Capítulo treinta
Capítulo treinta
Era un anochecer del mes de junio de 1956. Aunque en los bosques se adivinaba todavía el reflejo anaranjado de la puesta de sol, unas sombras alargadas se cernían sobre el lago dibujando negros abanicos en el agua. Hacía media hora que había salido la patrulla nocturna. Medio minuto después de que el castor se asomara a la superficie me pareció oír un gruñido sordo, como si las sensibles guardas del castor hubieran advertido algún escape de agua. Pero como sea que la presa se encontraba a unos ochocientos metros de donde yo estaba y no podía verla, no estoy seguro de que el castor cerrara el escape. Aunque me figuro que lo hizo.
Era la tercera noche consecutiva que yo salía por la puerta de tela metálica, la cerraba detrás de mí sin hacer ruido, cruzaba el campo de heno que separaba la casa del lago y me sentaba en la orilla, con los ojos y el pensamiento fijos en el robusto álamo que, a pesar de todo, seguía manteniéndose erguido en la orilla opuesta. El árbol se levantaba a unos tres metros de la orilla y a unos cincuenta de mi observatorio. Aunque la luz era cada vez más tenue, yo distinguía aún la senda, estrecha y oscura, que iba del árbol al agua y las blancas astillas diseminadas alrededor del tronco. Aquella senda que se adivinaba en el blando suelo de la orilla fue abierta por el peso del viejo castor, y las astillas cortadas por sus afilados incisivos. En justicia, el árbol no tenía derecho a seguir de pie; le faltaban tantas astillas que al menor soplo de aire empezaría a tambalearse y se derrumbaría. Pero hacía tres o cuatro días que no soplaba ni la más ligera brisa, por lo que sería menester que el roedor siguiera trabajando.
La puerta se abrió y se cerró suavemente. A los pocos segundos, Lillian se sentó a mi lado. Aunque el día más largo del año estaba a una semana de distancia tan sólo, el aire se enfriaba en cuanto se ponía el sol, por lo que Lillian se había envuelto en un suave jersey de lana y llevaba un pañuelo de seda en la cabeza.
Sin apartar los ojos del álamo, le dije:
—¡Hola! ¿Vienes a mirar lo mismo que yo? Seguramente caerá esta noche. Con otras doce astillitas que le saque, tiene que caer.
—Mientras no quede encajado… —dijo Lillian, pensativamente.
Traté de ahogar la risa.
—Tú siempre te pones en lo peor, ¿eh?
—Cuando se trata de álamos y castores, siempre. —Y, sonriendo a su vez, observó—: Tienes un mosquito en la mejilla y está dándose un banquete.
Distraídamente, me di un cachete en la mejilla derecha.
—No, en ésa, no; en la otra —puntualizó.
Lo cual demostraba que, si otra cosa no, por lo menos habíamos aprendido, en los veinticinco años de estancia en los bosques, a no sentir los picotazos de los mosquitos.
Lillian tenía razón en lo del álamo, y era esta duda lo que me hizo ir al lago tres noches consecutivas y sentarme en la hierba hasta que la noche cerraba por completo. Quería estar allí cuando cayera el árbol.
Más allá del álamo, a menos de siete metros, se levantaban muy juntos tres majestuosos abetos. Si el álamo caía hacia el interior y quedaba encajado entre los abetos, todo el trabajo del castor resultaría inútil. Era un álamo muy viejo; tal vez viera el sol por primera vez cincuenta años atrás. Con los años, su corteza se había vuelto gris y el tronco había adquirido un diámetro de medio metro. Cada noche, desde hacía una semana, el castor salía del agua, recorría la senda erguido sobre sus patas traseras y se ponía a roer el tronco todo alrededor. Si el árbol hubiera tenido la más leve inclinación habría caído tres o cuatro noches atrás; pero no la tenía y sería necesario cercenarlo por completo para que se derrumbara. Por tanto, lo mismo podía ir a caer en el agua, como pretendía el castor, como hacia el otro lado y quedar aprisionado entre los abetos. Los castores no emplean la técnica de los hombres para talar árboles. Se limitan a roer los troncos todo alrededor, dando vueltas y vueltas, y fían en la suerte para que el árbol caiga donde ellos quieren.
Dentro del agua, muy cerca de la orilla, estaba la vivienda de los castores. Multitud de ramitas de álamo, unas con corteza y otras descortezadas, flotaban en torno. Algunas veces, al anochecer, mirando con atención, se veía a la hembra asomar a la superficie, coger una rama que conservara todavía su corteza y volver a sumergirse rápidamente. Y a los pocos segundos se oía el suave gruñido de los hambrientos cachorros al raspar con sus afilados incisivos la corteza de la rama.
La puerta de tela metálica volvió a abrirse y se cerró con estrépito.
—¿Pensáis quedaros ahí toda la noche? —gritó Veasy.
