SU ÚNICA INQUIETUD era un compromiso que no podía dejar de cumplir: dirigirse primero a su tío para pedir su aprobación y consejo. Además, si le hacía la pregunta después de obtener su aprobación, e incluso la formulaba su propio tío en persona, tendría otro efecto totalmente distinto. La pasión lo cegaba en aquel momento hasta tal punto que no le cabía ninguna duda sobre aquel consentimiento. En el peor de los casos no le contestaría con un no rotundo, dudaría y se lo pensaría, pero al final le daría esperanzas y luego no tendría corazón para quitárselas. Así pues, preparó su discurso y cuando tuvo clara en su cabeza la primera frase y el esquema general, con expresión de seriedad y una mano sobre la otra apretadas contra su pecho, se dirigió a la habitación del comendador, se sentó delante de él y, después de pedirle permiso para hablar, lentamente, con la voz temblorosa y fijando los ojos sobre las rodillas de aquél, le espetó su secreto.

El comendador Celzani era un hombre que no se asombraba ante nada porque daba poquísima importancia a las cosas de este mundo. Pero cuando oyó de qué se trataba, no pudo por menos que levantar de la butaca su majestuosa cabeza blanca y mirar a su sobrino a los ojos. Después se volvió a abandonar sobre el respaldo revolviéndose en la bata y escuchó el resto con la mirada errante sobre las pinturas al fresco de la bóveda. El secretario había tenido la fortuna de pillarlo en un momento en que su disposición de ánimo era excelente, porque ese día tenía que acompañar a un inspector de Milán para ver un ensayo de gimnasia femenina en el Instituto del Socorro. Por otro lado, embelesado como solía estar por las delicias de un mundo fantástico, en el cual se impacientaba por entrar cada vez que se veía forzado a salir, no contradecía nunca a nadie y, limitándose a no hacer nada después o todo lo contrario de lo que los demás esperaban, no rechazaba nunca una petición de aprobación ni una promesa. Cuando su sobrino terminó, se miró primero las uñas perfectamente pulcras, luego las zapatillas bordadas y murmuró unas palabras vagas, que no querían dar un consentimiento explícito pero tampoco una desaprobación. Sólo pretendía decir que había que proceder con cautela. Sin duda, la señorita inspiraba simpatía y su aspecto y compostura eran los de una persona digna de estima. Pero (y ésta era la meta de su circunloquio) antes de dar un paso, él creía conveniente ir en busca de más información. Y mientras el sobrino lo miraba con aire interrogante e inquieto, mascullando las palabras y mirando para otro lado, le aconsejó recurrir a su amigo el caballero Pruzzi, director general de las escuelas municipales, el cual, con toda certeza, podía darle información detallada y fiable sobre cualquier «sujeto contratado» del personal docente. El consejo le pareció excelente a don Celzani. El comendador contó con los dedos y le dijo que el sábado siguiente era el día más oportuno. Bastaba presentarse con su tarjeta de visita. El caballero Pruzzi era un hombre que con toda seguridad mantendría el secreto con la más escrupulosa delicadeza, cualquiera que fuera el resultado del asunto. Dicho esto, como si se tratase de un asunto de importancia secundaria, pasó a otro tema.

La gran alegría que se había llevado don Celzani con aquella aprobación a medias se vio profundamente empañada de amargura unos días después con el renacer de las tristes sospechas que le había metido en el corazón la señora Fassi, las cuales se fueron agravando poco a poco hasta hacerse tan terribles en su imaginación que el día fijado subió las interminables escaleras del Ayuntamiento con el ánimo de un enfermo que va al médico a escuchar su sentencia de muerte. Además, aunque conocía al caballero Pruzzi, al que tenía por un hombre de gran bondad, y él lo conociese también, le fastidiaba tenerle que confesar su pasión y sus propósitos, pues no podía formularle aquellas delicadas y necesarias preguntas sin confesárselos.

