Capítulo noveno
Capítulo noveno
¡Crudo mes de enero! Ocho horas de luz, dieciséis de noche. Un metro de nieve pulverizada cubre las huellas de toda la caza, troncha las ramas de los árboles viejos y dobla, aplasta y ahoga a los jóvenes. El viento del Norte es afilado como las agujas de un puerco espín, no lo bastante fuerte para barrer la nieve de los árboles, pero sí para arañar el rostro del que se arriesga a salir. A la puerta de la cabaña, espera, ensillado, el caballo castaño, orejas gachas, palpando la nieve, intranquilo. Me pongo un grueso jersey, una chaqueta de ante, bien forrada, botas para la nieve y perneras de piel de oso. Están algo sarnosas, pero por lo menos me protegerán de la nieve. Lillian me envuelve el almuerzo en un pedazo de lona impermeabilizada y me lo da, mientras trata por todos los medios de disimular su inquietud, aunque sin conseguirlo.
—¡Por Dios, ten mucho cuidado!
Su acento revela honda preocupación, y quizá justificada, pues el trabajo que hoy me espera es tan desagradable como el viento.
Desde Año Nuevo no hemos cogido ni un solo coyote. Y era de esperar. En las tierras del Norte, raro es el coyote que se deja atrapar en una trampa después de Navidad. En enero empieza la cría y todos los coyotes, machos y hembras, se guardan muy bien de tocar carne que no hayan cazado por sí mismos. Y, por supuesto, no quieren saber nada de cebos artificiales. Hay quienes aseguran que el zorro es el animal más listo de los bosques del Norte, pero, comparado con el coyote, el zorro es un pobre estúpido. Si el hombre no ha conseguido borrar al coyote de la faz del continente americano, ello puede ser debido a que el coyote es más inteligente que el hombre.
Sé muchas cosas del coyote. Durante los primeros años que pasamos en la cabecera del arroyo, nuestra seguridad económica dependió enteramente de mis esfuerzos por conservar pieles de coyote estiradas en las tablas, mientras su pelo estaba sedoso. No podíamos contar con otras pieles. Durante la primavera, el verano y comienzos del otoño, todo eran gastos, no había ingresos. Precisábamos muchas cosas. Un pavimento para la cabaña, una segadora y rastrillo de tracción animal, que yo sabía dónde agenciarme, de segunda mano, por sesenta dólares. ¡Sesenta dólares! Una pequeña fortuna. Yo necesitaba muchas más trampas y Lillian más sartenes y pucheros, y linóleo para cubrir el pavimento, cuando tuviéramos pavimento. Y los coyotes tenían que pagarlo todo.
Poco después de Navidad, colgué las trampas de los coyotes de las ramas de los árboles a cuyo pie habían estado tendidas. Simultáneamente, doblé la ración de avena a Míster Binks. Ahora que las trampas no servían ya para nada, casi todo dependería de Mr. Binks. Mr. Binks era un potro castaño, de unas quince manos de alto y seiscientos kilos de peso. Descendía de una yegua mestiza de árabe y de un potro salvaje. Hasta los siete años, vivió con una manada de caballos salvajes. Cuando la manada fue capturada el castaño sufrió la doble indignidad de castración y marca, todo al mismo tiempo. Poco después, pasó a ser de mi propiedad. Lo adquirí a cambio de cuatro pieles de coyote. Poco a poco, empecé a acostumbrarlo a la cincha y al bocado.
Desde Navidad, había nevado con intermitencias. Mientras nevara, los coyotes permanecerían cerca de sus madrigueras, engañando al hambre con pedazos de hueso y pellejos escondidos en los alrededores. Mientras nevara, también yo permanecería cerca de mi madriguera, pues sólo un caso de vida o muerte puede obligar a un hombre a salir de su cabaña en estas latitudes, para contender con una ventisca glacial.
Durante tres días y tres noches cayó la nieve, en diagonal, procedente del Norte. Era una nieve seca como arena. De pronto, las nubes grises se abrieron y una luna plateada miró, sonriente, el blanco mundo que se extendía a sus pies. Medí el espesor de la nieve, que resultó ser de unos setenta y cinco centímetros. En estas condiciones, el coyote que sale de caza tiene que seguir las sendas abiertas por los conejos a través de los matorrales si quiere acallar las tripas sin que le mate la fatiga. Si se le hace salir de la espesura a bosques más despejados, en los que no hay sendas de conejos, cada metro que avanza le cuesta un gran esfuerzo. Ahora que el cielo estaba sereno, nuestro objetivo —mío y de Mr. Binks— era apartar al coyote de las sendas de los conejos y de los matorrales y obligarle a salir a terreno despejado. Y entonces perseguirle hasta que el cansancio le rindiera. Trabajo cruel y fatigoso, tanto para el cazador como para la pieza. Pero no había más remedio que hacerlo, si queríamos seguir viviendo en los bosques.
