Capítulo veintisiete
Capítulo veintisiete
¡Agua! Los torrentes saltaban por las laderas, llenando todas las depresiones que encontraban a su paso. Estuvieras donde estuvieras —contemplando con ansiedad las presas de los castores, o encaramado sobre una peña, en la cima de alguna loma—, todos los sonidos que componen la sinfonía de los bosques: el penetrante lamento del coyote, el agudo ladrido de un zorro, el parloteo del somorgujo y el suave gruñido de las antas, todo quedaba ahogado por el clamor de las aguas que se precipitaban hacia el río.
¡Agua! Alimenta las cosechas, calma la sed, hace funcionar turbinas, nos limpia la piel, transporta los productos de la industria a todo lo largo y lo ancho de la tierra. El agua protege y sirve al hombre. Pero es también una fuerza destructora.
Hace poco, una o dos semanas, los bosques estaban silenciosos e inmóviles bajo la masa de nieve que los agobió durante varios meses. De pronto, casi sin avisar, se produjo la metamorfosis. Aquella materia blanca e inanimada se convirtió en un torrente fangoso y alocado que llenaba los bosques de amenazadores rugidos.
Ni los más viejos entre los viejos recordaban un invierno como aquél. De vez en cuando, uno de ellos se frotaba la barbilla con la mano y decía, por ejemplo:
—El invierno del noventa y uno al noventa y dos fue malo de verdad; pero éste es mucho peor.
Lo cual era ya bastante decir; pues, generalmente, por muy largo y crudo que fuera un invierno, siempre salía algún Matusalén, que llegó a la región cuando los indios eran todavía los amos de Chilcotin, que recordaba otro peor. De una cosa estoy seguro: el invierno de 1947-1948 fue el más cruel de todos los que hemos conocido desde que vivimos en el arroyo Meldrum.
Desde el 5 de enero hasta el 20 de febrero, raro fue el día en el que el termómetro marcó más de treinta bajo cero a mediodía. Por la tarde, la raya de mercurio bajaba hasta más no poder, cincuenta o sesenta, si el termómetro lo permitía, y seguía allí hasta la mañana siguiente. Y el viento soplaba con tal furia que parecía querer partir a la gente por la mitad. Alcanzaba tales proporciones el espesor de la nieve que cuando me encontraba con algún ciervo en la espesura, lo único que sobresalía de la capa de nieve que cubría las sendas era la cabeza y una fina línea del lomo del animal.
Hacia mediados de marzo, a menos de doscientos metros de la casa, habían muerto de frío más de media docena de cachorros de anta. En las laderas de las colinas que descendían a la cuenca del río Fraser apenas había un solo abeto debajo del cual no hubiera muerto algún cervatillo. No es que en aquellas laderas faltase comida; es que los animalitos no podían escarbar en la nieve lo suficiente para conseguir un bocado. De manera que, con el vientre encogido, se acurrucaban al pie de algún árbol, donde la capa de nieve no era tan profunda, y el frío les helaba la sangre.
Incluso muchas de las reses, pese a encontrarse en los pastizales con la hierba hasta el vientre, perdían las ganas de vivir, y las que no morían amanecían con los corvejones, el rabo o las orejas congelados. Y, al poco tiempo, se les despellejaban las patas, se les caía el rabo o perdían alguna oreja. Desde que vinimos a vivir al arroyo Meldrum no habíamos conocido invierno como aquél.
Y también la primavera fue única en su género. El 25 de abril, cuando cargamos las pieles en los caballos y nos pusimos en marcha hacia el arroyo Riske, no se veía ni un agujero en la nieve. Más de medio metro de ella cubría todavía el campo de heno. Y era nieve sólida. Por la mañana, cuando la escarcha la endurecía aún más, se podía galopar sobre ella como sobre una carretera bien asfaltada. Era la clase de nieve que, en esta época del año, solía encontrarse en las altas cumbres; pero no a mil metros.
Estábamos a 25 de abril de 1948 y todavía no habíamos oído ni un solo graznido de pato, ni había en toda la región ni un solo azulejillo, ni un solo petirrojo. Y parecía un disparate ir al arroyo Riske a caballo, en lugar de hacer el viaje en el jeep. Pero no había automóvil ni carro que pudiera avanzar sobre aquella masa de nieve endurecida. Hasta fines de enero, conseguimos mantener abierto un camino de trineo, pero, en una noche, quedó totalmente borrado, y en los llanos del lago de la Isla se formaron ventisqueros de hasta cinco metros. Ahora, pese a que mayo estaba, como quien dice, a la vuelta de la esquina, la nieve seguiría allí amontonada. Incluso para poder llegar al arroyo Riske con los caballos solos tendríamos que seguir las lomas, con objeto de zafarnos de los peligros del llano.
