EL CONGRESO SE REUNÍA en el Palacio Carignano, en el aula todavía intacta del antiguo Parlamento subalpino. Había aquel día casi más de trescientos congresistas, entre maestros y maestras, desperdigados sin orden ni concierto por los escaños tapizados de terciopelo, de los cuales pocos quedaban vacíos. Aquel salón ilustre, donde antaño, en los momentos más terribles y gloriosos de nuestra historia, resonó la voz de los grandes triunfadores de la revolución italiana, ofrecía ahora un espectáculo nuevo, ocupado por una muchedumbre de profesores de primaria que, con su aspecto y su ropa, ejercían la representación de todas y cada una de las clases sociales. Y sin embargo la comparación no era para bromas, ya que hacía rememorar que el Parlamento italiano se encontraba entonces muy lejos, en una ciudad donde pocos años antes, a los que allí se sentaban, les habría parecido un sueño imaginar que ese lugar acabaría siendo el Parlamento. En aquellos escaños donde los turineses habían visto encanecer las cabelleras honorables y los cráneos pelados de los legisladores, se erguían por doquier las plumas y flores de los sombreros de las maestras que, dispuestas en fila o en grupo, provocaban el gorjeo de un nido de cotorras. En el sitio de Garibaldi se sentaba un viejo maestro rural con papada; en el escaño del conde Cavour se columpiaba un jovencito imberbe con un clavel en el ojal; la presidencia estaba tomada por un viejo maestro cura napolitano. Saltaba a la vista, por la variedad de rostros, que aquello no era un congreso regional, sino que estaba constituido por maestros de todas las provincias de Italia, entre los que predominaban las cabelleras y las carnes morenas de las tierras meridionales. Las filas altas las ocupaban gran número de señoritas vestidas de forma heterogénea: maestras experimentadas, pero sin empleo, que intervenían como espectadoras, por curiosidad, muchas con los folios delante y la pluma en la mano para coger apuntes, y en medio de ellas chicos y chicas acompañados de sus hermanos y hermanas. Dos altos ujieres con chaleco amarillo y medias blancas daban vueltas por el aula. Las tribunas estaban llenas de profesores y parientes de los congresistas y en las primeras filas se veían algunas de las autoridades más ilustres de la gimnasia de Turín, profesores, médicos y representantes de los periódicos. Nunca había habido una asamblea tan llena, ni semejante agitación.

Cuando don Celzani entró en la antigua tribuna pública, el congreso llevaba abierto casi una hora. En cuanto se sentó, se puso a buscar a la Pedani. Tardó en encontrarla. Vio sin embargo a la Zibelli en una de las filas más bajas, frente a la presidencia, entre dos maestras que él no conocía y, recorriendo hacia arriba con la mirada las filas de atrás, encontró el perfil de sargento del maestro Fassi, rodeado por un buen pelotón de maestros de gimnasia de Turín. Casi todos eran rostros de antiguos militares, entre los cuales reconoció la cabeza rubia del maestro de la Generala. ¿Pero dónde estaría ella? Después de buscar otro poco al azar, dio un respingo cuando por fin la encontró en una de las filas más altas de la derecha, donde se habían sentado Massari, los Boggio, los Lanza, la patrulla más fiel del gran ministro. Estaba en un sitio cerca del ventanal, en medio de un grupo animado formado por las maestras que habían venido a recogerla a casa, y que se arremolinaban en torno a ella haciendo de escolta de honor. La luz del sol que penetraba por el ventanal bañaba el lado derecho de su bello cuerpo embutido en el vestido negro. Tenía unos papeles delante y charlaba con las vecinas con aspecto de estar un poco agitada. El secretario puso una mano sobre otra en el parapeto, apoyó el mentón sobre las manos y se quedó inmóvil mirándola, confortado por una última esperanza: que una vez que se quedara sola, levantando los ojos hacia su zona, se encontrase con su mirada. Sería el último adiós. Después, todo habría acabado. Era lo único que lo preocupaba. De la misma manera que al entrar no había observado aquel aula histórica, tampoco oía una palabra de los discursos que allí resonaban.

