HABÍA POCA GENTE AQUELLA TARDE en casa de los Ginoni. El profesor Padalocchi no había podido ir, la Zibelli no había querido y el casero no aparecía. En el comedor, alrededor de una gran mesa ovalada cubierta de fruteros llenos de dulces y botellas de vinos sardos y sicilianos sólo estaba la familia, la maestra Pedani y tres amigas pequeñas de la hija con su abuela que vivían en la otra escalera. La presencia mayoritaria de la juventud le daba a la reunión gracia y alegría, formando una buena corona de cabezas rubias bajo el calor de la luz de una rica lámpara de gas, que teñía de dorado toda la habitación. La niña, de la que la Pedani era todavía maestra de gimnasia en la escuela Margherita, tenía trece años, y era el vivo retrato de su hermano más pequeño, su gemelo, alumno de tercero. El hijo mayor, Alfredo, de veintiún años, estudiante de matemáticas en la Universidad e ilustre velocipedista, rubio y atrevido, con un buen par de ojos maliciosos, se desenvolvía como un hombre de mundo. Se sentó tan cerca de la maestra que ésta tuvo que echarse un poco hacia atrás para no rozarle con el hombro y la cadera. Él era el ídolo de su madre, que aún no tenía cuarenta años: un fideo elegante e indolente, con una gran nariz aristocrática. Ella se mostraba benévola cuando no le herían en el amor ciego que sentía por aquel hijo. El más simpático de la familia era el ingeniero, hombre apuesto de unos cincuenta años, entrecano, sonriente, gran trabajador y conversador, muy jovial, amante del buen diente, pero no del humo. Marido y mujer profesaban una simpatía cordial por la Pedani, en parte por la originalidad respetable de su carácter, pero sobre todo porque su hija la adoraba. Lo único que les distanciaba de ella era la aversión que declaraban a la gimnasia, que había nacido hacía unos años cuando un sobrino de ellos, alumno de un internado de Milán, se rompió un brazo cayendo desde lo alto de las pértigas.

—Amigos —le solía decir el señor Ginoni cuando se topaba con ella por las escaleras—, pero sólo hasta el umbral del gimnasio.

O bien:

—¡Abajo la gimnasia! —y cada vez que se encontraban la pinchaba con gracia tocando el tema.

También aquella tarde la conversación se centró ahí. Entre otras cosas, para criticar el nuevo método de enseñanza, el ingeniero contó que había visto el año anterior ejecutar unos pasos rítmicos a las hijas de los militares del instituto de San Domenico, al que había ido para visitar los locales. Sí, el espectáculo le había gustado. Aquellas ciento cincuenta chicas mayores, con sus vestidos negros y azules tan bonitos y delantales blancos, colocadas en formación en un gran patio, se movían todas al unísono al compás de la maestra, ejecutando con gracia movimientos de contradanza y emitiendo un murmullo acompasado que parecía una música de susurros; aquellos brazos contorneados y manos pequeñas revoloteando por el aire, aquellas trenzas gordas que retozaban sobre las nucas rosáceas y los torsos delgados, aquellos trescientos pies finos en forma de arco y la gracia indescriptible de sus movimientos, a caballo entre el baile y el salto, con aquellas vestimentas largas que le daban el aire de un ballet pudibundo, era un espectáculo nuevo y seductor, sin duda alguna. ¡Pero Dios mío! ¡Cuántas palabras profería aquella maestra para conseguir que se moviesen! Peroraba más de lo que ellas se movían: eran órdenes interminables de general de brigada, una verdadera complicación de coreografía. Y luego, un movimiento contenido y medido al centímetro, insuficiente para aquellos cuerpos maduros y llenos de vida, una tabla de ejercicios acompasados, conseguidos a base de bolígrafo, para servir de espectáculo a comisiones e invitados. Él había sentido ganas de truncar la representación a la mitad, dando rienda suelta a todas ellas en un prado florido, como una manada de potrancas.

