Capítulo trece
Capítulo trece
Esperamos cuanto pudimos para enganchar los caballos al trineo, con la esperanza de que remitiera el frío. La esperanza era muy vaga, pues los inviernos del Chilcotin nos habían enseñado que por cada veinticuatro horas de ventisca del Norte había veinticuatro horas de frío sordo sin viento y sin nieve.
Por fin, el cielo se despojó de su capa gris; pero cuando el sol volvió a mirar a los bosques, la línea de mercurio bajó a cuarenta bajo cero. No obstante, después de casi un mes sin ver ni un rayo de sol, daba alegría, ya que no calor, advertir de nuevo su resplandor. De manera que, procurando olvidar las cifras del termómetro, cargamos en el trineo mantas, equipo y heno, enganchamos los caballos y nos dirigimos hacia el Sur.
Por lo menos no había viento que nos atravesara la ropa, y aunque los bordes de piel de la parka pronto se cubrieron de escarcha y constantemente teníamos que restregarnos las pestañas con los mitones para hacer que se desprendiera el hielo, en las profundidades del trineo, bien cubiertos con las mantas de las que sólo sacábamos la cabeza y las manos, disfrutábamos de una temperatura relativamente templada.
Cada metro que avanzábamos suponía un esfuerzo cruel para los caballos. La nieve se iba acumulando en el yugo y llegaba a formarse una masa de tal tamaño que impedía el avance de los animales. Entonces yo tenía que saltar del trineo y sacar la nieve con una pala para que los caballos pudieran seguir la marcha. Cualquier desnivel exigía una parada de dos o tres minutos, para que los caballos pudieran descansar.
A unos tres kilómetros de distancia de la cabaña encontramos una muestra del terrible tributo que la «amarga» luna de diciembre exigía a los bosques. En el centro de lo que fue el camino antes de que lo borrara la nieve yacía un cachorro de alce. Tenía la cabeza descansando en la cruz y las patas dobladas debajo del cuerpo. La postura era tan natural que la pobre criatura de los bosques parecía estar durmiendo. Pero había muerto. Incapaz de seguir a su madre y habiendo perdido poco a poco el deseo de vivir, por efecto de la inexorable tortura del frío, llegó un momento en el que necesitó para buscar comida más energías de las que la comida le procuraba. Y, cansado de tan dura lucha por la existencia, se echó en la nieve y quedó inmóvil, mientras el aliento se convertía sobre sus labios en una costra de hielo y el corazón marcaba débilmente los últimos compases de su vida.
Tuve que desenganchar los caballos para apartar del camino el cadáver del alce. Cuando volvía a poner en marcha el trineo dije a Lillian:
—No se ven las huellas de la madre.
—Tal vez la mataran los lobos —suspiró Lillian.
—Tal vez.
Cuando volvimos a parar para que los caballos recobraran el aliento, comenté:
—Más de un alce morirá en estos bosques antes de que se funda la nieve.
El reloj que Lillian me regalara en la Navidad de 1931 seguía funcionando satisfactoriamente. Le había dado cuerda al salir de la cabaña, pero desde entonces no había vuelto a mirar la hora. El pensar que tenía que sacarme un mitón para buscar el reloj me quitaba el deseo de enterarme de qué hora era. Era más importante conservar calientes los dedos.
Cuando el sol se ocultó, aparecieron, por el Norte, unas manchas grises. Yo calculaba que habríamos cubierto unos doce kilómetros en ocho horas. Del morro de los caballos colgaban carámbanos de hasta treinta centímetros. Las bestias tenían el cuerpo cubierto de una capa gris, al helárseles el sudor nada más salir del poro. A un lado del camino se levantaba un abeto solitario que probablemente era ya bastante robusto cuando Colón llegó a América. Su tronco medía más de un metro y medio de circunferencia y sus ramas eran tan recias que apenas se doblegaban bajo el peso de la nieve. Como si advirtieran mi cansancio, los caballos se detuvieron junto al árbol, cabizbajos y jadeantes, rompiendo los carámbanos con el yugo.
