Capítulo dieciocho
Capítulo dieciocho
No se veía en el cielo ni la más pequeña nube, y una suave brisa del oeste mecía las plantas del lago y obligaba a los mosquitos a refugiarse entre la hierba. La alfalfa empezaba a florecer y el heno nos llegaba ya hasta la rodilla. Espinacas y rábanos estaban casi a punto, y la mayoría de las semillas que acabábamos de sembrar se habían convertido ya en plantas. Aquel día se cumplían diez años de nuestra llegada al arroyo.
—Vamos a celebrarlo —sugirió Lillian en cuanto tuvo fregados los cacharros del desayuno y la cabaña limpia y recogida.
—Tú dirás —sonreí.
Arrugó la frente y dijo:
—Vayamos de visita.
—¿A Riske?
La idea no me hizo gracia. Habíamos estado allí dos semanas antes.
—No, a Riske, no. —Y, echándose a reír, añadió—: Acabamos de llegar de allí, hace diez años.
—Entonces, ¿a quién vamos a visitar? —inquirí.
—A nadie. —Lillian sacó una hogaza de la alacena y empezó a cortar rebanadas—. Nos llevaremos el almuerzo, cogeremos los caballos, bajaremos por el arroyo, recorreremos los pantanos, tomaremos el sol…
De manera que Lillian preparó el almuerzo, Veasy ensilló los caballos y yo limpié el rifle del «303» y me eché al bolsillo media docena de cartuchos, por si encontrábamos algún ciervo para llenar los pucheros.
El camino que serpenteaba a lo largo del arroyo entre bosques de abetos era muy distinto del de diez años atrás. Entonces era una senda de ciervos y alces, muy difícil para los caballos. Primero lo ensanchamos para que pudieran transitar caballos de carga sin tropezar con los árboles y más tarde lo ensanchamos todavía más para poder recorrerlo con el carro o con el trineo. Los pantanos de castores que se encontraban aguas abajo eran mayores que los que existían a la cabecera del arroyo y, por tanto, había en ellos más pieles. En un punto estratégico de la ribera, a unos ocho kilómetros del lago Meldrum, levantamos una cabaña, pequeña pero acogedora. Durante el invierno y comienzos de la primavera, cuando cazábamos por aquellos parajes, nos instalábamos allí hasta que terminaban las operaciones. Aquella mañana, nos dirigíamos a la cabaña del arroyo bajo.
Visitamos todos los pantanos que quedaban cerca del camino, deteniéndonos en cada uno de ellos para buscar huellas de visones o, simplemente, para tumbarnos al sol, cara al cielo, cada uno a vueltas con sus propios pensamientos, que, fueran cuales fueran, todos guardamos en nuestro interior, pues resultaba mucho más fácil pensar en ellos que expresarlos con palabras.
Era mediodía cuando llegamos a la cabaña, y Veasy lo evidenció diciendo:
—Tengo hambre.
—Pues baja del caballo y enciende el fuego —le dije.
Lillian entró en la cabaña y, casi al momento, volvió a salir con cara de mal humor.
—¡Ratones! —exclamó—. Han dejado la cabaña hecha un asco. Tengo que barrer antes de hacer nada más.
Lillian aborrecía los ratones. Por muchos que cayeran en las trampas que les tendíamos, siempre venían más a sustituirles. Y si Lillian ponía unas cortinas en la ventanas, para dar a la cabaña un aspecto más hogareño, en cuanto los ratones se quedaban solos, las hacían trizas. Roían los arneses y las correas de las sillas; en suma, destrozaban todo lo que encontraban. Cuando Veasy tenía dos años, una rata se metió en la cuna y le mordió en una oreja. Los ratones eran insoportables.
Mientras Lillian barría de la cabaña hasta el último vestigio del paso de las ratas y Veasy preparaba el café, yo me tendía en el suelo, con los ojos entornados, sumido en mis pensamientos. Pensamientos agradables los míos.
Por aquel entonces, habíamos reparado todas las presas del arroyo. Todos los platos estaban llenos y rebosaban. Durante los últimos años, los precios de las pieles fueron buenos, por lo que ya no teníamos preocupaciones económicas. Las ratas almizcleras se multiplicaban a todo lo largo del arroyo y en los lagos de los alrededores. Había tantas que eran un verdadero problema cazarlas mientras tenían la piel sedosa. Sus pieles estaban en su mejor momento en marzo y a primeros de abril, pero en cuanto empezaba el deshielo se deterioraban y su precio quedaba reducido a la mitad.
