibelli, que otra vez dejaba salir sola a su amiga. Se produjo a continuación este caso jocoso: ambas amigas se encontraron, por primera vez las dos juntas, en la plaza Solferino con un maestro rubio de la Generala que se paró a hablar con ellas y, en cuanto pronunciaron cuatro palabras, se aclaró el equívoco de que éste había confundido hasta aquel momento a la Zibelli con la Pedani, a la que conocía sólo por la fama y admiraba por sus artículos. La Zibelli vio cómo dirigía inmediatamente hacia la otra, y por duplicado, los obsequios y la admiración de la que ella había sido antes el objeto. Descompuesta por este descubrimiento, después de pasar unos días horribles, en los que hostigó a su amiga de la mañana a la noche, se volcó con ardor en la religión: iba a misa todas las mañanas, estrechó lazos de amistad con las señoras devotas del primer piso, se cubrió el rostro con un velo negro y dedicaba cualquier retazo de tiempo libre a las lecturas ascéticas, que consumía con fruición hasta incluso por la noche. También aquellos días, a causa de un acontecimiento extraordinario, se recrudecieron los celos que sentía desde hacía tiempo por los triunfos gimnástico-literarios de su amiga. Había llegado a Turín el ministro de Educación, Guido Baccelli, y apareció de forma inesperada con el alcalde y un asesor, seguido de un nutrido séquito, en la escuela Margherita mientras la Pedani daba clase de gimnasia. Otra habría perdido el control. Pero ella no se turbó y, formando a todas sus alumnas, les hizo ejecutar unos pasos rítmicos, dando órdenes con tal variedad, precisión y vigor que, un poco por esta razón y otro poco por efecto de su belleza, el ministro le prodigó calurosos elogios y entabló con ella una conversación sobre los métodos gimnásticos ingleses que le causó más admiración de la que le habían causado los ejercicios. Los periódicos se hicieron eco del suceso, publicando su nombre y contribuyendo a su gloria. Y la Zibelli no fue la única que sintió celos: el maestro Fassi se puso furioso. Justo aquellos días la Pedani también había sido nombrada maestra de gimnasia de las monjas Vicentinas del Cotolengo. Una sucesión tan inaudita de éxitos empezaba a resultar insoportable, y sólo se podía explicar debido a un proteccionismo secreto. Fue entonces cuando al maestro se le metió en la cabeza que el que la ayudaba a recibir todos aquellos favores era el comendador Celzani, a petición del sobrino. Y no pudo reprimir desahogarse con él.

—Es una vergüenza —le dijo un día sin preámbulos— que mientras hay profesores de gimnasia que sudan estudiando desde hace veinte años sin haber podido obtener nunca un favor, y ni siquiera se ven compensados por la fama, haya quienes se abren camino y obtienen honores gracias a las faldas. ¡Es un trapicheo repugnante que denunciaré ante la prensa!

El secretario fingió no entender. Pero su fingimiento sólo sirvió para reafirmar al maestro en su idea, de tal manera que, aunque conservó interesadamente una aparente amistad con la Pedani, a él le retiró el saludo y su mujer hizo lo mismo. Así que ya eran tres los que, por culpa de la maestra, le habían declarado la guerra.