—Ya tienen bastante. Están reventados.
Lillian apartó las mantas y miró alrededor.
—Estoy tan tiesa que me parece que no podré volver a andar en mi vida.
Hacía una hora que Veasy viajaba debajo de varias mantas y de un montón de heno. De pronto, reapareció exclamando:
—Tengo hambre.
Las ramas del abeto habían protegido una pequeña extensión, en la que la nieve alcanzaba sólo medio metro de espesor.
—Éste me parece un lugar tan bueno como cualquier otro y mucho mejor que algunos. Éste será nuestro hotel. Tú y Veasy quedaos en el trineo mientras desengancho los caballos.
Los desenganché, los tapé con mantas y les serví una brazada de heno. Por los alrededores no había ningún lago del que pudiéramos sacar agua haciendo un agujero en el hielo. De manera que, por una noche, los caballos tendrían que comer nieve en lugar de beber agua.
Una vez atendidos los animales, limpié de nieve una extensión de dos y medio por tres metros, debajo del árbol. Entonces Lillian y Veasy pudieron saltar del trineo sin hundirse en la nieve. Oscurecía y no habría luna, por lo que decidí que sería mejor no malgastar tiempo ni energías montando la tienda. De manera que la extendimos en el suelo, debajo del árbol, y pusimos encima las mantas y los utensilios de cocina.
Incluso en medio de la nieve, a la intemperie y sin estufa se puede conseguir una temperatura bastante aceptable. A pesar de los inhóspitos que parecen los bosques cuando se visten de invierno, brindan grandes cantidades de material que, si se utilizan convenientemente, pueden convertir un lugar que a primera vista puede parecer desagradable en un rincón acogedor.
Había que hacer ejercicio para combatir el frío que nos traspasó las carnes en cuanto salimos del trineo. Llevábamos con nosotros leña seca y a los pocos segundos ardía ya una hoguera. Lillian y yo nos calzamos las raquetas y nos dirigimos a un bosquecillo de abetos jóvenes. De un solo hachazo derribé uno de ellos. Cuando hube talado media docena, Lillian formó con ellos un haz y los transportó al campamento. A Veasy incumbió la tarea de clavarlos en la nieve. En los bosques, no son los retoños de los animales salvajes los únicos que han de aprender a valerse por sí mismos.
A los diez minutos, el campamento estaba protegido por una pared bastante compacta hecha de árboles de Navidad, que no sólo lo protegía del viento sino que reflejaba el calor de la hoguera, proyectándolo nuevamente hacia el tronco del árbol. Y mientras tuviéramos bastante leña seca para mantener el fuego, el campamento se conservaría relativamente templado, por mucho frío que hiciera fuera.
Mientras Lillian preparaba la cena, yo corté con el hacha varios pinos secos que, convertidos en leña, amontoné junto al fuego. Pronto estuvieron asados los filetes de anta y preparado el té. Y, en cuclillas, al modo de los indios, bien arrimados a la lumbre, dimos buena cuenta de la cena.
El viajar con estas temperaturas no sólo abre el apetito sino que también adormece el cuerpo y el cerebro. Si, después de haber estado durante todo el día expuestos a un frío intenso, os acurrucáis junto a la lumbre, a los pocos segundos empezaréis a dar cabezadas y antes de que transcurran dos minutos estaréis dormidos. A pesar de lo primitivo y tosco de nuestro refugio, tan pronto hubimos cenado y fregado los cacharros, se nos cerraron los ojos y, después de escarbar en el lecho de ramas preparado por Lillian, en pocos segundos nos quedamos profundamente dormidos.
Cuando por la mañana, aticé el fuego apenas empezaba a clarear. Lillian asomó la cabeza por un extremo de la manta en el momento en que yo llenaba un puchero de nieve y lo ponía en la lumbre. Tosió cuando el aire helado le fustigó los pulmones. El viento silbaba por entre los árboles y la nieve se estrellaba contra nuestro parapeto de ramas.