Otros habitantes del arroyo se habían beneficiado también de nuestro trabajo. Ahora, ni siquiera en el más seco de los veranos faltaba agua en las acequias. Todos los agricultores del valle disponían de agua en el tiempo y lugar en que la necesitaban. Ya no quedaba en la cabecera del arroyo más papel secante que absorbiera la humedad. El agua rebosaba de los platos y corría por todo el arroyo. Cuando llegamos al arroyo Meldrum, poco ganado había en los pastos de verano y las cabezas que quedaban corrían el peligro de morir en el cieno cuando el verano era seco. Pero ahora, cuando llegaba julio, los rancheros subían a la cabecera del arroyo más de tres mil ejemplares de la raza «Hereford» y los dejaban allí hasta mediados de septiembre. Y el ganado podía pastar por donde quisiera, y tenía agua limpia a menos de un kilómetro, fuera donde fuera.
No obstante, a pesar de lo mucho que se había hecho, faltaba algo. Aunque las viviendas de los castores estaban debidamente acondicionadas, les faltaba algo: les faltaban castores. Allí había un vacío que no sabíamos cómo llenar.
—¡El café está listo! —exclamó Veasy.
La frase me hizo olvidar a los castores y me recordó que tenía hambre. Lillian salió de la cabaña, barriendo, de paso, el umbral de la puerta.
—¡Ratones! —refunfuñó sentándose ante el fuego y empezando a desempaquetar el almuerzo—. Dios nos libre de ellos.
Aquella tarde, mientras cabalgábamos hacia casa, volví a pensar en los castores. Diez años es mucho tiempo para estar deseando una cosa y no haberla conseguido. Y en aquellos momentos estábamos tan lejos de tener castores en el arroyo como diez años antes. Por lo menos eso creía yo.
Y así cabalgábamos hacia casa, yo pensando en los castores y Lillian midiendo las matas de arándano que encontrábamos a nuestro paso y diciendo, de vez en cuando:
—Este año habrá buena cosecha.
Veasy iba pensando en cosas que probablemente nada tenían que ver con los castores ni con el arándano, los tres ajenos a que, muy pronto, en el plazo de pocos días, nos visitaría alguien que iba a desempeñar un papel primordial en la tarea de devolver los castores no sólo al arroyo Meldrum, sino a la mayoría de arroyos del Chilcotin.
R. M. Robertson, natural de Glasgow, Escocia, emigró al Canadá en 1910. En 1914, se instaló en la llanura de Saskatchewan, donde adquirió ochenta hectáreas de pradera virgen y se construyó una pequeña cabaña. De no haber sido por la primera guerra mundial, Mr. Robertson se habría convertido en un próspero granjero, y la cabañita, en un recuerdo del día en que enganchó los caballos al arado y abrió el primer surco en la rica tierra de Saskatchewan. Pero en mayo de 1919, cuando se quitó el uniforme caqui, todo lo que tenía en el bolsillo era la paga de un par de meses más unos cien dólares de gratificación. Tiró una moneda al aire y cerró los ojos. Si salía cara, volvería al arado; si salía cruz, buscaría otro empleo. Y salió cruz. De manera que, encogiéndose de hombros, el exsoldado volvió la espalda a Saskatchewan y se internó en la Columbia Británica.
La vida al aire libre ejerció siempre gran atractivo en el despierto cerebro de Robertson, y en 1920 ingresaba en el Departamento de Caza de la Columbia Británica con el rango de guarda.
El guarda R. M. Robertson no limitó sus actividades a imponer las disposiciones y sancionar a quienes las contravenían. Le interesaba más descubrir por qué determinada pareja de patos del Canadá volvía siempre al mismo lago en el que la hembra incubó sus primeros huevos. O qué cataclismo, natural o provocado por el hombre, había borrado de la faz de la tierra a todos los ejemplares de la raza del carnero cuyo cráneo y enormes cuernos se pudrían bajo la indiferente mirada del sol en la ladera de una colina. Estas y otras muchas preguntas de la misma índole se formulaba el guarda de caza y, cuando sus deberes se lo permitían, recorría las laderas rocosas y los espesos bosques de coníferas, buscando las respuestas.