El debate giraba todavía en torno al tema que había sido tratado el día anterior: la oportunidad de introducir en las escuelas las actividades de trabajo manual. Había hablado antes, con mucha dulzura, una maestrilla del Véneto que expuso su método para enseñar a hacer las canastillas con cintas de papel, y una canastilla de prueba iba dando vueltas de mano en mano por los pupitres para que las maestras ensayaran con ella. Luego había hablado un maestro calabrés, de voz cantarina y lamentosa, mostrando una gran cesta llena de trabajos hechos en su escuela, entre los cuales había incluso un par de zapatos. Tras él, intervinieron algunos oradores discrepantes, crispando el acalorado debate. Una bella maestra que hacía de secretaria tuvo que leer una parte del acta de la sesión. Había en el extremo izquierdo una fila de jóvenes maestros lombardos, audaces y batalleros, que el presidente, con una paciencia sacerdotal, no lograba aquietar. Dos maestros, que estaban en partes opuestas del aula, se intercambiaron palabras agrias. En definitiva, una gran parte del tiempo se esfumaba en una especie de debate parlamentario, pues los oradores, sintiendo la influencia del aura política de la sala, hablaban con demasiado énfasis y mostraban un amor propio excitable. Don Celzani se distrajo un instante con una voz autoritaria que gritó solemnemente:

—Los representantes de Milán no tienen ningún mandato imperativo.

Luego dio otro respingo al oír una salva de aplausos en honor a una maestra que había dicho con voz de soprano que, si se imponían los trabajos manuales en las escuelas, era de justicia un aumento proporcionado del sueldo. Volvió de nuevo el barullo. Al final, un maestro pequeño y gordo, con unas palabras lúcidas y llenas de sentido común, volvió a traer la paz, y el presidente pudo someter a votación a mano alzada el orden del día. Doscientos brazos se levantaron, entre los cuales se vieron multitud de guantes de mujer abotonados hasta los codos. Un aplauso siguió a la votación y se pasó al siguiente tema que eran las Modificaciones a proponer en la enseñanza de la gimnasia.

Don Celzani pegó un brinco al oír el anuncio del tema, pues pensó que la Pedani hablaría enseguida. Pero al dirigir la mirada a aquella zona, vio aparecer en la tribuna frente a su cara, justo sobre la cabeza de la maestra, el rostro sonriente del ingeniero Ginoni.

Su esperanza se vio frustrada. Otros maestros y maestras hablaron antes. La discusión giró en un principio con mucho desorden en torno al lado técnico del argumento, a cuyos efectos se empleó un argot técnico que los profanos no entendieron. Se percibió el choque de las dos escuelas y se escucharon los nombres de Baumann y de Obermann proferidos en medio de un gran tumulto que durante un instante fue dominado por una voz cavernosa que gritó:

—¡Turín que fue la cuna de la gimnasia, será su tumba!

Un maestro llamó la atención del Congreso sobre la necesidad de reformar el lenguaje, no suficientemente italiano, del reglamento de gimnasia, opinando que se debían dirigir ciertas preguntas a la Academia de la Crusca. Don Celzani creía que el maestro Fassi iba a hablar, pues lo vio agitarse, manifestando sus opiniones a favor y en contra con violencia y gritando:

—¡No, nunca! ¡Esto sí que es grave! ¡Un poco de sentido! —pero no pidió la palabra.

Un maestro de gimnasia demostró que era necesario mejorar las condiciones de sus colegas, a los que el Gobierno pagaba pero sin disfrutar de los derechos de los demás empleados. Se encontraban en un estado precario, sometidos al arbitrio de directores de liceos e institutos que abrían el curso con retraso y no los admitían, como era lo justo, en las comisiones para las exenciones, concedidas casi siempre a capricho, ni les daban apoyo en sus materias. Así que la discusión se enredó, encendiéndose de nuevo con una controversia sobre metodología, en la cual se oyeron acentos de todas las partes de Italia. El secretario empezaba a temer que la Pedani no hablase ya, y se preparaba con gran amargura a renunciar a aquel último gozo de sentir su voz, de ver aplaudido y honrado a su ídolo, de apartar su desesperación casi dorada por la luz de aquella gloria. Con cada nuevo maestro que hablaba, le entraba el agobio de que no acabase, le parecía que prolongaba aposta su suplicio, y contaba las palabras temblando. Por fin, después de un breve discurso de una maestra toscana que se ganó el aplauso citando, para nuestra vergüenza, a la pequeña Bélgica donde se ofrecían veinticinco mil liras de premio al autor de un buen libro de gimnasia, el presidente dijo en voz alta:

—Cedemos la palabra a la señora Pedani.

Don Celzani pegó un brinco, como si una llama hubiese envuelto su cuerpo.