—Quédate tapada hasta que hierva el agua para el café —le aconsejé, tiritando dentro de mi pelliza. Sugerencia que ella no dudó en aceptar.
Le tendí una taza de café.
—Está nevando otra vez —gruñí—. Y lo de menos es la nieve. Sopla otra vez el viento del Norte. Ayer fue un día malo; pero hoy será mucho peor.
Y no me equivocaba. Levantamos el campo cuando se hizo de día, mientras la nieve nos azotaba el rostro. Los caballos se quedaron clavados unos instantes al sentir el roce del helado yugo, luego, resoplando y revolviéndose, se aprestaron a la marcha y el trineo empezó a avanzar.
Después de muchas paradas, dejamos atrás los bosques. Ante nosotros se abría, triste y monótona, una ancha pradera de superficie suavemente ondulada.
—Los llanos del lago de la Isla —refunfuñé, como si anunciara nuestra llegada a las puertas del infierno.
Los llanos del lago de la Isla son un lugar muy agradable en verano. Están dotados de cantidad suficiente de agua potable, almacenada en varios pequeños lagos, y salpicados de bosquecillos de álamos y de pinos que brindan sombra al ganado. Cuando llega el otoño, millares de patos y centenares de gansos del Canadá pueblan el aire de graznidos mientras los gallos silvestres se esconden entre la hierba cuando un batir de alas les anuncia la presencia de algún halcón o de algún búho que busca presa fácil. Y, hasta en la más tórrida tarde de agosto, una brisa mece suavemente la hierba y, venga del este, del oeste, del sur o del norte, siempre refresca.
Pero en el invierno todo es diferente. Los estanques están cubiertos por una capa de hielo de más de medio metro de espesor. Los patos y los gansos emigran lejos, a las tierras del Sur. Los gallos silvestres huyen a esconderse en lo más hondo de los bosques; sólo queda el viento.
Aunque en el bosque parezca que el viento está en calma, en la llanura siempre sopla. Revuelve la nieve, la levanta, se la lleva a varios metros de distancia y la deposita en cualquier zanja o quebrada hasta que las hace desaparecer y la superficie queda lisa e inocente, en apariencia.
Al llegar al lindero del bosque, nos preparamos para hacer frente a la acometida del viento. Los torbellinos de nieve limitaban la visibilidad a unos cincuenta metros. El frío era horroroso. No se distinguía ninguna senda, ni siquiera una peña que pudiera servirnos de punto de referencia.
—¡En marcha! —grité a los caballos, que bruscamente echaron a andar con paso vacilante.
—¡Que los llevas a una quebrada! —exclamó Lillian.
Pero la advertencia llegó un segundo demasiado tarde. Entre la escarcha que me cubría las pestañas y la nieve que me azotaba la cara, no había visto la zanja que la nieve disimulaba. Y tampoco los caballos, que a veces adivinan, si no ven, esta clase de trampas. La nieve cedió, las bestias se hundieron hasta el vientre y luego se tumbaron de costado como diciendo: «De aquí no pasamos.»
—Ahora tendré que desenganchar —murmuré, consternado por la idea de tener que maniobrar en medio de aquella ventisca—. Trataré de sacar primero a los caballos y después, con la cadena larga, el trineo. —Empecé a arrojar al suelo mantas y otros efectos—. La cadena de enganche, ¿dónde diablos está la cadena? —pregunté con impaciencia.
—Aquí está —Lillian sabía dónde estaba la cadena porque, invariablemente, en los momentos de apuro, tenía siempre a mano lo necesario.
—¡Buena mujer! —Sonreí. Cogí la cadena, salté a la espiga del trineo y solté el pasador de las varas de enganche. Luego me deslicé con grandes dificultades por la espiga y quité el yugo a los caballos. Entonces, me hice a un lado y, con la nieve hasta el pecho, grité:
—¡Arre!