Entró tímidamente en la modesta oficina del director, que era una pequeña habitación iluminada por una sola ventana, con estanterías en las que aparecían escritos con grandes letras los nombres de todas las escuelas de Turín. El director, encorvado sobre un montón de cartas, apoyaba los codos sobre la mesa y las manos en el peluquín. Al verlo tan pequeño y gordo, con aquella cara imberbe y lánguida en la que merodeaba constantemente la inquietud de su «enorme responsabilidad», el secretario recuperó ligeramente el ánimo.

Lo recibió con rostro sonriente y lleno de arrugas similar a una máscara de barro que estuviese agrietándose. Le hizo sentarse delante de él, cogió la tarjeta de su tío y lo invitó a hablar.

El secretario se quedó un poco estupefacto al ver que no daba la más mínima muestra de asombro mientras le exponía con palabras tímidas y confusas el objeto de su visita. Lo único que hizo fue balancear la cabeza y poner en su rostro esa particular expresión de seriedad que parece decir: «Señor, en este momento tomo posesión de mi cargo».

Cuando don Celzani acabó, se pasó una mano por el mechón del peluquín, y sentenció:

—La cosa es delicada. —Después preguntó el nombre y apellido de la maestra y a qué sección pertenecía.

Una vez que entendió todo, se tapó los ojos con las dos manos y permaneció un instante recogido en aquella postura, como buscando las características físicas y morales de la señorita en medio de aquel ejército femenino cuyas esfinges llevaba casi grabadas cara por cara en su lúcida memoria.

—¡Ah diantre! —exclamó de repente al descubrir la cara, asombrado por no haber encontrado antes una figura tan original. Entonces fijó su mirada lenta en el secretario, como queriendo compararlo con ella. Después se rascó ligeramente la punta de la nariz con el dedo índice y dijo inclinando un poco la cabeza: —Me alegro…— Demasiado tarde: don Celzani había captado ya el resultado de la comparación. Aunque no se sintió herido y se quedó esperando con ansiedad.

—Entonces —empezó a decir el director respirando entrecortadamente y cogiendo de la mesa un folio de papel que se puso a doblar una y otra vez sin mirar al secretario— usted querría información, como es natural… de carácter, como suele decirse, privado. Pero… no es tan fácil que se la pueda proporcionar, como usted se puede suponer. Dese cuenta, con quinientas profesoras… cómo se puede saber… Y además, con el montón de cosas que tengo en la cabeza, de preocupaciones, de disgustos… Justamente llevamos un invierno de los más desgraciados y estamos teniendo una barbaridad de bajas en todas las secciones… Se diría que todas las maestras casadas se han puesto de acuerdo para aumentar la población este mes. Estas benditas familias de docentes… cuando está enferma la maestra, falta también el maestro, cuando está enfermo el maestro, falta la mujer, cuando está enfermo el niño, faltan los dos. Y no hablemos de las señoritas, que se resfrían con un soplo de viento… Y luego están los impedimentos con fecha fija. Mire aquí la sección de Savoia: —y le mostró un cuadro con las bajas— es un hospital. ¿Qué podemos hacer? ¿Mandar siempre al médico de la ciudad a inspeccionar el domicilio…? ¡La que se puede armar! Además, no siempre es conveniente. Debería ponerse una multa por cada falsa baja. Pero… ¿quién es capaz? Unas veces te vienen dudas, otras escuchas a tu corazón, otras se… Le aseguro, señor Celzani, que es un asunto serio, serio, bastante serio.

Y entonces soltó un suspiro, como si hubiera terminado una carrera. El secretario hizo un gesto respetuoso para que el director volviera al argumento.