Primero corrió un sordo murmullo, después se hizo un gran silencio que significaba que la maestra era bien conocida por su fama, y por fin el esperado discurso: todos los rostros se volvieron hacia ella.

Al verla de pie en la tribuna, con el busto erguido, alta y poderosa, con su bello rostro ovalado y pálido pero de gesto decidido, se oyó un nuevo murmullo, como un comentario positivo sobre su persona que cesó de inmediato. Las primeras notas de su bella y extraña voz, un poco viril pero armoniosa, que encajaba perfectamente con su cuerpo poderoso y ágil, despertaron una segunda sensación de asombro. Ella empezó advirtiendo que no se iba a conseguir ninguna mejora en la impartición de la gimnasia ni en las condiciones de los profesores, si el Gobierno, los ayuntamientos y las autoridades no escuchaban, como en otros países, la fuerza imperiosa de la voz de la nación, profundamente convencida de los beneficios de aquella asignatura y decidida a luchar por ellos. El primer deber de todos y, en concreto, de los profesores era por tanto hacer propaganda de aquella idea, inculcarla en las mentes, en la conciencia, en el corazón del pueblo, cualquiera que fuera su clase. En un principio habló lentamente, arrugando la frente en señal de impaciencia cuando no encontraba las palabras, y poniendo un gesto de disgusto cuando se liaba con una frase, como queriendo liberarse de la red que la envolvía y expresar su pensamiento a toda costa.

—También con la gimnasia —prosiguió diciendo— Italia había hecho como con tantas otras cosas como, por ejemplo, la instrucción militar de los escolares: al principio había imprimido un gran entusiasmo, cayendo poco a poco en el más vergonzoso olvido, hasta el punto de llegar a ridiculizar no sólo la idea sino también a sus seguidores.

Pero con la gimnasia todavía era peor. Había surgido en su contra, y se estaba incrementando, un ejército de enemigos cuya presión soportaban las autoridades escolares, tendiendo la asignatura a convertirse en una muestra banal, un engaño miserable, una clara burla. La ignorancia, el miedo cobarde a peligros imaginarios, la holgazanería nacional, la perfidia de algunas gentes interesadas que llegaban con inaudito descaro a culpar a la gimnasia de las enfermedades y los defectos orgánicos de la juventud, cuando sin embargo le correspondía la facultad de corregirlos, se conjuraban al unísono. Y no se podía creer si no fuera porque se podía observar a diario.

—Enemigos de la gimnasia —dijo— son los profesores cultos, con achaques a la edad de cuarenta años, como octogenarios, precisamente por haber fatigado demasiado el sistema cerebral en detrimento de los músculos. Enemigas de la gimnasia son las madres de jóvenes exangües sin carne, futuras madres también ellas de una prole infeliz, por no haber desarrollado nunca la fuerza del cuerpo. Enemigos de la gimnasia son los padres de jovenzuelos que, por un exceso de cansancio mental, caen en la extenuación, contraen enfermedades cerebrales terribles, se abandonan a la hipocondría y barajan el suicidio. Enemigos a millares que se mofan de la gimnasia, mientras la creciente facilidad de locomoción y la multiplicación de las comodidades de la vida tienden a hacernos inactivos y flojos. Sin embargo la cruda lucha por la existencia nos exige a todos cada día un mayor derroche de fuerza y de salud. Enemigos de la gimnasia, cuando somos una generación miserable, extenuada y maltrecha que llena hasta desbordar de deformaciones y dolores los hospitales y los hospicios. ¡Qué ceguera! ¡Qué insensatez! ¡Qué vergüenza!

Las últimas palabras fueron acogidas con un estallido de aplausos. La Pedani se animó, y empezó a comparar el descrédito y la frivolidad de la gimnasia en Italia con el honor con que se le distinguía en otras naciones. Aquí cometió el error de explayarse demasiado con citas estadísticas y surgió desperdigado entre el público un principio de discrepancia. Dos o tres grupos de maestras se pusieron a cuchichear entre ellas para distraer al auditorio. Don Celzani oyó al maestro Fassi, que no miraba nunca a la oradora, exclamar dos o tres veces con despecho:

—¡Se ha salido del tema! ¡Son cosas sabidas! —Otra vez exclamó con fuerza: —¡Bonita novedad! —con tanta fuerza que muchos se dieron la vuelta.