Los animales se pusieron en pie y libres del peso del trineo, consiguieron escalar el obstáculo. Entonces les hice detenerse y até la cadena a la espiga del trineo. Volví a animarles con un grito, que subrayé con un chasquido del látigo. Y los patines rechinaron, y Lillian y Veasy se agarraron al trineo con todas sus fuerzas, y los caballos gruñeron y tiraron sacando a relucir todo su brío. Y la zanja quedó atrás; pero sólo Dios sabía cuántas tendríamos que salvar aún.
Estaríamos llegando a la mitad de la travesía cuando los caballos se pararon en seco.
—¡Arre!
No sirvió de nada. El tronco estaba agotado. Había dado de sí todo lo que podía, pero no nos bastaba. Miré a Lillian como un estúpido y ella me miró inexpresivamente.
—Y ahora, ¿qué?
Lo mismo iba a preguntarle yo.
—Supongo que tendremos que montar a pelo —dije sombríamente—, dejando aquí trineo y arneses.
No era una perspectiva muy agradable, pero no teníamos dónde elegir.
De pronto, Lillian se puso de pie en el trineo y miró hacia el Sur con tal intensidad que los ojos se le humedecieron.
—¡Humo! —exclamó—. Huelo humo.
Yo tenía un pie en las varas de enganche y el otro en la caja del trineo.
—¡Humo! ¿En esta llanura y con este tiempo? Estás loca.
—No estoy loca —repuso airadamente—. Es humo. ¿No lo hueles?
Entonces lo percibí. Pero no podía dar crédito a mi olfato. ¡Humo en los llanos! ¡Y con aquel tiempo!
—Alguien ha encendido fuego por estos alrededores. —Lillian se quedó inmóvil unos momentos, mirando hacia delante con intensidad—. Ya lo veo. Es una fogata de campamento. ¡Indios!
Miré también hacia el Sur. Me froté los ojos para asegurarme de que no estaba viendo visiones.
—¡Indios! —susurré, sin acabar de creerlo.
Delante de nosotros, a unos cuatrocientos metros, ardía una hoguera y, junto a la hoguera, se veían unos caballos y un trineo. En torno al trineo se distinguían media docena de figuras. Poco a poco, mis ojos descubrieron también una forma grande y oscura a un lado del trineo.
—Un anta —supuse—. Han matado un anta.
Agité las riendas e hice restallar el látigo.
—¡Vamos, arriba, caballos! A tirar del trineo. Tenemos compañía.
Y, como si hubieran entendido mis palabras, los caballos se levantaron de la nieve, irguieron sus cansadas cabezas, y, poco a poco, el trineo empezó a avanzar.
Sí; eran indios. Allí estaban Redstone Johnny y su rolliza y risueña esposa Lizzie y el viejo Azak, que, mirándonos con sus cansados ojos, murmuró:
—Venir hombre blanco.
Estaba también Johnny, Lago del Águila, que había nacido junto al lago de este nombre, ciento cincuenta kilómetros al Norte. Había también cuatro papooses muy ligeros de ropa que parecían no sentir aquel viento que helaba nuestras carnes a pesar de los gruesos abrigos que nos cubrían. Todos, de la reserva del arroyo Riske. Con gran satisfacción, nos informaron que Redstone Johnny había cazado un anta la víspera por la tarde y hoy habían ido todos para ayudarle a llevar la carne a casa. Redstone Johnny se dejaba caer por nuestra cabaña con cierta frecuencia para comer con nosotros o tomar una taza de té y contarnos sus penas, como acostumbran a hacer los indios cuando encuentran un auditorio comprensivo. El anta estaba ya descuartizada y los concurrentes, de pie junto al fuego, asaban enormes chuletas ensartadas en unas varillas.
Ningún blanco saldría de caza con un tiempo como el que habíamos tenido durante aquel mes. Preferiría comer alubias a todo pasto antes que ir a cazar con aquel frío. Además, por regla general, los blancos cazaban en otoño carne suficiente para todo el invierno. Los indios, no. Ellos vivían al día y no se preocupaban por el futuro. Eran cazadores natos y podían cobrar un alce o un ciervo cuando el blanco pasaría días y días deambulando por los bosques sin disparar ni un solo tiro. Cuando encontraba huellas recientes, el indio las seguía hasta que alcanzaba a su presa y la mataba.