—¡Ah! —dijo éste—, que usted ha venido en busca de información. Bien, como le decía, imagínese el trabajo que da vigilar a cientos de señoritas, la mayoría de ellas son jóvenes, muchas… o mejor, demasiadas… guapas, despiertas, otras muchas independientes, desperdigadas por una gran ciudad, por los suburbios, a dos y a tres millas fuera de la muralla. Desde luego se hace lo posible, como requiere el decoro. Pero, en definitiva, no podemos contar con un cuerpo policial para los pretendientes de las maestras. Y tampoco se pueden sobrepasar los límites… de una libertad razonable. Es una cosa delicadísima. Y no se puede imaginar las denuncias, las venganzas encubiertas, las intrigas… Recibimos montañas de cartas anónimas —y aquí le faltó el aire un instante—… Hay algunos personajes que nos desesperan sin ser culpables, por causa de la madre naturaleza, que las ha hecho como son y atraen las miradas. Y ya no entro en lo demás, en las quejas sin fin que nos llueven de las familias por una nota injusta o una regañina inmerecida, porque la escuela está demasiado fría o demasiado caliente, por las toses, las paperas, las enfermedades de los ojos. Y luego, señoras ofendidas por una palabra, maestras que se creen perseguidas, directoras… estas benditas directoras, que son como madres abadesas de tiempos pasados… Y para qué vamos a entrar en la montaña de cuestiones que se suman cada vez que hay un examen de concurso, un traslado, un galardón, un castigo… Dese cuenta de las dificultades, querido señor, imagínese la diplomacia, imagínese el tacto que hace falta.

Y con un gran suspiro puso punto final.

—Caballero —observó tímidamente el secretario—, la información…

—Pasemos a ello —volvió a empezar el director—. Ciertamente, sería mucho más fácil informar sobre un maestro. En ese caso sólo se trata de decir: es un caballero o no, es monárquico o republicano, tiene o no tiene deudas, bebe o no bebe. Yo los tengo a todos en la cabeza, me puede preguntar… ¿Pero cómo se hace con las maestras? ¿Cómo se hace? Es muy complejo, es un asunto… espinoso. Además de que, incluso estando informado, hay que andarse con ojo. Tienen padres, hermanos, relaciones. A veces uno adopta una decisión que es de justicia, y luego se encuentra en una esquina a un desconocido con barba que le mira a la cara con malos ojos… volteando un bastón. Se corre también el riesgo de que le jueguen a uno una mala pasada. Hay que tener en cuenta que por una nimiedad recurren a los periódicos. Y los periódicos, fíjese, para mí los periódicos son muy perjudiciales en estas cuestiones, hacen mucho daño. Los periódicos me dan miedo, se lo digo sinceramente, y no por mí sino por el bien de la administración y la disciplina me dan verdadero miedo. Puede hacerse cargo de la clase de oficina que es esta, querido amigo, dese cuenta de qué responsabilidad acarreo sobre mis espaldas, tome nota de qué tipo de cuentas he de rendir al público y a mi conciencia.

Dicho esto, jadeando, reposó un momento su nuca sobre el respaldo de la silla.

Una sospecha siniestra cruzó la mente del secretario: el director no quería hablar para no verse obligado a contarle cosas gravísimas, de esas que no tienen excusa ni atenuante. Y poniéndose de pie para obligarle a dar el golpe de gracia:

—En resumen —le dijo con la voz afligida pero decidida—, dígame si sabe algo, sea lo que sea. ¿Qué información puede darme sobre la maestra Pedani? Le pido que sea franco y concreto, se lo pido también en nombre de mi tío.

—Pero yo… —respondió el director—, no sé nada. Una excelente profesora. Esto se lo puedo asegurar. En cuanto a lo demás…

Don Celzani parecía un signo de interrogación.

—No hay nada que decir… —añadió el director— que yo sepa. Se podría… pero no. Me explico: habría que decir lo que se puede decir de cualquier chica guapa… que tiene gente alrededor… quizás, pretendientes. Usted me entiende.

Don Celzani le preguntó si sabía algo positivamente, si ella había dado pie alguna vez a habladurías sobre su vida privada, si a las autoridades les constaba algún hecho relacionado con su conducta en los ayuntamientos rurales donde había ejercido.

