DON CELZANI QUEDÓ HERIDO en el alma por lo que le había contado el ingeniero de forma un poco dulcificada. Y no se sintió confortado en absoluto cuando le animó a no desistir, repitiéndole la comparación con la dinamita de mecha larga, que indudablemente explota más tarde. Cayó entonces en un estado de tormento que producía compasión. Siguió espiando a la maestra cuando salía o regresaba a casa, para toparse con ella o seguirla, y la desesperación, que le había dado todavía más coraje, lo empujaba a dirigirle largas miradas indagatorias e implorantes que acompañaba quitándose el sombrero como un mendigo que, por amor de Dios, suplicase una sonrisa. Ella siempre se mantenía en su sitio, saludándolo con gracia, sin ostentación de su indiferencia, ocultando que se había dado cuenta de que él se apostaba detrás de la puerta, los pilares, las esquinas de las paredes, la portería, y de que se detenía un rato a contemplarla cuando ella pasaba. Era consciente, por otro lado, de que la pasión del pobre hombre se encendía cada día más. Pero no sospechaba cuál era la nueva razón que se escondía tras ello. La reputación de la muchacha iba en aumento. Un artículo suyo sobre Pier Enrico Ling, el fundador de la gimnasia sueca, publicado en Nueva Competición, curioso por su temática y su estilo de vivacidad evidente y brusca, especialmente en la descripción de los ejercicios en la escalera ondulada y las espalderas, había sido publicado en un periódico político de Turín y había logrado cierta repercusión. Otra tarde dio una conferencia en la Filotécnica sobre la institución de una gimnasia curativa especial para ciertas deformaciones de los jóvenes, explicando sin pedantería una rara teoría sobre la anatomía. Los periódicos se hicieron eco aludiendo con palabras de simpatía a su persona, a su bonita y extraña voz y a su singular compostura, de gestos vigorosos y contenidos a la vez, que arrancaba los aplausos. Todo esto hizo que fuera muy solicitada para impartir clases particulares, y acudían a su casa maestras que aspiraban a enseñar gimnasia, al no haber cursos abiertos en el gimnasio aquellos meses, chicas que debido a sus defectos no querían hacer los ejercicios ante las demás, profesoras experimentadas que buscaban explicaciones y apoyo. Don Celzani se las encontraba constantemente por las escaleras y a ellas y a otros oía repetir con admiración aquel nombre dentro y fuera de casa. Esa celebridad naciente era un nuevo acicate para su amor, un nuevo estímulo provocador y exquisito para sus anhelos. Sentía un deseo más refinado cuando se imaginaba como el poseedor absoluto de una mujer conocida y admirada. Pensaba que iba a ser doblemente feliz a su sombra, al tenerla para él cuando volvía de una conferencia donde había sido aplaudida, al ser el dueño de aquellas formas que tantos otros sólo alcanzaban a acariciar y a desear con los ojos. Le parecía que incluso aquella felicidad sería más dulce y profunda cuanto más pequeño e insignificante se volviera él junto a ella, un simple marido a ciertas horas, olvidado durante el resto del día, tratado como un servidor, un instrumento, un entretenimiento, una fuerza bruta en casa. ¡Alabado sea Dios! Y esto encendía su corazón todavía más, pues con su cabezota de hombre meditativo, no sin cierto refinamiento clerical, había sido capaz de leer en el fondo de su espíritu, y de entender que cuando ella diera el paso definitivo iba a ser una mujer fiel, aunque sólo fuese por un sentimiento de dignidad o por la fuerza de la razón, a pesar de que lo considerase inferior a ella en todo. Lo importante era llegar, y además ¡qué le importaban las tomaduras de pelo y las insidias! Sabría lo que hacía, sabría custodiar su tesoro ante las barbas del mundo entero. ¡Se reía de las sátiras del maestro Fassi!
La verdad es que éste le seguía lanzando pullas cada vez que se encontraban, pero con un sentimiento nuevo de acritud hacia la Pedani pues la creciente brillantez de ella lo ensombrecía a él, y además, al estar ocupada con otras cosas, le racaneaba cada vez más la colaboración que tanto necesitaba. Aquellos días había publicado varios artículos provocadores en la revista Competición y se había echado encima una horda de enemigos. Atacaba a todos los adversarios de la gimnasia diciendo que los bailarines, al ejercitar sólo los miembros inferiores, obtenían piernas atléticas pero torsos de pollo; acusaba a los maestros de esgrima de fortalecer las caderas y el hombro derecho en detrimento de unas proporciones equilibradas del cuerpo; la tomaba con los profesores de piano porque eran la causa principal de la vida demasiado sedentaria de las chicas, y con los traumatólogos, que se oponían a la gimnasia porque desacreditaba sus instrumentos de tortura; había pinchado hasta a los boticarios y los drogueros, escribiendo que calumniaban «la nueva ciencia» porque habían hecho caer las ventas del aceite de bacalao. De todas partes le habían llegado agrias reacciones, a las que le daba apuro contestar él solo; y justo en medio de aquella difícil coyuntura la Pedani lo abandonaba. Fassi desahogaba su despecho con el secretario, sin revelar la verdadera razón, tachando a la maestra de ambiciosa e ingrata, aunque por interés mantuviese todavía con ella las mejores relaciones. Y cuanto más la defendía el secretario, peor la ponía él. Finalmente un día discutieron dirigiéndose palabras llenas de brusquedad. El maestro llevó sus críticas más allá de lo acostumbrado y don Celzani le respondió resentido:
—La señorita Pedani es una chica honesta.
—¡Puf! —dijo Fassi—. ¡Si hubiese querido!
—¡Eso no es verdad! —exclamó don Celzani indignado.
El otro estuvo a punto de responder con una buena insolencia, pero recordó que gozaba de una renta reducida y frenó la frase entre los dientes.
—Creo que es mejor —se contentó con decirle— que no intente experimentarlo en propia carne.
El secretario insistió, se separaron bruscamente, y desde aquel momento sólo se saludaron con frialdad.