Oscurecía rápidamente. Apenas se distinguía ya el tronco del árbol, aunque la copa se recortaba todavía en el firmamento.
—¿Quieres entrar? —pregunté a Lillian.
—Me gustaría quedarme unos minutos.
—Pon la cafetera en la lumbre y llámanos cuando esté a punto —respondí a Veasy.
Las fuertes pisadas de Veasy resonaron de nuevo en la sala y yo volví a concentrar mi atención en el álamo. Si caía como quería el castor, la copa penetraría en el agua y, dentro de poco, cuando los pequeños empezaran a salir de la guarida en busca de alimento, podrían ir nadando hasta el árbol, coger una rama y comerse la corteza sin necesidad de salir del agua. Mientras permanecieran en el agua, no había coyote ni lince que pudiera darles caza; pero en tierra firme eran todavía demasiado lentos e inexpertos para escapar de las fauces o las garras del carnicero que anduviera al acecho. Tal vez el padre pensara en esto cuando empezó a roer el tronco del álamo. Si éste iba a caer en el agua, los pequeños podrían comer sin peligro.
En la primavera de 1956, Veasy y yo cazamos cien castores. A ninguno de los dos nos gustaba hacerlo, pues, como dije a Lillian en cierta ocasión:
—Son más útiles en el agua que colgados de los hombros de alguna dama.
Pero había ya tantos castores en el arroyo Meldrum que forzosamente teníamos que cazar algunos para impedir que se multiplicaran con excesiva rapidez. Había tantas colonias que si no recurríamos al acero de las trampas, pronto empezarían a matarse unos a otros, como suelen hacer los castores cuando la familia crece demasiado. O tal vez se declarasen epidemias en las colonias, como suele ocurrir cuando la población excede de los recursos alimenticios de que dispone.
En la primavera de 1956 se obtuvieron en nuestro coto y en otros de los alrededores unas cuatrocientas pieles de castor en total. Teniendo en cuenta que quince años atrás apenas se encontraba un solo castor en todo el Chilcotin, esta cifra parecía exagerada. Pero es que los castores llenaban ya todos los arroyos y lagos. Y más de un trampero indio cazaba también sus castores. Y dondequiera que hubiese un estanque lo bastante grande, se reunían tantísimos patos y aves de todas clases que, en el otoño, levantaban el vuelo en bandadas que tapaban el horizonte. Y esbeltas nutrias de aterciopelada piel se atusaban el bigote encima de las viviendas de los castores, y las antas bajaban a beber a los pantanos, como bajaban los alces cuando Lala era niña. Aunque todavía no había demasiadas truchas, existían en el arroyo una o dos cascadas en las que, si uno echaba el anzuelo, podía sacar una rolliza trucha irisada a cada dos tentativas. A primeros de julio, los rancheros conducían casi tres mil cabezas de ganado de «Hereford» a los arbolados pastos de verano de las proximidades del arroyo, y la hierba alcanzaba tal altura alrededor de los embalses que las reses engordaban sin cesar, sin que ni una sola muriera aprisionada entre el barro.
Lejos de allí, en el valle de la desembocadura del arroyo, un ranchero de rostro curtido por el tiempo y manos encallecidas por el trabajo, el azadón al hombro, abría, canturreando, la compuerta de su acequia para regar sus campos de alfalfa, mientras pensaba: «No volverá a faltar agua en el arroyo, mientras los castores estén ahí para impedirlo.»
—Empiezo a tener frío.
Las palabras de Lillian interrumpieron mis pensamientos. Me levanté y flexioné las piernas.
—De todos modos, está demasiado oscuro para ver nada.
—¡El café está listo! —gritó Veasy desde la casa, con su recio vozarrón.
Cogí de la mano a Lillian y la levanté.
—Vamos adentro.
Traté de distinguir la copa del álamo en la oscuridad. No se veía ni una rama. Quizá siguiera allí al amanecer.
Estábamos ya casi en la puerta cuando, de la oscuridad, llegó hasta nosotros el roce de los dientes de un castor en la madera de un álamo.
—¡Espera! —susurré cogiendo a Lillian de la mano.
Uno, dos, tres… La noche era tan tranquila y serena que podía contar las incisiones que hacía el castor en el corazón del árbol. Seis, siete, ocho… Siguieron unos segundos de silencio expectante y, de pronto, oí el casi explosivo crujido del árbol al iniciar su caída. Con un sonoro chasquido, se derrumbó en el agua, y todo volvió a quedar en silencio.
Permanecimos inmóviles, mirando hacia el lago. De pronto, oímos un tumultuoso chapoteo. Era la cola del viejo castor que golpeaba en el agua. Mis ojos buscaron los de Lillian. Sonreímos. Después de carraspear ligeramente, yo afirmé:
—Uno puede conseguirlo casi todo; sólo tiene que proponérselo.
Fue lo único que se me ocurrió. No obstante, estas palabras expresaban mucho. Y nos reunimos con Veasy en la cocina, para tomar café.