En 1941, cuando yo le conocí, Robertson era inspector de División y había ya consagrado veintiún años de su vida a mejorar la administración de la caza en el distrito. Estos veintiún años de servicio fueron dedicados exclusivamente al cinturón «seco» de la Columbia Británica donde, bajo un sol abrasador, la tierra de las laderas, gastada por la erosión, se convertía en polvo y las plantas se morían de sed. Y, no obstante, aquí como en otros lugares, no faltaban pruebas que demostraban que no siempre estuvo la tierra en tan desastrosas condiciones. En otro tiempo, por esta hendidura discurría el agua y aquella depresión que surca la ladera fue un impetuoso torrente. Y había tantas cicatrices, tantas hendiduras, siempre secas salvo en el momento del deshielo en que, de las alturas, llegaba hasta ellas un hilillo de agua…
El inspector provincial seguía el curso de muchos arroyos, desde las fuentes hasta la desembocadura, y examinaba las plantas que todavía se aferraban tenazmente a sus riberas, preguntándose por qué se habían secado. Y también él intuyó que el exterminio de los castores era, por lo menos en parte, responsable de esta calamidad.
Pese al aislamiento en que vivíamos, pocas eran las cuestiones tocantes a la vida de los bosques de su provincia que no merecieran la atención del inspector Robertson. Pese a que ningún guarda de caza puso nunca los pies en nuestro coto —por lo menos, desde que llegamos a él—, habían llegado a oídos del inspector no sólo noticias de su existencia, sino también referencias de nuestro trabajo en las presas. Y como el inspector opinaba que los informes de segunda mano son un pobre sucedáneo de la información directa, Robertson me escribió una carta diciendo que había decidido hacernos una visita para enterarse de nuestras realizaciones.
Un día de finales de julio de 1941, ensillé mi caballo y, llevando a otro de la brida, me dirigí al arroyo Riske para recoger al inspector y traerlo a la cabaña del lago Meldrum. Pues por aquel entonces no se me ocurrió que un automóvil pudiera circular por el rocoso camino.
Cuando yo llegué con los caballos al almacén, él me aguardaba ya. Era un hombre de aproximadamente un metro setenta de estatura, cabello gris, que llevaba con soltura sus ochenta kilos de peso, gracias al continuo ejercicio que le exigía su trabajo. «Sabe lo que pesan las raquetas en un soleado día de marzo», pensé mientras nos estrechábamos la mano. Mientras ataba su maletín a la silla, no dejaba de observarle por el rabillo del ojo. Todos los Departamentos del Gobierno suelen tener elementos que no encajan. Todo inspector del Departamento de Caza de la Columbia Británica debía saber bastante de caballos.
Robertson encajaba perfectamente. La mano izquierda, que sujetaba las riendas, estaba sobre la correa lateral de la brida, y la derecha, en el arzón, no en el borrén. Montó dejándose caer suavemente en la silla y el pie derecho encontró inmediatamente el estribo. El inspector estaba tan acostumbrado a la silla de montar como cualquier vaquero de estos alrededores.
Nuestra conversación no fue muy animada mientras, ora al trote, ora al galope, ora al paso, los caballos iban dejando atrás el camino. También esto me gustó en él: en lugar de importunarme hablando de cosas intrascendentes, economizaba palabras y dedicaba toda su atención al paisaje, señalando las sendas de ciervos que cruzaban el camino y los lechos de los gallos silvestres.
Antes de llegar al lago Meldrum, ocurrió un pequeño incidente que me reveló un aspecto del carácter del hombre que cabalgaba, pensativo, a mi lado. Estábamos rodeando un pequeño lago, en cuya orilla crecía la hierba llamada «cola de zorra». Yo contemplaba un grupo de patitos que nadaban paralelamente a la orilla opuesta. De pronto, en formación cerrada, se dirigieron a tierra, luego volvieron a nadar en sentido paralelo durante unos cuantos metros y al fin se deshizo la formación y dos de ellos se dispusieron a salir del lago.
El inspector observaba también los patos. Súbitamente, se echó hacia atrás, detuvo su caballo y gritó:
—¡Sooo!
Después de mirar fijamente la otra orilla, susurró:
—Allí, entre la hierba, a quince metros de los dos patos, ¿lo ve?