Pero la Pedani estaba de acuerdo con él en eso. Ella era seguidora de Baumann, precisamente porque éste le hacía la guerra a la gimnasia coreográfica y quería para las chicas una escuela más viril.

—Entonces —dijo el ingeniero—, para hacerle rabiar, le criticaré a Baumann.

—Y yo lo defenderé —respondió la maestra—. Inténtelo.

—No —dijo él sonriendo—, no lo haré, no tengo un conocimiento lo suficientemente enciclopédico, porque ahora la gimnasia abarca todas las ciencias. —Y citó a un conferenciante de la Filotécnica que, unos días atrás, obligado a abordar el tema de la gimnasia, había hecho antes un recorrido exhaustivo a través de la filosofía, la etnología, la antropología, poniendo patas arriba todo el conocimiento humano para luego acabar en las mancuernas.

—La gimnasia —respondió tranquilamente la Pedani— guarda relación con todas las ciencias.

—¿Cómo no? —rebatió el ingeniero—. Es más, es la llave de todas ellas. Ahora dicen que un chico que encuentra dificultad para resolver un problema sólo tiene que hacer un cuarto de hora de ejercicio en las paralelas, luego se vuelve a sentar en el pupitre, y asunto arreglado.

—Si el señor ingeniero está de broma —dijo la Pedani levantando los hombros—, yo no discuto más.

—No estoy de broma —respondió Ginoni sin dejar el tono jocoso—. ¿No se ha dicho también que la gimnasia le pondrá una zancadilla a la medicina? Me parece que es el maestro Fassi el que ha escrito que hay ejercicios que equivalen a una receta médica. ¡Buen tipo el maestro Fassi! Creo que también él observa transformaciones maravillosas en la musculatura de sus alumnos de lunes por la mañana a sábado por la tarde. Por ejemplo, su sociedad ideal es originalísima: la gente saltando por las calles potros y paralelas en todas las plazas, el pugilato obligatorio en todas las oficinas, ejercicios para las articulaciones superiores en los salones…

—No siga, ingeniero —dijo la Pedani—, porque me apena de verdad escuchar cómo un hombre como usted ridiculiza una cosa tan seria. ¡Cómo se puede bromear con la gimnasia: de trescientos mil inscritos en la mili, ochenta mil se libran por incapacidad física! ¡Mientras los gimnasios están llenos de jovenzuelos pálidos, que tienen el pecho y los brazos de un niño, y de cada diez chicas de la flor y nata de la sociedad no hay dos que no tengan algún defecto de constitución…! Es una broma un poco triste.

—Pido disculpas —respondió el ingeniero—. Yo no me meto con la gimnasia… gimnasia. Sólo estoy en contra de esta nueva gimnasia científica-literaria-apostólica-teatral que se han inventado para dar fiestas y espectáculos, para fabricar grandes figuras y multiplicar los congresos, y para menear la lengua y la pluma mil veces más que los brazos y las piernas. No será desde luego ésta, creo, la gimnasia que defiende la señorita.

—No la defiendo —respondió ésta— porque no existe, porque no es más que una invención de señores como usted. Yo sólo conozco una gimnasia motivada y basada en el conocimiento de la anatomía, la fisiología y la higiene, que da a la infancia fuerza, agilidad, gracia, salud y buen humor, y que ensalza todas las facultades morales e intelectuales. Yo creo en estos efectos porque han sido demostrados y los veo. Creo, por tanto, que la gimnasia es la más útil y la más santa de las instituciones educativas de la juventud, y los que se meten con ella, perdóneme… me dan pena, me parecen gente ciega, enemigos inconscientes de la humanidad.

El ingeniero se rió un poco del ligero tono de declamación de las últimas palabras.

