ENTONCES SE DESESPERÓ, porque la amaba con toda su alma, con una mezcla de sensualidad ardiente y de ternura infantil avivadas continuamente por el recuerdo del abrazo que lo había embriagado, de sus conversaciones familiares, de tanta ansiedad, de tanta esperanza, de tantos desengaños que le parecían la historia de la mitad de su vida. Y ni siquiera soñó rebelarse contra su pasión como había hecho anteriormente, porque sentía que ya no era posible. No, aunque hubiera de pagar el precio de cualquier tormento, debía seguir viéndola, hablándole, siguiendo su rastro como un perro, estorbándole, sintiendo su perfume de juventud y escuchando su voz profunda, gozando al menos de su piedad, torturando su imaginación, su corazón y su carne ante sus ojos. Y los tormentos se recrudecieron, él se los había buscado. Con la llegada del verano, ella aligeró su vestimenta marcando de tal modo sus formas que lo hacía delirar. Volvió a subir al desván a arrodillarse entre el polvo y las hojas secas, con la cara pegada a la claraboya, y el solo hecho de verla dando sus clases con el busto descubierto, mostrando sus anchos hombros desnudos y sus estupendos brazos, lo martirizó. E incluso cuando no la podía ver, se quedaba a veces una hora escuchando su voz. Aquellas órdenes: «Boca abajo, boca arriba, palmas delante, palmas atrás, lanzamiento simultáneo de los brazos» reverberaban en su cabeza como exclamaciones de amor. No conseguía dormir, por la noche estaba alerta para captar todos los ruidos del piso de arriba, el más leve de los cuales lo sobresaltaba como si estuviera sintiendo aquellos piececillos sobre su cuerpo. En aquel duermevela febril fatigaba su cerebro imaginando astucias y tretas temerarias para poderla ver: agujeros en el techo, perforaciones en las paredes, trucos con espejos y escondites imposibles. Había llegado a tal punto de excitación que no se preocupaba de esquivar a los vecinos en sus emboscadas: salía, entraba, volvía a subir a todas horas, la seguía por la calle, la esperaba en el patio, buscaba los más fútiles pretextos para hablarle, le ofrecía todo tipo de servicios extraños en presencia de cualquiera, ya no con aire de pretendiente, sino de esclavo, agotándola con una mirada ardiente, pero humilde, que no pedía amor sino compasión, repitiendo como el eco cada una de sus palabras, acogiendo con un verdadero sentimiento de admiración desmesurada su persona, su ingenio, su fama creciente, la más común y vacía de sus frases. Se frenaba en su presencia, pero se desataba en cuanto pasaba, poniéndose entonces una mano en la boca mientras la miraba por detrás, sofocando de aquella manera el grito de amor y deseo que salía en forma de suspiro lamentoso y sordo. Ya casi no se atrevía, como antes, a detener su imaginación en la felicidad de una posesión completa ya que, al haberle quitado el último velo a su ídolo viviente, se abría a su imaginación un abismo luminoso de tal sensualidad que lo rechazaba al vuelo por terror a la locura. Y entonces para tranquilizarse, recurría a la idea del afecto, imaginaba su nueva casa de casado, colocaba los muebles, representaba en su mente escenas de cariño, veía una cuna blanca… Pero la pasión lo asaltaba también de inmediato en aquel refugio: veía otra cuna, diez, veinte, un pueblo entero nacido de su cópula, pero no le bastaba y le atormentaba una vez más la fantasía de aquella persona que tenía siempre presente, fresca y potente, como la imagen de la juventud inmortal y de la voluptuosidad eterna. Este ardor crecía día a día con la familiaridad de la amistad que ella le venía otorgando, convencida de que se había resignado a su rechazo. No le bastaba ya el día entero para aquella variada y vertiginosa sucesión de fantasías, de carreras a la claraboya del desván, de conversaciones de cinco minutos ganadas a pulso tras media hora de espera, de ímpetus repentinos y solitarios de ternura y angustia, en los cuales sufría casi gozando con el sufrimiento. Su mente huía del trabajo, su memoria se ofuscaba ante cualquier asunto, su vida se desordenaba progresivamente, hasta su salud se veía alterada. Se había instalado en su cara una expresión nueva, extraña, pueril, de espanto, que se unía a otra de gran bondad, ingenua y atónita, como de un hombre embelesado en la adoración perpetua de un fantasma que huye por el aire.