Entonces lo vi. Casi se confundía con la hierba; pero no era hierba.
—Coyote —anuncié.
—Por lo menos, una cola —corroboró el inspector—. El resto está oculto en la hierba.
La gruesa cola del coyote ondeaba como una bandera movida por la brisa, como han ondeado entre la hierba de los lagos las colas de los coyotes desde que existen coyotes… y, en el agua, patos lo bastante tontos para dejarse engañar.
—La curiosidad los mata —observó el inspector—. El dueño de esa cola está tratando de atraer a uno de esos patos para saltar sobre él en cuanto se acerque lo suficiente, por el simple procedimiento de echarse sobre el vientre y mover la cola como reclamo. Y los patos son curiosos, sobre todo los jóvenes.
Uno de los patos se había quedado descansando sobre una de sus patas, mientras observaba los movimientos de la cola. De pronto, con desgarbado contoneo, se dirigió hacia donde estaba su enemigo.
—Esto no podemos tolerarlo —murmuró el inspector.
Y llenándose los pulmones de aire lanzó un grito.
El coyote se irguió rápidamente y durante una fracción de segundo tendió las orejas en nuestra dirección. Luego, cuando sus ojos nos descubrieron, dio media vuelta y desapareció entre la hierba.
Lanzando ruidosos graznidos, el pato curioso echó a correr hacia el agua, donde se reunió con sus compañeros, y todos ellos desaparecieron de nuestra vista, detrás de unos cañaverales.
—¿Había visto alguna vez esta clase de cacería? —preguntó Robertson.
—Sólo una —contesté—. Aquel día fue un ganso, y el coyote lo trincó.
—Me pregunto cuántos patos y gansos se habrán dejado engañar por este viejo truco.
El inspector Robertson pasó casi una semana recorriendo conmigo, a caballo, todo nuestro coto. Encajaba en aquella vida como encaja una herradura bien puesta en la pata de un caballo. Cuando llegaba la hora de fregar los cacharros de la cena, cogía un paño y se ponía a secar lo que Lillian iba fregando. Disparaba preguntas a Veasy, relacionadas no tan sólo con ratas almizcleras, visones, ciervos y alces, sino con Matemáticas, Geografía, Historia y otros temas tratados en las clases, y, en una ocasión, dijo a Lillian:
—No puede decirse que no esté bien educado el pequeño.
El último día de su estancia con nosotros, mientras miraba, pensativo, uno de los pantanos, murmuró:
—Me parece que no les vendría mal una ayudita para conservar esas presas. ¿No han pensado que, si se reventase una, la avalancha de agua haría saltar las que se encontrasen debajo?
Este pensamiento nos preocupaba, desde luego. En la época del deshielo o después de un aguacero de verano, el arroyo Meldrum llevaba un caudal muy considerable. Y este caudal tropezaba con veinticinco presas que carecían de compuertas apropiadas. Hasta el momento, ninguna de las presas había sido gravemente dañada, gracias a la estructura de ramas que las reforzaba. Pero al fin las ramas se pudrirían y la altura de las presas bajaría, cosa que ya empezaba a ocurrir. Y si una de las presas grandes cedía, era casi seguro que la fuerza del agua destruiría las demás.
Como si hubiese tomado una importante decisión en su fuero interno, sin decirme de ella ni media palabra, repitió, muy convencido:
—Sí, es evidente que necesitan ayuda.
Pero no dio ningún indicio sobre cuál sería la ayuda ni de dónde podría venir. Y aún habíamos de tardar algún tiempo en enterarnos.
Posteriormente, al redactar el informe para la Comisión provincial de Caza, el inspector Robertson diría: «Recientemente, en el curso de una visita de inspección realizada en el coto de Eric Collier, del lago Meldrum, pude comprobar que la fauna de la zona se multiplica satisfactoriamente. Con un pico, una pala y una carretilla por todo utillaje, Mr. Collier reconstruyó unas veinticinco viejas presas de castores y anegó los pantanos donde en otro tiempo habitaban también ratas almizcleras y toda clase de animales de buena piel. Las aguas procedentes del deshielo llenaron los embalses y no tardaron en reaparecer ratas almizcleras y otros animales de buena piel, aves y caza mayor, como atestiguan las numerosas huellas observadas. En realidad, el aspecto de la región ha recobrado su antigua animación. Como resultado de las indicadas operaciones, se han resuelto en gran parte los problemas de riego que tenía planteados una región agrícola contigua al coto de Collier. El trabajo realizado en la cabecera del arroyo Meldrum es un brillante ejemplo de lo que puede conseguirse en este fértil campo de acción.»