—Pero si ya le he dicho que no lo sé, que no nos consta —respondió el caballero—. Si me constase…, tratándose de un asunto serio y de un amigo como es el caso, hablaría. Pero… no está en mi mano… Más bien…

—¿Más bien? —preguntó el secretario.

—Más bien —continuó el director— yo diría, si me permitiese un consejo de amigo: las informaciones negativas de las autoridades cuentan poco en estas cosas. Investigue otros caminos: busque noticias de la familia, que es lombarda de Brescia, si no me equivoco. Sea cauto; en estos asuntos nunca sobra la prudencia. Es más…

—¿Es más? —repitió don Celzani.

—Es más —dijo el director, casi con un arranque brusco de sinceridad—, si tengo que serle sincero… ¿Qué quiere? ¿Una maestra?… Las maestras, a mi manera de ver, deberíamos dejar que se dedicasen a su profesión de maestras. Tienen una misión: deberían dedicarse a ella, como las monjas. Cada uno tiene que tomar su camino. Y luego… ciertamente nunca se sabe… Perdone si le expreso libremente mi opinión… Pero esto no tiene que ver. Repito: no hay constancia de nada. Es decir… Repito: infórmese en otra parte… y vaya con prudencia. Se lo aconsejo por el bien que le deseo a la familia Celzani. Y… no tengo nada más que decir.

Una nueva sospecha hizo temblar a don Celzani: podía ser una maniobra secreta de su tío que, para evitar el fastidio de tener que darle su desaprobación o la lata de convencerle de que no perseverara en el intento, habría inducido al director a mantener la incertidumbre con palabras vagas. A pesar de todo, intentó una última prueba.

—Usted es consciente de mi situación —dijo—, puede imaginarse el estado… de mi corazón: ¿me da su palabra de honor de que me ha dicho todo lo que sabía?

En ese momento entró un conserje con un paquete de cartas y periódicos.

—¡Pero qué quiere decir con que le de mi palabra —respondió el director cogiendo aire con fuerza— con este lío de problemas. Como ve, no me dejan un minuto de respiro y no sé para dónde tirar! ¡Que Dios nos ampare! Todo lo que podía decir he tratado de decírselo… y usted sabe el cariño que le tengo a su tío. Hasta pronto, lo dicho, y… siga mi consejo.

Después, para compensarle, le comentó despacio:

—¡Una señorita guapa, desde luego! ¡Una señorita muy guapa! —Y lo empujó con gentileza al pasillo.

En conclusión, el pobre don Celzani, ante las nuevas dudas, se quedó con sus viejos temores y volvió a casa tan desconsolado, afligido y ansioso que ni siquiera se ocupó de dar cuenta de la visita al comendador. Y el hecho de que esa misma tarde éste no le preguntara por el asunto confirmó su sospecha de que soterradamente hubiese podido tramar una maniobra en su contra. Se quedó resentido y angustiado, pero aquel candor divino que había visto desde el desván brillaba ante sus ojos como una hoguera de luz eléctrica, a pesar de todos y de todo, y después de aquella visión su amor se encendió aún más obstinado y ardiente.

Sin embargo, con aquellas informaciones vacuas del director, entendía perfectamente que su tío contaba con un pretexto más que razonable para negarle el consentimiento que él necesitaba. Tenía que haberle dado su aprobación cuando hablaron al día siguiente, aunque la sospecha de la maquinación no se había desvanecido. Y no sabiendo a qué agarrarse, tuvo la arriesgada idea de confiarse con el ingeniero Ginoni. Lo fue a buscar y le expuso su caso pidiéndole consejo. El ingeniero se quedó asombrado. ¿Qué necesidad había de información? ¿No se veía, por la información escrita en su rostro, que era de lo mejor que se podía esperar? Desde luego él ponía la mano en el fuego. Por otro lado, sabía algo: era de Brescia, huérfana, hija de un médico militar fallecido hacía muchos años. Tenía un hermano honesto, negociante establecido en Nueva Granada. Estas noticias le gustaron a don Celzani.