—El arroyo bajará como una fiera cuando todo esto se convierta en agua —grité a Lillian mientras ataba la reata de caballos de carga y les apretaba las cinchas.
—Pues cuanto antes, mejor —replicó ella—. Estoy tan cansada de ver nieve que no quisiera volver a tener ante los ojos ni una felicitación de Navidad. —Y, por enésima vez desde que arrancamos del calendario la hoja de marzo, se lamentó—: ¿Es que nunca va a llegar la primavera?
—¿La primavera? —Sonreí—. Este año no tendremos de eso. De la noche a la mañana, empezará a fundirse la nieve, y estaremos en verano.
Y los hechos me dieron la razón.
Esta mañana, el viento nos traía aún el hálito del invierno. Soplaba del noroeste con bastante fuerza. Lillian llevaba un suéter color crema de cuello alto y una pelliza roja confeccionada con los restos de una vieja chaqueta mía. Lillian cogía las prendas que yo dejaba por inservibles y con unos cuantos tijeretazos y medio carrete de hilo se fabricaba cosas realmente elegantes. Aprendió el truco durante los años de las vacas flacas, cuando los dólares andaban tan escasos como los diamantes y cuando no tirábamos nada que, con un poco de ingenio, pudiera aprovecharse.
Veasy puso las bridas a su ruano. Enfundó las piernas en las polainas de cuero, se abrochó la pelliza, se ajustó las protecciones de las orejas y se quedó inmóvil junto al caballo, erguido como un huso. Todas estas operaciones fueron realizadas casi mecánicamente, como si el caballo, las bridas y las polainas estuvieran a varios kilómetros de sus pensamientos. Por aquel entonces, casi todo lo hacía Veasy mecánicamente, aunque esto no quiere decir que no lo hiciera bien. Y de vez en cuando Lillian o yo le veíamos dejar lo que estaba haciendo y quedarse con la mirada perdida en el espacio, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí. Pero nunca traté de sondearle, ni tampoco Lillian. A su debido tiempo, el propio Veasy nos diría lo que veía cuando parecía mirar al otro lado de las montañas, y aunque temíamos este momento, estábamos seguros de que, tarde o temprano, tenía que llegar.
Si bien aquel invierno se llevó por delante a innumerables antas y ciervos y a más de un ranchero no le salieron las cuentas, con nosotros no fue del todo malo. En los caballos llevábamos en total unas mil cien pieles de rata almizclera, que venderíamos a dolar y medio la pieza. Los pantanos se inundaron a finales de febrero, pero volvieron a helarse rápidamente. Las ratas reconstruyeron sus viviendas, y puesto que en todo el mes de marzo apenas nevó, podíamos distinguirlas con toda facilidad, sin necesidad de buscar palos de señalización. Como el invierno se prolongó, el hielo se conservó duro y estuvimos cazando hasta el 20 de abril. De haber querido, habríamos podido seguir haciéndolo; pero Veasy y yo nos cansamos de poner trampas y desollar animales y Lillian de clavar las pieles a las tablillas.
Tardamos trece horas en llegar al arroyo Riske, pues tuvimos que dar bastantes rodeos para evitar que los caballos se atascaran en la nieve. Desde allí, expedimos los fardos a las subastas. Mil cien pieles de rata eran demasiadas pieles para colocárselas a cualquier tratante de la localidad. Una vez enviados los paquetes, pasamos un par de días haraganeando por el arroyo Riske, hablando del tiempo, y después ensillamos los caballos y nos volvimos a nuestro arroyo.
No hubo primavera, en el sentido literal de la palabra. Fue como si el invierno, avergonzado por habernos fastidiado durante tanto tiempo, se hubiera muerto de repente y el verano hubiera venido al entierro. Durante la primera semana de mayo, pasó por encima de la casa la primera bandada de patos silvestres. A continuación llegaron los petirrojos, seguidos de los azulejillos, trayendo en el pico briznas de hierba del año pasado para empezar a construir el nido. Inmediatamente después, las golondrinas y, pisándoles la cola, los colibríes.
Nunca habían vuelto a nuestros bosques las aves migratorias tan repentinamente. Por lo general, los azulejillos volvían dos semanas después que los petirrojos y una semana antes que las golondrinas. Pero aquella primavera de 1948 llegaron casi a un mismo tiempo y empezaron a construir sus nidos apresuradamente, para tenerlos cuanto antes dispuestos para los huevos.