Éstos eran, pues, los pensamientos del inspector Robertson, del Departamento de Caza de la Columbia Británica, acerca de los sucesos acaecidos en el arroyo Meldrum desde nuestra llegada. Pero no fue hasta primeros de septiembre cuando ocurrió algo que me hizo recordar sus palabras de que «era evidente que necesitábamos ayuda» para conservar las presas.
Eran las diez y media de la mañana. Lillian estaba remendando sus mitones. Veasy, inclinado sobre la mesa, sondeaba los misterios del Álgebra. Y yo comprobaba el funcionamiento de las trampas, para cerciorarme de que, cuando las pusiéramos en los bosques, no fallarían los resortes.
De pronto, Veasy se irguió en la silla y se puso a escuchar.
—¿Qué ruido es ése? —exclamó.
Yo agucé el oído un momento, y me encogí de hombros con indiferencia al percibir el suave zumbido de un motor.
—Algún avión que vuela sobre el río Fraser —pues las Líneas Aéreas Canadienses del Pacífico tenían un servicio entre Vancouver y Whitehorse, en el Yukon, y sus aviones solían pasar todos los días a gran altura sobre nuestra cabaña.
—No es ningún avión —dijo Veasy.
—Pues, ¿qué quieres que sea?
—Un automóvil.
—¿Un automóvil en estos bosques?
Negué con la cabeza. Me parecía inconcebible.
—Es un automóvil —insistió Veasy, esta vez desde la puerta—. Todavía está por entre los pinos, pero viene hacia acá.
Lillian me siguió cuando salí al exterior, y los dos nos quedamos mudos de asombro.
—Tiene razón Veasy —dije por fin—. No puede ser, pero es un coche.
El desigual latido de un motor de gasolina, arrastrando un chasis sobre un terreno más apropiado para las ruedas de un carro que para unos neumáticos de goma, no era, desde luego, fruto de la imaginación. Por el camino de la cabaña se acercaba un automóvil. Al poco rato, distinguimos, entre los abetos, su carrocería pintada de azul. Avanzaba lenta y cautelosamente; pero avanzaba. Y nosotros, asombrados y desconcertados, contemplábamos su avance.
El automóvil se detuvo delante de nosotros y su conductor se apeó tambaleándose, al recobrar el uso de sus piernas tras haber permanecido muchas horas sentado al volante. Era alto y delgado, de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, tenía los ojos vidriosos por falta de reposo y una barba de dos días. ¿Quién sería y qué habría venido a hacer aquí?
El desconocido despejó rápidamente la incógnita:
—Guarda de Caza Mottishaw, Destacamento de Quesnel, Departamento de Caza de la Columbia Británica —dijo, a modo de presentación—. Es usted Eric Collier, ¿verdad?
Yo incliné la cabeza.
—El mismo. Le presento a mi mujer y a mi hijo: Lillian y Veasy.
El recién llegado se llevó la mano a la gorra y sonrió ligeramente.
—Ya he oído hablar de Lillian y Veasy. —Luego, se volvió a mirar el coche y frunció el ceño—. ¡Qué carretera! Dos pinchazos, una ballesta rota, un guardabarros abollado y un escape en el radiador. Tuve que taparlo con goma de mascar. ¿Por qué diantre no quitan ustedes todas esas piedras y raíces del camino? —gruñó.
—Sólo llevamos aquí diez años —sonreí—. Todavía no le ha llegado el turno a la carretera. Claro que algún día tendremos que ocuparnos de ella.
El guarda se dejó caer en un tronco y se echó la gorra hacia atrás con un movimiento lento y cansado. No llevaba uniforme, sino unos viejos pantalones de franela y una americana de tela similar.
—No se preocupe —dijo—. Lo importante es que he llegado, aunque para ello haya tenido que viajar toda la noche. Por fortuna todavía respiran.