—¿Y qué otra información desea? —continuó Ginoni—. ¿Pretende mandar una circular a todos los ayuntamientos en donde ha ejercido la maestra? Es de risa. Una chica siempre es un misterio. Sólo hay que fiarse de lo que a uno le inspira su rostro y el propio corazón. Pero… dígame…, querido secretario, ¿hasta qué punto hemos llegado con la correspondencia?

Don Celzani, bajando los ojos como un cura ante el altar, puso una cara tan desanimada que el ingeniero no pudo por menos que reírse, al tiempo que sentía piedad. Y le dijo:

—Escuche… y si yo le echase un cable hablándole bien de usted… ¿eh? ¿Qué le parece? ¿Si escrutase un poco su corazón? No puedo darle mejor prueba de amistad…

—De acuerdo, escrute —respondió tristemente el secretario.

—Escrutaremos —dijo el ingeniero—. ¡Quién sabe! En el corazón de las mujeres sólo puede ver claro un analista desinteresado. Déjeme a mí y quédese contento.

Y se propuso hacer lo que había prometido, no sólo por la curiosidad que sentía hacia aquel caso psicológico, tan original por la singularidad de las dos personas, sino también porque desde hacía unos días sospechaba que su hijo, con aquel descaro que tan bien conocía, paraba por las escaleras a la maestra, la cual debía de haberse abstenido de quejarse por no darle un disgusto, no por otra cosa. Le parecía un acto de política paterna poner entre el hijo y ella un impedimento.

A la mañana siguiente, al salir de casa, se encontró en el rellano a la Pedani junto a su sirvienta, a la que sugería algunos ejercicios gimnásticos para curar los sabañones. Baumann había sido el primero en descubrir que la gimnasia en la escuela podía prevenir ese achaque. Ella lo sabía todo al respecto.

Al ver a su patrón, la camarera volvió a entrar y él lanzó a la maestra el acostumbrado saludo jocoso:

—¡Abajo la gimnasia!

Ella respondió en el mismo tono: ¡Abajo los fautores del linfatismo y del raquitismo!

El ingeniero se rió y bajó con ella las escaleras. Después le preguntó en voz baja, deteniéndose:

—¿Pero cómo puede estar tan tranquila mientras hay desgraciados que sufren a morir y con pasión por su causa?

Ella lo miró fijamente y le preguntó:

—¿Quién se lo ha dicho?

—El que se lo ha escrito.

—En tal caso —dijo con indiferencia la maestra—, hablemos de otra cosa.

—¡Cómo! ¿Ni siquiera puede oír hablar de él? —preguntó el ingeniero—. ¿Ni un sentimiento de piedad? ¿Hasta ese punto endurece la gimnasia el corazón?

No, respondió ella, no tenía el corazón duro: lo tenía ocupado. Estaba dominada por una sola pasión y había decidido consagrar a la misma toda su juventud. En cualquier caso, sólo se uniría a un hombre que quisiese dedicar su vida al mismo objetivo. Y confesó con sencillez:

—El que se case conmigo va a hacer mucha gimnasia.

El ingeniero se sonrió y mirando fijamente a la maestra dijo:

—Lo creo. —Luego preguntó:— ¿Entonces el destino del desventurado ya está irrevocablemente decidido?

—De mí no depende el destino de nadie. Y con eso basta.

—¡Amén! —murmuró Ginoni.

Bajaron en silencio los últimos escalones.

—Y sin embargo —dijo el ingeniero en el portalón—, usted todavía le está dando vueltas…

—¡Seguro! —respondió la Pedani—, estaba pensando en otra cosa. Pensaba que los movimientos de los miembros inferiores permitidos a las niñas son demasiado pocos. ¡Fíjese!

El ingeniero soltó una risotada y, apartándose de ella, exclamó:

—¡Abajo Esparta!

Ella se giró:

—¡Abajo Síbaris! —y enfiló la acera a zancadas.