LE ABRIÓ LA SEÑORA FASSI con un gesto hosco que había preparado para recibir a la Pedani. Pero al verla se serenó y le hizo pasar a una pequeña habitación de paredes blancas y desnudas, donde cuatro muchachotes armaban un ruido infernal alrededor de la mesa a medio poner. La Zibelli estaba segura de que podía encontrar en la señora Fassi una aliada segura contra la Pedani, cuya familiaridad con el marido le incomodaba más de lo que decía. Era una mujer de unos cuarenta años, con un pecho enorme que le entorpecía los brazos y unos labios que se desdibujaban en su gran boca. En casa iba siempre vestida como una carbonera. Tardaba tres cuartos de hora en subir y bajar las escaleras, parándose a hablar con voz lamentosa con todo aquel que se encontraba por el camino, y especialmente con el secretario al que ponía directamente al corriente de los cotilleos de la comunidad. Vigilaba celosamente los espléndidos treinta y ocho años de su marido, y parecía tener un concepto maravilloso de aquella ruda belleza de caporal que sólo se basaba en la arrogancia de sus posturas y en los dos bigotes espesos que recorrían su cara de la boca a las orejas. Pero también le temía, y por eso no osaba desairar abiertamente a su rival.
La Zibelli dijo que había ido para distraerse un poco, fingió estar alegre, acarició a los niños y esperó el momento oportuno dando vueltas por la habitación. Le pareció que el momento se presentaba cuando la señora Fassi le preguntó si aquella tarde estaba sola en casa.
—Sola —respondió—. María ha salido. Porque… ahora no se ocupa de mí. Hay otras cosas muy distintas… con las que se entretiene…
Al ver la curiosidad de la Fassi no se pudo contener y, con un tono de broma forzado y sin hablar de la carta, le insinuó el amor del secretario.
La otra se quedó boquiabierta: la cosa le parecía increíble. Después dijo:
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé —respondió la maestra.
—Pero… ¿para casarse con ella?
—Ella —respondió la Zibelli— por ahora se hace la indiferente. Pero le dará el sí diez veces seguidas, uno detrás de otro.
—¡Bueno! —exclamó la señora tras un momento de reflexión—. El señor Celzani se lo pensará antes un par de veces.
—¡Pero qué quiere que piense don Celzani! —rebatió la Zibelli. Y segura de que sembraba en buen terreno, haciéndose la distraída dejó caer algunas cosas que la otra recogió y registró en lo más profundo de la memoria.
—Don Celzani es un ingenuo. Para él lo mismo da una chica de treinta años que una de quince. Como no conoce el mundo, cree que los demás tampoco. Apuesto a que ni siquiera sabe que antes de venir a Turín, María fue maestra en media docena de ayuntamientos —y se echó a reír—. Ya se sabe de qué van las aventuras de las maestras en los pueblos. Circula por ahí hasta la historia de una compañía de soldados de infantería, nada menos… ¡Hay tipos originales en este mundo!
Empujada por la rabia, estaba a punto de decir cosas peores cuando de pronto se oyó un fuerte campanillazo. Los chicos enmudecieron de golpe, la señora corrió a abrir y entró el maestro Fassi, muy excitado, con la Gazzetta di Torino en la mano. Llegaba de Chieri, donde iba dos veces a la semana a dar clase de gimnasia en el liceo y en la escuela técnica.
Saludó de soslayo a la Zibelli y se volvió hacia su mujer mostrando el periódico que agarraba con fuerza en el puño cerrado y dijo:
—¿Quieres saber la última? El burro de un maestro de baile ha saltado al ruedo con un artículo en la Gazzetta di Torino y está ofendido conmigo porque en el Competición de la semana pasada he dicho que el baile es una rama de la gimnasia. ¡Desde luego hace falta…! Le he hecho un honor que no se merece al arte de las piruetas. ¡Te voy a ajustar las cuentas yo en otro artículo, y de qué manera, por esa jugadita presuntuosa!
Siguió vociferando y blandiendo el artículo mientras realizaba ejercicios con la cinta por la habitación.
—Ya va siendo hora de decir las cosas claras a esta pandilla de ignorantes. No distinguen entre un maestro de gimnasia y un acróbata de circo. ¡El maestro de gimnasia es un hombre de ciencia, señores! Tiene que conocer la gimnasia teórica, la anatomía aplicada, la pedagogía, la higiene, la historia de la gimnasia, la construcción de los aparatos y los gimnasios, y la tecnología. ¡Y ha de ser un artista! ¡Qué pedazo de burros! ¿No ven que hace falta una vida entera para aprender y tener presentes en la mente todos los ejercicios…, que sólo sobre la instalación de los aparatos se podrían escribir cien volúmenes?… ¡Y luego, ponte a pensar sobre lo que tiene que recurrir un maestro de gimnasia!
Sacó del bolsillo un folio en el que un profesor de matemáticas de Chieri había calculado mediante fórmulas algebraicas el número de cambios de posición en el ejercicio de las varillas.