Pero la Pedani salió a tiempo del mal paso apuntando a las recientes celebraciones de Frankfurt con una frase verdaderamente feliz, en la que el auditorio recreó por un momento ante sí un gran gimnasio desbordado por la juventud germánica en flor, y sintió cómo el ardor de aquel vigoroso entusiasmo pasaba por encima de su cabeza. A la maestra se le encendía el rostro, emitía la voz con una sonoridad potente, cortaba el aire con su gesto, sin perder la moderación y con el vigor de una sacerdotisa inspirada. Y se podía percibir toda su alma en aquella sincera elocuencia, se adivinaba toda su vida consagrada a una idea, su juventud que era como una larga adolescencia severa, ajena a los sentidos, contraria a cualquier afecto sentimental o escolar, de costumbres y maneras sencillas, purificada y fortalecida por el ejercicio continuo de la fuerza física, del cual daba viva muestra su salud floreciente, su mente limpia y su alma recta y audaz. Cuando en la última parte hizo desfilar por el aula la figura del viejo Augusto Ravenstein, fundador del primer gimnasio de su pueblo, seguido por el cortejo de los grandes gimnasiarcas alemanes, benefactores de millones de jóvenes, a cuyo mérito se atribuía la potencia y la gloria de Alemania, estalló otra aclamación fragorosa que la sacudió a ella y a toda la asamblea interrumpiéndola unos instantes, durante los cuales sus compañeras se apretujaron a su alrededor aferrándola por el vestido y las manos y colmándola de enhorabuenas.

Entonces enfiló la carrerilla final con éxito creciente. Volviendo al argumento fundamental de su discurso, insistió en la necesidad de que todos los profesores se involucrasen en convencer a las familias, de la misma manera que educaban a los alumnos. A las maestras, más que a nadie, les correspondía aquella misión, porque la propaganda a favor de una asignatura en la que ellas no podían destacar, ejercida por las mujeres, tendría más eficacia y eliminaba toda sospecha de ambición.

—Dirijámonos a las madres —dijo—, hagámosles ver, tocar con la mano los efectos maravillosos de la educación física, que son evidentes e infalibles como los resultados de una ciencia exacta; convenzámosles de que la gimnasia representa la fuerza y la salud, y que salud y fuerza significan serenidad, bondad, coraje y grandeza de espíritu. Y si no bastan el razonamiento y el ejemplo, pidámoselo, quitémosles de las manos con amorosa violencia a los niños débiles y exangües, supliquémosles que nos dejen salvarles de las enfermedades, de la infelicidad, de la muerte. ¡Ojalá pudiésemos infundir en ellas el indomable ardor que vive en nosotros! Y antes de nada, tengamos fe en nosotros mismos, una fe ardiente e invencible en que nuestras ideas serán un día las ideas de todos, y en que un nuevo sistema de educación renovará el mundo. Sí, yo lo creo, como creo en la existencia del sol que nos ilumina. Una nueva educación basada en un ejercicio físico perfeccionado de la infancia y la juventud, prevendrá de innumerables miserias, ahorrará a la humanidad numerosos dolores, cortará de raíz mil vicios, ayudará a las generaciones, que serán más buenas porque serán más fuertes, y más justas porque serán más buenas, la solución de los grandes problemas en torno a los cuales se afanan inútilmente nuestras mentes enfermas y nuestras fuerzas exhaustas. Yo creo, colegas, en esa humanidad nueva, que enaltecerá a los grandes apóstoles de la gimnasia de las columnas de bronce; creo en ella, la veo, la saludo, la admiro y querría que todos considerasen que la más santa gloria humana es la de vivir y morir por ella.

Tras aquel colofón se desencadenó una tempestad. Todos se pusieron en pie, aplaudiendo y gritando. La Pedani, pálida y jadeante, se tuvo que levantar tres veces para dar las gracias. Las últimas palabras habían sido pronunciadas con verdadero entusiasmo apostólico y habían tocado la fibra sensible de toda la sala. Cuando parecía que las aclamaciones tocaban a su fin, volvieron a resonar. Todos los amantes de la gimnasia presentes en la asamblea y en las tribunas estaban entusiasmados. Dos o tres oradores que elevaron su voz después de ella no fueron escuchados. Cuando se cerró la sesión, estalló un nuevo aplauso y la Pedani descendió de la tribuna entre dos filas de rostros sonrientes y de manos tendidas, en medio de un griterío ensordecedor de felicitaciones y vivas.