—Salir trineo y comer. —Éste fue el saludo de Redstone Johnny. Luego, riendo de buena gana, preguntó—: ¿Por qué hombre blanco viajar con este tiempo?
El fuego ardía alegremente y el aroma de la carne me hizo la boca agua.
—Estoy loco, Johnny —le contesté riendo—. Si yo no loco, ni yo, ni mujer, ni hijo salir de la cabaña hasta la primavera. Entonces hombre blanco ser igual que oso: meterse en su agujero en otoño y no salir hasta que no haber nieve.
Y cogiendo el cuchillo de caza de Redstone, corté tres buenos bistecs de una pierna del anta, los ensarté en unas varillas y los puse junto al fuego para que se asaran. Nuestros anfitriones tenían en la lumbre un caldero de té. La esposa de Redstone llenó tres vasitos de hojalata y nos los pasó. Estoy seguro de que nadie ha saboreado el té con tanto placer, ni en el marco más suntuoso ni en la taza más fina.
Bien arrimados a la hoguera, hincamos el diente en aquellos bistecs sin dejar que acabaran de asarse, dando gracias a la buena estrella que había permitido a Redstone cazar el anta tan cerca del camino. Después de eructar sin el menor recato, los indios cargaron en el trineo lo que quedaba del anta. Los cuatro papooses se acurrucaron bajo un montón de pieles de conejo, riendo y charlando en su lengua gutural. Redstone empuñó las riendas y me dijo:
—¿Hombre blanco querer ir delante?
—Ni hablar. Caballos indios mejores que los míos. Los míos estar casi muertos de fatiga. Mejor tú ir delante y yo seguir detrás.
Pues, para ir a su reserva, los indios tenían que pasar por delante del almacén.
El encontrar camino abierto infundió nueva vida a los caballos. Ya no se acumulaba la nieve en las varas, y aunque el piso era bastante malo, las bestias consiguieron mantenerse a una velocidad de tres a cuatro kilómetros por hora. Llegamos al almacén al anochecer.
La oficina de Correos y almacén del arroyo Riske hervía de animación. Un transporte tirado por seis caballos acababa de detenerse a la puerta con un cargamento de mercancías destinadas a los almacenes de las tierras altas.
—El más cochino viaje que he hecho en mi vida —gruñó el conductor, mientras yo acomodaba a nuestros caballos en dos establos que encontré vacantes—. Ni rastro de camino en toda la pradera de Becher. Todo completamente tapado. Hemos tardado diez horas en traer la carga desde «Casa Bristol», donde paramos anoche.
«Casa Bristol» era otro parador situado a unos quince kilómetros al este del arroyo Riske.
—Pues tuvisteis mejor suerte que nosotros —le dije para consolarle, mientras sacaba los arneses a los caballos—. Pasamos la noche debajo de un abeto.
El conductor era un hombre alto y delgado y tenía los ojos enrojecidos de tanto mirar la nieve.
—¡Voto a…! ¿Y con la mujer y el chico? —Yo moví la cabeza afirmativamente. Él se metió un dedo en la nariz y prosiguió—: Esto me recuerda el invierno de 1921-22. Yo llevaba un tronco de cuatro caballos con grano para uno de los rancheros de las montañas. Bueno, ¿sabe usted el camino entre el prado de Harper y el bosque de Hance? ¡Y luego hablan de baches! Nunca había visto ni he vuelto a ver baches como aquéllos. Y uno de los caballos de detrás que empieza a cojear. Y vengan baches. Y con más de cuatro toneladas de carga. Y un frío de mil demonios… Cuando salí de la cuadra él seguía en los baches.
Un sacerdote católico, con barba, nos estrechó la mano a Lillian y a mí cuando arrimamos nuestras sillas a la estufa del salón. En todo el distrito del Chilcotin se le conocía con el nombre de padre Thomas. Se ocupaba de los asuntos espirituales de los indios. En el salón, todas las conversaciones giraban en torno al mismo tema: el tiempo. Un cow-boy, que trataba de calentarse en la estufa, dijo:
—¡Por los clavos de Cristo! Tengo los pies congelados desde hace un mes.