Hacia mediados de mayo, el termómetro, que poco antes marcara cuarenta bajo cero, marcaba treinta grados a la sombra. La nieve se fundía a ojos vistas. El arroyo creció un metro en una noche, alimentado por miles de impetuosos riachuelos que se descolgaban de las frondosas laderas de las colinas. Y lo mismo ocurrió a otros muchos arroyos que se precipitaban al encuentro del mismo río.
Por las tardes, al salir de casa, el ensordecedor rugido del arroyo al decantarse por encima de las presas de los castores, nos llenaba de inquietud. ¡Había tantas presas, era tanta el agua que bajaba por el arroyo, buscando en ellas un punto débil para abrir brecha y poder correr con más libertad!
¿Qué ocurriría si las presas cedían, al no poder resistir por más tiempo el embate del agua? ¿Qué ocurriría en el valle, en la desembocadura del arroyo, donde la gente araba ya sus huertos, gradaba los campos de heno o sembraba avena, si se reventaban las presas y los cientos de miles de metros cúbicos de agua que contenían se precipitaban hacia el río en una desenfrenada avalancha? Si cedían las presas de los castores, huertos, campos de heno y los centenares de hectáreas de avena recién sembrada se convertirían en lagos.
El deshielo se produjo casi simultáneamente a mil y mil quinientos metros y a mayores altitudes. Todo se convirtió en agua a un mismo tiempo, y toda el agua se vertió en el río Fraser.
En más de medio siglo, el río no se había desbordado ni inundado aquellas tierras en las que, en la primavera de 1948, trabajaban miles de personas, convencidas de que los diques construidos desde la última vez que el río anegó la región resistirían el impacto de la crecida. Pero hasta la misma tierra en la que se asentaban sus casas fue robada al río. Aquella tierra, protegida por los diques y alimentada por riego subterráneo, producía abundantes cosechas de pastos, cereales, frutas y hortalizas; pero era, en su mayor parte, aluvión depositado allí por anteriores crecidas. Y a finales de mayo y primeros de junio de 1948, el río reclamaría lo que era suyo.
Alimentado y engordado por mil arroyos menores y por las aguas de otros tan importantes como el Nechako, el Cottonwood, el Quesnel, el Chilcotin y el North y South Thompson, el Fraser crecía y crecía sin parar, buscando el punto por donde reventar los diques. Como hormigas, los hombres trabajaban afanosamente durante las veinticuatro horas del día a todo lo largo de los diques, con sacos de arena y volquetes y máquinas de todos los tipos, en un esfuerzo por levantar los muros de contención y hacerles resistir la acometida de las aguas. Pero todo el trabajo fue inútil. Durante cuarenta años, el hombre fue el amo y el río su esclavo. Ahora, por un momento, el río mandaba y el hombre estaba inerme ante el ímpetu arrollador de las aguas.
Los diques fueron empapándose. En innumerables puntos se produjeron filtraciones. Y las aguas iban creciendo y llegaban ya a los bordes de los diques. Por fin, sin poder resistir más, los muros se reventaron y las turbulentas aguas se precipitaron a inundar las tierras que les habían sido conquistadas.
El valle del Fraser volvía a ser un lago. La gente abandonó sus casas. El ganado se ahogó en los pastizales. Casas y establos flotaban aquí y allá como flotan las ramas en los embalses de los castores. Por las carreteras que pocos días antes cruzaban caravanas de automóviles, navegaban ahora barcas. Las vías de la «Canadian Pacific» y de la «Canadian National Railways» estaban bajo varios palmos de agua, y la ciudad de Vancouver quedó aislada del resto del Canadá. Y todos los embalses construidos en los afluentes del Fraser, incluso los que parecían más sólidos, se abrieron ante la furia de las aguas.
En aquella primavera del 1948 habría en el arroyo Meldrum unos doscientos castores, y en aquellos momentos de angustiosa incertidumbre, en los que la rotura de una presa provocaría la destrucción de las que se encontraran debajo, no podíamos hacer más que confiar en los castores. No obstante, parecía imposible que los castores pudieran desafiar la catarata cuando el hombre fracasaba tan estrepitosamente.
Pero los castores no nos defraudaron. Acudieron todos, los que vivían en las casas de los pantanos y los de las madrigueras de las orillas. Trabajaban durante toda la noche sin descanso en la casi imposible tarea de levantar cada una de las presas para que contribuyera a contener las aguas. Acudieron todos, grandes y pequeños, machos y hembras de vientre tan voluminoso que flotaban con casi medio cuerpo fuera del agua. Acudieron para que las aves tuvieran donde construir sus nidos. Acudieron para que los peces no sucumbieran en las sucias aguas del canal. Acudieron para que el visón, la nutria y la rata almizclera siguieran encontrando comida. Y acudieron, quizá, para que un hombre, una mujer y un muchacho de diecinueve años no perdieran lo que tanto querían bajo las cenagosas aguas del cataclismo.