—No, señorita —dijo después—, no soy un enemigo de la humanidad. Soy enemigo de quien sin consultar al médico, como siempre debiera hacerse y nunca se hace, pone a hacer gimnasia a chicos con enfermedades y defectos que acaban haciéndose daño, ¿me comprende? Soy también enemigo de los que fomentan competiciones de amor propio entre robustos y débiles que a los débiles les cuestan roturas de cuello; enemigo de quien reduce la gimnasia, que debería ser un alivio para el espíritu, a un artificio teórico que ocupa y fatiga la mente como cualquier otro estudio. Esto es lo que ocurre. Y soy también enemigo de las exageraciones. Creo que los efectos positivos de la gimnasia, que son innegables, se exageran hiperbólicamente, engañando al mundo. Permítame que le diga, por ejemplo, que jamás un ejercicio o un aparato le podrían dar a usted la salud floreciente de la que goza, ni la… figura, que usted misma puede contemplar en el espejo del armario.

El hijo mayor dio su aprobación, haciendo el gesto de aplaudir. Por los ojos de la Pedani cruzó un amago de sonrisa. Pero enseguida se puso seria.

—Siempre igual —respondió—; yo le doy argumentos y usted hace bromas. Sólo le digo una cosa: Alemania e Inglaterra, que son las dos primeras naciones de Europa, son las que practican más gimnasia. El pueblo griego, que fue el primero de la antigüedad, era el pueblo más gimnasta del mundo. —Y añadió con una sonrisa:— Usted lo sabe: Aristodemo, para que los habitantes de Cumas, a los que había sometido, no pudiesen rebelarse contra su tiranía les prohibió hacer gimnasia.

—Lo haría para amigarse con ellos —respondió el ingeniero.

La maestra guardó silencio un momento. Después dijo con vivacidad:

—Afortunadamente no todos piensan como usted. No conoce nuestro mundo. Esta idea se está arraigando en todas partes, también en Italia. ¿Sabe usted que tenemos centenares de sociedades gimnásticas, que hay señores apasionados que invierten su patrimonio para fundar gimnasios, que un gran número de médicos jóvenes consagran a la gimnasia todos sus estudios, y cientos de maestros aprenden a propósito lenguas extranjeras para estudiar la literatura gimnástica universal, que cuenta con miles de volúmenes escritos por científicos eminentes?

El ingeniero realizó un vago ademán, sin responder, porque llevaba un rato ocupado en hacer gestos con la cabeza a su hijo mayor, que se había acercado demasiado a la maestra y la devoraba con los ojos de tal manera que resultaba una verdadera indecencia.

—¡Abajo Baumann! —dijo al final, por decir algo.

Pero cuando le tocaban a Baumann, la Pedani no admitía chistes. Dio un brinco. Baumann era el hombre con más mérito del país, el fundador de una nueva gimnasia que iba a dar inmensos frutos, un gran genio, un gran docto, un creador de modelos. Ella lo había conocido en el Congreso: era un hombre relevante predestinado a hacer grandes cosas. Aunque tenía casi sesenta años, parecía un joven. De frente clara, el gesto fulminante, la palabra mordaz y una elocuencia dominante de soldado y apóstol. Si le hubieran proporcionado los medios, Baumann habría reconstruido la nación. Aunque sólo fuera por la reforma que quería hacer de la gimnasia femenina, las mujeres de Italia le deberían erigir una estatua.

El ingeniero, al mismo tiempo, dibujó una pirueta y un tirabuzón con una mano. La señora Ginoni tomó entonces la palabra con su voz indolente:

—No crea, querida maestra, la gimnasia para las chicas tiene también sus inconvenientes. Los maestros de baile observan que les quita gracia y habitúa a movimientos sin armonía y los maestros de piano dicen que a las señoritas, cuando vuelven del gimnasio, se les olvida tocar. También los profesores de dibujo se lamentan.

—Son celos de la profesión —respondió la maestra—, créame, señora, es imposible que el ejercicio gimnástico haga daño al baile o a ningún otro arte, porque por efecto de este ejercicio la sinovia riega con más abundancia las articulaciones móviles de los huesos y hace que los movimientos sean más fáciles y más libres… ¿Lo ve? También su hijo me da la razón. A propósito —añadió volviéndose hacia el estudiante—, tengo que darle las gracias por su bonito regalo.