Muchas veces, las tácticas evasivas del coyote nos despistaban, a mí o a Mr. Binks, y el animal conseguía salvar la piel, al menos por el momento. Pero otras, cometía algún error y entonces perdía la partida.
El caballo arqueó el lomo al notar que le ajustaba la cincha. Cuando, con gran precaución, lo monté, caracoleó inquieto, pero al alejarnos de la cabaña, perdió la alegría, enderezó las orejas y se dispuso a acometer la ardua tarea que le aguardaba.
Cuando se cazan coyotes a caballo con nieve hasta el pecho del animal, toda prisa innecesaria resulta contraproducente. Pues la victoria depende de que al caballo le quede una chispa de brío en el momento en que más se necesita. Dejé que Mr. Binks avanzara a su paso por entre los bosques más claros, camino de los matorrales que empezaban algo más arriba, en la ladera de la colina. Aquí y allá, surcaba la lisa superficie de la nieve el rastro de algún alce. En una ocasión, distinguí, recortándose un momento en el cielo, la silueta de una anta con su cría. Llegué a los primeros matorrales y no vi en ellos más rastro que el de los conejos y un par de comadrejas, por lo que dirigí el caballo hacia un bosquecillo más espeso.
Los arbustos medían casi dos metros de alto y se doblaban bajo el peso de la nieve. Había dado una vuelta casi completa cuando tropecé con el rastro dejado por un coyote solitario poco después del amanecer. Respiré profundamente, me abroché el cuello de la pelliza y me adentré en el bosquecillo. Al rozar las ramas, caían sobre la silla terrones de nieve, y mientras, de pie sobre los estribos, trataba de limpiarla, iba pensando que aquél no era modo de ganarse la vida.
Era imposible conservar la silla seca, y muy pronto el cuero empezó a crujir y chirriar bajo una capa de escarcha. La chaqueta y las polainas de piel de oso se empaparon de agua cuando el calor de mi cuerpo fundió la nieve que las cubría. El agua se convertía pronto en hielo.
En lo más hondo del bosquecillo, junto a una concurrida senda de conejos, vi el lugar donde el coyote había matado. Me incliné sobre el arzón y, con un palito que llevaba al efecto, removí la sangre del conejo. Estaba ya helada, pero se veía que la caza había tenido lugar poco antes. Seguramente al amanecer, pues el coyote suele cazar por la mañana o al atardecer y descansa durante las horas más claras de los cortos días invernales.
El tamaño de las huellas me hizo pensar que no me las había con ningún adolescente, sino con un animal viejo en años y experiencia.
—Yo-ho —advertí a Mr. Binks—. Ahora tendremos que correr. —Me apeé del caballo y le ajusté bien la silla para que no resbalara cuando empezáramos a saltar troncos. Volví a montar y emprendí la marcha pegado a las huellas del coyote.
Un kilómetro más allá, debajo de las ramas de un abeto partido, encontré la cama reciente del coyote. Asentí con la cabeza; las huellas que partían de allí no eran de un coyote que se trasladara de un lugar a otro sin prisa, ni siquiera se apreciaba la forma de la pata. Eran unos hoyos profundos, distantes unos de otro más de dos metros, el rastro que, en medio metro de nieve, deja el coyote que corre para salvar la piel.
—¡Ay ya!
Cuando el desafío brotó de mi garganta, Mr. Binks emprendió un trote ligero.
—¡Ay ya!
Había que promover alboroto para que el coyote siguiera corriendo, aturdirle y mantenerle alejado de la protección de los matorrales.
Las huellas volvieron a llevarme al corazón del mismo bosquecillo. Ahora el coyote seguía una senda de conejos y sobre la nieve bien apisonada podía desarrollar su máxima velocidad. Mr. Binks tendía las orejas hacia delante y tiraba del bocado; pero yo le obligué a contener su impaciencia. Había que economizar energías para el momento de dar la batalla en mi terreno.
Durante varios minutos jugamos al escondite en el bosquecillo, sin darnos ni un instante de reposo. Con trote pausado pero regular, el caballo acosaba al perseguido obligándole a cambiar de senda continuamente. El coyote viraba al norte, al sur, al este y al oeste, mas cuando iba ya a salir de la espesura, siempre encontraba otra senda que soportara su peso.