Veasy dedicaba toda su atención al automóvil. Estaba fascinado. Dio lentamente una vuelta a su alrededor, examinó los neumáticos, los guardabarros y las ballestas. Luego se puso a gatas y miró debajo. Se asomó al interior y estudió atentamente el tablero de mandos y la palanca del cambio de marchas. Finalmente retrocedió, moviendo afirmativamente la cabeza, como si el examen le hubiera dejado plenamente satisfecho.
Intrigado por saber quiénes eran los que «todavía respiraban», dije a nuestro visitante:
—Pase, por favor. En un santiamén, Lillian le preparará una taza de café y algo de comer.
Desde luego, el hombre parecía necesitarlo.
Pero no me hizo caso. En aquel momento abría la maleta del coche.
—Bueno, dígame dónde quiere ponerlos —dijo bruscamente.
Yo le miré extrañado.
—¿Ponerlos? ¿A quiénes?
—No tiene ni la más remota idea, ¿eh? Bueno, aquí se lo explicarán.
Y me tendió un sobre bastante arrugado.
Lo rasgué y abrí el único pliego que contenía. Las palabras empezaron a bailar ante mis ojos, a medida que su significado se iba aclarando.
«Guárdenlos y cuídenlos como si fueran hijos suyos. Valen su peso en oro. Si les ocurre algo, no podremos mandarles más.»
La nota estaba firmada por R. M. Robertson, I/CC. Departamento de Caza.
Me apoyé en el guardabarros del coche, tratando de calmar mi voz y mis pensamientos.
—¿Quiere decir que son… —balbucí con los ojos fijos en la maleta del coche— castores? —apenas me atrevía a pronunciar la palabra.
—Dos parejas —afirmó el guarda lacónicamente—. Vienen de la reserva del lago Bowron, destinados al arroyo Meldrum. Y he de añadir que la reserva se encuentra a trescientos ochenta kilómetros al norte de aquí y los pobres bichos llevan demasiado tiempo ahí metidos. Tenemos que echarlos al agua. Y cuanto antes mejor. ¿Dónde quiere ponerlos?
El lago de junto a la cabaña, cuyas aguas utilizábamos para regar, parecía el lugar más apropiado. Cada castor viajaba en una caja rectangular de hojalata. Una a una, fuimos llevando las cajas al pantano.
—Hay una pareja de dos años y otra de tres —dijo el guarda mientras abría las jaulas.
Fue preciso volcarlas para que los prisioneros se decidieran a salir.
Uno a uno, abandonaron las jaulas y se quedaron agachados en el suelo, deslumbrados por la luz que repentinamente les hería los ojos, y haciendo trabajar el olfato. De pronto, el mayor del grupo, al parecer, un macho, se irguió sobre sus patas traseras y cruzó las delanteras sobre el pecho, en actitud de oración.
—Huele bien, ¿eh, grandullón? —preguntó el guarda riendo bajito—. Pues mejor sabrá. De manera que… ¡adelante!
Al oler el agua, el castor se acercó torpemente a la presa y se deslizó en el agua sin el más leve chapoteo. Uno a uno, por el mismo lugar, fueron sumergiéndose los demás y a los pocos segundos no se veía ni rastro de ellos.
El tiempo estaba muy sereno; no había en el ambiente ni un soplo de aire. Nada turbaba la quieta superficie del estanque. Lillian y yo nos acercamos a la presa y nos quedamos contemplando el agua.
El guarda de caza Mottishaw pareció cobrar repentinamente nueva vida. Disminuyó el cansancio de sus ojos, sus hombros se irguieron y la gorra recobró su correcta posición.
—¿Ha hablado usted de café y huevos con tocino? —sonrió el guarda.
—¿Tres o cuatro huevos? —le pregunté, sintiendo a mi vez gran apetito.
—¡Mira! —susurró Lillian, señalando una estela que se abría en el agua a unos cincuenta metros de la presa. Seguí la dirección de su dedo y aún alcancé a ver una oscura cabeza que sobresalía del agua. Luego la cabeza desapareció y se oyó un sonoro chasquido como si un objeto plano hubiera golpeado la superficie del estanque. Después, todo volvió a quedar en silencio. Los ojos de Lillian se clavaron en los míos y mis ojos en los de ella. En aquel momento comprendimos que no se había malgastado ni un solo día de los últimos diez años. Los castores habían vuelto al arroyo Meldrum.