El joven dio un brinco, pero no manifestó ni un atisbo de rubor: habría hecho falta algo más. Sin embargo, hubiera preferido el silencio. Y con mucha desenvoltura confesó a su madre haber mandado a la maestra, pensando que le gustaría, el plano de un gimnasio griego copiado por él en la biblioteca. La señora sonrió en voz baja. Y dijo a la Pedani:

—El domingo pasado, Alfredo ganó de premio un banderín en las carreras de velocípedos.

La Pedani se interesó por el asunto: se ocupaba con curiosidad de aquellas competiciones, conocía los nombres de los vencedores habituales, iba a veces a la pista y, aunque no hubiera montado nunca en un velocípedo, hablaba de biciclos, triciclos y bicicletas con pleno conocimiento de causa. Pero esta vez, mientras le contaba los avatares de la carrera, en la que él había esperado con caballerosidad a que se levantase un competidor que se había caído, el joven se le echó encima coqueteando de tal manera con la cabeza y los ojos, que su padre no pudo por menos de hacerle un gesto severo, que él sin embargo no vio.

—Lo ve —dijo la maestra al ingeniero echándose atrás con la silla—, también su estudiante está con nosotros. En esta casa somos mayoría a favor de la gimnasia. El señor Fassi, yo y mi amiga, el señor Padalocchi que hace gimnasia pulmonar, su hijo, el comendador Celzani…

Al oír el nombre de Celzani, el ingeniero soltó una risotada.

—Bueno, lo del comendador Celzani —dijo— vamos a dejarlo.

—¿Cómo? —preguntó la Pedani—. ¿Acaso no va a todos los ensayos de gimnasia que hay, del primero al último, al gimnasio, a escuelas, a institutos?… Su opinión a favor es muy valiosa. No me podrá negar la seriedad del comendador Celzani.

—Yo no se lo niego, ¡todo lo contrario! —respondió el señor Ginoni con determinación—. Además es un buen amigo mío. Es más, le digo que es una de las canicies más venerables de Turín. Sólo que…

Y entonces miró furtivamente a las niñas rascándose el mentón, como buscando una forma de explicarse que ellas no pudieran entender. Pero las niñas, ocupadas en repartirse los dulces, no se fijaban en él.

—Sólo… —retomó la palabra— que su culto por la gimnasia es demasiado parcial. Habría que fijarse en si también se preocupa tanto por la masculina. Y después da mucha más importancia a la edad adulta que a la juventud. Sin embargo, es asombroso cómo acude puntualmente a los espectáculos y la atención que les presta. Para él son una fuente de satisfacción… intelectual y acude a ellos con expresión seria y sus dulces ojos azules entreabiertos, inmerso en profundos pensamientos. ¡Ay, si se pudiesen contar por escrito! Yo lo conozco y no es el único caso. Se trata de un auténtico personaje. La gimnasia femenina ha sido todo un redescubrimiento inigualable para estos señores, un verdadero consuelo para su vejez, una fuente de delicadísimas delicias mentales, de las que nosotros los profanos no nos podemos hacer ni la más remota idea. El comendador Celzani no tiene nada que ver con la gimnasia científica, créame. Cite a otras autoridades, señorita.

—Un día le citaré a usted —respondió la maestra para cortar la conversación—, porque yo lo convenceré y se apuntará al gimnasio.

Todos se rieron.

Jamais de la vie! —exclamó el ingeniero—. ¡Si voy al gimnasio, sólo será para verla a usted en las paralelas!

—Pues hay mucho que ver —respondió la muchacha—, ¿sabe que solamente en las paralelas hay quinientos movimientos?

El ingeniero estaba a punto de responder con una broma un poco fuera de lugar, cuando de pronto sonó el timbre e irrumpió el secretario.

Fue un golpe de escena.