Aún hoy, cuando no es ya una imperiosa necesidad llegar a tales extremos para ganarme la vida —y, aunque lo fuera, el peso de los años me impediría hacerlo—, guardo amargos recuerdos de las ocasiones en que los coyotes se rieron de mis esfuerzos por hacerles salir de la espesura. Pues hasta el mejor de los caballos se agota y entonces la victoria es para el coyote; y aquél estuvo a punto de lograrla, pero cometió una imprudencia y ello me dio la oportunidad que tan desesperadamente necesitaba.
Del lindero oeste del bosquecillo partía una pequeña franja de pinos jóvenes que conducía a otro bosque mayor. Una senda bastante endurecida arrancaba de la espesura y se truncaba bruscamente al otro lado de los pinos. Quizá me sentía ya demasiado cerca, quizá mis gritos empezaban ya a aturdirle, lo cierto es que las huellas del coyote señalaban hacia la franja de pinos.
—¡Mr. Binks! —Fue una súplica, más que una orden, y el caballo me entendió.
Emprendió veloz carrera, y con una presión de las riendas suave y firme a la vez, le llevé hacia los pinos.
Delante de mí, aún se movían los matorrales, lo que indicaba que el fugitivo estaba cerca. Pero cuando salí de la espesura a un bosque más claro y sin sendas, la longitud de los saltos del coyote me hizo comprender que el animal conservaba energías para seguir a aquel tren durante dos o tres kilómetros.
—¡Ay ya! —A una ligera presión de mis rodillas, Mr. Binks aflojó el paso.
Sentía el deseo de dejar correr libremente al caballo para tratar de acabar con el coyote antes de que se metiera en otro bosque tupido. Pero la experiencia susurraba: «No.» Tenía que ahorrar la fuerza del caballo hasta que los saltos del coyote se acortaran. No sólo tenía que descubrir la estrategia del coyote, sino medir la energía del caballo.
Miré alrededor, buscando algún punto de referencia, para saber dónde estaba. Unos troncos ennegrecidos me indicaron que me encontraba en un bosque incendiado en el que tres meses antes cazara un cachorro de alce. Esto me intranquilizó, pues si el coyote mantenía el rumbo durante quince minutos más llegaría al lago Meldrum.
La nieve que había caído en él se estaba derritiendo. Lo sabía. Y hasta que el agua se congelara solidificándose con el hielo que tenía debajo, yo no podía meter a Mr. Binks en el lago. Pero esto no haría retroceder al coyote, pues la capa de hielo que cubría la nieve derretida soportaría bien su peso. Cruzaría el lago y se metería en el bosque de la orilla opuesta antes de que el caballo tuviera tiempo de rodear el agua.
Me incliné sobre la silla y dejé correr a Mr. Binks a toda velocidad. No tenía ya ningún sentido seguir las huellas del coyote. Tenía que adelantarme a él y obligarle a retroceder.
Los cascos del caballo hendían la nieve. Nos acercábamos al lago. Desvié a Mr. Binks y le hice correr paralelo a la orilla durante un kilómetro, sin encontrar las huellas del coyote. Al trote, retrocedí hasta el cerro. Decidido a llegar a toda costa a los matorrales del otro lado del lago, el coyote tendría que pasar cerca de allí.
Mientras subía la colina, pensaba en la cabaña, en Lillian y en Veasy. Desde luego, Veasy no tenía ni idea de los peligros de la cacería que en aquellos momentos se estaba desarrollando en la boscosa ladera de la colina situada al oeste del lago Meldrum. Antes de que pasaran muchos años tendría ocasión de darse cuenta. Pero Lillian, aunque nunca había perseguido coyotes, sabía los albures que se corrían. No existía caballo absolutamente infalible y al saltar uno de los muchos troncos derribados por el viento que obstaculizaban el avance, y que, muchas veces, la nieve ocultaba casi por completo, podía dar un traspié y caer de cabeza, pillando debajo al jinete. Al atravesar los espesos bosques de abetos, siempre existía el peligro de romperse una pierna. O de meterse una rama en un ojo, o de que una rama le barriera a uno de la silla. Lillian sabía estas cosas. Pero sabía también que, puesto que las trampas no servían ya para nada, éste era el único medio de conseguir pieles de coyote.
Cuando volví a encontrar las huellas comprendí que el perseguido me había llevado hasta el hielo y, cuando me supo debajo, retrocedió hacia la colina. Sus saltos eran ya mucho más cortos, aprovechaba en su avance los troncos caídos y cualquier grieta en la nieve que le facilitara la carrera. Al fin, empezaba a dar señales de fatiga.
En semejantes circunstancias, un coyote adulto puede dar prueba de asombrosa inteligencia en sus esfuerzos por salvar la piel. Si, en la espesura, consigue despistar a su perseguidor, deliberadamente se acuesta en la nieve para reponer fuerzas. En una ocasión, en que trataba de hacer salir a un exhausto coyote del bosquecillo en el que se escondía, lo descubrí a pocos metros de distancia, tendido en una roca plana, observando todos mis movimientos. Pero antes de que pudiera echarme el rifle a la cara, el animal había desaparecido entre los abetos.