Éste era su delirio, hacer la gimnasia lo más compleja y difícil posible, no sólo ante los demás, sino también para sí mismo. Su ideal no era, como en el caso de la Pedani, el bien de la humanidad; adoraba esta ciencia por las satisfacciones que en ella encontraba y allí depositaba la esperanza de su orgullo. Además de en Chieri, enseñaba en el liceo y en la escuela técnica de Carmagnola, en un gimnasio y en un liceo de Turín, en los Artigianelli y en la Sociedad de gimnasia, y en todos ellos se empeñaba en inculcar su idea. La primera nación del mundo, había dicho un gran hombre, será la que tenga más salud, es decir, la que haga más gimnasia. Hacia esta ciencia, por tanto —añadía él—, debían converger todos los esfuerzos de los grandes genios, de los gobiernos, de toda la sociedad; había que colocarla por encima de las demás ciencias, y los maestros de gimnasia debían constituir la clase aristocrática de la nación. Y, al mismo tiempo, buscaba la celebridad por todas las vías posibles, escondiendo múltiples y variadas ambiciones, destacando la de inventar un aparato al que dar su propio nombre.
Volvió a la carga con el bailarín, reprochándole haber profanado el nombre de la gimnasia a costa del baile, como lo profanaban las compañías de acróbatas que se apropiaban del adjetivo. La emprendió contra el gobierno que, no obstante las instancias del segundo congreso de la federación, se obstinaba en no querer prohibir que los saltimbanquis vituperasen la ciencia. Todo tenía remedio adoptando, como él había propuesto, la denominación más noble y más lógica de «educación física». Después preguntó bruscamente, al estilo Baumann: ¿alguna novedad?
La mujer le cantó la novedad: don Celzani quería casarse con la maestra Pedani. No vislumbró al decirlo la expresión de celos que se esperaba en el rostro de su marido. De hecho, él lo único que sentía por la Pedani era la admiración de un mecánico por un buen coche, y el único pensamiento que albergaba era el de servirse de ella para sus ambiciosos fines. Le contrarió, no obstante, aquella noticia al suponer que una vez casada se le iba a escapar de las manos, privándole de la posibilidad de adueñarse de su estilo. Pero no expresó este pensamiento.
—¡Una locura! —dijo sin embargo—. Una verdadera maestra de gimnasia no debe casarse, ha de ser siempre un soldado libre en cuerpo y alma. La maestra Pedani debe consagrarse por entero a su misión. Y su misión no es tener hijos, sino enderezar los de los demás. No hará esa majadería. Yo la convenceré.
Después preguntó a bote pronto:
—¿Pero cómo ese meapilas ha tenido valor para enamorarse de una chica tan guapa?
La señora Fassi se atrevió a hacer alguna observación sobre la belleza. Le parecía, por ejemplo, que don Celzani tenía un aire más distinguido que ella. Y además la Pedani era una chica sin sentimientos, se veía. También la Zibelli apostilló: llevaba una vida interesante y eso era todo; porque por lo demás, sus facciones no eran finas al tener la cara demasiado ancha, carecía de gracia, en casa chocaba contra todo y su paso era el de una elefanta.
El maestro se encogió de hombros.
—Esto no tiene nada que ver —dijo—, la Pedani no es para él, no se hizo la miel para la boca del asno. Teniendo en cuenta que él es un borrico y ella una chica de talento.
—¡Talento! —exclamó la mujer volviéndose hacia la Zibelli—. Mi marido le corrige los artículos.
La Zibelli, que sabía la verdad sobre este asunto, fingió que lo creía sonriendo. Y dijo con gravedad:
—No tiene sintaxis. Escribe entrecortadamente.
—Eso es verdad —observó el maestro—. En cuanto a experimentos periodísticos se refiere, sería mejor que se contentase con un papel más modesto que no estuviese tan a la vista. Hay cuestiones en el campo de la gimnasia que una mujer no puede y no debe afrontar. Pero ya veréis cómo al final don Celzani no se casará con ella. Ya le meteré yo una mosca detrás de una oreja, que sé cómo hacerles agachar la cabeza a estos meapilas.
Lo interrumpió la campanilla de la puerta. Era la Pedani que regresaba del Club alpino y venía a buscar a su amiga. Entró en la habitación y no se quiso sentar. El viento cortante había teñido su rostro de rosa; jadeaba un poco, dilatando la nariz e hinchando su ancho torso. Su figura negra se recortaba contra la pared blanca, dibujando unos contornos tan atrevidos y vigorosos que la señora Fassi tuvo que dirigir la palabra a los chicos para romper el silencio de admiración que aquella visita había provocado.
—Venía a buscarte —le dijo a la Zibelli, metiendo cuatro erres en la última palabra. Cualquiera que la viera creería que, más que una amiga, era su marido.
La Zibelli se movió y, después de cruzar algunas palabras más con los dueños de la casa, salieron las dos, la Pedani detrás, llenando por un instante con sus bellos hombros todo el hueco entreabierto de la puerta.
—En definitiva —dijo el maestro mirando una vez más la puerta después de que se hubo marchado—, no se puede decir que don Celzani tenga los ojos en el trasero.
Y su mujer añadió con una sonrisa astuta:
—Todavía no se ha casado con ella.