Venía a presentar las excusas de su tío, que no podía salir de casa a causa de un resfriado. Entró sin pensar que la maestra pudiese estar allí y al verla sintió una especie de fuerte sacudida eléctrica. A pesar del inmenso temor a ser descubierto, no pudo vencer la violenta necesidad de buscar en su rostro la impresión que le había causado su carta. La miró fijamente, dilatando desmesuradamente sus pequeños ojos, y con los músculos temblorosos puso una cara extrañísima, encendida al rojo vivo, color al que sucedió la palidez de la cólera.

Aquella cara le había revelado todo en un santiamén al señor Ginoni, que miró inmediatamente a la maestra mientras ésta dejaba escapar una sonrisa indefinida, que no llegaba a dibujarse en la boca ni en los ojos, difuminándose en su rostro inmóvil como el reflejo externo de una imagen cómica.

El secretario hizo sus honores moviendo con dificultad sus gruesos labios que parecían pegados con cola.

«Bueno, bueno, bueno», dijo para sí el ingeniero, saboreando su descubrimiento. Le llevó al secretario una silla, en la que se sentó como sobre un montón de espinas, y le ofreció un vaso de Malvasía que éste aceptó acercándolo a su pecho con actitud de santurrón.

En ese mismo instante al señor Ginoni se le ocurrió poner en marcha un acoso chistoso.

—Perfecto, mi querido secretario —le dijo—, ha venido usted a caer en el medio de una discusión de gimnasia. Estábamos discutiendo con la señora maestra. Nos tiene que decir también usted a qué escuela pertenece. ¿Es de la escuela de Baumann? ¿Es de la escuela…, qué otra escuela hay señorita Pedani?… ¡Obermann! ¿Es de la escuela de Obermann? ¿Qué piensa usted de los efectos de la gimnasia sobre las funciones del corazón?

La maestra elevó los ojos al techo. El secretario, aterrado, apartó inmediatamente el vaso de la boca y miró al ingeniero. Después se bebió el vino de un trago y respondió levantándose confuso:

—Veo que el señor ingeniero quiere bromear. Siento no poder quedarme, tengo que subir ya a ver al comendador…

—¡No, señor! —dijo Ginoni—. No le permito que se escape de esta manera. Además… no puede irse ahora porque, al estar abierto el portalón de casa hasta las once, nunca se sabe a quién se puede uno encontrar por la escalera, y usted, como buen caballero y secretario cortés, tiene el deber de acompañar a la señorita Pedani hasta la puerta.

El secretario se volvió a sentar enseguida, pero el estudiante hizo un gesto desairado porque esperaba ser él el acompañante.

—Yo no tengo miedo de nadie —dijo la maestra con voz viril.

—No basta con no tenerlo —respondió Ginoni—, hay que dar miedo a los demás y este… no es su caso.

El estudiante desvió la conversación interrogando a la Pedani sobre las grandes fiestas que se habían anunciado para el Congreso de gimnasia de Frankfurt, y ella le informó. Debían de ser las fiestas más bonitas que se habían celebrado jamás en Alemania: iban a intervenir representantes de todos los países de Europa, muchos de ellos de Italia. Envidiaba a sus afortunados compañeros que iban a ver aquel espectáculo único en el mundo y a conocer a los más ilustres gimnasiarcas de los estados alemanes: Kloss, Niggeler, Danneberg, el famoso padre de la gimnasia, Jhan Turn Vater, y tantos otros; ella ni siquiera podría procurarse sus retratos.

Mientras hablaba, el secretario le lanzaba miradas de reojo, muerto de celos ante la aparente familiaridad con la que se entretenía con el joven, y a la vez desconsolado, viendo que todos los pensamientos y sentimientos de ella estaban puestos en la gimnasia, con tanto ardor que no cabía esperar que le cupiese otra pasión en el corazón. A pesar de todo, brillaba en sus pequeños ojos un destello de esperanza, y aguardaba, tembloroso e impaciente, el momento de marcharse para acompañarla.