Habría jurado que este coyote estaba ya reventado de fatiga. Ahora sólo había que calcular en qué momento y lugar pedir al caballo la carrera final que me situara al lado del coyote. Pero había que calcular bien.
El bosque se espesaba. Los inevitables macizos de arbustos poblaban hendiduras y protuberancias. Volvíamos a terreno de conejos. Las huellas del coyote denotaban que sus pasos eran cada vez más cortos y que el animal se encontraba a pocos metros. Palpé el caballo con las rodillas. Resistiría aún otro kilómetro.
—¡Mr. Binks!
El látigo le rozó las ancas y el animal salió disparado.
Me encogí en la silla cuanto pude para esquivar las ramas bajas. Doblamos a la derecha y luego a la izquierda, pegados a las huellas cada vez más desiguales del fugitivo.
Al fin lo divisamos. Doce kilos de fatigado coyote que subían y bajaban sobre la nieve como un tronco en la rizada superficie de un lago. Tal vez hubiera debido sentir lástima al echar mano del rifle y meter una bala en el cañón. Y tal vez la sentía; pero no podía dejarme llevar de la compasión. Cuántas veces, durante los meses de febrero y de marzo, cuando la helada superficie de la nieve sostiene al coyote, pero se hunde bajo el peso del ciervo, he descubierto en los bosques las huellas que deja el coyote al perseguir a su víctima a la que luego mata lentamente. Por muchos coyotes que yo extermine por este procedimiento, ellos seguirán matando ciervos mucho después de que yo falte de los bosques.
—¡Mr. Binks!
Ahora no fue más que un susurro. Y el caballo me brindó generosamente su última chispa de energía. No necesité apuntar. Me coloqué al lado de la víctima, apoyé el frío cañón de mi «22» en la oreja y apreté el gatillo.
Esta forma de abusar de la fuerza del caballo para derrotar al coyote era injusta para ambos. Nunca lo consideré un deporte. Era una necesidad, como comer o beber. De este modo quité la vida a muchos muchos coyotes, pero nunca fue ésta faena de mi agrado. Y la abandoné por completo cuando dejó de ser necesaria.
Hacía más de dos horas que ardía el quinqué cuando llegué a la cabaña. Su tenue reflejo en la ventana obró como un tónico en mis doloridos miembros, y hundí los tacones en los ijares del agotado caballo mientras le decía:
—Cien metros más y los dos podremos calentarnos.
El animal estaba cubierto de escarcha, por habérsele helado el sudor. De su cola colgaban carámbanos que chirriaban a cada paso. Yo iba encorvado en la silla, con mis enguantadas manos apoyadas en la cruz de Mr. Binks para aliviar con su calor mis torturadas carnes, que parecían haberse congelado.
Siempre me pasaba lo mismo al término de aquellas cacerías, tanto si cobraba la pieza como si no. La emoción y el furioso ritmo de la persecución me caldeaban el cuerpo y hasta me hacían sudar. Pero después, durante el regreso, el frío se hacía casi insoportable.
La puerta estaba abierta. Lo vi cuando me encontraba aún a cincuenta metros. Y pensé: «Está ahí fuera, escuchando y esperando.»
Oí su exclamación de alegría cuando su figura era todavía una mancha difusa en la noche. Dirigí el caballo hacia ella, di media vuelta en la silla y con dedos torpes traté de desatar las cuerdas que sujetaban el cuerpo del coyote al costado de la silla.
—Déjame a mí.
Rápidamente, Lillian deshizo los nudos y depositó el coyote en el suelo.
Desmonté con movimientos envarados y oprimí mis fríos labios a los suyos cálidos que ella me ofrecía. Luego, cogiendo con una mano la brida y con la otra el arzón, me dijo:
—Entra y caliéntate. Yo atenderé al caballo.
Alargué el brazo hacia el arzón.
—Yo me ocuparé de…
—Tú entrarás inmediatamente en casa —interrumpió ella. Era una orden, no una sugerencia—. Ya has pasado bastante frío por un día.
Y se llevó el caballo hacia el establo, mientras yo la miraba estúpidamente.
Llevé el coyote a la cabaña y empecé a desatarme las botas. Después de inspeccionar la «pieza», Veasy me preguntó:
—Papá, ¿cuándo seré lo bastante mayor para ir a cazar coyotes?
—Cuando seas lo bastante mayor —le dije en tono solemne—, espero que ninguno de los dos tenga que perseguir coyotes.
Y deseaba fervientemente no equivocarme.