Las brechas eran tapadas casi con la misma rapidez con que se abrían. Se buscaban y robustecían los puntos débiles para impedir que el agua los perforase. Todas las presas del arroyo resistieron los ataques de las aguas. Y no fue eso todo; los castores consiguieron almacenar casi todo el exceso de agua y el caudal del arroyo en su confluencia con el río fue mayor que en otras primaveras. Éste fue el milagro de los castores en la catastrófica primavera de 1948.
Cada uno de los ciento setenta y pico de millones de habitantes de los Estados Unidos de América consume, por término medio, cinco metros cúbicos de agua diariamente. En conjunto, la nación consume ochocientos mil millones de metros cúbicos cada día, agua más que suficiente para contener los barcos que componen la flota mercante de todos los países del mundo.
Para conseguir una fanega de trigo se necesitan cuarenta metros cúbicos de agua, y ochocientos para una tonelada de alfalfa. La industria consume diariamente unos doscientos cuarenta mil millones de metros cúbicos, y se calcula que en 1975 el consumo de agua se habrá triplicado.
Aunque en los Estados Unidos se recogen anualmente cuatro mil trillones de metros cúbicos, en muchas regiones del país existe grave escasez de agua, a pesar de lo cual raro es el año en que alguno de los ríos más importantes no se desborda, inundando las tierras de alrededor, ahogando las reses, arruinando las cosechas y echando a la gente de sus hogares.
Habría que pensar con calma en lo que ocurrió en el arroyo Meldrum en el año de la inundación. Las extravagancias de los ríos principales dependen casi enteramente de las de sus subsidiarios. No existe una colonia de castores capaz de represar el caudal de un río importante, pero puede contener las aguas de la multitud de pequeños arroyos que lo nutren. Los castores del arroyo Meldrum impidieron que llegara al río el exceso de agua en un momento en que el río no podía utilizarla ni contenerla. Y la almacenaron en sus embalses para ir soltándola poco a poco, de manera que, en lugar de perjudicar al hombre, le beneficiaría.
Un calor pegajoso nos bañaba el rostro en sudor, y los pulmones se nos contraían y dilataban frenéticamente. Habíamos dejado los caballos al pie del promontorio y estábamos escalando los últimos cien metros de roca viva. De vez en cuando, me volvía a mirar a Lillian, que subía detrás de mí, le tendía una mano y preguntaba:
—¿Necesitas ayuda?
Ella llevaba la cabeza descubierta y la blusa desabrochada. Un hilillo de sudor le bajaba por la frente. En la pernera derecha del pantalón se veía un boquete que no estaba allí cuando iniciamos la ascensión. Negó con la cabeza y jadeó:
—Voy subiendo divinamente.
Veasy estaba mucho más arriba. Trepaba como una cabra montés. De vez en cuando, también él se volvía a preguntar:
—¿Necesitáis ayuda?
Aspirando una bocanada de aire, yo respondía:
—Los dos subimos divinamente.
Por fin llegamos a la cumbre y nos tumbamos a descansar bajo la ardiente mirada de un sol de julio. Estábamos a dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, casi cuatrocientos metros más altos que las cumbres que nos rodeaban. Hacia el nordeste, a más de dieciséis kilómetros, se divisaba una larga lengua de agua: el lago Meldrum. Se veían también otras muchas manchas de agua unidas entre sí como una larga cadena: los embalses de los castores. Y, más lejos, una raya oscura hendía la tierra: el río Fraser.
Cuando recobré el aliento, pude oír la voz del río, aunque apagada por la distancia. Era sólo el murmullo plácido de las aguas que rápidamente se dirigían hacia un océano que un mes antes tuvo que recoger barro y toda clase de enseres que los ríos arrastraron hasta él. Pero la voz del Fraser no sonaba ya como un trueno. Las aguas del deshielo habían pasado ya. El río se había desahogado.
Volví a mirar los eslabones de aquella cadena larga y sinuosa. Quizá, si el arroyo Meldrum hubiera podido salirse con la suya, ahora la cadena no tuviera ya eslabones. Hace años, el agua hubiera bajado impetuosamente hasta el río, sin encontrar obstáculo. Pero en la primavera de 1948, allí estaban los castores, a la espera, para primero desafiar y después contener la inundación haciendo retroceder el agua a los pantanos.