Un domador de caballos que estaba deseando que el tiempo templara para poder acampar en la montaña y empezar a buscar huellas, coreó:
—¡Esta condenada tierra va a irse al infierno!
Era un hombrecillo bajo y encorvado, con las piernas ligeramente arqueadas de tanto bregar en la silla.
Haciendo oídos sordos a las irreverencias del cow-boy y del domador de caballos, el cura nos contó sus propias tribulaciones. Hacía una semana que hubiera debido trasladarse a una de las reservas del Oeste, pero el frío de los últimos días le había dejado varado en el arroyo Riske esperando la llegada del trineo y del indio que debía acompañarle. Con toda seguridad, el indio debió de llegar a la conclusión de que su alma no se ensuciaría más porque él conservara a los caballos en el establo hasta que mejorase el tiempo.
Dos comerciantes de pieles y un chino jugaban al póquer. De la tienda entraron tres tramperos indios que se quedaron contemplando el juego unos minutos, luego sacaron una sucia baraja y se pusieron a jugar al blackjack. Yo estuve de mirón en la mesa del póquer el tiempo suficiente para darme cuenta de que la suerte favorecía al chino. «Ojalá los deje limpios», dije para mis adentros. Nunca me fueron simpáticos los tratantes en pieles.
El comerciante estaba en su despacho, con sus «Pérdidas y Ganancias». Me miró y se restregó las manos, esperando tal vez hacer un buen negocio.
—Pensé que habíais muerto todos —dijo afablemente a modo de saludo.
—Hubo momentos, en el llano, en que nos faltó muy poco —le repliqué con cierta acritud.
Él se quedó unos momentos pensativo y dijo:
—Es un invierno asqueroso. Me recuerda aquél en que murió de frío el pobre Joe Isnardy. Fue un par de años antes de que tú llegaras aquí. Antes de la Ley Seca, yo tenía un bar. —Frunció el ceño, haciendo un esfuerzo por recordar—. Estábamos a cuarenta y cinco bajo cero cuando Joe salió en su trineo, en dirección al Este. Cuando llevaba unos tres kilómetros de viaje, el frío se le metió en los huesos. Tenía una caja de whisky en el trineo y, para entrar en calor, decidió destapar una botella. Por lo visto, un par de tragos no bastaron para calentarle ni las manos. De manera que volvió a sacar la botella. Al cabo de un rato, ató el trineo a un árbol, se sentó en un tronco y siguió bebiendo. Una semana después lo encontraron sentado en el tronco, congelado, con dos botellas vacías en el suelo y otra en la mano, a medio vaciar.
—¿Qué fue de los caballos? —pregunté con curiosidad.
—¿Qué crees tú? Se murieron, fueron al cielo y vivieron felices para siempre.
Tras media hora de regatear, cambié nuestro escaso cargamento de pieles por ciento setenta dólares de mercancías. Esta vez no intervino el dinero en la transacción. Necesitamos hasta la última piel para pagar lo necesario.
Nos quedamos tres días en el arroyo Riske, dejando descansar a los caballos, hablando del tiempo con todo el que quisiera escucharnos, despachando el correo y esperando que subiera un poco la temperatura para poder volver a casa sin peligro de morir de frío por el camino. Y al cuarto día, con una «benigna» temperatura de quince bajo cero, nos despedimos de todos los del almacén y, después de treinta horas de viaje y una noche al raso, llegamos de nuevo a la cabaña. Allí, mano sobre mano, esperaríamos a que el graznido de los gansos nos anunciara la primavera. Hemos pasado ya más de dos docenas de Navidades en el arroyo Riske; pero aquella que pasamos en los llanos del lago de la Isla, en el trineo, a cuarenta bajo cero, gozando de la franca hospitalidad de Redstone Johnny y de su squaw Lizzie —anta asada y una alegre fogata—, ha sido una de las mejores.