POR FIN HABÍA ENCONTRADO su ideal en la maestra Pedani, que era lombarda y había llegado hacía tres meses, a principios de diciembre, a vivir al barrio con su colega Zibelli, en el tercer piso de aquella casa, frente a la puerta del maestro Fassi, el cual la había empujado a ir allí para asegurarse mejor su preciosa cooperación en la revista Nueva Competición. Aquella joven de veintisiete años alta y robusta, «ancha de hombros y estrecha de cintura», modelada como una estatua, rebosante de salud y fuerza por todo su cuerpo, que podría ser bellísima de no ser por la naricilla inacabada, y la expresión del rostro y los andares demasiado viriles que adoptaba, desde su primera aparición le había hecho pensar que era la persona tanto tiempo deseada y esperada. Era el tipo de mujer que había acariciado en sus sueños ardientes de seminarista, la figura que había anhelado confusamente durante toda su fogosa juventud castigada. La primera vez que subió a su casa a pedirle el alquiler anticipado del trimestre, no fue capaz de contar los billetes de cinco que ella le había puesto en fila sobre la cómoda. Desde aquel día su pasión fue creciendo a fogonazos. Y en cuanto comprendió por su comportamiento que tenía un carácter vigoroso y tranquilo, que su rechazo hacia toda coquetería le impedía advertir la impresión que producía en los demás la presencia de su persona, que no dejaba espacio alguno a la esperanza de ligerezas ni caprichos, su pensamiento se fue derecho y decidido al matrimonio como único modo posible de apagar su deseo. Por otro lado, a pesar de su ardor, era capaz de vislumbrar las dificultades que lógicamente iba a plantear su tío en contra de un matrimonio con una maestra sin fortuna y sola. Pero la esperanza de que el no no fuera definitivo, se veía alimentada en parte por la idea de que parecía haber prendido en el comendador una pasión singular, la única que él le conocía: un espíritu muy activo de propaganda a favor de la gimnasia educativa, que había promocionado al máximo durante su breve estancia como asesor en la enseñanza, propaganda de la que se había desligado después, aunque guardando una viva y constante simpatía por todos los espectáculos gimnásticos de escuelas, colegios, institutos, academias y exámenes, de los que no se perdía uno, pues era invitado a todos ellos en calidad de uno de los primeros y más loables fundadores del Gimnasio de Turín. Había sido justamente esta simpatía por la gimnasia la que le había inducido a reducir en un tercio el alquiler al maestro Fassi, al que había conocido hacía muchos años en el Gimnasio, y a acordar el mismo favor con la señorita Pedani, maestra de gimnasia en varios institutos, conocida por su valía como profesora y por sus entretenidos artículos en las revistas técnicas. El secretario pensaba que ese mismo sentimiento que le había movido a bajarle el alquiler a la inquilina, haría debilitar su oposición al matrimonio. Desde este punto de vista no era, por tanto, la dificultad más grave. La peor era arriesgarse a declararle abiertamente su pasión. Algo a lo que se había opuesto tajantemente durante tres meses su invencible timidez, derivada sobre todo de la gran inferioridad que reconocía en sí mismo frente a la maestra desde el punto de vista de las cualidades externas de la persona. Desde hacía tres meses, conocedor al dedillo del horario de todas sus clases, se las ingeniaba todos los días, y más de una vez al día, para salir o entrar en casa justo en aquellos momentos para encontrársela por las escaleras y abrirle su corazón. Se la había encontrado cientos de veces pero lo único que conseguía hacer salir de su boca eran las típicas palabras banales y sosas. Y no le servía de nada prepararse antes la frase, atizarse precipitadamente dos copas de Caluso, o buscar el coraje en el sentimiento de honestidad de sus fines: cuando se encontraba frente a aquella muchacha, alta y fuerte, daba igual que estuviera en el escalón de arriba o en el de abajo, siempre se veía dominado como por una figura colosal. Entonces toda su ficticia osadía se derrumbaba, sin que la mayoría de las veces se atreviese ni siquiera a apartar la vista del contorno de su bella cintura o de sus estupendos hombros para levantarla hasta su rostro. Quizás ni siquiera había sido capaz de hacerle adivinar su pasión, en vista de la tranquilidad y la desenvoltura jovial con la que ella siempre lo saludaba y le hablaba. Y así vivía rumiando su amor, añadiendo día tras día una nueva imagen excitante a la interminable colección de posturas, tonos de voz, movimientos y serpenteos de su cuerpo que llevaba grabados a fuego en su cabeza y repasaba constantemente, meditando sobre cada uno de ellos y saboreándolos con una voluptuosidad y un tormento que iban en aumento y no le daban tregua. Finalmente no pudo soportarlo más y escribió la carta.