Saltó de la silla en cuanto vio que la Pedani se levantaba para marcharse.

Pero el ingeniero fue incisivo.

—Ahora que lo pienso —dijo mientras todos se levantaban—, el señor secretario es tan tímido con las señoras que es capaz de dejar a la maestra en el segundo piso. Le acompañaré yo también.

¡Alabado sea Dios! Para don Celzani fue como si le abofeteara una mano helada, pero no osó rechistar. Y mientras todos se saludaban y el estudiante le daba la mano a la maestra, observó un movimiento fugaz en el rostro de ella, como si el chico le hubiese dado un apretón de manos demasiado fuerte. Fue para el pobre hombre una segunda bofetada. Salieron los tres y subieron lentamente las escaleras casi a oscuras. El ingeniero continuó haciendo chistes y al secretario, sumido en su gran dolor, no le llegaban las palabras a la boca. Subió a duras penas, deteniéndose cuando Ginoni y la maestra se detenían y quedándose un poco rezagado de vez en cuando para devorar con los ojos aquella belleza, como queriendo robar una respuesta a sus formas o apuñalar con la mirada la espalda de su verdugo. Cuando estuvieron delante de la puerta, donde no llegaba la luz del gas, el ingeniero encendió una cerilla, y la maestra tocó el timbre. El secretario estaba atento a captar e interpretar la esperada mirada del saludo. En efecto, al entrar lo miró. ¡Pero qué desilusión!, la mirada no le dijo nada. Y en el mismo instante en que se apagó la cerilla, se apagó su esperanza.

El ingeniero adivinó por su silencio la tristeza de la desilusión y, sintiéndose más libre envuelto en la oscuridad, le dijo a quemarropa:

—Querido secretario, usted está enamorado de la maestra.

El secretario pegó un brinco, luego lo negó, después se irritó y por último se mostró perplejo y ofendido por la broma.

—¿Y por qué no? —preguntó el señor Ginoni, medio en serio medio en broma—. ¿Por qué iba a ser una deshonra, en caso de que fuera cierto? Es una chica guapa y honesta, muy original, fuera de lo corriente. ¿Por qué no me dice la verdad? Soy un buen amigo y le podría dar buenos consejos. Como caballero que soy respeto los afectos.

Don Celzani se quedó en la oscuridad un rato en silencio; después respondió con la voz conmovida:

—Bueno… es verdad.

—Ya era hora —dijo el ingeniero—, viva la sinceridad. Se ha llevado una desilusión, se comprende, pero no se desanime. Yo conozco a las mujeres. Conozco el carácter de la maestra. Es la típica bomba de mecha larga y escondida, que arde largo tiempo sin dar señales y luego estalla de repente, cuando uno menos se lo espera. Ha de tener una constancia de hierro y una paciencia de santo, y un día… Porque usted la cortejará pour le bon motif, ¿no es verdad?

—Me deja estupefacto —respondió don Celzani—, cómo no voy a tener intenciones honestas.

—Es justo lo que quiero decir —dijo el ingeniero, al que el malentendido había hecho volver al tono de broma—. Pues bien, le voy a dar un consejo. A esa clase de mujeres no hay que atraparlas con un asalto directo, hay que revolotear a su alrededor. Ella posee una pasión: la gimnasia. Pues bien, conviene pillarla a través de esa pasión. Usted se tiene que hacer socio del gimnasio, hacer ejercicio, estudiar la materia en los libros, hablarle de ello, hacerle gracia de esta manera. Éste es el primer consejo que le doy. Más adelante le daré otros. ¡Por ahora, los instrumentos! Y ánimo.

Don Celzani, que no sabía si le hablaba en serio o en broma, no respondió.

Mientras tanto, habían llegado a la puerta del comendador.

—Buenas noches —dijo el ingeniero—. Soy un caballero y guardaré el secreto.

El secretario le respondió con un «buenas noches» flojo y desconfiado, y entró en casa arrepentidísimo de haber hablado.